Pensar, desde la ciudad


Paul Laurent *

Sólo hay que asomarse por la ventana para percatarse que pensar desde la ciudad es someterse al imperio de lo insignificante, de la poca cosa. Ahí donde será vano (refunfuñaba Platón) aguardar la llegada del hombre regio.[1] ¿Por las pequeñeces? Pero pequeñeces que suman. Y que sumando construyen. Precisamente aquél orden labrado tanto por el “dinero superfluo” como por “hombres superfluos”, tal como despectivamente Hannah Arednt dixit.[2] De esos que estropean cualquier asomo de impoluta evocación. Otra vez el enfado de Platón. Así es. Directamente, un escupitajo a lo perfecto. Lo que me hace evocar a un Cicerón solicitando la venía de la civitas para alejarse de ella con el fin de solazarse (con texto en sus manos) con el estudio de la retórica y de la filosofía. Doce siglos más tarde San Bernardo rogaría a los profesores y estudiantes de París huir hacia los bosques, y sin libros a cuestas; a su entender, la Verdad no necesitaba de ellos. Para él la naturaleza era el mejor de los maestros, mientras que otros asumían lo mundano como un Paradisus, mundi rosa, balsamun orbis. Exactamente lo que Juan de Salisbury le decía a Tomás Becket en 1164: «He andado por París. Cuando vi la abundancia de víveres, la alegría de las gentes, la consideración de que gozan los clérigos, la majestad y la gloria de la Iglesia toda, las diversas actividades de los filósofos, creía, admirado, ver la escala de Jacob, cuya cúspide tocaba el cielo, y que los ángeles recorrían subiendo y bajando. Entusiasmado por aquel feliz peregrinaje tuve que confesar que allí estaba el Señor…»[3] (sic) No, no estaba. Ningún señor, muchos sí. Damas también, y al escoger.
Eso es la urbe. El emporio del comercio, del tráfico, del ir y venir, de la fluidez más radicalmente anónima. Exactamente lo que se detesta desde el Absoluto, ese entramado que ya en Hesíodo era lo Perfecto. Por algo todos los caminos van hacia ella y ella hacia los demás. Tal su complexión, sanidad y fortaleza. Por ello aquí no encaja ninguna Civitas Dei, pues abundan hombres y humanidad. Humano, demasiado humano. A decir de un moribundo Hume (en 1776), el verdadero escenario para un hombre de letras.
La calle es así. Pletórica en sus difficiles nugae, aquellas intrincadas bagatelas de Berkeley. Y lo es desde sus primeros días. Desde su vocinglera estancia se suceden tanto los vislumbres del tendero y de sus exigentes clientes, tanto como los del por primera vez (y para siempre) obnubilado Dante ante el paso de su inmortal amada (Beatriz) sobre un puente florentino. Ciertamente, un paraje imposible de deducir fuera de los irrelevantes detalles. De esas nimiedades tan connaturales a los simples mortales. Ese eterno diálogo del día a día. Aquél sinfín de singularidades tan complicadas de atrapar, inasibles. Tal es la urbanidad, a la que ninguna weltanschauung le asienta. Por escurridiza, por abundancia de fragmentos. Pero no por rotura. A todas luces, el inmenso y abrumador campo de los comunes. También de los excelsos, como el propio Dante. He ahí la progenie de los hijos de la ciudad, donde solo hay iguales, por igualados. Hechura de una vita activa antes que de la contemplativa. Tal la resultante del trabajo y de la mera convivencia. La cuna cede al personal esfuerzo. Se deja de ser súbdito para ser ciudadano (dos maneras de ser “soldado”, “milicia”). ¿Y algún día se abandonará la ciudadanía por la homínida libertad? Civitas donde brota la necesidad de dar a cada uno lo suyo (el suum cuique), lo que nos advierte que no en balde las distancias, clases y estamentos siempre suponen una ligazón asentada en lo jurídico.[4] Una forma de enfrentarse y entenderse con los demás. Hechura de la retórica que deriva de la propia sociabilidad citadina. Vástago de ese juego del lenguaje (sprachspiel) del que Wittgenstein nos mentaba. Por semejante motivo, cuna también del saber natural y del realismo. Ingresan en tropel sobre su afirmado o baldosas. La magia de lo inexplicable cede. En suma, la necesidad de espacio, de independencias, fuerza a la igualdad política que demandaba Protágoras. Gran sofista, de los que cobraba por enseñar. Dignos hombres de ciudad, no ciudadanos, sino meros transeúntes, escapistas, cínicos paseantes. De los que querían frenar el poder porque ya sabía a irracional y antiguo. Anacronía.
Que lo digan los monárquicos y sus taumaturgias. Cuando estos eran importantes sus ridiculeces imperaban. Ahora ninguna ridiculez impera en exclusiva, sino que abundan en su desgobierno. Toneladas. La salud de la república ciudadana depende de su abundancia. Nutricias intrascendencias, ¿el soporte de un novísimo excogitar? A lo mejor. Por lo pronto el de Salisbury pudo redactar su Policraticus precisamente porque llevaba en su cacumen la lógica del que razona desde lo concreto e inmediato. Frescura de mente. ¿Vuelta a Aristóteles? Difícil, su alumno Alejandro supo de la imposibilidad de hacerse de lo inmenso. En cambio, cualquier mortal del presente comprende sin tormentos que sortear las ocurrencias urbanas nunca fue una simpleza, menos cuando esa cotidianidad se acelera frente a una aparente desbordante miríada. Ese tipo de calma mercatorum que Dickens delineó (en Historia de dos ciudades) a la perfección: si se trata solo de negocios, señorita, y vuestras emociones me confunden. ¿Cómo voy a despachar ningún negocio con el ánimo conturbado? Vamos a procurar serenarnos. La novela es citadina. Patria del antihéroe. Desde Chrétien de Troyes, la sustancia de toda novela (Deleuze).
Detalle a resaltar, pues recién la ciudad se ha erigido en el albergue de la mayoría de los mortales desde una silente koiné. Más que lengua común, simples códigos para comprenderse. Un hecho inédito. Más que una invitación, estamos ante la urgente necesidad de cavilar fuera de la muelle calma de un vergel, el original ámbito de la religión tradicional, de los cultos fraternales, de los predios del meditar eleático. Distante por demás, podríamos decir que estamos ante una reflexión de distinta sudoración. Lo que hace afirmar a Le Goff que el intelectual solo aparece con las ciudades medievales, junto sus artesanos y viandantes. Aquella atmósfera o pathos que daría vida a la universidad, cuya mayor originalidad (en sus medievales inicios) fue pasar de la oración y el ocio místico a lo productivo.[5]
¿Sabor a mercado, plaza o mercadillo? La civilización no se entiende de otra manera. Procacidad garantizada, propia del individuo, ese dolor de cabeza. Por su calidad de ser absurdo, extraño. Por su desorientación, por su errabundez. El habitante idóneo de las babilonias. Una especie de sujeto que con su sola presencia estropea la atmósfera bucólica y pastoril que hasta ayer lo dibujaba todo. Sin duda, el que se ufana de no llevar nada a cuestas, acaso solo bagatelas. Palmario, en el fragor del advenimiento de este quídam es cuando comienza a clamarse por centros de enseñanza que den rienda suelta a las mentes curiosas y ávidas de saber. Es imposible conceptualizar algo parecido a una universidad en un ambiente contrario. Si tal cosa se hubiese dado los conventos y los monasterios serían hoy los exclusivos referentes de la Verdad. Empero, Europa ha podido eludir ese karma y diseccionarlo. No sin sufrimiento. La única lumbre que nos guía y se burla de las oscuridades es la legada por Prometeo, nuestro auténtico Cristo. Esa llama que no solo irradia claridad, sino también enceguecimiento y piromanía.
Advirtamos, la inmensidad de la urbe es por sus atomizadas y anárquicas situaciones, no por su basta geografía. No la tiene. Siempre es breve, de fronteras próximas y reconocibles. Como en la profética evocación Herodoto: Todo lo que es grande debe volverse pequeño. Sea en la arena del desierto o en el verdor de los campos. La ciudad posee otros elementos, otros colores. ¿Todos los elementos? ¿Todos los colores? He aquí la labor del bodeguero, del dispensador. El mismo que proviene de los extremos de las carencias. No es casual que un adagio latino lo haya registrado tan gráficamente: necessitas cogit ad turbia, la necesidad nos conduce a los actos vergonzosos. Sin ella, y sin ellos, la ciudad no sería comprensible. Es más, se aceptan recomendaciones. Como la inserta en El Decamerón: Yo sostengo que todo lo deshonesto, dicho con palabras honestas, no sienta mal a nadie. Todo un florentino, ¿pero nacido en París?
Desde antiguo la civita era receptáculo de indecentes, reales e imaginarios. Por ello liberaba, porque eximía del tributo y de la culpa de los arcanos. Dejar de ser siervo o vasallo para convertirse en amo de sí mismo. Un apátrida. El mejor de los negocios. Poco importará ser un descastado, mucho menos no tener nación. Es el inicio de un proceso que pervive. Las magnas catedrales se edificaron desde este impulso. Con sobrecogida fe, pero sobre todo con dinero. Acumulación de la riqueza antes que de milagros. Novedades que emanan de quienes apetecen gozar en vida sus más caros anhelos, sino no se sopesa la expansión y el éxito de la simonía. Como un alter ego ella nace de la tentación de un tal Simón contra otro Simón. El primero bíblico hechicero, el segundo apóstol predilecto: San Pedro (Hechos. 8,18-24).
La espiritualidad en remate. Al fin y al cabo el hombre es lo que come. Elemental, vulgar. Excogitar (del vulgus imperante) en este ambiente tenía que responder a su hechura. La negación tiene un límite. De que vendría, vendría, pero mientras tanto supo en su momento ir en consonancia a su creador. De esa guisa, la academia no disentía de su entorno. El pensamiento nacido en esa hora acompañaba la sudoración de quienes supieron de carencias y privaciones. La intelligentsia se movía por esas vías. Desde esa perspectiva, muy bien podríamos colegir que la apetencia empresarial y privatista de las novísimas universidades no es más que un regreso a sus orígenes. Aquellos tiempos cuando los estados no existían. Donde la ciudad y las ciudades se bastaban a sí mismas. Cuando la marginalidad sabía de cultura libresca. Justo lo que eran los goliardos, los enemigos de Dios. Los que posteriormente tuvieron que escabullirse entre el autismo y la extravagancia. Dos posturas de una misma traza: el cinismo. Como le escribe Nicolás de Clamanges a Juan de Montreuil: No os avergoncéis de la ilustre y gloriosa ociosidad, en la que siempre se deleitaron los grandes espíritus.[6] El que juega al distraído, el que aparentemente no quiere nada porque sabe que “el todo” le es imposible.
Únicamente así se entiende el por qué la Revolución Industrial fue un producto extraño al saber oficial y a los propios políticos. Si estos hicieron algo fue no hacer nada. Esa es la Inglaterra que se extraña, de la que se aprende. Como resalta Johnson, las universidades tuvieron poco que ver en este proceso, y el gobierno no tuvo ninguna relación con él. Para más señas, «Lord North bajó a su tumba sin saber que había presidido una Revolución Industrial.»[7] Radicalmente, un producto no deliberado, espontáneo. Sin dueño ni patrón. Como casi todo lo realmente importante. De forma semejante a lo construido en la ciudad, como la ciudad misma. Podrán ser fundadas, pero no hechas. Esa labor es demasiado humana como para dejarla en manos de unos cuantos mortales, mucho menos en uno solo.
Vanidad pura. ¿Cuándo dejó el hombre de pensar desde la ciudad? En su hora de estreno (siglos XII y XIII) la intelligentsia no le hacía ascos al trabajo físico. En esa medida las artes liberales y las mecánicas iban en consuno. “Dinamismo común” le llama Le Goff. Un concierto de inteligencias aún conscientes de su origen plebeyo. Y gozosos de ello inventarán una actitud que hasta el presente la universidad no ha podido siquiera remedar. Las distancias y los desprecios vendrán un par de siglos después. Un olvido mayúsculo. El quererse mucho y las apetencias evangélicas inventan un tipo de sabio ensimismado, como un poseso. El psicoanálisis sobre un diván. ¿Guiados por la Divinidad? Como sea, ya asoman los alumbrados que buscan dirigir el mundo. El arribo del día cuando la flor olvida que le debe su vida y belleza al estiércol que la sostiene. Ineludible evocación nietzscheana. Así es, si el vástago de mercader se hace noble (aristoi) es por mero alarde. Por querer ser distinto a como de lugar. Empero, de mala manera, empleando el poder regio para imponerse como “doctor”. Precisamente lo que Abelardo (circa 1079-1142) y su pre-universitaria generación no necesitó (las universidades vendrían cien años después). Se pensaba antes, pero no se pensó siempre. Es la tradición del excogitar citadino nacido en la jónica Mileto (con Tales), por entonces el centro comercial más importante de toda la antigua Grecia.[8]
Vaya, qué lejos están los días cuando el academicus no se avergonzaba de sus descastados padres y abuelos, y de su ignorancia, su estremecedora ignorancia. La peor manera de negarse a ver que todo lo que existe no viene de la nada, sino que es producto del laborare, no del cogito ergo sum, ni mucho menos de realezas sanadoras de escrófulas. Justo de donde nacen los que meditan al compás del decreto, del reglamento. Muy distintos a aquellos que hacían del disentir un goce, por pura fascinación por el buen argumento. Como una vuelta a la gimnasia sofística, los inmediatos antecesores de estos “niños bien” (los pomposos togados) fueron los que dieron inicio al discurso que hasta el presente caracteriza a Occidente.
Nunca hasta entonces el cavilar había logrado los primeros planos. Tal es como irrumpen en escena los que se forjan socialmente con el mero pensar. Lo que acontece en el siglo XII es una hazaña puramente ciudadana. Innegablemente, directa consecuencia de una nutricia movilidad social. Un mundo de nuevos ricos. Sobresalir con la “razón” por sobre eclesiásticos, teólogos y cortesanos equivalía a descollar sobre los políticos y tecnócratas de hoy. Una forma de blandir el yo, el egocéntrico yo. El tener consciencia de lo que se vale, de lo que se puede dar. Sin traumas, el rendirse al arte “vil” de no poseer mayor elevación que lo que expele nuestro brevísimo ser. El mejor vade retro a ese etéreo desgarro que sabe ser más cruel y mutilante que la propia amputación de cualquier trozo de nuestra lujuriosa contextura (evoco la castración de Abelardo). En ese sentido, los apegos que nos inundan son los del montón. El transitar por aquí bajo los emplastos de una pietat licenciosa, alardeadora, de un universo de ruidos, hedores y asperezas. A todas luces, una procacidad que, en su roma sensación, no es más que el desvarío del que deambula por este árido campo que únicamente sabe gemir poquedades. Las bagatelas y ridiculeces de un páramo bullidor, verde y fructuoso.
Clara muestra de la confianza en sí mismo. Y sin fronteras de por medio. Recuerden, por entonces el saber no tenía más parámetros que los que el verbum y su lógica ofrecían. El lenguaje es expuesto y desmenuzado. Es el orgullo de la escolástica. Paradójicamente, tal fascinación daría inicio al repudio del trabajo manual. Al otro lado de la orilla, más de un milenio antes San Pablo había sentenciado su vocación autista: Trabajad con vuestras manos y jamás recurráis a otro. Felizmente la ciudad sorteó esos extremos. Un universo que trascendía a lo que hasta esa hora se sopesaba como comunidad (la gran villa). Ello porque ya se estaba dentro de un orden no precisamente familiar, lo que continuaría unas generaciones más. Incluso las primeras universidades del siglo XIII lo disfrutarían. No sin pugnas (con muertos incluidos), la universidad alargará su independencia del poder político (aún no definido en su tenencia por la Iglesia y el Rey). Y en medio de esa pugna ingresan herejías y rechazos a Dios como primer impulsor del orbe y de la naturaleza. La presencia de Averroes es muestra de tolerancia, al fin y al cabo el saber no tiene dueño. Demorará su secuestro. Pero se le comienza a minar prohibiendo autores y lecturas, luego nacionalizándola o haciéndola silenciosamente confesional. Va forjándose el futuro Index Librorum Prohibitorum. De centros del saber a centros de adoctrinamiento. Abismal distancia entre ambas vocaciones, pero con una frágil divisoria: el magister dixit. La universalidad del conocimiento se frena. Su traza internacional se detiene. Cuando aparezcan los reinos absolutistas (los estados) la presencia de estudiantes y profesores extranjeros pasará a ser una rareza.
¿Alguien dijo que la ignorancia es atrevida? Abelardo no precisamente era un ignorante, y era altamente atrevido. Atrevido no tanto por saber, sino por comenzar a minar el Saber. Goliardo al fin, lo fue con pene y sin pene. Un asunto doloroso. Más radical que la canción de José José (él cerca de los 40 y ella doncella de 16 y sobrina del canónigo de la catedral de Notre Dame), poseer a Eloísa solo fue parte de esa vocación urbana por no extraviarse en los conceptos. Y el no dejar de morder el polvo de todas las dichas. No en vano este philosophe era un goliardo más, un libertino se señalaría más tarde. De los que se enorgullecen de recibir el favor de las damas, las que los prefieren por sobre los magnates y guerreros. De ello se ufanan, se vanaglorian. Días cuando desde las artes y las letras se podía enrostrar: ¡Ellas nos prefieren, hacemos el amor mejor que el caballero! Romanceros y trovadores. Una historia que se remonta hasta las viejas tradiciones célticas de los siglos VIII y IX, para inmenso goce de los recitadores del siglo XII.[9]
Preludio a la devoción por lo femenino que rápidamente prenderá en la piedad mariana que acompañará a la emancipación de la mujer sobre el hombre. Edad de doncellas liberadas. Damas cultas, excepcionales. Las que proclaman el derecho de amar. Ya no serán más propiedad del hombre. También tendrán alma. Hazaña del amor cortés, provenzal y franciscano. La incompatibilidad del amor y del matrimonio es puesta sobre la mesa. Eloísa le dirá a Abelardo: Dios me es testigo de que si Augusto —emperador del mundo entero— quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión, de por vida, de toda la tierra, sería más honroso y preferiría ser llamada tu ramera que su emperatriz.[10]
Alegorías oníricas como el Roman de la rose versificarán por generaciones. Se explaya lo profano. La pasión por una joven que brota como rosa del jardín. Y no la tendrá. Ser amante antes que esposo ante la imposibilidad de ser las dos cosas a la vez. Antecediendo a Víctor Hugo, cherchez la femme. Amoríos licenciosos, los placeres de la vida, juegos de azar, disfrute del buen vino, turismo por tabernas y mofa de lo sacro. Que nada quede en pie, todo se discute y se burla. Con buena rima. Canciones de gestas nupciales y de otros placeres himeneos, como los de Carmina Burana.
Esta es la otra cara de la elevación del yo, su parte más blanda y sensible. Muestra evidente de que el capricho del ego es más franco y sociable que cualquier alarde de cooperativismo. Palmariamente, los rudimentos de una modernidad donde lo subjetivo de cada individum aflora por doquier y sin permiso previo. Lo que aún es novedad, lo que no se digiere todavía. Acaso porque la apetencia por lo místico y monacal sigue intacta. La búsqueda de un “perfecto recinto”. Ostensiblemente, el abandono de nuestra elemental terrenalidad va de la mano del desprecio de lo simple y cotidiano. Anteojeras que les impide ver lo que en el cielo de la urbe está inscrito desde el viejo dictamen medieval germano: Stadtluf macht frei, el aire de la ciudad libera. Ello era comprender lo que se veía desde la ventana.
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* Este artículo es publicado con autorización del autor.
Ensayista. Autor de Summa ácrata, Teología y política absolutista en la génesis del derecho moderno y La política sobre el derecho.

[1] Cfr. Cornelius Castoriadis, Sobre el político de Platón, Trotta, Madrid, 2004, pp. 51-52.
[2] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1974, p. 212.
[3] Cit. por Jacques Le Goff, Los intelectuales en la Edad Media, Eudeba, Buenos Aires, 1965, pp. 33-34.
[4] Cfr. Herman Heller, Teoría del Estado, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1985, p. 130.
[5] Cfr. Jacques Verger, Les Universités au Moyen Âge, P.U.F., Paris, 1972, p. 23.
[6] Jacques Le Goff, op. cit., p. 221.
[7] Paul Johnson, El nacimiento del mundo moderno, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1992, p. 519.
[8] Vid. Paul Laurent, «Nacimiento, auge y fin de la globalización helénica», en Revista de Economía & Derecho, N° 15, Lima, Invierno 2007, p. 46.
[9] Cfr. Leopoldo Chiappo, Psicología del amor, Peisa, Lima, 2002, p. 110.
[10] Cit., por id., p. 83.