Miguel Ángel Polo Santillán *
Este es un campo donde mucho se está diciendo (en reflexiones abstractas y propuestas concretas), pero poco se está haciendo, donde las reflexiones no logran plasmarse en estilos de vida, donde el poder político y económico se muestran como reales obstáculos. Sin embargo, sigue habiendo necesidad de seguir pensando propuestas aplicables y orientando éticamente el curso del poder político y económico. Por eso, nos volvemos a preguntar, ¿cuál es el lugar del hombre en la naturaleza? ¿Cuál es el lugar de la naturaleza en la vida humana? Las formas de vida que tiene el ser humano contienen ya respuestas implícitas a esas preguntas. Y como la ética tiene que ver con las formas de vida, entonces, en nuestro trato con la naturaleza ya existe una relación ética. La ética no es sólo un asunto entre seres humanos, sino también tiene que ver con la relación entre los hombres y la naturaleza, porque ella sustenta nuestro ser. Sin embargo, ¿por qué peligra el equilibrio ecológico? ¿Por qué se contaminan los mares, los ríos y el aire? ¿Por qué se destruyen los bosques? ¿Acaso el hombre está creando una forma de vida en la cual ya no necesite de la naturaleza? ¿o será que nuestra naturaleza es destructiva?
Nuestro artículo estará dividido de esta manera: Primero presentaremos algunas formas de concebir la naturaleza y como nuestra crisis ecológica es expresión de una forma de ver la naturaleza. Luego, abordaremos dos problemas largamente debatidos en los trabajos de ética ecológica: primero, las propuestas de ética ecológica y sus relaciones con la tecnociencia, y segundo las propuestas de considerar a los animales dentro del discurso moral. Finalmente revaloraremos la simpatía como un elemento necesario en nuestras actitudes ecológicas.
Formas de entender la naturaleza
A través de la historia del pensamiento humano, los pueblos han entendido su relación con la naturaleza de distintas maneras, a partir de las cuales las personas construyen su sociedad, relaciones económicas, arte y vida personal. El brasileño Léo Pessini resume dichas concepciones en tres modelos: la naturaleza como algo sagrado, la naturaleza teleológica y la naturaleza dotada de poder y elasticidad.
a) Modelo sagrado.- Entiende la naturaleza como una expresión de poderes sagrados. Es la forma en que la mayoría de los pueblos y culturas antiguas entendieron la naturaleza: los pobladores del imperio incaico consideraron animados y sagrados los nevados, el cielo, los ríos, los animales y hasta las piedras. También el cristianismo entendió la naturaleza como algo sagrado, pero en un sentido específico: Dios es creador de la naturaleza, pero ésta no es Dios, sólo obra suya, por lo que hay que cuidarla. Es la imagen del jardinero que nos presenta en el segundo relato bíblico de la creación. Aunque este modelo fue muy común en la antigüedad, todavía existen grupos humanos que viven de esa manera la naturaleza.
¿Y qué consecuencias trae para la vida humana ver de esa forma a la naturaleza? En primer lugar existe una exigencia de respeto y veneración a los poderes naturales. En segundo lugar, los dioses o Dios confían al hombre el cuidado de la naturaleza, él no es el propietario sino el “administrador”. Hoy, esta forma de entender la naturaleza le resulta extraña a la mentalidad occidental, mas no a los pueblos no occidentales, quienes pueden y están revitalizando esta perspectiva. ¿Y la libertad individual, la autonomía del sujeto racional, no se anula en esta visión? ¿Dónde queda nuestra calidad de “agentes morales”? Muchos de los argumentos contra esta perspectiva sienten que el individuo moderno se vería limitado ante fuerzas no humanas. Eso tiene que ver mucho con la forma como el occidental se ha estado viendo a sí mismo. La crisis ecológica debería poner en tela de juicio esa autoimagen occidental, sea para modificarla o transformarla totalmente o, de ser posible, desde su calidad de agente moral buscar los medios posibles para incluir a los seres no humanos en su discurso ético.
b) Modelo teleológico.- Concibe a la naturaleza conteniendo una dinámica con sentido en sí misma, sin necesidad de hacer referencia a un Creador. Fue la forma como muchos filósofos griegos de la antigüedad entendieron la naturaleza. Ya no son los dioses los que trazan un límite a las acciones humanas, sino existen límites inherentes. La imagen aristotélica del mundo justamente concebía a la naturaleza con finalidades inherentes, no puestas desde los intereses humanos sino descubiertas por el filósofo-científico.
¿Y qué consecuencias trae para la vida humana ver de esa forma a la naturaleza? Si la naturaleza tiene un sentido, sólo nos queda contemplarlo, admirarlos, conocerlo, con lo cual también estamos desarrollando nuestra finalidad natural. Por eso los griegos entendieron al hombre como un ser racional, lo cual era expresión de la naturaleza también racional. El hombre está capacitado para entender los procesos naturales con su capacidad racional. Este modelo se sostiene siempre y cuando se crea que la ciencia debe ser contemplativa, más no necesariamente operativa, transformadora. Recordemos que Aristóteles separaba ciencia (episteme) de técnica (techne). Sin embargo, hoy resultan inseparables ambos elementos, por lo que ha recibido el nombre de tecnociencia. Además, la ciencia moderna nació negando la existencia de tales finalidades inherentes a la naturaleza. Son pocos los científicos que comparten hoy esta visión teleológica. Y al hacerlo, están yendo contra la tendencia de la ciencia actual.
c) Modelo de poder y elasticidad.- Concibe a la naturaleza como algo alejado e independiente del ser humano, no tiene un valor intrínseco y está dominada por fuerzas y causas que son impersonales y tampoco son expresiones de dioses. Esta forma de entender la naturaleza surgió en la Europa moderna. La naturaleza es algo “plástica” porque el hombre puede darle diversos usos, puede dominarla y controlarla según sus planes. ¿Y qué consecuencias trae para la vida humana ver de esa forma a la naturaleza? El hombre trata a la naturaleza como amo, señor, dominador y manipulador, que puede hacer de ella lo que desea, el único límite es el conocimiento. El hombre moderno quiere sacarle todos los secretos a la naturaleza para poder hacer de ella lo que mejor le parezca. O como reza el dicho moderno: “conocer es poder”. Sin duda, este es el modelo imperante, una de las causas de la crisis ecológica y, por lo tanto, centro de la crítica de los ecologistas.
¿Qué otro modo necesitamos para superar el problema? Muchos otros modelos se han propuesto: metafísico, fisiocentrista, biocentrista y patocéntrica (Gómez-Hera: 2002, 16-17). Muchos más se han de proponer. No creo que uno de ellos deba imperar en las sociedades, tendrán éxito en la medida que sepan articular patrones culturales y exigencias éticas actuales. Quizá debamos conjugar distintos paradigmas para armar una visión más amplia de nuestra relación con la naturaleza.
A esto tenemos que agregar que una buena parte del debate ha estado en ver las posibilidades de fundamentación de la ética ecológica. ¿Es posible hablar de ella? ¿Qué razones hay para ello? Y las respuestas tienen que ver con las formas como se entienden la moral y la naturaleza. Parte de ese debate es al que vamos a referirnos. Pero antes, tenemos que reconocer que lo que impulsa a los filósofos y científicos a buscar un fundamento a una ética ecológica es especialmente la situación de deterioro medioambiental en que nos encontramos. De eso hablaré ahora.
La crisis ecológica
Y como la cultura moderna es la que se ha extendido por todo el mundo, el hombre moderno ve la naturaleza según el modelo de poder y elasticidad. Pero dominar a la naturaleza ha sido llevado a cabo por la economía capitalista y la tecnociencia, ocasionado en el siglo veinte la aparición de problemas ecológicos, que hasta ahora no encuentran soluciones efectivas.
Entre los problemas que podemos enumerar están: la degradación de la tierra, la desertificación, la deforestación, la sobrepoblación, la falta de alimentos, la contaminación del aire, la contaminación de las aguas, el calentamiento global, la pérdida de la capa de ozono y la extinción de las especies animales y vegetales.
Diversas son las declaraciones y legislaciones que se han elaborado, tanto a niveles locales como internacionales. Pero no existen todavía soluciones reales a ninguno de los problemas. ¿Por qué? Porque en las soluciones entran en juego modos de entender la naturaleza, intereses económicos y sociales, la cuestión del poder político y económico, etc. Por ejemplo, la Declaración de Kyoto sobre el calentamiento global de los países desarrollados, que el gobierno actual de EE. UU. no ha querido ratificar. Siendo una superpotencia ¾y una de las que más contamina el medio ambiente¾ no ha permitido una acción decidida y conjunta frente a este grave problema que afecta y seguirá haciéndolo a los seres humanos y a la flora y fauna de nuestro planeta.
Pero, ¿podemos hacer algo desde nuestras vidas particulares? ¿Cuál es nuestra responsabilidad como ciudadanos y seres humanos en esta crisis ecológica? ¿Es problema de los demás o también nuestro? Es curioso que la crisis ecológica, que nos ha tocado vivir, esté acompañada de la crisis del logos, de la palabra-razón, por la cual los hombres no podemos ponernos de acuerdo tanto en determinar los problemas como en las soluciones más urgentes. Eso se muestra especialmente en tres temas especialmente tratados por los teóricos de la ética ecológica: la relación hombre-naturaleza, la relación hombre-animales y la relación tecnociencia y naturaleza. Veamos estos problemas, sus respuestas opuestas y posibles soluciones intermedias.
Hombre, Naturaleza y Tecnociencia
Uno de los factores que ha resultado perturbador en la relación hombre-naturaleza ha sido el tipo de tecnología que se ha ido produciendo en las sociedades modernas. Por jugar un papel importante, ha sido un factor de reflexión desde distintas perspectivas filosóficas, éticas y ecológicas. Veamos tres de ellas:
a) Ética ecológica antropocéntrica.- Buena parte de la crítica por la crisis ecológica se ha descargado contra la visión moderna, baconiano-cartesiana. Esta concepción es una forma de entender la moral, la ciencia y la naturaleza. La morales un asunto humano, de seres racionales. La ciencia debe dar conocimientos que tengan aplicación, es decir, dominio de la naturaleza. La naturaleza no es sagrada, por lo que puede ser usada para las necesidades humanas. Esa filosofía ha permitido al capitalismo explotar la naturaleza como nunca antes se había hecho, hasta el punto de poner en riesgo ¾por primera vez en su historia¾ la existencia del mismo ser humano.
Esta visión ha generado el “imperativo tecnológico”, que sostiene que si tenemos las posibilidades tecnológicas para hacer algo, debemos hacerlo, sea por el bien de la humanidad como por el necesario progreso de la ciencia. Este imperativo se sostiene en algunos presupuestos. Primero, la idea de que la naturaleza no tiene nada especial, sino es una simple realidad que contiene regularidades que el hombre puede conocerlas y servirse de esos conocimientos. Segundo, que el conocimiento de la naturaleza y las tecnologías generadas por esos conocimientos son neutrales, la valoración moral depende de los usos que se le dan a dichos conocimientos y tecnologías. Por lo tanto está justificado el desarrollo de la ciencia, la cual tiene sus propios criterios para medir su progreso y no requiere de valores morales para juzgar su avance.
Desde estos presupuestos, ¿qué ética ecológica puede generarse? Dos han sido generalmente las respuestas. La primera es negar las posibilidades de la ética ecológica (J. Passmore y Richard A. Watson), pues tanto la moral como la reflexión ética son asuntos humanos, en la cual ponen en juegos su racionalidad, libertad y responsabilidad. Sosa resume la idea de Watson:
“Los “derechos”, dice, tenemos que ganarlos como ciudadanos que cooperamos en una comunidad moral. Este autor sostiene la tesis de que la postura biocéntrica no es, como se pretende, igualitaria, desde el momento en que se postula un “dejar hacer” y un “dejar estar” a la naturaleza, pero excluyendo al hombre, a quien se le restringe –y sólo a él- su libre desarrollo.” (Sosa 1994, 111)
La segunda, una versión más débil (las expresiones “antropocentrismo fuerte y “antropocentrismo débil” fueron acuñadas por Brian G. Norton), asume las posibilidades de una ética ecológica, no porque la naturaleza forme parte del mundo moral (es decir, no porque tenga derechos, intereses, fines o valores intrínsecos) sino porque los hombres, aquellos que tienen valor, tienen el interés de conservar el medio ambiente para proteger su propia especie. Por eso, algunos han sostenido que sólo pueden generar una “ética medio-ambientalista”. Resumiendo la idea de un “antropocentrismo débil” de Norton, Sosa dice:
“No necesitamos, pues, afirmar, ningún tipo de valor intrínseco en los objetos no humanos y, al mismo tiempo, la perspectiva del antropocentrismo débil nos proporciona una base para establecer obligaciones que van más allá de la mera satisfacción de nuestras preferencias.” (Sosa 1994, 113)
b) Ética ecológica biocéntrica.- Por reacción al avance tecnocientífico y sus consecuencias, se han escuchado voces de rechazo a dicho proceso. Y es que la ciencia está siendo apoyada por una ideología que encubre sus reales intenciones y limita las posibilidades espirituales del hombre. La propuesta ha sido volver a una vida más natural, como lo sostuvieron Thoureau y Tolstoi, inspiradores de movimientos alternativos al mundo tecnológico.
Esta perspectiva también ha recibido los nombres de “holismo” y “ecosofia”, que encuentra su formulación en Aldo Leopold quien sostenía que debemos considerar algo de bueno “cuando tiende a preservar la identidad, estabilidad, y belleza de la comunidad biótica”; esta perspectiva ha generado las llamadas “ecologías profundas”. Podemos mencionar a autores como Arne Naess, George Sessions y John Rodman, quienes recuperan las visiones spinozianas y estoicas para una fundamentación de la ética ecológica. También los trabajos de Paul W. Taylor y J. Baird Callicott y Ferrater Mora.
c) Una nueva alianza.- Debido a las consecuencias y riesgos posibles de la intervención humana en la naturaleza mediante el poder tecnocientífico, algunos autores han visto la necesidad de pensar en un nuevo pacto con la naturaleza.
En la antigüedad, el ser humano estaba dominado por las fuerzas naturales, las veneraba con temor y hasta realizó sacrificios humanos para aplacar la ira de los dioses. Hoy no podemos sostener esa visión. En la época moderna, “la tortilla se ha volteado”, el hombre se decide a dominar la naturaleza y ya estamos viendo sus efectos positivos y desastrosos. Hoy tampoco podemos seguir sosteniendo esta visión.
Lo primero que tenemos que reconocer es la interrelación entre el hombre y la naturaleza, no puede existir uno que domine y otro que esté sometido. El hombre no puede vivir independiente de la naturaleza, aunque el desarrollo tecnocientífico pretenda hacernos creer y sentir lo contrario. Somos seres naturales, que necesitamos un mundo natural para vivir. En ese marco de interdependencia es que puede seguir desarrollándose la ciencia y la técnica.
Así como dependemos de la naturaleza, ahora ella también depende de nosotros. El hombre se ha extendido por toda la tierra, por lo que debe ser responsable de toda ella. Con el poder acumulado de la ciencia y la tecnología, el hombre puede cambiar y destruir la naturaleza. Pero, el problema es que al hacerlo también puede destruirse a sí mismo.
Por lo anterior, las reflexiones contemporáneas tienden a buscar soluciones intermedias, que articulen coherentemente ambas perspectivas. Por un lado, se reconoce que la tecnociencia es un elemento que ha configurado nuestra existencia actual, hasta el punto de haber creado una “tecnosfera” (Sosa), retroceder a un modo de vida premoderno ya se ha hecho imposible. Tenemos que asumirla de forma crítica, sin ocultar los valores y las ideologías que la sostienen, como la de su neutralidad o la creencia que su propio desarrollo solucionará los problemas humanos. A partir de ahí proponer nuevas formas de relacionarse con la tecnociencia. Ello ha generado éticas de la tecnociencia como la de Apel y la Jonas. Expondré brevemente la ética de Jonas.
Hans Jonas, cuyo libro se denomina El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica (1979), sostiene que la ética tradicional de carácter antropocéntrico no puede enfrentar los nuevos desafíos del mundo actual. Es que dicha ética, además de circunscribirse a lo humano, sólo hacia referencia a las normas morales dentro de perspectivas próximas. Frente a ese tipo de ética, propone incluir a la naturaleza en nuestros discursos éticos, es decir, considerar nuestras responsabilidades con el medio ambiente teniendo en cuenta el futuro. El cuidado con el mañana, con las generaciones futuras es una de las cosas que preocupa la reflexión de Jonas.
El obrar tecnológico, como expresión de la cultura moderna, se sustenta en la idea de que la razón humana debe organizar el caos de la realidad, hacer de la realidad un objeto de conocimiento, como diría Kant debe someter a juicio a la naturaleza para sacarle sus secretos. Todo ello para lograr la felicidad del hombre en la tierra. El resultado contemporáneo fue que el propio hombre se convirtió en objeto del poder tecnocientífico, además, que dicho poder ha puesto en peligro el ecosistema. Dado que el obrar tecnológico influye en nuestra relación con la naturaleza, esto lleva a Jonas a replantear el concepto de responsabilidad frente a ese poder omnipotente. Dicho concepto debe incluir a nuestro poder tecnocientífico, a la naturaleza y a las generaciones futuras.
Este nuevo contexto, donde se plantea la cuestión de sobrevivencia de la especie humana, nos plantea la necesidad de asumir imperativos para nuestro actuar. Dichos imperativos deben estar fundado en un “sí a la vida” y en la continuidad futura de la especie. Dice Jonas:
“Un imperativo que se adecuara al nuevo tipo de acciones humanas y estuviera dirigido al nuevo tipo de sujetos de la acción diría algo así como: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”; o, expresado negativamente: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida”; o, simplemente: “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra”; o, formulado, una vez más positivamente: “Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”.” (Jonas 1995, 40)
La inclusión de la humanidad futura y su calidad de vida en los imperativos nos hace notar que la preocupación de Jonas no es tanto por los riesgos actuales del poder tecnocientífico sino por las consecuencias a largo plazo que ponen en peligro la continuidad de la vida en la Tierra. Tenemos la obligación de garantizar el futuro de la existencia humana y para ello la condición es que tenemos que garantizar la existencia del mundo natural.
Agrega Jonas que requerimos de una nueva sabiduría y una nueva actitud de humildad que puedan enfrentar las pretensiones de poder absoluto de la ciencia y de la tecnología y su hybris moderna. Dicha “sabiduría” es el llamado a una nueva metafísica, desafiando con ello a nuestra época caracterizada como postmetafísica. El rescate de la metafísica que vuelva a plantearse la pregunta por el ser (lo que permitiría fundar los deberes), pero además sin sustento antropocéntrico (Jonas 1995, 91). No cree Jonas que la metafísica ponga en riesgo la ciencia, porque trabajan en dos niveles distintos: “explicar la naturaleza no equivale a comprenderla” (Jonas 1995, 131), por eso “la ciencia natural no nos lo dice todo sobre la naturaleza” (Jonas 1995, 132).
El discurso metafísico de Jonas renueva los términos de “fin”, “bien” y “vida”. El fin “se aloja en la naturaleza” (Jonas 1995, 134), lo cual es el “Bien primario”, el “bien-en-sí” porque es “infinitamente superior a toda ausencia de fines en el ser” (Jonas 1995, 146). El ser se afirma en el fin y se pronuncia en contra de la nada. En el hombre también debe haber una actitud similar: “El hombre ha de asumir en su querer ese sí (afirmación de la finalidad) e imponer a su poder el no al no-ser” (Jonas 1995, 149).
La finalidad del ser es vivir, pero en el caso humano es vivir bien, con dignidad y felicidad. El bien es sacado del rapto producido por la subjetividad moderna (deseo, necesidad o elección) y vuelto a pensar en términos naturalistas. Más aún, la causa final de la naturaleza preconsciente es sustento de nuestras finalidades subjetivas. Distingue entre los fines de los artefactos (que es por un deseo humano), de los seres vivos (que es la sobrevivencia) y de los seres humanos (que siendo consciente de la teleología busca vivir bien). A partir de dicha metafísica, la vida vuelve a adquirir una finalidad propia y un “bien ontológico” que el hombre y su poder tecnocientífico deben respetar. En ese sentido habla de responsabilidad. Así lo sostiene Jonas:
“En la era de la civilización técnica, que ha llegado a ser “omnipotente” de modo negativo, el primer deber del compromiso colectivo es el futuro de los hombres. En él está manifiestamente contenido el futuro de la naturaleza como condición sine qua non; pero además, independientemente de ello, el futuro de la naturaleza es de suyo una responsabilidad metafísica, una vez que el hombre no sólo se ha convertido en un peligro para sí mismo, sino también para toda la biosfera.” (Jonas 1995, 227)
La ética ecológica de Jonas reúne metafísica, ética y tecnociencia, resultando de ahí una ética de la responsabilidad, no sólo en sentido individual sino colectivo. Por eso, a partir de todas las perspectivas ecológicas, por lo menos hay dos grandes coincidencias. Por un lado, señalar la exigencia de un cambio de actitudes, tanto de las personas, como de los gobiernos y de los sistemas económicos. Por otro lado, que es una obligación de justicia cooperar y exigir cumplimiento de las leyes jurídicas que se refieren al respeto del medio ambiente (Blázquez 1999, 200). En otras palabras, las dos grandes perspectivas ética como son la de la felicidad y la de la justicia deben incluir el tema ecológico dentro de sus propuestas. De ese modo, se requiere seguir motivando al cambio personal y social y exigir el respeto de las normas ecológicas, como criterios para actuar en el mundo cargado de intereses y dificultades.
Hombre vs. Animales
¿Podemos usar a los animales para nuestros objetivos tecnocientíficos, económicos y para preservar nuestra especie? ¿Qué razones avalan ese uso irrestricto de los animales? ¿Por qué no deberíamos utilizarlos como cosas? Desde los años 70, distintos filósofos ¾como Christopher Stone, Peter Singer, Tom Regan, entre otros¾ han despertado el interés el debate sobre la inclusión de los animales en nuestras consideraciones éticas, motivándonos a pensar en el estatus moral de los animales. Y al repensar nuestra relación con los animales se ha comenzado a hablar de “derechos de los animales” ¿Tienen derechos los animales? ¿Pueden ser considerados dentro de la comunidad moral los animales? ¿Tienen estatus moral los animales o sólo los seres humanos?
Esta necesidad de pensar en el estatus moral de los animales se debe a nuestra mayor conciencia de los malos tratos, la crueldad y la muerte hacia ellos por parte de los seres humanos. Todo ello por fines médicos (experimentación animal para nuevos fármacos), científicos (experimentación animal para probar nuevas teorías) o comerciales (alimentación, pieles, espectáculos crueles), etc. Revisemos brevemente algunas teorías que se han dado en el debate sobre el estatus moral de los animales.
a) El antropocentrismo moral fuerte.- La ética occidental, especialmente moderna, ha estado centrada en el hombre y la comunidad moral, es decir, sólo hacía referencia a seres humanos. Esto se debió tanto a la influencia de una forma de interpretar los textos bíblicos donde el hombre es colocado en un estatus de superioridad con respecto a los demás seres. También se debe al hecho de considerar como elemento central de la comunidad moral el ser seres racionales y autoconscientes. Desde ese punto de vista, los animales no tienen moral ni pueden tener derechos. Como sostiene el filósofo canadiense Michael A. Fox:
“...una comunidad moral es un grupo social compuesto por seres autónomos que interactúan en el que pueden evolucionar y comprenderse los conceptos y preceptos morales. También es un grupo social en el que existe el reconocimiento mutuo de la autonomía y la personalidad.” (Citado por Gruen. “Los animales”, en Singer 1995, 470)
Autonomía, conciencia de sí, responsabilidad son características de un miembro de una comunidad moral. Ello establece una ruptura ontológica entre lo humano y lo animal, por lo tanto los hombres resultan siendo superiores a otras especies animales. Los intereses humanos son lo que realmente cuentan. La conclusión de esta postura es clara y la obtenemos del mismo Fox:
“...los miembros plenos de la comunidad moral pueden utilizar a las especies menos valiosas, que carecen de algunos o de todos estos rasgos, como medios para sus fines por la sencilla razón de que no tienen la obligación de no hacerlo.” (Citado por Gruen. “Los animales”, en Singer 1995, 470)
Los hombres son fines en sí mismos, por lo que tienen dignidad, diría Kant. Es ante otro ser humano racional al que hay que tener respeto, no ante los animales. Las cosas y los animales son medios, por lo que pueden ser intercambiados, vendidos, es decir, son objeto de precio. Desde este punto de vista es imposible hablar de derechos de los animales, porque estos no tienen intereses (tampoco la naturaleza). Las éticas contractualistas tradicionales tienden a considerar sólo a los humanos dentro del contrato social y moral, por lo que no tienen derechos.
El antropocentrismo moral fuerte puede convertirse en una ideología que puede justificar el abuso que el hombre comete frente al medioambiente y a los animales. Y en una época de mayor conciencia medioambiental, requerimos otras interpretaciones que tiendan puentes con el mundo no humano que también es nuestro mundo.
b) El antropocentrismo moral débil.- Sigue sosteniendo las tesis de la centralidad de la especie humana en la naturaleza, por razones de diferencias ontológicas señaladas anteriormente. Pero la diferencia está en que tanto el medio ambiente como los animales pueden formar parte del discurso moral por razones humanas, es decir, porque el hombre requiere de un medio ambiente sano para vivir y porque la consideración por los animales muestra nuestra superioridad sobre ellos.
Aquí también se encuentran algunas tendencias cristianas que, renovando la interpretación del texto bíblico, sostienen que el hombre ha sido colocado para administrar la tierra, no para dominarla ni destruirla. Aunque siguen sosteniendo que hombres y animales tienen una diferencia ontológica, a pesar de ser criaturas de Dios. Sin embargo, dicha diferencia no tiene que generar una actitud irresponsable con respecto a los animales.
Desde ese punto de vista, si se puede hablar de “derechos de los animales” porque el hombre puede otorgarles derechos, tratarlos “como si tuvieran tales derechos” (Feinberg) y no tanto porque tengan derechos o valores intrínsecos. Aunque sí puede considerarse que los humanos tengamos obligaciones para con ellos, sin embargo, nuestra obligación hacia los animales no vienen por ellos mismos, sino por nuestra conciencia, convicciones e intereses. Algunos prefieren en lugar de hablar de “derechos de los animales” sostener la idea de “bienestar de los animales”.
c) El biocentrismo moral fuerte.- Esta postura incluye a todos los animales dentro de la comunidad moral, porque entre lo humano y los animales existe una continuidad evolutiva. Esta posición es sostenida por los conocimientos científicos tanto de la teoría de la evolución, la biología molecular y la etología. Desde esas disciplinas, nuestra distancia con los animales se ha reducido considerablemente. Cualidades que se pensaban propias del ser humano, ya no son tales, como el lenguaje, el uso de herramientas, la cultura, sentido del tiempo y hasta la autoconciencia. Nuestras diferencias sólo son de grado. Ya Darwin sostenía que no existían diferencias fundamentales entre los seres humanos y los grandes mamíferos en sus capacidades mentales.
Al no aceptar el dualismo de la posición antropocéntrica, los animales como los humanos tienen estatus moral, por lo que puede sostenerse que tienen derechos. Los filósofos que sostienen esta teoría consideran que el rasgo moral relevante no es la racionalidad sino la capacidad de sentir, específicamente de sufrir. Un claro antecedente de esta posición es Bentham (s. XVIII) quien sostenía:
“Llegará el día en que el resto del mundo animal pueda adquirir aquellos derechos que nunca pudo habérseles despojado sino por la mano de la tiranía. Los franceses ya han descubierto que el color negro de la piel no es razón para abandonar a un ser humano sin más al capricho de un torturador. Quizá llegue un día a reconocerse que el número de patas, el vello de la piel o la terminación del sacro son razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa debería trazar la línea insuperable? ¿Es acaso la facultad de razonar o quizás la facultad de discurrir? Pero un caballo o un perro maduro es sin duda un animal más racional y sensato que un bebé de un día o una semana, o incluso de un mes. Pero supongamos que fuera de otro modo: ¿qué importaría? La pregunta no es ¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar? sino ¿pueden sufrir?” (Bentham, cap. 17, nota)
Desde esta posición, los seres animales son sujetos de interés, porque están interesados en no sufrir. Singer sostiene que “la capacidad de sufrimiento es la característica que le da a un ser el derecho a una consideración igualitaria”. Y esa es la cualidad moralmente relevante, por la cual merecen respeto.
Los que defienden esta posición han acuñado el término “especiecismo” a la creencia que defiende el estatus moral sólo de los humanos, lo cual sería un prejuicio como el racismo y el sexismo. Dice al respecto Tom Regan, defensor de los derechos de los animales:
“Los racistas son personas que piensan que los miembros de su raza son superiores a los miembros de otras razas simplemente porque el primero pertenece a (la "superior") su raza. Los sexistas creen que los miembros de su propio sexo son superiores a los miembros del sexo opuesto simplemente porque el primero pertenece a su propio (el "superior") sexo. Tanto el racismo como el sexismo son insoportables paradigmas de intolerancia. Las diferencias raciales y sexuales son biológicas, no son diferencias morales.
Lo mismo vale para el "especieísmo", la visión de que los miembros de la especie Homo sapiens son superiores a los miembros de todas las demás especies simplemente porque los seres humanos pertenecen a su propia (la "superior") especie. Dado que no hay especies superiores. Pensar de otra manera, implica ser no menos prejuicioso que un racista o un sexista.” (Tom Regan, “Diez razones para apoyar los derechos de los animales y su explicación”. Versión española en la página web de la organización Liberación Animal)
Esta posición biocéntrica se hace fuerte porque de ahí se puede sostener que no existiría razón alguna para discriminar a los animales de cualquier decisión que los afecte. La razón es que la relevancia moral del hombre y de los animales sólo es la capacidad de poder sufrir y disfrutar. Pero esto plantea algunas interrogantes. Por ejemplo, un bote que sólo puede resistir a cuatro sujetos, pero existen cinco sujetos incluyendo un perro. No habría razones para preferir sacrificar al perro y no a un ser humano. Al contrario, si entre los humanos existe un anciano con demencia senil o un niño con serias alteraciones mentales, pues existiría mayor razón para preferir salvar al perro. También desde este punto de vista, matar a un ratón por capricho es más condenable que matar a otro ser humano por defensa propia. (Cfr. Gruen 1995, 474)
La introducción del argumento de la “capacidad de sentir” y del derecho a la vida ha sido criticada por distintos autores. Por ejemplo, Sosa sostiene:
“Creo que todo este debate se opera inevitablemente con un criterio antropomórfico cuando menos discutible. No parece posible que saquemos ninguna conclusión sólida acerca del sufrimiento de un animal, ya que cualquier analogía que intentemos establecer para “medir” ese sufrimiento está condenada al fracaso. En lo tocando al derecho a vivir, el tema se plantea, entre los defensores de una y otra tesis, en términos de la capacidad de futuro, potencialidades que no parecen reconocerse en el animal. La discusión sobre este punto me parece que tampoco puede conducir a ninguna base aceptable de fundamentación de deberes para con el mundo animal, toda vez que el viviente no humano nunca podrá “verbalizar” acerca de su futuro o de sus proyectos, por más que sus procesos fisiológicos se encuentren ¾los mismos que los nuestros¾ orientados hacia el futuro.” (Sosa 1994, 88)
d) El biocentrismo moral débil.- Tomando las tesis centrales de la posición anterior (continuidad evolutiva, valor moral de la capacidad de sufrir, respeto moral por todos los seres sintientes, etc.), esta posición débil sostiene que, aún así, podemos establecer diferencias. Así, los animales más evolucionados y complejos merecen mayor respeto que los que no lo son. Dado que las diferencias entre especies están referidas a las capacidades de sentir y sufrir, no todos merecen el mismo respeto moral. Esto les permite ampliar el concepto de racionalidad, el cual no incluye sólo pensar y razonar, sino también sentir y sufrir.
Este punto de vista biocéntrico no es extremista, porque reconoce la posibilidad de matar animales para el consumo humano, aunque recomienda la reducción de alimentos animales y el matarlos sin dolor. Asimismo, limitar su uso en la experimentación científica cuidando en no provocarles sufrimientos. En la práctica pueden encontrarse en el camino un antropocentrista moral débil con un biocentrista moral débil. Creo que hacia esas salidas moderadas tenemos que seguir apuntando. De todas maneras tienen que enfrentar el problema de ¿cuándo es realmente necesario hacer daño o quitar la vida a un animal?
La simpatía
Desde distintas tradiciones, generalmente no filosóficas, se han sostenido la necesidad de un respeto a los animales sustentado en la simpatía o compasión. Es el caso del budismo y ciertas tradiciones hindúes. Suele citarse la expresión de Gandhi que sostuvo que "La grandeza de una nación y su progreso moral puede juzgarse en la manera en que trata a sus animales". Pues, la no-violencia (ahimsa) fue el principio orientador de la vida del político y religioso indio.
¿Qué queremos decir con simpatía? El término viene del griego syn: con y pathein: padecer, es decir, “sentir con”, compadecerse (com-pasión), ponerse en el lugar del otro. Adam Smith definía la simpatía como “nuestro común interés (fellow-feeling) por toda pasión cualquiera que sea” (Smith 1941, 35). Este término puede tener un significado negativo y positivo. Negativo, porque supondría cierto sentimiento superior desde el cual se juzga la condición de otro. Es decir, podemos decir “pobre hombre” o “pobre animal” desde nuestra posición privilegiada en la cual no hay sufrimiento o vivencia de las condiciones de la otra persona. Esta versión negativa de la simpatía no valora al otro como otro (por lo tanto, semejante a nosotros) ni tiende a tomar una actitud más activa. En su sentido positivo, se refiere al sentimiento que rompe las máscaras del ego y nos permite reconocer y entrar en la intimidad del otro. Al reconocerlo como ser que sufre, reconozco que todos estamos en condición de fragilidad, encontrando uno de los lazos naturales que nos ligan a todos los seres.
Estoy de acuerdo con Schopenhauer quien sostenía que la compasión hacia todos los seres vivientes era una garantía de la moralidad. Pero, ¿hasta dónde estamos dispuestos a extender nuestra simpatía o compasión? Puede quedarse en el propio individuo y también puede extenderse a todo los seres del planeta. Tomemos por ejemplo la famosa carta ecológica. En 1855, un jefe indio de la tribu Suwamish escribió una carta dirigida al presidente norteamericano quien le había pedido a los indios de esa tribu que vendiesen sus tierras. Parte de las respuestas son estos fragmentos de la carta:
“¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlo a nosotros?...Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo...Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros.”
En este párrafo que hemos citado encontramos que no puede haber simpatía desde el ideal de lucro y desde la idea de posesión. No puede haber compasión desde el dominio. La compasión requiere que consideremos como nuestra la naturaleza (sin sentido posesivo), que nos sintamos pertenecientes a la madre pacha. Sigue la carta:
“Si os vendemos nuestras tierras, deberéis recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son sus hermanos: deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso que daríais a cualquier hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra forma de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que otro, porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermano, sino su enemigo...Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto.”
Donde hay sentimiento de pertenencia hay solidaridad y fraternidad con aquello a lo que pertenecemos. Abrir el corazón, eso que el budismo enseña, de lo contrario consideraremos al otro como un extraño, un enemigo. Y donde hay enemigos (naturaleza, animales, grupos de seres humanos) sólo genera formas de vida violentas. Por eso, sigue la carta:
“No hay ningún lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde pueda escucharse el desplegarse de las hojas en primavera o el rozar de las alas de un insecto...El ruido parece insultar los oídos.”
Ahí tenemos una forma de reeducar nuestra sensibilidad: atender a las cosas sencillas de la vida humana y natural. Nos agrada escuchar música con volumen alto, pero no percibimos las estrellas de la noche o los cantos de los grillos. Aprender a estar atentos es una buena forma de sentir y reconocer nuestra pertenencia. Como diría un budista, no hay simpatía sin meditación. Sigue la carta:
“Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen en el suelo se escupen a sí mismo.”
Si bien hay una base natural de la compasión, requiere ser educada, trabajada, aunque lamentablemente nuestras instituciones educativas poco se interesan por el mundo de los sentimientos. La sensibilidad puede ser educada. No podemos dejarla a la espontaneidad (aunque ella intervenga en otro sentido), porque la violencia de los hechos siempre nos conduce a donde quiere llevarnos: a nuestra destrucción. Finalmente, la carta termina así:
“El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Todas las cosas están relacionadas como sangre que une a una familia. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y comienza el sobrevivir.”
Y estamos en esa condición, de sobrevivir. Sólo recuperando ese lazo invisible con la totalidad es que podemos darnos cuenta de que la vida está más allá de la sobrevivencia. Existen hoy muchas orientaciones, tanto en libros como en páginas webs de grupos ambientalistas, para tomar acciones concretas para no dañar el medio ambiente. Pero toda acción concreta necesita ser sostenida no sólo por una idea, una nueva forma de entender la naturaleza, sino también por una nueva sensibilidad.
En resumen, la crisis ecológica refleja el poco amor y respeto que se tiene el hombre, tanto a su propia persona como a sus semejantes. Y como una es la “red de la vida”, la degradación de la naturaleza es la degradación de nuestras formas de vida social y de nuestra individualidad. Es decir, la destrucción del medio ambiente es una forma de las tantas formas que está tomando nuestra autodestrucción. Recuperar nuestro sentimiento de pertenencia con el todo nos lleva a la actitud de cuidado, por lo tanto de responsabilidad. Pero, ¿estaremos aún a tiempo? Aunque no lo sabemos, tenemos que apostar por una respuesta afirmativa.
Bibliografía
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KOTTOW, Miguel H. Introducción a la bioética.
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PESSINI, L. Problemas atuais de Bioética.
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SMITH, Adam. Teoría de los sentimientos morales.
México: El Colegio de México. 1941.
SOSA, Nicolás M. Ética ecológica.
Madrid: Libertarias/Prodhufi. 1994.
Este es un campo donde mucho se está diciendo (en reflexiones abstractas y propuestas concretas), pero poco se está haciendo, donde las reflexiones no logran plasmarse en estilos de vida, donde el poder político y económico se muestran como reales obstáculos. Sin embargo, sigue habiendo necesidad de seguir pensando propuestas aplicables y orientando éticamente el curso del poder político y económico. Por eso, nos volvemos a preguntar, ¿cuál es el lugar del hombre en la naturaleza? ¿Cuál es el lugar de la naturaleza en la vida humana? Las formas de vida que tiene el ser humano contienen ya respuestas implícitas a esas preguntas. Y como la ética tiene que ver con las formas de vida, entonces, en nuestro trato con la naturaleza ya existe una relación ética. La ética no es sólo un asunto entre seres humanos, sino también tiene que ver con la relación entre los hombres y la naturaleza, porque ella sustenta nuestro ser. Sin embargo, ¿por qué peligra el equilibrio ecológico? ¿Por qué se contaminan los mares, los ríos y el aire? ¿Por qué se destruyen los bosques? ¿Acaso el hombre está creando una forma de vida en la cual ya no necesite de la naturaleza? ¿o será que nuestra naturaleza es destructiva?
Nuestro artículo estará dividido de esta manera: Primero presentaremos algunas formas de concebir la naturaleza y como nuestra crisis ecológica es expresión de una forma de ver la naturaleza. Luego, abordaremos dos problemas largamente debatidos en los trabajos de ética ecológica: primero, las propuestas de ética ecológica y sus relaciones con la tecnociencia, y segundo las propuestas de considerar a los animales dentro del discurso moral. Finalmente revaloraremos la simpatía como un elemento necesario en nuestras actitudes ecológicas.
Formas de entender la naturaleza
A través de la historia del pensamiento humano, los pueblos han entendido su relación con la naturaleza de distintas maneras, a partir de las cuales las personas construyen su sociedad, relaciones económicas, arte y vida personal. El brasileño Léo Pessini resume dichas concepciones en tres modelos: la naturaleza como algo sagrado, la naturaleza teleológica y la naturaleza dotada de poder y elasticidad.
a) Modelo sagrado.- Entiende la naturaleza como una expresión de poderes sagrados. Es la forma en que la mayoría de los pueblos y culturas antiguas entendieron la naturaleza: los pobladores del imperio incaico consideraron animados y sagrados los nevados, el cielo, los ríos, los animales y hasta las piedras. También el cristianismo entendió la naturaleza como algo sagrado, pero en un sentido específico: Dios es creador de la naturaleza, pero ésta no es Dios, sólo obra suya, por lo que hay que cuidarla. Es la imagen del jardinero que nos presenta en el segundo relato bíblico de la creación. Aunque este modelo fue muy común en la antigüedad, todavía existen grupos humanos que viven de esa manera la naturaleza.
¿Y qué consecuencias trae para la vida humana ver de esa forma a la naturaleza? En primer lugar existe una exigencia de respeto y veneración a los poderes naturales. En segundo lugar, los dioses o Dios confían al hombre el cuidado de la naturaleza, él no es el propietario sino el “administrador”. Hoy, esta forma de entender la naturaleza le resulta extraña a la mentalidad occidental, mas no a los pueblos no occidentales, quienes pueden y están revitalizando esta perspectiva. ¿Y la libertad individual, la autonomía del sujeto racional, no se anula en esta visión? ¿Dónde queda nuestra calidad de “agentes morales”? Muchos de los argumentos contra esta perspectiva sienten que el individuo moderno se vería limitado ante fuerzas no humanas. Eso tiene que ver mucho con la forma como el occidental se ha estado viendo a sí mismo. La crisis ecológica debería poner en tela de juicio esa autoimagen occidental, sea para modificarla o transformarla totalmente o, de ser posible, desde su calidad de agente moral buscar los medios posibles para incluir a los seres no humanos en su discurso ético.
b) Modelo teleológico.- Concibe a la naturaleza conteniendo una dinámica con sentido en sí misma, sin necesidad de hacer referencia a un Creador. Fue la forma como muchos filósofos griegos de la antigüedad entendieron la naturaleza. Ya no son los dioses los que trazan un límite a las acciones humanas, sino existen límites inherentes. La imagen aristotélica del mundo justamente concebía a la naturaleza con finalidades inherentes, no puestas desde los intereses humanos sino descubiertas por el filósofo-científico.
¿Y qué consecuencias trae para la vida humana ver de esa forma a la naturaleza? Si la naturaleza tiene un sentido, sólo nos queda contemplarlo, admirarlos, conocerlo, con lo cual también estamos desarrollando nuestra finalidad natural. Por eso los griegos entendieron al hombre como un ser racional, lo cual era expresión de la naturaleza también racional. El hombre está capacitado para entender los procesos naturales con su capacidad racional. Este modelo se sostiene siempre y cuando se crea que la ciencia debe ser contemplativa, más no necesariamente operativa, transformadora. Recordemos que Aristóteles separaba ciencia (episteme) de técnica (techne). Sin embargo, hoy resultan inseparables ambos elementos, por lo que ha recibido el nombre de tecnociencia. Además, la ciencia moderna nació negando la existencia de tales finalidades inherentes a la naturaleza. Son pocos los científicos que comparten hoy esta visión teleológica. Y al hacerlo, están yendo contra la tendencia de la ciencia actual.
c) Modelo de poder y elasticidad.- Concibe a la naturaleza como algo alejado e independiente del ser humano, no tiene un valor intrínseco y está dominada por fuerzas y causas que son impersonales y tampoco son expresiones de dioses. Esta forma de entender la naturaleza surgió en la Europa moderna. La naturaleza es algo “plástica” porque el hombre puede darle diversos usos, puede dominarla y controlarla según sus planes. ¿Y qué consecuencias trae para la vida humana ver de esa forma a la naturaleza? El hombre trata a la naturaleza como amo, señor, dominador y manipulador, que puede hacer de ella lo que desea, el único límite es el conocimiento. El hombre moderno quiere sacarle todos los secretos a la naturaleza para poder hacer de ella lo que mejor le parezca. O como reza el dicho moderno: “conocer es poder”. Sin duda, este es el modelo imperante, una de las causas de la crisis ecológica y, por lo tanto, centro de la crítica de los ecologistas.
¿Qué otro modo necesitamos para superar el problema? Muchos otros modelos se han propuesto: metafísico, fisiocentrista, biocentrista y patocéntrica (Gómez-Hera: 2002, 16-17). Muchos más se han de proponer. No creo que uno de ellos deba imperar en las sociedades, tendrán éxito en la medida que sepan articular patrones culturales y exigencias éticas actuales. Quizá debamos conjugar distintos paradigmas para armar una visión más amplia de nuestra relación con la naturaleza.
A esto tenemos que agregar que una buena parte del debate ha estado en ver las posibilidades de fundamentación de la ética ecológica. ¿Es posible hablar de ella? ¿Qué razones hay para ello? Y las respuestas tienen que ver con las formas como se entienden la moral y la naturaleza. Parte de ese debate es al que vamos a referirnos. Pero antes, tenemos que reconocer que lo que impulsa a los filósofos y científicos a buscar un fundamento a una ética ecológica es especialmente la situación de deterioro medioambiental en que nos encontramos. De eso hablaré ahora.
La crisis ecológica
Y como la cultura moderna es la que se ha extendido por todo el mundo, el hombre moderno ve la naturaleza según el modelo de poder y elasticidad. Pero dominar a la naturaleza ha sido llevado a cabo por la economía capitalista y la tecnociencia, ocasionado en el siglo veinte la aparición de problemas ecológicos, que hasta ahora no encuentran soluciones efectivas.
Entre los problemas que podemos enumerar están: la degradación de la tierra, la desertificación, la deforestación, la sobrepoblación, la falta de alimentos, la contaminación del aire, la contaminación de las aguas, el calentamiento global, la pérdida de la capa de ozono y la extinción de las especies animales y vegetales.
Diversas son las declaraciones y legislaciones que se han elaborado, tanto a niveles locales como internacionales. Pero no existen todavía soluciones reales a ninguno de los problemas. ¿Por qué? Porque en las soluciones entran en juego modos de entender la naturaleza, intereses económicos y sociales, la cuestión del poder político y económico, etc. Por ejemplo, la Declaración de Kyoto sobre el calentamiento global de los países desarrollados, que el gobierno actual de EE. UU. no ha querido ratificar. Siendo una superpotencia ¾y una de las que más contamina el medio ambiente¾ no ha permitido una acción decidida y conjunta frente a este grave problema que afecta y seguirá haciéndolo a los seres humanos y a la flora y fauna de nuestro planeta.
Pero, ¿podemos hacer algo desde nuestras vidas particulares? ¿Cuál es nuestra responsabilidad como ciudadanos y seres humanos en esta crisis ecológica? ¿Es problema de los demás o también nuestro? Es curioso que la crisis ecológica, que nos ha tocado vivir, esté acompañada de la crisis del logos, de la palabra-razón, por la cual los hombres no podemos ponernos de acuerdo tanto en determinar los problemas como en las soluciones más urgentes. Eso se muestra especialmente en tres temas especialmente tratados por los teóricos de la ética ecológica: la relación hombre-naturaleza, la relación hombre-animales y la relación tecnociencia y naturaleza. Veamos estos problemas, sus respuestas opuestas y posibles soluciones intermedias.
Hombre, Naturaleza y Tecnociencia
Uno de los factores que ha resultado perturbador en la relación hombre-naturaleza ha sido el tipo de tecnología que se ha ido produciendo en las sociedades modernas. Por jugar un papel importante, ha sido un factor de reflexión desde distintas perspectivas filosóficas, éticas y ecológicas. Veamos tres de ellas:
a) Ética ecológica antropocéntrica.- Buena parte de la crítica por la crisis ecológica se ha descargado contra la visión moderna, baconiano-cartesiana. Esta concepción es una forma de entender la moral, la ciencia y la naturaleza. La morales un asunto humano, de seres racionales. La ciencia debe dar conocimientos que tengan aplicación, es decir, dominio de la naturaleza. La naturaleza no es sagrada, por lo que puede ser usada para las necesidades humanas. Esa filosofía ha permitido al capitalismo explotar la naturaleza como nunca antes se había hecho, hasta el punto de poner en riesgo ¾por primera vez en su historia¾ la existencia del mismo ser humano.
Esta visión ha generado el “imperativo tecnológico”, que sostiene que si tenemos las posibilidades tecnológicas para hacer algo, debemos hacerlo, sea por el bien de la humanidad como por el necesario progreso de la ciencia. Este imperativo se sostiene en algunos presupuestos. Primero, la idea de que la naturaleza no tiene nada especial, sino es una simple realidad que contiene regularidades que el hombre puede conocerlas y servirse de esos conocimientos. Segundo, que el conocimiento de la naturaleza y las tecnologías generadas por esos conocimientos son neutrales, la valoración moral depende de los usos que se le dan a dichos conocimientos y tecnologías. Por lo tanto está justificado el desarrollo de la ciencia, la cual tiene sus propios criterios para medir su progreso y no requiere de valores morales para juzgar su avance.
Desde estos presupuestos, ¿qué ética ecológica puede generarse? Dos han sido generalmente las respuestas. La primera es negar las posibilidades de la ética ecológica (J. Passmore y Richard A. Watson), pues tanto la moral como la reflexión ética son asuntos humanos, en la cual ponen en juegos su racionalidad, libertad y responsabilidad. Sosa resume la idea de Watson:
“Los “derechos”, dice, tenemos que ganarlos como ciudadanos que cooperamos en una comunidad moral. Este autor sostiene la tesis de que la postura biocéntrica no es, como se pretende, igualitaria, desde el momento en que se postula un “dejar hacer” y un “dejar estar” a la naturaleza, pero excluyendo al hombre, a quien se le restringe –y sólo a él- su libre desarrollo.” (Sosa 1994, 111)
La segunda, una versión más débil (las expresiones “antropocentrismo fuerte y “antropocentrismo débil” fueron acuñadas por Brian G. Norton), asume las posibilidades de una ética ecológica, no porque la naturaleza forme parte del mundo moral (es decir, no porque tenga derechos, intereses, fines o valores intrínsecos) sino porque los hombres, aquellos que tienen valor, tienen el interés de conservar el medio ambiente para proteger su propia especie. Por eso, algunos han sostenido que sólo pueden generar una “ética medio-ambientalista”. Resumiendo la idea de un “antropocentrismo débil” de Norton, Sosa dice:
“No necesitamos, pues, afirmar, ningún tipo de valor intrínseco en los objetos no humanos y, al mismo tiempo, la perspectiva del antropocentrismo débil nos proporciona una base para establecer obligaciones que van más allá de la mera satisfacción de nuestras preferencias.” (Sosa 1994, 113)
b) Ética ecológica biocéntrica.- Por reacción al avance tecnocientífico y sus consecuencias, se han escuchado voces de rechazo a dicho proceso. Y es que la ciencia está siendo apoyada por una ideología que encubre sus reales intenciones y limita las posibilidades espirituales del hombre. La propuesta ha sido volver a una vida más natural, como lo sostuvieron Thoureau y Tolstoi, inspiradores de movimientos alternativos al mundo tecnológico.
Esta perspectiva también ha recibido los nombres de “holismo” y “ecosofia”, que encuentra su formulación en Aldo Leopold quien sostenía que debemos considerar algo de bueno “cuando tiende a preservar la identidad, estabilidad, y belleza de la comunidad biótica”; esta perspectiva ha generado las llamadas “ecologías profundas”. Podemos mencionar a autores como Arne Naess, George Sessions y John Rodman, quienes recuperan las visiones spinozianas y estoicas para una fundamentación de la ética ecológica. También los trabajos de Paul W. Taylor y J. Baird Callicott y Ferrater Mora.
c) Una nueva alianza.- Debido a las consecuencias y riesgos posibles de la intervención humana en la naturaleza mediante el poder tecnocientífico, algunos autores han visto la necesidad de pensar en un nuevo pacto con la naturaleza.
En la antigüedad, el ser humano estaba dominado por las fuerzas naturales, las veneraba con temor y hasta realizó sacrificios humanos para aplacar la ira de los dioses. Hoy no podemos sostener esa visión. En la época moderna, “la tortilla se ha volteado”, el hombre se decide a dominar la naturaleza y ya estamos viendo sus efectos positivos y desastrosos. Hoy tampoco podemos seguir sosteniendo esta visión.
Lo primero que tenemos que reconocer es la interrelación entre el hombre y la naturaleza, no puede existir uno que domine y otro que esté sometido. El hombre no puede vivir independiente de la naturaleza, aunque el desarrollo tecnocientífico pretenda hacernos creer y sentir lo contrario. Somos seres naturales, que necesitamos un mundo natural para vivir. En ese marco de interdependencia es que puede seguir desarrollándose la ciencia y la técnica.
Así como dependemos de la naturaleza, ahora ella también depende de nosotros. El hombre se ha extendido por toda la tierra, por lo que debe ser responsable de toda ella. Con el poder acumulado de la ciencia y la tecnología, el hombre puede cambiar y destruir la naturaleza. Pero, el problema es que al hacerlo también puede destruirse a sí mismo.
Por lo anterior, las reflexiones contemporáneas tienden a buscar soluciones intermedias, que articulen coherentemente ambas perspectivas. Por un lado, se reconoce que la tecnociencia es un elemento que ha configurado nuestra existencia actual, hasta el punto de haber creado una “tecnosfera” (Sosa), retroceder a un modo de vida premoderno ya se ha hecho imposible. Tenemos que asumirla de forma crítica, sin ocultar los valores y las ideologías que la sostienen, como la de su neutralidad o la creencia que su propio desarrollo solucionará los problemas humanos. A partir de ahí proponer nuevas formas de relacionarse con la tecnociencia. Ello ha generado éticas de la tecnociencia como la de Apel y la Jonas. Expondré brevemente la ética de Jonas.
Hans Jonas, cuyo libro se denomina El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica (1979), sostiene que la ética tradicional de carácter antropocéntrico no puede enfrentar los nuevos desafíos del mundo actual. Es que dicha ética, además de circunscribirse a lo humano, sólo hacia referencia a las normas morales dentro de perspectivas próximas. Frente a ese tipo de ética, propone incluir a la naturaleza en nuestros discursos éticos, es decir, considerar nuestras responsabilidades con el medio ambiente teniendo en cuenta el futuro. El cuidado con el mañana, con las generaciones futuras es una de las cosas que preocupa la reflexión de Jonas.
El obrar tecnológico, como expresión de la cultura moderna, se sustenta en la idea de que la razón humana debe organizar el caos de la realidad, hacer de la realidad un objeto de conocimiento, como diría Kant debe someter a juicio a la naturaleza para sacarle sus secretos. Todo ello para lograr la felicidad del hombre en la tierra. El resultado contemporáneo fue que el propio hombre se convirtió en objeto del poder tecnocientífico, además, que dicho poder ha puesto en peligro el ecosistema. Dado que el obrar tecnológico influye en nuestra relación con la naturaleza, esto lleva a Jonas a replantear el concepto de responsabilidad frente a ese poder omnipotente. Dicho concepto debe incluir a nuestro poder tecnocientífico, a la naturaleza y a las generaciones futuras.
Este nuevo contexto, donde se plantea la cuestión de sobrevivencia de la especie humana, nos plantea la necesidad de asumir imperativos para nuestro actuar. Dichos imperativos deben estar fundado en un “sí a la vida” y en la continuidad futura de la especie. Dice Jonas:
“Un imperativo que se adecuara al nuevo tipo de acciones humanas y estuviera dirigido al nuevo tipo de sujetos de la acción diría algo así como: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”; o, expresado negativamente: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida”; o, simplemente: “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra”; o, formulado, una vez más positivamente: “Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”.” (Jonas 1995, 40)
La inclusión de la humanidad futura y su calidad de vida en los imperativos nos hace notar que la preocupación de Jonas no es tanto por los riesgos actuales del poder tecnocientífico sino por las consecuencias a largo plazo que ponen en peligro la continuidad de la vida en la Tierra. Tenemos la obligación de garantizar el futuro de la existencia humana y para ello la condición es que tenemos que garantizar la existencia del mundo natural.
Agrega Jonas que requerimos de una nueva sabiduría y una nueva actitud de humildad que puedan enfrentar las pretensiones de poder absoluto de la ciencia y de la tecnología y su hybris moderna. Dicha “sabiduría” es el llamado a una nueva metafísica, desafiando con ello a nuestra época caracterizada como postmetafísica. El rescate de la metafísica que vuelva a plantearse la pregunta por el ser (lo que permitiría fundar los deberes), pero además sin sustento antropocéntrico (Jonas 1995, 91). No cree Jonas que la metafísica ponga en riesgo la ciencia, porque trabajan en dos niveles distintos: “explicar la naturaleza no equivale a comprenderla” (Jonas 1995, 131), por eso “la ciencia natural no nos lo dice todo sobre la naturaleza” (Jonas 1995, 132).
El discurso metafísico de Jonas renueva los términos de “fin”, “bien” y “vida”. El fin “se aloja en la naturaleza” (Jonas 1995, 134), lo cual es el “Bien primario”, el “bien-en-sí” porque es “infinitamente superior a toda ausencia de fines en el ser” (Jonas 1995, 146). El ser se afirma en el fin y se pronuncia en contra de la nada. En el hombre también debe haber una actitud similar: “El hombre ha de asumir en su querer ese sí (afirmación de la finalidad) e imponer a su poder el no al no-ser” (Jonas 1995, 149).
La finalidad del ser es vivir, pero en el caso humano es vivir bien, con dignidad y felicidad. El bien es sacado del rapto producido por la subjetividad moderna (deseo, necesidad o elección) y vuelto a pensar en términos naturalistas. Más aún, la causa final de la naturaleza preconsciente es sustento de nuestras finalidades subjetivas. Distingue entre los fines de los artefactos (que es por un deseo humano), de los seres vivos (que es la sobrevivencia) y de los seres humanos (que siendo consciente de la teleología busca vivir bien). A partir de dicha metafísica, la vida vuelve a adquirir una finalidad propia y un “bien ontológico” que el hombre y su poder tecnocientífico deben respetar. En ese sentido habla de responsabilidad. Así lo sostiene Jonas:
“En la era de la civilización técnica, que ha llegado a ser “omnipotente” de modo negativo, el primer deber del compromiso colectivo es el futuro de los hombres. En él está manifiestamente contenido el futuro de la naturaleza como condición sine qua non; pero además, independientemente de ello, el futuro de la naturaleza es de suyo una responsabilidad metafísica, una vez que el hombre no sólo se ha convertido en un peligro para sí mismo, sino también para toda la biosfera.” (Jonas 1995, 227)
La ética ecológica de Jonas reúne metafísica, ética y tecnociencia, resultando de ahí una ética de la responsabilidad, no sólo en sentido individual sino colectivo. Por eso, a partir de todas las perspectivas ecológicas, por lo menos hay dos grandes coincidencias. Por un lado, señalar la exigencia de un cambio de actitudes, tanto de las personas, como de los gobiernos y de los sistemas económicos. Por otro lado, que es una obligación de justicia cooperar y exigir cumplimiento de las leyes jurídicas que se refieren al respeto del medio ambiente (Blázquez 1999, 200). En otras palabras, las dos grandes perspectivas ética como son la de la felicidad y la de la justicia deben incluir el tema ecológico dentro de sus propuestas. De ese modo, se requiere seguir motivando al cambio personal y social y exigir el respeto de las normas ecológicas, como criterios para actuar en el mundo cargado de intereses y dificultades.
Hombre vs. Animales
¿Podemos usar a los animales para nuestros objetivos tecnocientíficos, económicos y para preservar nuestra especie? ¿Qué razones avalan ese uso irrestricto de los animales? ¿Por qué no deberíamos utilizarlos como cosas? Desde los años 70, distintos filósofos ¾como Christopher Stone, Peter Singer, Tom Regan, entre otros¾ han despertado el interés el debate sobre la inclusión de los animales en nuestras consideraciones éticas, motivándonos a pensar en el estatus moral de los animales. Y al repensar nuestra relación con los animales se ha comenzado a hablar de “derechos de los animales” ¿Tienen derechos los animales? ¿Pueden ser considerados dentro de la comunidad moral los animales? ¿Tienen estatus moral los animales o sólo los seres humanos?
Esta necesidad de pensar en el estatus moral de los animales se debe a nuestra mayor conciencia de los malos tratos, la crueldad y la muerte hacia ellos por parte de los seres humanos. Todo ello por fines médicos (experimentación animal para nuevos fármacos), científicos (experimentación animal para probar nuevas teorías) o comerciales (alimentación, pieles, espectáculos crueles), etc. Revisemos brevemente algunas teorías que se han dado en el debate sobre el estatus moral de los animales.
a) El antropocentrismo moral fuerte.- La ética occidental, especialmente moderna, ha estado centrada en el hombre y la comunidad moral, es decir, sólo hacía referencia a seres humanos. Esto se debió tanto a la influencia de una forma de interpretar los textos bíblicos donde el hombre es colocado en un estatus de superioridad con respecto a los demás seres. También se debe al hecho de considerar como elemento central de la comunidad moral el ser seres racionales y autoconscientes. Desde ese punto de vista, los animales no tienen moral ni pueden tener derechos. Como sostiene el filósofo canadiense Michael A. Fox:
“...una comunidad moral es un grupo social compuesto por seres autónomos que interactúan en el que pueden evolucionar y comprenderse los conceptos y preceptos morales. También es un grupo social en el que existe el reconocimiento mutuo de la autonomía y la personalidad.” (Citado por Gruen. “Los animales”, en Singer 1995, 470)
Autonomía, conciencia de sí, responsabilidad son características de un miembro de una comunidad moral. Ello establece una ruptura ontológica entre lo humano y lo animal, por lo tanto los hombres resultan siendo superiores a otras especies animales. Los intereses humanos son lo que realmente cuentan. La conclusión de esta postura es clara y la obtenemos del mismo Fox:
“...los miembros plenos de la comunidad moral pueden utilizar a las especies menos valiosas, que carecen de algunos o de todos estos rasgos, como medios para sus fines por la sencilla razón de que no tienen la obligación de no hacerlo.” (Citado por Gruen. “Los animales”, en Singer 1995, 470)
Los hombres son fines en sí mismos, por lo que tienen dignidad, diría Kant. Es ante otro ser humano racional al que hay que tener respeto, no ante los animales. Las cosas y los animales son medios, por lo que pueden ser intercambiados, vendidos, es decir, son objeto de precio. Desde este punto de vista es imposible hablar de derechos de los animales, porque estos no tienen intereses (tampoco la naturaleza). Las éticas contractualistas tradicionales tienden a considerar sólo a los humanos dentro del contrato social y moral, por lo que no tienen derechos.
El antropocentrismo moral fuerte puede convertirse en una ideología que puede justificar el abuso que el hombre comete frente al medioambiente y a los animales. Y en una época de mayor conciencia medioambiental, requerimos otras interpretaciones que tiendan puentes con el mundo no humano que también es nuestro mundo.
b) El antropocentrismo moral débil.- Sigue sosteniendo las tesis de la centralidad de la especie humana en la naturaleza, por razones de diferencias ontológicas señaladas anteriormente. Pero la diferencia está en que tanto el medio ambiente como los animales pueden formar parte del discurso moral por razones humanas, es decir, porque el hombre requiere de un medio ambiente sano para vivir y porque la consideración por los animales muestra nuestra superioridad sobre ellos.
Aquí también se encuentran algunas tendencias cristianas que, renovando la interpretación del texto bíblico, sostienen que el hombre ha sido colocado para administrar la tierra, no para dominarla ni destruirla. Aunque siguen sosteniendo que hombres y animales tienen una diferencia ontológica, a pesar de ser criaturas de Dios. Sin embargo, dicha diferencia no tiene que generar una actitud irresponsable con respecto a los animales.
Desde ese punto de vista, si se puede hablar de “derechos de los animales” porque el hombre puede otorgarles derechos, tratarlos “como si tuvieran tales derechos” (Feinberg) y no tanto porque tengan derechos o valores intrínsecos. Aunque sí puede considerarse que los humanos tengamos obligaciones para con ellos, sin embargo, nuestra obligación hacia los animales no vienen por ellos mismos, sino por nuestra conciencia, convicciones e intereses. Algunos prefieren en lugar de hablar de “derechos de los animales” sostener la idea de “bienestar de los animales”.
c) El biocentrismo moral fuerte.- Esta postura incluye a todos los animales dentro de la comunidad moral, porque entre lo humano y los animales existe una continuidad evolutiva. Esta posición es sostenida por los conocimientos científicos tanto de la teoría de la evolución, la biología molecular y la etología. Desde esas disciplinas, nuestra distancia con los animales se ha reducido considerablemente. Cualidades que se pensaban propias del ser humano, ya no son tales, como el lenguaje, el uso de herramientas, la cultura, sentido del tiempo y hasta la autoconciencia. Nuestras diferencias sólo son de grado. Ya Darwin sostenía que no existían diferencias fundamentales entre los seres humanos y los grandes mamíferos en sus capacidades mentales.
Al no aceptar el dualismo de la posición antropocéntrica, los animales como los humanos tienen estatus moral, por lo que puede sostenerse que tienen derechos. Los filósofos que sostienen esta teoría consideran que el rasgo moral relevante no es la racionalidad sino la capacidad de sentir, específicamente de sufrir. Un claro antecedente de esta posición es Bentham (s. XVIII) quien sostenía:
“Llegará el día en que el resto del mundo animal pueda adquirir aquellos derechos que nunca pudo habérseles despojado sino por la mano de la tiranía. Los franceses ya han descubierto que el color negro de la piel no es razón para abandonar a un ser humano sin más al capricho de un torturador. Quizá llegue un día a reconocerse que el número de patas, el vello de la piel o la terminación del sacro son razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa debería trazar la línea insuperable? ¿Es acaso la facultad de razonar o quizás la facultad de discurrir? Pero un caballo o un perro maduro es sin duda un animal más racional y sensato que un bebé de un día o una semana, o incluso de un mes. Pero supongamos que fuera de otro modo: ¿qué importaría? La pregunta no es ¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar? sino ¿pueden sufrir?” (Bentham, cap. 17, nota)
Desde esta posición, los seres animales son sujetos de interés, porque están interesados en no sufrir. Singer sostiene que “la capacidad de sufrimiento es la característica que le da a un ser el derecho a una consideración igualitaria”. Y esa es la cualidad moralmente relevante, por la cual merecen respeto.
Los que defienden esta posición han acuñado el término “especiecismo” a la creencia que defiende el estatus moral sólo de los humanos, lo cual sería un prejuicio como el racismo y el sexismo. Dice al respecto Tom Regan, defensor de los derechos de los animales:
“Los racistas son personas que piensan que los miembros de su raza son superiores a los miembros de otras razas simplemente porque el primero pertenece a (la "superior") su raza. Los sexistas creen que los miembros de su propio sexo son superiores a los miembros del sexo opuesto simplemente porque el primero pertenece a su propio (el "superior") sexo. Tanto el racismo como el sexismo son insoportables paradigmas de intolerancia. Las diferencias raciales y sexuales son biológicas, no son diferencias morales.
Lo mismo vale para el "especieísmo", la visión de que los miembros de la especie Homo sapiens son superiores a los miembros de todas las demás especies simplemente porque los seres humanos pertenecen a su propia (la "superior") especie. Dado que no hay especies superiores. Pensar de otra manera, implica ser no menos prejuicioso que un racista o un sexista.” (Tom Regan, “Diez razones para apoyar los derechos de los animales y su explicación”. Versión española en la página web de la organización Liberación Animal)
Esta posición biocéntrica se hace fuerte porque de ahí se puede sostener que no existiría razón alguna para discriminar a los animales de cualquier decisión que los afecte. La razón es que la relevancia moral del hombre y de los animales sólo es la capacidad de poder sufrir y disfrutar. Pero esto plantea algunas interrogantes. Por ejemplo, un bote que sólo puede resistir a cuatro sujetos, pero existen cinco sujetos incluyendo un perro. No habría razones para preferir sacrificar al perro y no a un ser humano. Al contrario, si entre los humanos existe un anciano con demencia senil o un niño con serias alteraciones mentales, pues existiría mayor razón para preferir salvar al perro. También desde este punto de vista, matar a un ratón por capricho es más condenable que matar a otro ser humano por defensa propia. (Cfr. Gruen 1995, 474)
La introducción del argumento de la “capacidad de sentir” y del derecho a la vida ha sido criticada por distintos autores. Por ejemplo, Sosa sostiene:
“Creo que todo este debate se opera inevitablemente con un criterio antropomórfico cuando menos discutible. No parece posible que saquemos ninguna conclusión sólida acerca del sufrimiento de un animal, ya que cualquier analogía que intentemos establecer para “medir” ese sufrimiento está condenada al fracaso. En lo tocando al derecho a vivir, el tema se plantea, entre los defensores de una y otra tesis, en términos de la capacidad de futuro, potencialidades que no parecen reconocerse en el animal. La discusión sobre este punto me parece que tampoco puede conducir a ninguna base aceptable de fundamentación de deberes para con el mundo animal, toda vez que el viviente no humano nunca podrá “verbalizar” acerca de su futuro o de sus proyectos, por más que sus procesos fisiológicos se encuentren ¾los mismos que los nuestros¾ orientados hacia el futuro.” (Sosa 1994, 88)
d) El biocentrismo moral débil.- Tomando las tesis centrales de la posición anterior (continuidad evolutiva, valor moral de la capacidad de sufrir, respeto moral por todos los seres sintientes, etc.), esta posición débil sostiene que, aún así, podemos establecer diferencias. Así, los animales más evolucionados y complejos merecen mayor respeto que los que no lo son. Dado que las diferencias entre especies están referidas a las capacidades de sentir y sufrir, no todos merecen el mismo respeto moral. Esto les permite ampliar el concepto de racionalidad, el cual no incluye sólo pensar y razonar, sino también sentir y sufrir.
Este punto de vista biocéntrico no es extremista, porque reconoce la posibilidad de matar animales para el consumo humano, aunque recomienda la reducción de alimentos animales y el matarlos sin dolor. Asimismo, limitar su uso en la experimentación científica cuidando en no provocarles sufrimientos. En la práctica pueden encontrarse en el camino un antropocentrista moral débil con un biocentrista moral débil. Creo que hacia esas salidas moderadas tenemos que seguir apuntando. De todas maneras tienen que enfrentar el problema de ¿cuándo es realmente necesario hacer daño o quitar la vida a un animal?
La simpatía
Desde distintas tradiciones, generalmente no filosóficas, se han sostenido la necesidad de un respeto a los animales sustentado en la simpatía o compasión. Es el caso del budismo y ciertas tradiciones hindúes. Suele citarse la expresión de Gandhi que sostuvo que "La grandeza de una nación y su progreso moral puede juzgarse en la manera en que trata a sus animales". Pues, la no-violencia (ahimsa) fue el principio orientador de la vida del político y religioso indio.
¿Qué queremos decir con simpatía? El término viene del griego syn: con y pathein: padecer, es decir, “sentir con”, compadecerse (com-pasión), ponerse en el lugar del otro. Adam Smith definía la simpatía como “nuestro común interés (fellow-feeling) por toda pasión cualquiera que sea” (Smith 1941, 35). Este término puede tener un significado negativo y positivo. Negativo, porque supondría cierto sentimiento superior desde el cual se juzga la condición de otro. Es decir, podemos decir “pobre hombre” o “pobre animal” desde nuestra posición privilegiada en la cual no hay sufrimiento o vivencia de las condiciones de la otra persona. Esta versión negativa de la simpatía no valora al otro como otro (por lo tanto, semejante a nosotros) ni tiende a tomar una actitud más activa. En su sentido positivo, se refiere al sentimiento que rompe las máscaras del ego y nos permite reconocer y entrar en la intimidad del otro. Al reconocerlo como ser que sufre, reconozco que todos estamos en condición de fragilidad, encontrando uno de los lazos naturales que nos ligan a todos los seres.
Estoy de acuerdo con Schopenhauer quien sostenía que la compasión hacia todos los seres vivientes era una garantía de la moralidad. Pero, ¿hasta dónde estamos dispuestos a extender nuestra simpatía o compasión? Puede quedarse en el propio individuo y también puede extenderse a todo los seres del planeta. Tomemos por ejemplo la famosa carta ecológica. En 1855, un jefe indio de la tribu Suwamish escribió una carta dirigida al presidente norteamericano quien le había pedido a los indios de esa tribu que vendiesen sus tierras. Parte de las respuestas son estos fragmentos de la carta:
“¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlo a nosotros?...Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo...Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros.”
En este párrafo que hemos citado encontramos que no puede haber simpatía desde el ideal de lucro y desde la idea de posesión. No puede haber compasión desde el dominio. La compasión requiere que consideremos como nuestra la naturaleza (sin sentido posesivo), que nos sintamos pertenecientes a la madre pacha. Sigue la carta:
“Si os vendemos nuestras tierras, deberéis recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son sus hermanos: deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso que daríais a cualquier hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra forma de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que otro, porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermano, sino su enemigo...Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto.”
Donde hay sentimiento de pertenencia hay solidaridad y fraternidad con aquello a lo que pertenecemos. Abrir el corazón, eso que el budismo enseña, de lo contrario consideraremos al otro como un extraño, un enemigo. Y donde hay enemigos (naturaleza, animales, grupos de seres humanos) sólo genera formas de vida violentas. Por eso, sigue la carta:
“No hay ningún lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde pueda escucharse el desplegarse de las hojas en primavera o el rozar de las alas de un insecto...El ruido parece insultar los oídos.”
Ahí tenemos una forma de reeducar nuestra sensibilidad: atender a las cosas sencillas de la vida humana y natural. Nos agrada escuchar música con volumen alto, pero no percibimos las estrellas de la noche o los cantos de los grillos. Aprender a estar atentos es una buena forma de sentir y reconocer nuestra pertenencia. Como diría un budista, no hay simpatía sin meditación. Sigue la carta:
“Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen en el suelo se escupen a sí mismo.”
Si bien hay una base natural de la compasión, requiere ser educada, trabajada, aunque lamentablemente nuestras instituciones educativas poco se interesan por el mundo de los sentimientos. La sensibilidad puede ser educada. No podemos dejarla a la espontaneidad (aunque ella intervenga en otro sentido), porque la violencia de los hechos siempre nos conduce a donde quiere llevarnos: a nuestra destrucción. Finalmente, la carta termina así:
“El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Todas las cosas están relacionadas como sangre que une a una familia. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y comienza el sobrevivir.”
Y estamos en esa condición, de sobrevivir. Sólo recuperando ese lazo invisible con la totalidad es que podemos darnos cuenta de que la vida está más allá de la sobrevivencia. Existen hoy muchas orientaciones, tanto en libros como en páginas webs de grupos ambientalistas, para tomar acciones concretas para no dañar el medio ambiente. Pero toda acción concreta necesita ser sostenida no sólo por una idea, una nueva forma de entender la naturaleza, sino también por una nueva sensibilidad.
En resumen, la crisis ecológica refleja el poco amor y respeto que se tiene el hombre, tanto a su propia persona como a sus semejantes. Y como una es la “red de la vida”, la degradación de la naturaleza es la degradación de nuestras formas de vida social y de nuestra individualidad. Es decir, la destrucción del medio ambiente es una forma de las tantas formas que está tomando nuestra autodestrucción. Recuperar nuestro sentimiento de pertenencia con el todo nos lleva a la actitud de cuidado, por lo tanto de responsabilidad. Pero, ¿estaremos aún a tiempo? Aunque no lo sabemos, tenemos que apostar por una respuesta afirmativa.
Bibliografía
BLÁZQUEZ, F. y otros. Diccionario de términos éticos.
Navarra: verbo Divino. 1999.
GÓMEZ-HERA, José (Coord.). Ética en la frontera.
Madrid: Biblioteca Nueva. 2002.
GRUEN, Lori. “Los animales”, en SINGER, Peter (Dir.) Compendio de ética.
Madrid: Alianza Editorial. 1995.
JONAS, Hans. El principio de responsabilidad.
Barcelona: Herder. 1995.
KOTTOW, Miguel H. Introducción a la bioética.
Santiago de Chile: Editorial Universitaria. 1995.
PESSINI, L. Problemas atuais de Bioética.
Sao Paulo: Ediçoes Loyola. 1996.
SMITH, Adam. Teoría de los sentimientos morales.
México: El Colegio de México. 1941.
SOSA, Nicolás M. Ética ecológica.
Madrid: Libertarias/Prodhufi. 1994.
* Publicado en la Revista de Filosofía Iberoamericana Solar, nº 1, año 1.