J. M. Bermudo, Universitat de Barcelona*
Hay algo paradójico en los escritos rousseaunianos sobre la paz y la guerra, cuyo desciframiento nos parece imprescindible para conocer la posición del filósofo ginebrino. La temática, importante por su dimensión práctica, especialmente en la Europa de su tiempo, asolada por las guerras de religión y de constitución de los estados modernos, era de obligado tratamiento para un autor como Rousseau, que ocupa un lugar de honor en la historia del pensamiento político. Sin embargo, los escritos referidos a la paz y la guerra son real e impropiamente escasos, apenas unas decenas de páginas juntando las ideas dispersas en sus libros y los fragmentos inacabados de proyectos que abandonó, reflexiones provisionales que no llegó a publicar, como si hubiera perdido el interés por el tema. Sorprende, pues, la escasez de estos textos y sus dudas finales sobre los mismos, como si renegara de ellos, pues no faltan algunas referencias en sus obras o en su correspondencia que expresan cierta desautorización o rechazo de esas reflexiones, que hacen sospechar que nuestro autor no se sentía especialmente orgulloso de esos apuntes. ^
Este escaso tratamiento del tema de la guerra y la paz no es contextualmente sorprendente. Como dice Touchard, el siglo XVIII no es una época pacifista, pues la guerra se acepta como algo natural, “son poco mortíferas”, “no se consideran como catástrofes”, son “operaciones limitadas que no interesan al conjunto de la nación”. Aunque “un cierto número de pensadores buscaban los medios de suprimir las guerras y de instaurar la paz perpetua (…) el pacifismo del siglo XVIII no es un sentimiento popular”[1]. El derecho a la guerra parecía intrínseco a los estados, tal que la misma no necesitaba justificación. La tradición escolástica había centrado su reflexión en la definición de “guerra justa”, más orientada a la fundamentación moral y al control de la crueldad innecesaria que a un pacifismo radical. La idea de “paz perpetua”, genuinamente ilustrada, tampoco responde a un ideal pacifista radical. La propuesta de Leibnitz, que puede ser considerada referente de este movimiento, responde más a una conciencia cristiano-europeísta que un universalismo pacifista consecuente, pues busca la paz entre los estados europeos, pero no duda en legitimar la conquista de oriente. La célebre obra de W. Penn, Ensayo sobre la paz presente y futura de Europa (1693), es más un rechazo de la violencia por motivos religiosos que una reflexión política sobre la guerra y la paz. No hay pues una preocupación realmente pacifista en los orígenes de la modernidad, por lo cual se comprendería que Rousseau no hubiera abordado el tema con detenimiento y extensión.
Pero si contextualmente no es sorprendente la escasa relevancia cuantitativa de sus reflexiones sobre la paz y la guerra, lo es en cambio en el marco de su biografía y su pensamiento. Por razones que enseguida describiremos, Rousseau asume con apasionamiento su proyecto de escribir unas “Institutions politiques”, en líneas generales concebido al modo convencional de los grandes tratados de los jurisconsultos según el cual un tratado de política debía contener, junto a la reflexión sobre el Estado (su origen, sus fundamentos, sus relaciones, etc.) la no menos importante reflexión sobre las relaciones entre Estados, en cuyo marco la guerra y la paz, referentes básicos del derecho de gentes, debía ocupar un lugar de honor. Rousseau manifestó en varias ocasiones su pretensión de abordar esa temática. Y también sabemos que en varias ocasiones confesó haber abandonado la idea, unas veces lamentándolo, excusándose en que el tiempo se le había echado encima y ya era una empresa excesivamente pesada para sus fuerzas, pero otras veces parece renegar de su conveniencia o posibilidad. Es decir, por un lado insistía en el reconocimiento del interés teórico y político del tema, pero al mismo tiempo le dedicaba insuficiente atención, lo aplazaba reiteradamente y acababa por abandonarlo.
El estudioso del pensamiento de Rousseau difícilmente puede escapar a la perplejidad que le produce esta inconsistencia existencial. Sabiendo como sabemos que la potencia creadora de su pensamiento pivotaba sobre las paradojas, que sus más fundas ideas surgen en la descripción de los enigmas del ser humano y del orden social, nos vemos llevado a pensar que en este caso, la paradoja existencial de su actitud ante la guerra y la paz encierra un enigmático mensaje que debemos desvelar si queremos llegar al fondo de su pensamiento.
Rousseau ha pasado a la historia del pensamiento filosófico político no por su precisión analítica ni su potencia sistemática, sino por su mirada lúcida y sus intuiciones brillantes, definiendo al mismo tiempo una posición política republicana radical de fecundo recorrido y una posición filosófica vertebrada en torno al principio de la prioridad de la emancipación sobre la verdad; es decir, que el pensamiento y la razón para ser legítimos han de subordinarse sin concesiones a la emancipación de los seres humanos y los pueblos[2]. En consecuencia, al abordar su tratamiento del tema de la guerra y la paz debemos buscar cómo en los mismos aparece y se expresa esa prioridad de la emancipación sobre la verdad o, si se prefiere, prioridad de la moral del corazón, que hace de la piedad y la libertad sus dos referentes absolutos, sobre la moral de la razón, que suele ser dictada por el poder. Pero, como hemos sugerido, no llegaremos al fondo de su pensamiento sin descifrar la extraña genealogía de su proyecto sobre la guerra y la paz. El desvelamiento de este enigma nos parece condición de posibilidad de una comprensión ajustada de las brillantes ideas e intuiciones que, sin duda, aparecen en esos textos escasos, inacabados y fragmentados, incluso escritos con prisa y desorden, con estilo lejano a la bella literatura a la que el ginebrino nos tiene acostumbrado; incluso en esa precaria expresión las ideas de Rousseau son fascinantes, y ello le convierte, junto a Kant, en referente moderno del debate sobre la paz.
1. El giro político rousseauniano en filosofía.
Tal vez no sea anecdótico el hecho de que Rousseau, cuya aspiración juvenil era la de triunfar en el mundo literario, se vio metido en un proyecto filosófico político por pura contingencia; o, si se prefiere, por necesidades de la vida. Del mismo modo que copiaba partituras musicales y enseñaba matemáticas con escasos conocimientos sobre estas disciplinas, simplemente para ganarse la vida, la fortuna le brindó una ocasión semejante en el campo del pensamiento filosófico político. También en este caso el azar y la necesidad se aliaron para abrir un camino al ginebrino.
Efectivamente, Rousseau se inicia como escritor político de forma casual, gracias a un inesperado encargo editorial. No nos costa que la mirada de Rousseau se hubiera sentido anteriormente atraída hacia la problemática filosófica del derecho, del estado, de la guerra y la paz, hasta que surgió esa ocasión de ganarse la vida recuperando y reelaborando los textos de otro, del abate de Saint-Pierre (1658-1743). En simbiosis fecunda, los libros del abate permitieron a Rousseau sobrevivir unos años y el trabajo del ginebrino sobre los mismos proporcionó al abate la eternidad, pues no ocuparía un lugar en la historia sin la oportuna mediación del trabajo de nuestro autor.
El abate de Saint-Pierre había publicado entre 1712 y 1717 los tres volúmenes de su Projet por rendre la paix perpétuelle en France, y en 1719 su Discurs sur la Polysynodie, que concretaba y daba forma política a la filosofía del Proyecto. La escasa belleza literaria de los escritos del abate, y tal vez el hecho de que en algunos aspectos se adelantaba a la historia, se confabularon para que sus obras tuvieran escaso éxito[3]. No obstante, había en ellas cierta originalidad, pues anunciaban el fin de la época de los compactos “de iure naturae et gentium”[4], tratados políticos convencionales que a lo largo del XVII ya habían disputado y ganado la posición a los doctos y escolásticos tratados del tipo “de legibus” y “de iustitia et iure”de la escuela de Salamanca[5]. Como ha señalado A. Truyol, estos tratados pretendían ser una summa, exposiciones de conjunto “del derecho natural, político, eclesiástico y de gentes, entendiéndose éste por lo general, en el sentido más amplio, no limitado al derecho internacional”[6]. Las obras de Saint-Pierre vislumbraban un nuevo género literario, adecuado a nuevas preocupaciones y llevado a capo por un nuevo estilo de intelectuales, los philosophes, perfectamente distinguibles de los severos jurisconsultos del XVII. Estos rasgos novedosos, y la coyuntura política que volvía a poner en el foro público el ya viejo problema de la paz y la unidad europea, cuyos orígenes se remontan como mínimo a Dante y su anacrónico ideal de monarquía cristiana[7], determinaron que algunas miradas ilustradas volvieran a las obras de Saint-Pierre. De este modo, casi medio siglo después de su publicación, ya a mediado del XVIII, el fino olfato del mundo ilustrado detectó el interés de las obras enterradas y se propuso su recuperación.
La fortuna, o los dados del Hacedor, hicieron confluir al abate y a nuestro autor, ligando para siempre sus destinos. El filósofo ginebrino asistía de cuándo en cuándo a la tertulia de Mme. Dupin, en cuyo salón surgió la idea, que la mecenas y sus asesores convirtieron en el proyecto de recuperar el pensamiento del abate elaborando y editando un buen resumen de sus textos. Por sugerencia del abate Mably, Mme. Dupin ofreció el encargo a Rousseau, a quien vino como agua de mayo. Sin la menor duda asumió este compromiso el año 1754 y, conforme al mismo, en cuatro o cinco años preparó un “extracto” y un “juicio” sobre cada una de las dos principales obras, la Polysynodie y el Projet de paix perpétuelle. Por razones que ignoramos, pero que podemos intuir, sólo se publicaría el extracto del Proyecto, en 1961; los otros tres textos se publicarán sólo tras su muerte, en la edición póstuma de sus obras. Aunque los dos “juicios” son los escritos que expresan con fidelidad la posición de nuestro autor, y por tanto los que debemos tener como referencia, no podemos olvidar los “extractos”, ya que el ginebrino mezcla el resumen con la paráfrasis, la redescripción con la valoración, de tal modo que en la reelaboración del texto las ideas del abate se contaminan en exceso de los aromas de nuestro autor; o sea, también los “extractos” son lugares donde buscar el pensamiento de Rousseau.
El encargo de Mme. Dupin no sólo propiciaría estos cuatro escritos de Rousseau. Motivado por el tema, y sintiendo la necesidad de decir mucho más de lo que los límites de aquel proyecto editorial le permitía, el ginebrino iba recogiendo reflexiones y concibiendo un proyecto propio más ambicioso. Es decir, al hilo de sus trabajos sobre el abate fue madurando su proyecto ““Institutions politiques””, tratado convencional a la manera de los jurisconsultos, con una parte dedicada al derecho civil y al orden interior del estado y otra al derecho de gentes y las relaciones entres estados. Si tenemos en cuenta que el “segundo discurso”, es decir, el Discurso sobre el origen y fundamentos de las desigualdades entre los hombres es de 1755, redactado por tanto simultáneamente a sus trabajos en el proyecto Saint-Pierre, y cuyo contenido es coincidente con las notas y fragmentos que nos quedan de ese periodo; si tenemos en cuenta que Del contrato social (1767) es considerado por el mismo Rousseau como primera parte de las “Institutions”; y, en fin, si no olvidamos que, como reiteradamente nos dice, las notas y reflexiones sueltas que nos han llegado (como las recogidas en el texto “El estado de guerra”, junto a otros fragmentos menores, que se conocen como “Fragmentos sobre la guerra”[8]) eran elementos y esbozos de la segunda parte…; si tomamos todo esto en consideración podemos afirmar que la contingencia del proyecto Saint-Pierre llevó a Rousseau a la filosofía política.
Pero esa misma contingencia, la precipitación con la que el ginebrino se entregó al proyecto de fundar el derecho, la inmediatez con que su reflexión entra en conflicto con la de los jurisconsultos más nombrados, el radical posicionamiento crítico frente a las ideas y los métodos de los mismos, todo ello nos hace sospechar que la misma ocasión que le llevó a concebir el proyecto de las “Institutions politiques” encierra ya la necesidad de abandonarlo y de renegar de él. Parece que, desde el origen, estaba condenado al fracaso, pero con la peculiaridad de que ese fracaso de la idea que regía el proyecto era la condición necesaria para la aparición de una nueva idea de la política y del derecho; el fracaso ocasional de Rousseau, pues, era la condición de su triunfo como pensador original. No nos dejó el “tratado imposible”, para dejarnos ideas revolucionarias.
Todo nos revela que Rousseau se apasionó por el tema, cosa que contrasta con el hecho de que nunca lo abordara con detenimiento y rigor, que siempre aplazara su desarrollo. Podríamos atribuir este retraso a los avatares de la vida, a mil urgencias que interrumpían sus proyectos y condenaban una y otra vez al aplazamiento a la reflexión sobre la guerra y la paz; y tal vez sea ésta una razonable explicación. No obstante, desde la imagen que nos hemos creado a través de la lectura de Rousseau y desde el conocimiento de su biografía, nos resulta difícil aceptar que el motivo, el único motivo, de ese reiterado aplazamiento, fuera unas meras limitaciones existenciales.
Hemos de tener en cuenta que Rousseau en más de una ocasión explicita su voluntad de escribir en serio sobre el tema. En su correspondencia indica su proyecto de escribir un libro sobre Principes du droit de la guerre[9]; y en el Emilio también manifiesta esta voluntad de escribir un libro sobre los “verdaderos principios del derecho de la guerra”[10]. Manifestación nada sorprendente, exigida como ya hemos dicho por la misma idea de esa obra magna sobre las “Institutions politiques”, de la cual el mismo texto Del contrato social debe considerarse la primera parte (obra muy esquemática y en mchos aspectos también inacabada). Efectivamente, este formidable texto rousseauniano, referente del pensamiento republicano moderno y contemporáneo, es sólo una parte del ambicioso proyecto de un tratado político convencional, como él mismo nos dice: “Después de haber sentado los verdaderos principios del derecho político y haber procurado fundar el Estado sobre esta base, había que sustentarlo mediante sus relaciones externas, lo cual comprendería el derecho de gentes, el comercio, el derecho de guerra y conquistas, el derecho público, las alianzas, las negociaciones, los tratados, etc..”[11]. Tal proyecto magno, como marcaban las convenciones de la época, debía ser un grueso tratado que cubriera tanto el derecho político[12] o interior, como el “derecho público” o exterior, dedicado a las relaciones entre estados, y en especial a la paz y la guerra entre ellos, o sea, el derecho de gentes y el derecho internacional[13]. Un tratado político completo, como pretendía el ginebrino, debía incluir el derecho internacional; y dentro de éste, la paz y la guerra habían de ocupar un lugar de privilegio. Así lo ve Rousseau y así lo reconoce en sus reiteradas expresiones de abordar su reflexión sistemática.
La verdad es que sólo formalmente y de forma vaga la idea rousseauniana podía ajustarse al género de los tratados de los jurisconsultos. Basta abrir el libro para constatar que es otra cosa, otro discurso; a pesar de la fragmentación e in acabamiento que pesan sobre el texto, se puede apreciar un léxico nuevo, no sólo con ideas originales y diferentes, no sólo con valores alternativos, sino con otro criterio de verdad y otra manera de entender el compromiso del filósofo con los hombre y con las ideas. El posicionamiento del ginebrino era de abierta crítica con los autores más relevantes del momento, siendo consciente de la novedad de sus ideas y otorgándose a sí mismo el mérito de haber sentado nuevas bases del derecho político. Sus críticas a Grocio, a quien considera simple aficionado y de mala fe, son especialmente elocuentes. Rechaza de plano “su forma más constante de razonar” que consiste en “establecer siempre el derecho por el hecho”. Es decir, critica ese método positivista dominante en la tradición de los juristas, que en lugar de negar lo existente persiguen legitimarlo, que hace que “las doctas indagaciones sobre el derecho público no sean, a menudo, sino la historia de los antiguos abusos”. Y concluye con una crítica feroz: “Podría emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos”[14].
Rousseau es consciente de haber abierto en el pensamiento político, y en especial en la teoría del “derecho público”, un nuevo punto de vista, una nueva manera de pensar. Y esa conciencia de innovación teórica tiene la peculiaridad de hacer visible la complicidad de la teoría del derecho con la práctica política. Rompe con el disfraz de neutralidad teórica, refugio de la sumisión de la razón al poder, para retar al pensamiento filosófico a que acepte su destino de elegir entre aliarse con el poder o apostar por la emancipación, de elegir sin disfraces entre alinearse con la sumisión y la injusticia o con la libertad y la igualdad. Aunque con esa visión tan ingenua como atractiva que tiene el ginebrino de las clases sociales, pensadas en términos de ricos y pobres, de poderosos y débiles, Rousseau sospecha, o simplemente sabe, que la teoría del derecho, incluso el método de la misma, no son inocentes. Y de este modo, intuyendo que el derecho positivo es aliado del poder, que es una forma sofisticada de opresión, ¿cómo escribir un tratado de derecho internacional?[15]. ¿No parece inevitable que relegara una y otra vez su realización hasta acabar por abandonarlo?. Sabiendo como sabía que en la teoría del derecho se daba una fuerte batalla política (la que él mismo sostiene sin tregua ni concesión alguna con filósofos y jurisconsultos, de Hobbes a Grocio, de Montesquieu a Pufendorf), ¿cómo entender que no tuviera absoluta primacía en su agenda?.
Todo nos hace pensar que Rousseau tenía una clara consciencia de la importancia del debate de su tiempo sobre el derecho de gentes; y todo nos hace creer en su convencimiento de que su posición, desacralizando los hechos y atendiendo a lo que debe ser, asumiendo el compromiso político de la filosofía como pensamiento negador, era revolucionaria y justa. De ahí la paradoja de que no concediera tiempo a estos problemas, dejando sin redactar la segunda parte de las “Institutions politiques”, que debería abordar esas cuestiones, y dejándonos simplemente unos textos fragmentados, provisionales y claramente insuficientes. Dado su reconocimiento reiterado del interés del tema, y dado el orgullo de su autoconciencia de creador del verdadero derecho político, no podemos aceptar sus razones existenciales, como su repetida explicación de la complejidad y dureza de tal proyecto, de que es “un trabajo excesivamente extenso para mi corta vida”[16].
No deja de ser sospechoso que ya en el Del contrato social nos señale su renuncia a seguir, precisamente en un texto que aparece como realización parcial de ese proyecto. En una “advertencia” preliminar antes de llevarlo a imprenta decía: “Este breve tratado es el extracto de una obra más extensa que acometí un día sin haber consultado mis fuerzas y que hace ya tiempo abandoné. De los diversos fragmentos aprovechables de lo ya concluido, éste es el más importante y me ha parecido el menos indigno de ser ofrecido al público. Lo demás ya no existe”[17]. Del proyecto de las “Institutions politiques” sólo salva el texto del contrato social, fragmentado e inacabado, sólo el “menos indigno”; el resto es claramente rechazado y menospreciado. Además, cosa realmente sorprendente, ya confiesa su impotencia para acabar el proyecto, en el año 1767. Las palabras finales que cierran el Del contrato social, tras relatar explícitamente que el proyecto completo debería incluir el derecho de gentes, son contundentes: “Pero todo esto constituye un nuevo tema, demasiado vasto para mi corto alcance; debería haberme ceñido siempre a un ámbito más inmediato”[18]. Palabras que revelan el abandono definitivo del proyecto, pero que dejan abierta la sospecha de si la causa es existencial, especialmente la condición de proscrito que se ve obligado a vivir, o si el obstáculo era la inviabilidad teórica de un proyecto filosófico político que, en tanto que tal, debía ser fundamentador y normativo, posición que el ginebrino fue abandonando progresiva y casi inadvertidamente, arrastrado por la fuerza de sus ideas.
Y para completar esta lista de motivos de sospecha, dos últimos comentarios. En el libro V del Emilio insiste en su impotencia para llevar a cabo el proyecto. Pero en Las confesiones nos sorprende al afirmar que del proyecto de las “Institutions politiques” se queda sólo con el libro Del contrato social, legando a la hoguera el resto. A la hoguera o a los cajones del olvido, que para el caso es lo mismo; lo relevante es que el ginebrino, que tantas veces ha alimentado la voluntad de llevar a cabo el proyecto de fundamentación del derecho civil y público, que otras tantas ha lamentado su dificultad y complejidad que desbordaba sus fuerzas, ahora cambia de registro y reniega precisamente de esos escasos escritos sobre la guerra y la paz, y muestra su desinterés definitivo por el proyecto.
A nuestro entender, esta inconsistencia existencial, este enigma, puede explicarse como efecto subjetivo de la ruptura teórica que lleva a cabo Rousseau sin proponérselo, al pretender encajar una crítica radical, que responde a intuiciones revolucionarias, en un género filosófico como el tratado, que en última instancia responde a una finalidad de fundamentación. El ginebrino no sólo ponía en escena ideas políticas nuevas, subversivas, sino también una nueva manera de posicionarse filosóficamente, conforme a la cual la función de la filosofía no es tanto la búsqueda de la verdad mediante la organización racional del saber cuanto la emancipación de los hombres mediante la crítica de lo existente. Esa nueva posición política en filosofía, vehiculaba al mismo tiempo ideas y propuestas políticas que no cabían en el orden existente, como puso de relieve la Revolución Francesa, y un discurso filosófico que no podía ejercerse en los géneros literarios usuales, lo que se expresaría en la renuncia a su proyecto.
De sus textos políticos sólo el segundo Discurso parece una pieza completa, redonda y acabada; pero con la peculiaridad de que no es encajable en una tratado, pues lejos de responder a una función sistemática y fundamentadora de un orden político ideal pone en escena la sospecha de la imposibilidad de reconciliar el orden político y la justicia, de compatibilizar la virtud y la vida social. De ahí que los estudiosos hayan visto incoherencias entre las propuestas políticas de Rousseau en esta obra con las que aparecen en Del contrato social. Si en este texto, ya se ven las dificultades del proyecto de las “Institutions”, y de ahí su fragmentación e inacabamiento, en el “segundo discurso” se pone en escena el léxico alternativo
Pensamos que es fácil de observar que Del contrato social es una obra acabada, que está hecha a impulsos, sin conseguir la unidad y fluidez propia de la bella literatura del ginebrino, que posiblemente lo entregó a la imprenta sin estar satisfecho del resultado. Interpretamos que a lo largo de su redacción Rousseau se fue convenciendo de que, para salir de la trágica alternativa entre una posición positivista, cómplice del poder, que eleva el hecho a derecho, que sacraliza lo existente, y otra moralista, que niega vanamente en idea el mundo real, que salva el alma humana pero entrega el cuerpo…; para salir de esa alternativa trágica en que se retuerce el teórico del derecho político hay que cambiar de registro. No le basta con oponer nuevas ideas a las viejas, con defender la libertad frente a la sumisión y la igualdad frente a la explotación; Rousseau siente la necesidad de subvertir el tablero filosófico, abandonando el ámbito de la fundamentación por el de la crítica radical, sin límites, es decir, por la crítica ejercida incluso sobre aquello que parece sagrado, como el derecho, la paz o la representación política.
Ese cambio teórico, ese anticipado giro político de la filosofía, exigido por la subjetividad de nuestro autor, era complejo y difícil, tal vez excesivo para un escritor como Rousseau, más dotado para las intuiciones brillantes y los denuncias del mal que para la argumentación sostenida y los análisis exhaustivos; se comprende, en consecuencia, que lo fuera sucesivamente aplazando y posponiendo, que no se sintiera a gusto en la tarea, que acabara por abandonarla. Seguramente no comprendió que este acto de abandono del proyecto fue la mejor lección que nos ha dejado, al entregarnos las claves para descifrar el sentido preciso de sus ideas que, ahora lo sabemos, sólo son dispersas, fragmentadas e inacabadas en tanto que referidas a un proyecto teórico político convencional, pero que recuperan su identidad, su sentido y su función una vez hemos comprendido que son huellas y directrices de otra manera de pensar la filosofía que permite a su vez una nueva mirada sobre la política.
2. El giro antropológico en el discurso político.
Como hemos dicho, Rousseau escribió poco sobre la paz, y menos aún sobre la guerra. Pero, como es propio del ginebrino, en esos escasos textos nos ha legado ideas brillantes, auténticos retos que el pensamiento contemporáneo no puede soslayar. Las mismas se encuentran dispersas en sus obras políticas, tanto en las acabadas y publicadas en vida, como en sus fragmentos póstumos, que abordamos sucesivamente.
2.1. Las dos textos políticos rousseaunianos de más calidad teórica y mayor incidencia práctica son, sin duda, el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres y el Del contrato social, dos textos de problemática concordancia. En ambos textos la guerra y la paz no son tratadas en extenso ni de forma sistemática; aparecen ocasionalmente, más aludidas que tematizadas, más valoradas que argumentadas; no obstante, esas esporádicas reflexiones son de un gran valor tanto para la comprensión de la posición rousseauniana como para conseguir esa mirada desde el otro lado del espejo, sin la cual la filosofía deviene canción de cuna, discurso reconciliado y sumiso.
Situarse en el otro lado del espejo significa aquí situar la reflexión sobre la guerra y de la paz en una representación antropológica (por tanto, ontológica), frente al tratamiento ético o jurídico habitual. El ginebrino piensa la guerra y la paz como formas de existencia inscritas en la vida social y política, como formas del ser humano y social, y no como relaciones exteriores, contingentes y arbitrarias entre ellos, susceptibles de ser valoradas en claves morales. Con radicalismo conceptual y belleza literaria nos dibuja un fascinante escenario de reflexión donde la bella figura del hombre pacífico por naturaleza se contrapone a la inquietante figura del hombre social inevitablemente agresivo, condenado a la guerra de todos contra todos. La paz y la guerra, de este modo, se juegan en un discurso trágico, donde no solamente está en juego el bien y el mal, sino la existencia “humana”; donde no sólo se juega la posibilidad de la sociedad justa, sino el sentido y la legitimidad de la sociedad política.
Ese cambio de enfoque o de tablero le permite a Rousseau ver lo que en el discurso filosófico dominante quedaba invisibilizado. Hobbes, interlocutor omnipresente del ginebrino, con habilidad y radicalismo había sacado la guerra del orden civil, relegándola al estado de naturaleza; según el filósofo inglés, la guerra era impensable en el orden civil, pues su mera presencia implicaría la ausencia del orden, el regreso a las relaciones del estado de naturaleza. En consecuencia, desde la mirada del pensador inglés una y la misma cosa era optar por la paz y por el estado hobbesiano, basado en el pacto de renuncia a los derechos naturales, en el pacto de sumisión al soberano. Es comprensible que el ginebrino viera el monstruo en semejante discurso. La identificación ontológica del orden natural con la guerra y del orden civil con la paz llevaba, según Rousseau, a renunciar a la libertad, a amar la sumisión, a tomar por bien la existencia inhumana; en nombre de la seguridad y la paz, virtudes relativizables, se renunciaba a la especificidad del ser humano. O sea, se tiraba al niño con el agua de la bañera.
El liberalismo siempre ha guardado el pensamiento de Hobbes entre bastidores, como ídolo venerado e inconfesable, prefiriendo aparecer vestido con el discurso lockeano, más dulzón y menos inquietante, más conciliable con la tradición cristiana moderna. El éxito ideológico de Locke radicó en imponer un escenario de representación que abandonaba el enfoque ontológico y lo sustituía por el moral. Es decir, abandonaba la posición hobbesiana y la sustituía por otra en la que la paz y la guerra aparecen como opciones posibles en el seno de la ciudad, como modalidades de la vida civil. Para Locke la paz y la guerra eran alternativas, moralmente cualificables, en el seno del estado; pensaba la sociedad política como lugar neutro donde pueden tener lugar la guerra y la paz, donde negocian y se enfrentan el ser moral y el ser político, el bien y el mal. La paz y la guerra, pues, respondían a decisiones de los hombres, con lo cual quedaban desdramatizadas y, en todo caso, sometidas al control moral. Desde esta perspectiva la paz es propia del orden justo, que se identifica con el estado liberal, y la guerra se piensa consustancial al estado injusto y desordenado, derivado del despotismo. En este enfoque genuinamente liberal la sociedad política no garantiza la paz, pero un orden político apropiado es la mejor, si no la única, vía hacia la paz.
Esta perspectiva lockeana, que pasaría a vertebrar el liberalismo hasta nuestros días, implica la desontologización del discurso político sobre la paz y la guerra y su correspondiente moralización. Desde su mirada la guerra y la paz son opciones libres de los estados y, por tanto, moralmente responsables de ellas. La guerra es el mal moral por excelencia, aunque a veces sea legítima o justa; la paz es el ideal político a conquistar y conservar, pues incluso la legitimación del estado, el pacto social, se fundamenta en la necesidad de evitar la guerra, riesgo inexorable al aplicar la justicia cuando, como ocurre en el estado de naturaleza, se es juez y parte.
Pues bien, frente a Hobbes y a Locke, caras respectivamente oculta y oficial del discurso liberal; por tanto, frente a los dos rostros o fuentes del liberalismo clásico, Rousseau cambia el tablero de representación al pensar la guerra y la paz, en un movimiento de doble quiebro, tal que al mismo tiempo invierte la identificación ontológica hobbesiana de guerra y paz, que implica la sacralización el orden civil, y desmitifica la deriva moralista lockeana, abierta por su tesis de la neutralidad del marco civil y que implica la sacralización del orden civil liberal. El ginebrino concentra sus esfuerzos retóricos en invertir las identidades hobbesianas entre paz y estado civil y entre guerra y estado natural, de fuerte arraigo cultural, defendiendo sin fisuras ni condiciones que la paz es externa e incompatible con la vida social y, lo que es más inquietante, que la guerra es propia e intrínseca del orden político, del estado. Invierte a Hobbes, pero manteniendo su enfoque ontológico. Al mismo tiempo, y en tanto que mantiene ese enfoque, desmitifica el sueño liberal posibilitado por Locke de poner la guerra y la paz como relaciones contingentes entre los individuos y los estados y, por tanto, como opciones políticas libres susceptibles de ser valoradas moralmente.
Este desplazamiento en el enfoque de la guerra y de la paz, rompe con los dos sueños o ideales afianzados en los orígenes de la modernidad: el de la “guerra justa”, tan loada en el siglo anterior, y el de la “paz perpetua”, que dominaría el imaginario ilustrado; rompe con las dos esperanzas en el bien político. Al desmitificar la paz del orden social y al revelar la inevitable complicidad entre el estado y la guerra, Rousseau retaba a la filosofía a bajar a la caverna y enfrentarse a las sombras, a pensar la posibilidad de que la guerra fuera inevitable e inherente al orden civil, a sospechar que al mal es el estado.
2.2. Si queremos resaltar los efectos de este giro antropológico del pensamiento político rousseauniano, frente al ético jurídico dominante, hemos de poner de relieve los cambios en la concepción del hombre que configuran ese enfoque. El mito del pecado original, del hombre caído, incapaz del bien, determinado por las pasiones y abocado a los conflictos, acababa justificando la instauración del poder como vía de salvación, mitificando la ciudad como lugar de redención. La idea de una naturaleza humana caída, degradada en la animalidad, favorecía la credibilidad de una estado de naturaleza dominado por el miedo, el egoísmo y la guerra, y justificaba la necesidad (para sobrevivir) y la bondad (para vivir virtuosamente) del orden político jurídico. Rousseau, al liberar a la naturaleza humana de su pecado y devolverle la inocencia, limpiaba el estado natural de la necesidad e incluso de la posibilidad de la guerra (del egoísmo, de la violencia gratuita, de la insolidaridad intrínseca); al devolver al individuo la belleza y la bondad (benevolencia, piedad, altruismo), presentaba el estado natural atractivo y deseable y reconquistaba la esperanza de vida en paz. Y, al contrario, al poner la guerra como determinación social, en el horizonte de nuestra incapacidad para regresar al paraíso natural, que el mismo Rousseau reconoce, rompe con las utopías y pone al pensamiento ante el reto de afrontar el pesimismo derivado de la imposibilidad de cualquier proyecto de sociedad pacificada. Si la tradición liberal pone la guerra en el estado de naturaleza y la esperanza de la paz en el orden civil a construir, Rousseau pone la paz en el orden natural irremediablemente perdido y la guerra en el orden civil inevitable. El ginebrino nos enfrenta a la insoslayable necesidad de decidir entre la esperanza, con riesgo de vivir en la ficción, y la lucidez asediada por al desesperación; lo que ya no podemos hacer, sin desertar de la filosofía, es pasar de largo y obviar esta alternativa. El pacifismo rousseauniano, por tanto, no es una propuesta política, sino un referente crítico del hombre condenado a vivir en el orden civil, siempre escenario de guerra.
Es bien cierto que este tratamiento de la idea de guerra y paz inspira y contamina desigualmente los dos textos rousseaunianos referidos, desigualmente sensibles a este giro antropológico. El enfoque aparece rotundo y coherente en el segundo Discurso, texto orientado a revelar los males derivados de la instauración del orden social; y está presente, aunque más disimulado y no exento de incoherencias, en Del contrato social, texto donde con insuficiente convicción el ginebrino se propone salvar los trastos y proponer al hombre, que ya ha perdido irremisiblemente la inocencia, un sistema de relaciones en las que al menos pueda cultivar la virtud, lo que implica aceptar la inevitabilidad del mal y pensar la posibilidad de un orden político que lo minimice. Es decir, la paz perpetua desaparece del horizonte de posibilidad política, y sólo que da un remedo de la misma, la sociedad pacificada, objetivo de su propuesta de contrato social.
Pero en la medida en que, como hemos dicho, el desplazamiento teórico implementado en el discurso rousseauniano es ontológico, y no meramente ético, Rousseau no puede salir sin incoherencias de su propia red de representación. Al orden político le es intrínseca la sumisión y la guerra, como enseguida veremos; por tanto, no puede volver a la esperanza liberal del estado como espacio neutral donde se enfrentan y deciden la sumisión y la emancipación, la paz y la guerra; el “contrato social” no puede dejar de ser la máscara embellecedora del mal, a no ser que impongamos unas exigencias o límites ontológicos al sujeto político, al pueblo, tal que la propuesta de estado sea sólo legítima al nivel de las ciudades o pequeñas comunidades. Es lo que Rousseau intentó, pero tal límite vaciaría de sentido a su propuesta, ante el inconmovible factum de los grandes estrados.
2.3. Ilustremos con algunos textos esta idea de la paz y la guerra del ginebrino que venimos formulando, ajustada a su giro antropológico. Por ejemplo, en muchas páginas del Discurso sobre la desigualdad describe con gran fuerza retórica la aparición de la guerra de todos contra todos, argumentando que tal situación no corresponde al origen, al estado de naturaleza, como pensara Hobbes, sino a un momento en la génesis de la vida social, momento trágico en el que “la sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra”[19]. En ese estado de guerra consecuencia de la aparición de la vida social, aparece la desigualdad, la apropiación particular de los bienes y la división espontánea del trabajo; y precisamente en ese contexto, con el orden natural ya lejano y la guerra presente o en el horizonte, sitúa Rousseau el origen y necesidad del estado, de la sociedad política, del derecho, que viene a consolidar y legitimar las desigualdades y relaciones de poder generadas en ese momento del estado de naturaleza, de tal modo que la violencia y la dominación dejan de ser precarias y extinguibles para fijarse como relaciones sociales inamovibles. Esa paz ligada a la instauración del estado, a la hegemonía del derecho (que es fundamentalmente derecho de propiedad), resulta sospechosa para el ginebrino, que enfatiza el terrible tributo pagado por ella: nada menos que la libertad. Nos dice que “todos corrieron hacia sus prisiones creyendo asegurar su libertad, pues con razón bastante para intuir las ventajas de una institución política, no tenía experiencia suficiente para prever sus peligros”[20].
Todo el discurso está protagonizado por una brillante idea que merece atención, a saber, la diferencia entre guerra y violencia. Desde el pacifismo dominante en nuestros días se tiende a identificar guerra con violencia; el principio esencial del pacifismo contemporáneo es el rechazo de la violencia, de cuanto genere dolor; la guerra queda incluida en ese rechazo y es vista como la forma máxima y, por tanto, más execrable, de la violencia. Rousseau veía las cosas de otro modo. Pensaba que la violencia era intrínseca a la naturaleza humana; anticipándose siglos a Foucault, viene a decirnos que donde hay seres humanos hay violencia. Pero, precisamente por ser la violencia una determinación ontológica, no es susceptible de valoración moral, no es ni buena ni mala desde el punto de vista moral. Otra cosa es la guerra, que es una forma de violencia peculiar y propia del estado civil; es una violencia organizada, estructurada, reflexionada, institucionalizada, ritualizada, racionalizada, es decir, un tipo de violencia no natural, superflua, prescindible. Y, por ello, susceptible de una valoración moral.
Para el pensador ginebrino la violencia y la dominación, como la desigualdad y cualquier otra relación del estado de naturaleza, además de ser inevitable, tienen la ventaja de ser efímeras, circunstanciales y condenadas a desaparecer; de este modo el “mal natural” pierde sustancialidad, como mera anomalía que el propio orden natural corrige. El fuerte envejecerá y se volverá débil, nos dice; la apropiación de bienes en el orden natural tiene límites, pues, la capacidad de consumo y de placer del individuo son limitadas: la naturaleza se encarga, poniendo límites y finitud, de quitar perversidad a la violencia propia del estado de naturaleza. En cambio, en el orden civil esas relaciones se fijan y eternizan, se reproducen y amplían, deviniendo un mal absoluto, pues deja de ser accidental y precario para devenir esencial y sacralizado.
Baste un ejemplo de esta perversión, que constituye el corazón mismo del segundo discurso. Ya había descrito Rousseau el paso del pacífico estado de naturaleza originario a un incipiente modo de vida social, donde aparecieron las pasiones y la desigualdad y, con ellas, la lucha de todos contra todos, que ponía en riesgo el disfrute de los bienes conseguidos por la propia fuerza y la vida misma. Pues bien, en ese contexto sitúa Rousseau el momento del pacto, cuya iniciativa, claro está, se otorga a los ricos, que son quienes tienen que perder y quienes están interesados en mantener lo que tienen: “Desprovisto de razones válidas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse contra todos; apto para aplastar fácilmente a un particular, pero aplastado a su vez por las hordas de bandidos, solo contra todos, y sin poder a causa de las envidias mutuas unirse con sus iguales contra unos enemigos unidos por la esperanza común del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibió finalmente el proyecto más meditado que jamás haya cabido en mente humana: el de emplear en su favor las fuerzas mismas de los que le atacaban, trocar en defensores a sus adversarios, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que le fuesen tan favorables como el derecho natural le era contrario”[21].
Siempre nos ha parecido genuinamente rousseauniano esta descripción imaginaria del contexto del pacto constitutivo del orden político, donde pone de relieve el sentido último del mismo: mantener por el derecho, con el reconocimiento de todos, lo que se ha conseguido por la fuerza, contra la voluntad de cada uno. De ahí que Rousseau piense que la paz, que es la gran promesa del pacto, esconde el triunfo de la guerra, sanciona el triunfo de la fuerza; de ahí que la paz civil aparezca a costa de la esencia humana, a costa de la alienación de su libertad. El ginebrino recurre al discurso imaginario que sanciona el pacto social con tal habilidad retórica que resulta verosímil, familiar, incuestionable. Esta es su versión del discurso que argumenta la bondad de la instauración del orden político: “Unámonos a fin de proteger de la opresión a los débiles, poner freno a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece. Instituyamos normas de justicia y de paz a cuyo acatamiento se obliguen todos, sin exención de nadie, y que reparen de algún modo los caprichos de la fortuna sometiendo por igual al poderoso y al débil a unos deberes mutuos. En una palabra, en vez de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne con arreglo a unas leyes prudentes…”[22]. Como dice el ginebrino, “bastaba con mucho menos del equivalente de ese discurso para arrastrar a unos hombres incultos, fáciles de seducir… Todos corrieron hacia sus prisiones creyendo asegurar su libertad…. Y ya no fue posible encontrar un sólo rincón en el universo donde poder estar a salvo del yugo y sustraer la cabeza a la espada”[23]. Esa denuncia, según la cual el orden civil, desde su origen, en su propia esencia, incluye la opresión, legitima la fuerza y salva con el derecho lo que es fruto de la violencia, está en la base de sus ideas de la guerra y la paz; o, en otras palabras, las ideas Rousseau de guerra y de paz están impregnadas de, y subordinadas a, esa idea de fondo. De ahí que, a pesar de haber introducido la paz como determinación esencial de la existencia humana, no pueda ser políticamente pacifista, no pueda clamar sin condiciones por la paz, por cualquier paz; de ahí que denuncie la “paz de los cementerios” o dominación que consigue el estado en su interior con la misma fuerza que la guerra inevitable que su desarrollo impone en el exterior; de ahí que no pueda confiar en ningún proyecto de paz perpetua protagonizado por los monarcas o los Estados, reservando esa eventualidad a los pueblos, ligando de forma lúcida la conquista de la paz posible a la emancipación de los pueblos. Rousseau no es pacifista; su rechazo de la guerra no es pacifismo, pues no la condena englobada en la condena universal de la violencia; la denuncia como la forma de violencia propia de los estados, violencia no necesaria, ilimitada, planificada y, en definitiva, perversa.
De modo semejante, en Del contrato social, el tema de la guerra surge al hablar de la esclavitud[24]. Contestando a Hobbes y Grocio y, en general, a la idea de paz como “tranquilidad civil”, Rousseau contesta en bella retórica: “¿Qué ganan (los hombres) si esta tranquilidad misma es una de sus miserias?. También se vive tranquilo en las mazmorras; ¿basta con esto para encontrarse bien en ellas?. Los griegos encerrados en la cueva del cíclope vivían en paz, esperando su turno de ser devorados”[25]. Con frecuencia Rousseau contrapone paz y libertad; y sin excepción rechaza la paz, la seguridad, el bienestar, que impliquen renuncia, sumisión, entrega, enajenación de los derechos que hacen del hombre un ser humano.
En el mismo capítulo, enfrentándose directamente a “Grocio y los demás”, sin duda Hobbes y Pufendorf entre ellos, argumenta contra la tesis de que la guerra sea fuente de derechos, como del derecho de esclavitud, o el de matar a los vencidos o cobrar por su liberación. El ginebrino aprovecha para, de forma rápida y sintética, exponer dos ideas centrales, sobre las que volverá en otros textos. Primera, que la guerra no existía en el estado de naturaleza, es un mal derivado del orden civil: “los hombres que viven en su independencia primitiva no tienen entre sí una relación asaz constante para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, y no son por naturaleza enemigos”[26]. Segunda, que la guerra no se da entre particulares, sino entre Estados, y que el enemigo ha de ser público, un ente público: “No es la relación entre los hombres, sino la de las cosas la que constituye la guerra, y como el estado de guerra no puede surgir de las simples relaciones personales, sino de las patrimoniales, la guerra privada o de hombre a hombre no puede darse, ni en el estado de naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el estado social, en que todo está bajo la autoridad de las leyes… La guerra no es por tanto una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la que los particulares sólo son enemigos accidentalmente, no como hombres y ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. En una palabra, cada Estado no puede tener como enemigo enemigos sino otros Estados, y no hombres, toda vez que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna relación verdadera”[27]. El mal según el ginebrino, como venimos poniendo de relieve, no es la violencia natural, sino esa otra violencia indisolublemente ligada a la existencia del estado, violencia que los hombres sufren sin ser sujetos de la misma, figurando en ellas sólo a título de fantasmas, meros instrumentos de otros, pues no están allí como hombres ni como ciudadanos, sino como “soldados”, figura de la máxima alienación del ser humano[28].
3. Crítica de la paz y de la guerra.
Aunque no haya hecho un tratamiento sistemático de estos temas, nos ha dejado unas brillantes intuiciones y algunos apuntes realmente revolucionarios, que en conjunto abren una nueva perspectiva de crítica “deconstructiva” y desmitificadora de las ideas de guerra y paz. Esa perspectiva es especialmente relevante en nuestros días, en los que la debilidad crítica del pensamiento filosófico y político, su ausencia relevante del espacio público, levanta la fe en ingenuas estrategias de paz y en efímeras proclamas de pacifismo universal.
3.1. La reflexión más directa y sostenida de Rousseau sobre la paz nos la ofrece en el ya citado “Juicio” sobre el Proyecto de paz perpetua, del abate Saint-Pierre, texto apropiado para precisar el “pacifismo” del ginebrino. Recordemos que en este texto la “paz perpetua” se funda en una supuesta fraternidad de fondo entre los pueblos europeos, derivada de sus vínculos culturales e históricos que favorecen su unidad y alianza frente a lo exterior, a los “bárbaros”. Esa fraternidad se daba enturbiada por rencillas y conflictos ocasionales, frutos del apasionamiento y de la ignorancia de los verdaderos intereses de los monarcas, tal que si se corrigieran estos malos entendidos los príncipes no podrían tener objeción alguna, sino todo lo contrario, a esa unidad política entre los estados europeos que garantizara la paz perpetua (entre ellos). La “paz perpetua”, pensada como efecto de un pacto entre príncipes que diera lugar a una liga o federación de estados, no era sólo un bello ideal moral (paz entre los hermanos) sino un auténtico ideal político, en cuanto sería la garantía del comercio, de la riqueza y de la gloria de todos los miembros, objetivo de los monarcas. Pero, no deberíamos olvidarlo, se trata de un ideal político más europeísta que universalista, explícitamente limitado a los estados hermanos en religión y cultura.
Comentando el Proyecto en cuanto a su eficacia práctica para conseguir la paz, nuestro autor reconoce que a simple vista la obra del abate parece “inútil para producirla y superflua para conservarla”; es decir, denuncia la ingenuidad y el “celo misionero” del abate, que cree que si los monarcas europeos, cuyo pacto constituiría la condición necesaria y suficiente para la realización de la paz perpetua, no lo llevan a cabo es simplemente por ignorancia de sus verdaderos intereses, que bastaría que leyeran su libro para que entendieran que sus deseos de riqueza, gloria y poder bien entendidos pasan por conseguir la paz perpetua entre ellos. El ginebrino sospecha que atribuir a los monarcas la misma sensatez que ambición, es una lamentable ingenuidad, que deslegitima estratégicamente el texto del abate; pensar que la paz es objetivamente aliada de los príncipes es ignorar la naturaleza misma del poder político. Pero, no obstante, nuestro autor considera que ese ingenuo idealismo del proyecto no daña su verdad de fondo, a saber el interés sustantivo, práctico, de la paz para los pueblos. Dice que si distingamos “en política y en moral el interés real del aparente, el primero se encontraría en la paz perpetua, como se ha demostrado en el proyecto”[29]; por eso lo defiende como “un libro sólido y meditado, y es muy importante que exista”[30]. Es importante en tanto que señala que el bien político para los pueblos se identifica con la paz civil. A pesar de ello, es un mal libro para guiar la política, porque presupone el interés objetivo del monarca por la paz, con lo cual identifica y confunde el interés del pueblo y el interés del monarca, y porque ofrece como estrategia hacia la paz perpetua un pacto entre príncipes conscientes de sus intereses. Por eso Rousseau realiza un crítica severa del proyecto, pero salvando su verdad de fondo.
La ingenuidad del abate radica en que cree que la paz interesa realmente a los reyes, aunque aparentemente no lo entiendan así. Enlaza Saint-Pierre de este modo con la larga tradición que, desde Platón, siente la tentación de explicar el mal como efecto de la ignorancia o de la ilusión. Rousseau romperá con esta tradición, aunque mantenga que la verdad de la política está en la paz. El ginebrino, con sutileza, vendrá a decir que la paz es la verdad de la política desde el punto de vista del pueblo; es buena para el pueblo, es el bien político del pueblo; pero no lo es para los reyes, no lo es para los gobernantes déspotas. Aspirar al despotismo y a la paz es contradictorio: “Los reyes, o quienes ocupan sus funciones, sólo se ocupan de dos objetivos: extender su dominio hacia el exterior y hacerlo más absoluto en el interior. Toda otra meta, o se orienta a una de aquellas dos, o únicamente les sirve de pretexto. Tales son los objetivos del bien público, felicidad de los súbditos, gloria de la nación, palabras proscritas para siempre en los gabinetes, pero tan abundantemente empleadas en los edictos públicos que no anuncian más que órdenes funestas y que el pueblo giman de antemano cuando sus amos les hablan de sus cuidados paternales”[31].
Para Rousseau es consustancial a la idea de monarquía esa doble ambición: poder absoluto y despótico hacia el interior, dominación y expolio hacia el exterior. Y desde esa atalaya la liga de naciones del abate Saint-Pierre es ingenua y estéril, pues, como lúcidamente reflexiona el ginebrino, la entrada en la Dieta europea contradice ambos objetivos determinantes: pone límites al monarca en sus pretensiones de expansión exterior y de dominio despótico hacia el interior, pues “no se podría garantizar a los príncipes contra la revuelta de los súbditos sin garantizar al mismo tiempo a los súbditos contra la tiranía de los príncipes, ya que de otro modo no podría subsistir la institución”[32]. En otras palabras, la Dieta es intrínsecamente contraria a la monarquía porque limita el ilimitado deseo de dominación de los príncipes. En consecuencia, y así extrae Rousseau una tesis de hondo calado filosófico y político, la posibilidad de la paz perpetua no puede ser pensada como alianza de los reyes, de los estados, sino de los pueblos. Lo que implica que la posibilidad de la paz perpetua está subordinada a la emancipación política de los pueblos, al fin del despotismo. Sólo los pueblos libres pueden y quieren esa alianza que dé forma a la paz; la lucha por la paz, por tanto, ha de ir unida a la lucha por la democratización política.
No le faltan al ginebrino argumentos con carga empírica. Nos dice que “es fácil entender también que la guerra, por un lado, y el despotismo, por el otro, se potencian mutuamente”[33]. La guerra sirve para introducir medidas de excepción, impuestos y cargas adicionales; y para enmascarar con el chovinismo las cadenas de la opresión y la miseria[34]. La guerra, en fin, siembre favorece a los príncipes, y nunca a los pueblos. Aunque el ginebrino deja la puerta abierta a pensar que un estado no despótico, un estado democrático, en tanto que reconoce la soberanía popular, podría ser compatible con el ideal de paz; es decir, deja la puerta abierta a pensar con Kant que la paz perpetua se construye a partir del pacto entre estados democráticos de pueblos libres, en el pensamiento de nuestro autor siempre está presente la sospecha sobre la posibilidad de identificar estado y pueblo libre. En todo caso, no deja de ser interesante constatar que en todos los textos filosófico políticos modernos, así como también en las constituciones democráticas, el poder de decidir la guerra y la paz es un privilegio del ejecutivo. Nuestro tiempo testimonia que aún hoy el gobernante puede llevar a su pueblo a la guerra sin someterse a un referéndum legitimador de la misma; y esto no lo aceptaría nunca el ginebrino.
No son éstas las únicas ideas que contiene el “Juicio” de Rousseau; incluso no faltan argumentos contra la guerra que resultan contradictorios con sus ideas de fondo, como al aludir a la problemática de construir la liga europea recurriendo a la violencia, que da pie a un sorprendente Rousseau de rostro pacifista: “Nunca se organizan ligas federativas más que por medio de revoluciones, y sobre esta base ¿quién de nosotros se atreve a decir que tal Liga Europea es deseable o temible?. Quizás cause de un golpe más males que los que podría prevenir durante siglos”[35]. Pero estas ambigüedades responden a la circunstancialidad del texto; la idea de fondo que a nuestro juicio debe ser destacada es esta: la paz exterior sólo puede realizarse, y sólo tiene sentido realizarla, sobre la base de la liberación del despotismo en el interior. Porque la paz, para Rousseau, no interesa ni a los reyes ni a los Estados; interesa a los hombres y a los pueblos; y esos intereses no coinciden, excepto tal vez en comunidades políticas realmente democráticas.
3.2. Poco después de acabar su encargo sobre los textos de Saint Pierre, el filósofo ginebrino concibió la idea de unos “Principes du droit de la guerre”[36], que seguramente es sólo otra manera de nombrar a su magno proyecto de las ““Institutions politiques””, o bien a una parte del mismo. De ese proyecto nos ha dejado poco más de unos cuantos apuntes breves, que se conocen como “Fragmentos sobre la guerra”, y una reflexión un poco más extensa, denominada “El estado de guerra”, igualmente inacabada y fragmentaria. Poca cosa, sin duda, pero suficiente para dejarnos un par de brillantes intuiciones que merecen nuestra consideración.
Los estudiosos de estos textos coinciden en resaltar como elemento de originalidad la introducción de la piedad como referente normativo del análisis. El contenido del texto permite esa interpretación y la propia filosofía general de Rousseau, con esa moral del sentimiento descrita en el Emilio, entronizando las verdades del corazón, apuntan en su favor. Ahora bien, si la aportación teórica del ginebrino a la reflexión sobre la guerra se redujera al radicalismo especial con que se sitúa en la moral de la compasión, con ser atractivo sería poco novedoso. La preocupación por poner límites a la crueldad de la guerra estaba presente en los jurisconsultos europeos en la aurora de la modernidad, y no es difícil rastrear esta preocupación a lo largo de la cultura cristiana. No es la condena moralista lo genuino del pensamiento rousseauniano sobre la guerra, sino el referente antropológico de esta moralidad, lejana a cualquier contagio religioso y racionalista y enunciada desde una idea de naturaleza humana llamada al éxito histórico. Lo relevante del recurso a la piedad en estos textos es que se hace desde una consecuente “moral del corazón”, que supone una ruptura con el mito de la indigencia humana derivada del pecado original.
En estos fragmentos domina la argumentación de la naturaleza pacífica del ser humano, en abierta y explícita polémica con Hobbes, por su identificación de la guerra con el estado de naturaleza. Así dirá: “El hombre es por naturaleza pacífico y temeroso; al menor peligro, su primer impulso es el de huir. No se hace aguerrido más que a fuera de costumbre y de experiencia. El honor, el interés, los prejuicios, la venganza, todas las pasiones que pueden hacerle afrontar los peligros y la muerte, están totalmente ausentes en el estado de naturaleza. Sólo después de haberse asociado con un hombre es capaz de decidirse a atacar a otro. Se hace soldado sólo después de hacerse ciudadano”[37]. La agresividad, la “propensión a hacer la guerra”, dice el ginebrino, es extraña a la naturaleza humana: “en el estado de naturaleza no se da, pues, en absoluto la guerra general de todos los hombres entre sí…”[38]. Al contrario, lo propio de la naturaleza es la concordia y la paz, pues hay una ley natural, no sólo inscrita en la razón “sino también grabada en el corazón del hombre en caracteres indelebles”, que llama al hombre a la paz con más fuerza que los preceptos y máximas de los filósofos: “Es allí (en el corazón) donde le grita que no le está permitido sacrificar la vida de sus semejantes excepto en defensa propia, e incluso entonces le inspira horror el matar a sangre fría, aun cuando se vea obligado a hacerlo”[39]. En consecuencia, se debe condenar la guerra desde esa naturaleza humana y sus dos determinaciones esenciales, la libertad y la piedad, que hacen que sea intolerable la sumisión a otro y el dolor en los otros. La fuerza de la condena rousseauniana de la guerra proviene de ese fundamento ontológico, conforme al cual la pérdida del amor sin fisuras a la libertad y el rechazo sin condiciones del dolor en los otros son dos preceptos absolutos, sin los cuales la existencia del hombre no es humana. El sentimiento de compasión y el amor a la libertad son las dos virtudes específicamente humanas, hasta el punto de que la presencia o ausencia de una y otra determina la humanidad o no humanidad del hombre.
Esta concepción de la piedad es políticamente muy importante en cuanto abre una perspectiva teórica desde la que Rousseau puede argumentar la idea de que no hay guerra entre particulares dado que los seres humanos, qua humanos, no pueden ser enemigos unos de otros; y, en consecuencia, que los individuos o los grupos no pueden ser tratados como enemigos por un estado, ya que sólo pueden llamarse enemigos entre sí las personas públicas[40]. Y si es así, si “la guerra no se produce entre los hombres, sino solamente entre los estados”[41], la enemistad no puede nunca justificar la crueldad, que siempre se ejerce sobre los individuos, sobre su cuerpo, su persona o sus propiedades. De ahí que considere bárbara la costumbre de hacer esclavos, exigir rescates, imponer un precio a la derrota, es decir, todo expolio y dominación del estado vencedor sobre los individuos, como si estos fueran sus enemigos.
La eliminación de la violencia innecesaria de la guerra es importante y elogiable por cuanto acabamos de decir; no obstante, no es este rechazo de la guerra afectado de moralismo la aportación filosófica más relevante del ginebrino en este campo. Queremos decir que, sin menospreciarlo, el rechazo moral de la guerra ni es una posición particular rousseauniana ni expresa bien su posición real. Ésta queda mejor definida como condena política de la guerra en tanto que violencia gratuita y propia de los estados, innecesaria desde el punto de vista del pueblo, que como rechazo genérico de la violencia, lo que no sólo sería estéril sino políticamente cuestionable, en tanto que el ginebrino defiende su uso para la emancipación de los pueblos y defensa de su libertad.
Además de la crítica de la guerra desde la idea de la piedad, en estos fragmentos encontramos otras ideas de mayor profundidad y originalidad. Nada más comenzar el fragmento sobre “El estadio de guerra” nos enfrenta Rousseau a uno de los grandes retos del pensamiento moderno, el de pensar el orden civil como fuente del mal: “Abro los libros de derecho y de moral, escucho a los sabios y jurisconsultos y, perpetrado por sus sugestivos discursos, deploro las miserias de la naturaleza, admiro la paz y la justicia establecidas por el orden civil, bendigo la sabiduría de las instituciones públicas y me consuelo de ser hombre viéndome ciudadano. Bien instruido sobre mis deberes y mi felicidad, cierro el libro, salgo de mi estudio y miro alrededor. Veo pueblos desgraciados gimiendo bajo un yugo de hierro, al género humano aplastado por un puñado de opresores, una multitud depauperada postrada por el dolor y el hambre, cuya sangre y cuyas lágrimas bebe el rico tranquilamente, y por doquier el fuerte está armado contra el débil por el formidable poder del derecho”[42].
En el pasaje citado, que describe con brillantez la fenomenología de la consciencia rousseauniana ante la guerra, la espléndida expresión “me consuelo de ser hombre viéndome ciudadano” expresa un primer momento de la misma, la imagen de sí del individuo en el espejo de los discursos filosófico político, en el espejo de las razones, en el que la belleza moral de su rostro proviene del orden civil. Tras esa primera figura, con efecto de rápida compensación, enseguida aparece otra imagen, que entra por los sentidos, por los poros de la piel, al cerrar los libros y mirar alrededor. Desde esta otra ventana, desde la que se ve el mundo exterior del discurso, las sombras del espacio racional del orden civil, desde la cual la existencia real de los individuos aparece teñida de sangre, dominada por la de la explotación y la dominación en sus formas más bárbaras y groseras. Este espectáculo de la doble mirada, que contempla o crea una doble realidad, genera una nueva consciencia, realmente subversiva e inquietante: la evidencia de que la segunda realidad es fruto de la primera, de que los hechos son efecto del derecho.
En el primer espejo, cualquier desorden o injusticia queda representados como violación del derecho, por tanto, como anomalías fácticas, como carencias de la extensión y el poder del derecho; de ahí el consuelo que se siente al saberse protegido por el orden jurídico; aunque ocasionalmente se pudiera estar amenazado por debilidades coyunturales del mismo, queda la esperanza de su completo reinado. En el segundo espejo, el del revés, el que muestra la imagen del otro lado del espejo, introduce el desasosiego y la sospecha al descubrir la complicidad del derecho con la dominación, la identidad del orden civil con el conflicto y la guerra, la alianza de la razón con el mal político, que no es tanto la guerra como la ausencia de libertad. Es esa identidad del derecho con el poder, esa visión del derecho como forma sofisticada y eficaz de dominación, lo que pone de relieve la mirada rousseauniana al descubrir que las armas del rico que bebe la sangre y las lágrimas del pobre no es otra que la del “formidable poder del derecho”.
Se ha roto la ilusión, al mismo tiempo que el consuelo; se ha roto la ilusión de paz y la esperanza de la misma en el orden civil; se ha roto la ficción y el simulacro de la misma. Porque, nos viene a decir Rousseau, la paz que se disfruta en la sumisión al estado despótico es la paz de los cementerios: “Todo esto es hace tranquilamente y sin oposición; es la tranquilidad de los compañeros de Ulises, encerrados en la cueva del Cíclope, esperando pasivamente a ser devorados. Hay que gemir y callarse. Corramos un velo eterno sobre tales horrores”[43]. Además, ese simulacro de paz ni siquiera libra a los hombres de los efectos más bárbaros de la guerra, pues la paz interior no impide al soberano la entrega a la guerra exterior, es decir, cuanto más sumisos estén los súbditos, mejores condiciones para que el soberano se dedique a la conquista y expoliación de otros estados; la sumisión para conseguir la paz sólo lleva a otro escenario de guerra.
Para Rousseau no hay salida a la guerra en el estado despótico; la guerra en sentido preciso, como forma organizada, pautada, ritualizada, de las relaciones de violencia entre los estados, es un producto genuinamente político, fijado por el derecho. Y esta consciencia de la identidad entre guerra y orden civil absorbe su atención y le lleva a un discurso desgarrador: “Levanto la vista y miro en lontananza. Veo fuegos y llamas, campos desiertos y ciudades saqueadas. Hombres salvajes, ¿adónde arrastráis a esos desgraciados?. Oigo un ruido espantoso, ¡qué tumulto, qué gritos!. Me acerco: veo un lacerante espectáculo de crímenes, diez mil hombres degollados, los muertos apilados a montones, los moribundos arrojados a los pies de los caballos, por doquier la imagen de la muerte y de la agonía. ¡Éste es, pues, el resultado de aquellas instituciones pacíficas?”[44]. La situación creada por el estado moderno no puede ser más trágica: “como individuos vivimos en el estado civil y sometidos a las leyes, pero como naciones cada cual goza de la libertad natural, lo que en el fondo empeora nuestra situación más que si tales distinciones nos fueran desconocidas”[45]. Para conseguir la seguridad y la vida, y podríamos añadir la vida moral, renunciamos a la libertad natural para devenir ciudadanos de un estado, y he aquí que la inexistencia del “derecho de gentes…, sus leyes no son más que quimeras” nos pone de nuevo ante la guerra. Con la particularidad, según el ginebrino, de que en el estado natural los hombres no eran enemigos y la violencia nunca devenía guerra, mientras que en el nuevo estado natural internacional los estados son enemigos en “estado de guerra” permanente. Los hombres, concluye, huyendo de la ficción hobbesiana, la de la guerra de todos contra todos, han perdido su libertad y han sido conducidos al verdadero lugar de la guerra, la lucha entre los estados por las riquezas del mundo; una guerra de la que el individuo no es titular, sino simple número de una máquina de matar, del mismo modo que en los tiempos de paz forma parte de la máquina de producir. En consecuencia, nos viene a decir Rousseau, el simulacro de la paz como vida humana está en la base de las desgracias del género humano; la verdadera paz, subordinada siempre a la emancipación y la libertad, exige romper ese simulacro y comprender que su conquista y defensa no pasa por los pactos entre los estados, sino por la educación de los pueblos.
No deja de entristecernos ver cómo las dos vías actuales hacia la “paz perpetua” ya fuera cuestionadas por nuestro autor. En la primera, la construcción de la Unión Europea, mediante la estrategia de pactos entre estados, se observa la dificultad, incluso tratándose de estados democráticos, de conciliar sus intereses con los del pueblo. Además, se aprecia el carácter selectivo, “europeísta”, que conlleva que la unión se haga acentuando la exclusión, con lo cual la “paz perpetua” si acaso tiene sentido en su interior, pero a costa de actualizar y vigorizar la guerra en el exterior de ese orden político. En la segunda vía, que toma cuerpo en el pacifismo humanitarista, que hace de la paz un bien absoluto, del rechazo de la violencia y el dolor un principio moral incuestionable, se puede observar, como sospechaba Rousseau, no sólo su esterilidad sino su enmascarada complicidad con el statu quo vigente. La paz sin condiciones, sin exigencia previa de la igualdad y la justicia, puede ser cómplice del poder, a pesar de la buena fe de quienes alzan su bandera. Este era, si lo hemos interpretado bien, el mensaje del ginebrino.
Hay algo paradójico en los escritos rousseaunianos sobre la paz y la guerra, cuyo desciframiento nos parece imprescindible para conocer la posición del filósofo ginebrino. La temática, importante por su dimensión práctica, especialmente en la Europa de su tiempo, asolada por las guerras de religión y de constitución de los estados modernos, era de obligado tratamiento para un autor como Rousseau, que ocupa un lugar de honor en la historia del pensamiento político. Sin embargo, los escritos referidos a la paz y la guerra son real e impropiamente escasos, apenas unas decenas de páginas juntando las ideas dispersas en sus libros y los fragmentos inacabados de proyectos que abandonó, reflexiones provisionales que no llegó a publicar, como si hubiera perdido el interés por el tema. Sorprende, pues, la escasez de estos textos y sus dudas finales sobre los mismos, como si renegara de ellos, pues no faltan algunas referencias en sus obras o en su correspondencia que expresan cierta desautorización o rechazo de esas reflexiones, que hacen sospechar que nuestro autor no se sentía especialmente orgulloso de esos apuntes. ^
Este escaso tratamiento del tema de la guerra y la paz no es contextualmente sorprendente. Como dice Touchard, el siglo XVIII no es una época pacifista, pues la guerra se acepta como algo natural, “son poco mortíferas”, “no se consideran como catástrofes”, son “operaciones limitadas que no interesan al conjunto de la nación”. Aunque “un cierto número de pensadores buscaban los medios de suprimir las guerras y de instaurar la paz perpetua (…) el pacifismo del siglo XVIII no es un sentimiento popular”[1]. El derecho a la guerra parecía intrínseco a los estados, tal que la misma no necesitaba justificación. La tradición escolástica había centrado su reflexión en la definición de “guerra justa”, más orientada a la fundamentación moral y al control de la crueldad innecesaria que a un pacifismo radical. La idea de “paz perpetua”, genuinamente ilustrada, tampoco responde a un ideal pacifista radical. La propuesta de Leibnitz, que puede ser considerada referente de este movimiento, responde más a una conciencia cristiano-europeísta que un universalismo pacifista consecuente, pues busca la paz entre los estados europeos, pero no duda en legitimar la conquista de oriente. La célebre obra de W. Penn, Ensayo sobre la paz presente y futura de Europa (1693), es más un rechazo de la violencia por motivos religiosos que una reflexión política sobre la guerra y la paz. No hay pues una preocupación realmente pacifista en los orígenes de la modernidad, por lo cual se comprendería que Rousseau no hubiera abordado el tema con detenimiento y extensión.
Pero si contextualmente no es sorprendente la escasa relevancia cuantitativa de sus reflexiones sobre la paz y la guerra, lo es en cambio en el marco de su biografía y su pensamiento. Por razones que enseguida describiremos, Rousseau asume con apasionamiento su proyecto de escribir unas “Institutions politiques”, en líneas generales concebido al modo convencional de los grandes tratados de los jurisconsultos según el cual un tratado de política debía contener, junto a la reflexión sobre el Estado (su origen, sus fundamentos, sus relaciones, etc.) la no menos importante reflexión sobre las relaciones entre Estados, en cuyo marco la guerra y la paz, referentes básicos del derecho de gentes, debía ocupar un lugar de honor. Rousseau manifestó en varias ocasiones su pretensión de abordar esa temática. Y también sabemos que en varias ocasiones confesó haber abandonado la idea, unas veces lamentándolo, excusándose en que el tiempo se le había echado encima y ya era una empresa excesivamente pesada para sus fuerzas, pero otras veces parece renegar de su conveniencia o posibilidad. Es decir, por un lado insistía en el reconocimiento del interés teórico y político del tema, pero al mismo tiempo le dedicaba insuficiente atención, lo aplazaba reiteradamente y acababa por abandonarlo.
El estudioso del pensamiento de Rousseau difícilmente puede escapar a la perplejidad que le produce esta inconsistencia existencial. Sabiendo como sabemos que la potencia creadora de su pensamiento pivotaba sobre las paradojas, que sus más fundas ideas surgen en la descripción de los enigmas del ser humano y del orden social, nos vemos llevado a pensar que en este caso, la paradoja existencial de su actitud ante la guerra y la paz encierra un enigmático mensaje que debemos desvelar si queremos llegar al fondo de su pensamiento.
Rousseau ha pasado a la historia del pensamiento filosófico político no por su precisión analítica ni su potencia sistemática, sino por su mirada lúcida y sus intuiciones brillantes, definiendo al mismo tiempo una posición política republicana radical de fecundo recorrido y una posición filosófica vertebrada en torno al principio de la prioridad de la emancipación sobre la verdad; es decir, que el pensamiento y la razón para ser legítimos han de subordinarse sin concesiones a la emancipación de los seres humanos y los pueblos[2]. En consecuencia, al abordar su tratamiento del tema de la guerra y la paz debemos buscar cómo en los mismos aparece y se expresa esa prioridad de la emancipación sobre la verdad o, si se prefiere, prioridad de la moral del corazón, que hace de la piedad y la libertad sus dos referentes absolutos, sobre la moral de la razón, que suele ser dictada por el poder. Pero, como hemos sugerido, no llegaremos al fondo de su pensamiento sin descifrar la extraña genealogía de su proyecto sobre la guerra y la paz. El desvelamiento de este enigma nos parece condición de posibilidad de una comprensión ajustada de las brillantes ideas e intuiciones que, sin duda, aparecen en esos textos escasos, inacabados y fragmentados, incluso escritos con prisa y desorden, con estilo lejano a la bella literatura a la que el ginebrino nos tiene acostumbrado; incluso en esa precaria expresión las ideas de Rousseau son fascinantes, y ello le convierte, junto a Kant, en referente moderno del debate sobre la paz.
1. El giro político rousseauniano en filosofía.
Tal vez no sea anecdótico el hecho de que Rousseau, cuya aspiración juvenil era la de triunfar en el mundo literario, se vio metido en un proyecto filosófico político por pura contingencia; o, si se prefiere, por necesidades de la vida. Del mismo modo que copiaba partituras musicales y enseñaba matemáticas con escasos conocimientos sobre estas disciplinas, simplemente para ganarse la vida, la fortuna le brindó una ocasión semejante en el campo del pensamiento filosófico político. También en este caso el azar y la necesidad se aliaron para abrir un camino al ginebrino.
Efectivamente, Rousseau se inicia como escritor político de forma casual, gracias a un inesperado encargo editorial. No nos costa que la mirada de Rousseau se hubiera sentido anteriormente atraída hacia la problemática filosófica del derecho, del estado, de la guerra y la paz, hasta que surgió esa ocasión de ganarse la vida recuperando y reelaborando los textos de otro, del abate de Saint-Pierre (1658-1743). En simbiosis fecunda, los libros del abate permitieron a Rousseau sobrevivir unos años y el trabajo del ginebrino sobre los mismos proporcionó al abate la eternidad, pues no ocuparía un lugar en la historia sin la oportuna mediación del trabajo de nuestro autor.
El abate de Saint-Pierre había publicado entre 1712 y 1717 los tres volúmenes de su Projet por rendre la paix perpétuelle en France, y en 1719 su Discurs sur la Polysynodie, que concretaba y daba forma política a la filosofía del Proyecto. La escasa belleza literaria de los escritos del abate, y tal vez el hecho de que en algunos aspectos se adelantaba a la historia, se confabularon para que sus obras tuvieran escaso éxito[3]. No obstante, había en ellas cierta originalidad, pues anunciaban el fin de la época de los compactos “de iure naturae et gentium”[4], tratados políticos convencionales que a lo largo del XVII ya habían disputado y ganado la posición a los doctos y escolásticos tratados del tipo “de legibus” y “de iustitia et iure”de la escuela de Salamanca[5]. Como ha señalado A. Truyol, estos tratados pretendían ser una summa, exposiciones de conjunto “del derecho natural, político, eclesiástico y de gentes, entendiéndose éste por lo general, en el sentido más amplio, no limitado al derecho internacional”[6]. Las obras de Saint-Pierre vislumbraban un nuevo género literario, adecuado a nuevas preocupaciones y llevado a capo por un nuevo estilo de intelectuales, los philosophes, perfectamente distinguibles de los severos jurisconsultos del XVII. Estos rasgos novedosos, y la coyuntura política que volvía a poner en el foro público el ya viejo problema de la paz y la unidad europea, cuyos orígenes se remontan como mínimo a Dante y su anacrónico ideal de monarquía cristiana[7], determinaron que algunas miradas ilustradas volvieran a las obras de Saint-Pierre. De este modo, casi medio siglo después de su publicación, ya a mediado del XVIII, el fino olfato del mundo ilustrado detectó el interés de las obras enterradas y se propuso su recuperación.
La fortuna, o los dados del Hacedor, hicieron confluir al abate y a nuestro autor, ligando para siempre sus destinos. El filósofo ginebrino asistía de cuándo en cuándo a la tertulia de Mme. Dupin, en cuyo salón surgió la idea, que la mecenas y sus asesores convirtieron en el proyecto de recuperar el pensamiento del abate elaborando y editando un buen resumen de sus textos. Por sugerencia del abate Mably, Mme. Dupin ofreció el encargo a Rousseau, a quien vino como agua de mayo. Sin la menor duda asumió este compromiso el año 1754 y, conforme al mismo, en cuatro o cinco años preparó un “extracto” y un “juicio” sobre cada una de las dos principales obras, la Polysynodie y el Projet de paix perpétuelle. Por razones que ignoramos, pero que podemos intuir, sólo se publicaría el extracto del Proyecto, en 1961; los otros tres textos se publicarán sólo tras su muerte, en la edición póstuma de sus obras. Aunque los dos “juicios” son los escritos que expresan con fidelidad la posición de nuestro autor, y por tanto los que debemos tener como referencia, no podemos olvidar los “extractos”, ya que el ginebrino mezcla el resumen con la paráfrasis, la redescripción con la valoración, de tal modo que en la reelaboración del texto las ideas del abate se contaminan en exceso de los aromas de nuestro autor; o sea, también los “extractos” son lugares donde buscar el pensamiento de Rousseau.
El encargo de Mme. Dupin no sólo propiciaría estos cuatro escritos de Rousseau. Motivado por el tema, y sintiendo la necesidad de decir mucho más de lo que los límites de aquel proyecto editorial le permitía, el ginebrino iba recogiendo reflexiones y concibiendo un proyecto propio más ambicioso. Es decir, al hilo de sus trabajos sobre el abate fue madurando su proyecto ““Institutions politiques””, tratado convencional a la manera de los jurisconsultos, con una parte dedicada al derecho civil y al orden interior del estado y otra al derecho de gentes y las relaciones entres estados. Si tenemos en cuenta que el “segundo discurso”, es decir, el Discurso sobre el origen y fundamentos de las desigualdades entre los hombres es de 1755, redactado por tanto simultáneamente a sus trabajos en el proyecto Saint-Pierre, y cuyo contenido es coincidente con las notas y fragmentos que nos quedan de ese periodo; si tenemos en cuenta que Del contrato social (1767) es considerado por el mismo Rousseau como primera parte de las “Institutions”; y, en fin, si no olvidamos que, como reiteradamente nos dice, las notas y reflexiones sueltas que nos han llegado (como las recogidas en el texto “El estado de guerra”, junto a otros fragmentos menores, que se conocen como “Fragmentos sobre la guerra”[8]) eran elementos y esbozos de la segunda parte…; si tomamos todo esto en consideración podemos afirmar que la contingencia del proyecto Saint-Pierre llevó a Rousseau a la filosofía política.
Pero esa misma contingencia, la precipitación con la que el ginebrino se entregó al proyecto de fundar el derecho, la inmediatez con que su reflexión entra en conflicto con la de los jurisconsultos más nombrados, el radical posicionamiento crítico frente a las ideas y los métodos de los mismos, todo ello nos hace sospechar que la misma ocasión que le llevó a concebir el proyecto de las “Institutions politiques” encierra ya la necesidad de abandonarlo y de renegar de él. Parece que, desde el origen, estaba condenado al fracaso, pero con la peculiaridad de que ese fracaso de la idea que regía el proyecto era la condición necesaria para la aparición de una nueva idea de la política y del derecho; el fracaso ocasional de Rousseau, pues, era la condición de su triunfo como pensador original. No nos dejó el “tratado imposible”, para dejarnos ideas revolucionarias.
Todo nos revela que Rousseau se apasionó por el tema, cosa que contrasta con el hecho de que nunca lo abordara con detenimiento y rigor, que siempre aplazara su desarrollo. Podríamos atribuir este retraso a los avatares de la vida, a mil urgencias que interrumpían sus proyectos y condenaban una y otra vez al aplazamiento a la reflexión sobre la guerra y la paz; y tal vez sea ésta una razonable explicación. No obstante, desde la imagen que nos hemos creado a través de la lectura de Rousseau y desde el conocimiento de su biografía, nos resulta difícil aceptar que el motivo, el único motivo, de ese reiterado aplazamiento, fuera unas meras limitaciones existenciales.
Hemos de tener en cuenta que Rousseau en más de una ocasión explicita su voluntad de escribir en serio sobre el tema. En su correspondencia indica su proyecto de escribir un libro sobre Principes du droit de la guerre[9]; y en el Emilio también manifiesta esta voluntad de escribir un libro sobre los “verdaderos principios del derecho de la guerra”[10]. Manifestación nada sorprendente, exigida como ya hemos dicho por la misma idea de esa obra magna sobre las “Institutions politiques”, de la cual el mismo texto Del contrato social debe considerarse la primera parte (obra muy esquemática y en mchos aspectos también inacabada). Efectivamente, este formidable texto rousseauniano, referente del pensamiento republicano moderno y contemporáneo, es sólo una parte del ambicioso proyecto de un tratado político convencional, como él mismo nos dice: “Después de haber sentado los verdaderos principios del derecho político y haber procurado fundar el Estado sobre esta base, había que sustentarlo mediante sus relaciones externas, lo cual comprendería el derecho de gentes, el comercio, el derecho de guerra y conquistas, el derecho público, las alianzas, las negociaciones, los tratados, etc..”[11]. Tal proyecto magno, como marcaban las convenciones de la época, debía ser un grueso tratado que cubriera tanto el derecho político[12] o interior, como el “derecho público” o exterior, dedicado a las relaciones entre estados, y en especial a la paz y la guerra entre ellos, o sea, el derecho de gentes y el derecho internacional[13]. Un tratado político completo, como pretendía el ginebrino, debía incluir el derecho internacional; y dentro de éste, la paz y la guerra habían de ocupar un lugar de privilegio. Así lo ve Rousseau y así lo reconoce en sus reiteradas expresiones de abordar su reflexión sistemática.
La verdad es que sólo formalmente y de forma vaga la idea rousseauniana podía ajustarse al género de los tratados de los jurisconsultos. Basta abrir el libro para constatar que es otra cosa, otro discurso; a pesar de la fragmentación e in acabamiento que pesan sobre el texto, se puede apreciar un léxico nuevo, no sólo con ideas originales y diferentes, no sólo con valores alternativos, sino con otro criterio de verdad y otra manera de entender el compromiso del filósofo con los hombre y con las ideas. El posicionamiento del ginebrino era de abierta crítica con los autores más relevantes del momento, siendo consciente de la novedad de sus ideas y otorgándose a sí mismo el mérito de haber sentado nuevas bases del derecho político. Sus críticas a Grocio, a quien considera simple aficionado y de mala fe, son especialmente elocuentes. Rechaza de plano “su forma más constante de razonar” que consiste en “establecer siempre el derecho por el hecho”. Es decir, critica ese método positivista dominante en la tradición de los juristas, que en lugar de negar lo existente persiguen legitimarlo, que hace que “las doctas indagaciones sobre el derecho público no sean, a menudo, sino la historia de los antiguos abusos”. Y concluye con una crítica feroz: “Podría emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos”[14].
Rousseau es consciente de haber abierto en el pensamiento político, y en especial en la teoría del “derecho público”, un nuevo punto de vista, una nueva manera de pensar. Y esa conciencia de innovación teórica tiene la peculiaridad de hacer visible la complicidad de la teoría del derecho con la práctica política. Rompe con el disfraz de neutralidad teórica, refugio de la sumisión de la razón al poder, para retar al pensamiento filosófico a que acepte su destino de elegir entre aliarse con el poder o apostar por la emancipación, de elegir sin disfraces entre alinearse con la sumisión y la injusticia o con la libertad y la igualdad. Aunque con esa visión tan ingenua como atractiva que tiene el ginebrino de las clases sociales, pensadas en términos de ricos y pobres, de poderosos y débiles, Rousseau sospecha, o simplemente sabe, que la teoría del derecho, incluso el método de la misma, no son inocentes. Y de este modo, intuyendo que el derecho positivo es aliado del poder, que es una forma sofisticada de opresión, ¿cómo escribir un tratado de derecho internacional?[15]. ¿No parece inevitable que relegara una y otra vez su realización hasta acabar por abandonarlo?. Sabiendo como sabía que en la teoría del derecho se daba una fuerte batalla política (la que él mismo sostiene sin tregua ni concesión alguna con filósofos y jurisconsultos, de Hobbes a Grocio, de Montesquieu a Pufendorf), ¿cómo entender que no tuviera absoluta primacía en su agenda?.
Todo nos hace pensar que Rousseau tenía una clara consciencia de la importancia del debate de su tiempo sobre el derecho de gentes; y todo nos hace creer en su convencimiento de que su posición, desacralizando los hechos y atendiendo a lo que debe ser, asumiendo el compromiso político de la filosofía como pensamiento negador, era revolucionaria y justa. De ahí la paradoja de que no concediera tiempo a estos problemas, dejando sin redactar la segunda parte de las “Institutions politiques”, que debería abordar esas cuestiones, y dejándonos simplemente unos textos fragmentados, provisionales y claramente insuficientes. Dado su reconocimiento reiterado del interés del tema, y dado el orgullo de su autoconciencia de creador del verdadero derecho político, no podemos aceptar sus razones existenciales, como su repetida explicación de la complejidad y dureza de tal proyecto, de que es “un trabajo excesivamente extenso para mi corta vida”[16].
No deja de ser sospechoso que ya en el Del contrato social nos señale su renuncia a seguir, precisamente en un texto que aparece como realización parcial de ese proyecto. En una “advertencia” preliminar antes de llevarlo a imprenta decía: “Este breve tratado es el extracto de una obra más extensa que acometí un día sin haber consultado mis fuerzas y que hace ya tiempo abandoné. De los diversos fragmentos aprovechables de lo ya concluido, éste es el más importante y me ha parecido el menos indigno de ser ofrecido al público. Lo demás ya no existe”[17]. Del proyecto de las “Institutions politiques” sólo salva el texto del contrato social, fragmentado e inacabado, sólo el “menos indigno”; el resto es claramente rechazado y menospreciado. Además, cosa realmente sorprendente, ya confiesa su impotencia para acabar el proyecto, en el año 1767. Las palabras finales que cierran el Del contrato social, tras relatar explícitamente que el proyecto completo debería incluir el derecho de gentes, son contundentes: “Pero todo esto constituye un nuevo tema, demasiado vasto para mi corto alcance; debería haberme ceñido siempre a un ámbito más inmediato”[18]. Palabras que revelan el abandono definitivo del proyecto, pero que dejan abierta la sospecha de si la causa es existencial, especialmente la condición de proscrito que se ve obligado a vivir, o si el obstáculo era la inviabilidad teórica de un proyecto filosófico político que, en tanto que tal, debía ser fundamentador y normativo, posición que el ginebrino fue abandonando progresiva y casi inadvertidamente, arrastrado por la fuerza de sus ideas.
Y para completar esta lista de motivos de sospecha, dos últimos comentarios. En el libro V del Emilio insiste en su impotencia para llevar a cabo el proyecto. Pero en Las confesiones nos sorprende al afirmar que del proyecto de las “Institutions politiques” se queda sólo con el libro Del contrato social, legando a la hoguera el resto. A la hoguera o a los cajones del olvido, que para el caso es lo mismo; lo relevante es que el ginebrino, que tantas veces ha alimentado la voluntad de llevar a cabo el proyecto de fundamentación del derecho civil y público, que otras tantas ha lamentado su dificultad y complejidad que desbordaba sus fuerzas, ahora cambia de registro y reniega precisamente de esos escasos escritos sobre la guerra y la paz, y muestra su desinterés definitivo por el proyecto.
A nuestro entender, esta inconsistencia existencial, este enigma, puede explicarse como efecto subjetivo de la ruptura teórica que lleva a cabo Rousseau sin proponérselo, al pretender encajar una crítica radical, que responde a intuiciones revolucionarias, en un género filosófico como el tratado, que en última instancia responde a una finalidad de fundamentación. El ginebrino no sólo ponía en escena ideas políticas nuevas, subversivas, sino también una nueva manera de posicionarse filosóficamente, conforme a la cual la función de la filosofía no es tanto la búsqueda de la verdad mediante la organización racional del saber cuanto la emancipación de los hombres mediante la crítica de lo existente. Esa nueva posición política en filosofía, vehiculaba al mismo tiempo ideas y propuestas políticas que no cabían en el orden existente, como puso de relieve la Revolución Francesa, y un discurso filosófico que no podía ejercerse en los géneros literarios usuales, lo que se expresaría en la renuncia a su proyecto.
De sus textos políticos sólo el segundo Discurso parece una pieza completa, redonda y acabada; pero con la peculiaridad de que no es encajable en una tratado, pues lejos de responder a una función sistemática y fundamentadora de un orden político ideal pone en escena la sospecha de la imposibilidad de reconciliar el orden político y la justicia, de compatibilizar la virtud y la vida social. De ahí que los estudiosos hayan visto incoherencias entre las propuestas políticas de Rousseau en esta obra con las que aparecen en Del contrato social. Si en este texto, ya se ven las dificultades del proyecto de las “Institutions”, y de ahí su fragmentación e inacabamiento, en el “segundo discurso” se pone en escena el léxico alternativo
Pensamos que es fácil de observar que Del contrato social es una obra acabada, que está hecha a impulsos, sin conseguir la unidad y fluidez propia de la bella literatura del ginebrino, que posiblemente lo entregó a la imprenta sin estar satisfecho del resultado. Interpretamos que a lo largo de su redacción Rousseau se fue convenciendo de que, para salir de la trágica alternativa entre una posición positivista, cómplice del poder, que eleva el hecho a derecho, que sacraliza lo existente, y otra moralista, que niega vanamente en idea el mundo real, que salva el alma humana pero entrega el cuerpo…; para salir de esa alternativa trágica en que se retuerce el teórico del derecho político hay que cambiar de registro. No le basta con oponer nuevas ideas a las viejas, con defender la libertad frente a la sumisión y la igualdad frente a la explotación; Rousseau siente la necesidad de subvertir el tablero filosófico, abandonando el ámbito de la fundamentación por el de la crítica radical, sin límites, es decir, por la crítica ejercida incluso sobre aquello que parece sagrado, como el derecho, la paz o la representación política.
Ese cambio teórico, ese anticipado giro político de la filosofía, exigido por la subjetividad de nuestro autor, era complejo y difícil, tal vez excesivo para un escritor como Rousseau, más dotado para las intuiciones brillantes y los denuncias del mal que para la argumentación sostenida y los análisis exhaustivos; se comprende, en consecuencia, que lo fuera sucesivamente aplazando y posponiendo, que no se sintiera a gusto en la tarea, que acabara por abandonarla. Seguramente no comprendió que este acto de abandono del proyecto fue la mejor lección que nos ha dejado, al entregarnos las claves para descifrar el sentido preciso de sus ideas que, ahora lo sabemos, sólo son dispersas, fragmentadas e inacabadas en tanto que referidas a un proyecto teórico político convencional, pero que recuperan su identidad, su sentido y su función una vez hemos comprendido que son huellas y directrices de otra manera de pensar la filosofía que permite a su vez una nueva mirada sobre la política.
2. El giro antropológico en el discurso político.
Como hemos dicho, Rousseau escribió poco sobre la paz, y menos aún sobre la guerra. Pero, como es propio del ginebrino, en esos escasos textos nos ha legado ideas brillantes, auténticos retos que el pensamiento contemporáneo no puede soslayar. Las mismas se encuentran dispersas en sus obras políticas, tanto en las acabadas y publicadas en vida, como en sus fragmentos póstumos, que abordamos sucesivamente.
2.1. Las dos textos políticos rousseaunianos de más calidad teórica y mayor incidencia práctica son, sin duda, el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres y el Del contrato social, dos textos de problemática concordancia. En ambos textos la guerra y la paz no son tratadas en extenso ni de forma sistemática; aparecen ocasionalmente, más aludidas que tematizadas, más valoradas que argumentadas; no obstante, esas esporádicas reflexiones son de un gran valor tanto para la comprensión de la posición rousseauniana como para conseguir esa mirada desde el otro lado del espejo, sin la cual la filosofía deviene canción de cuna, discurso reconciliado y sumiso.
Situarse en el otro lado del espejo significa aquí situar la reflexión sobre la guerra y de la paz en una representación antropológica (por tanto, ontológica), frente al tratamiento ético o jurídico habitual. El ginebrino piensa la guerra y la paz como formas de existencia inscritas en la vida social y política, como formas del ser humano y social, y no como relaciones exteriores, contingentes y arbitrarias entre ellos, susceptibles de ser valoradas en claves morales. Con radicalismo conceptual y belleza literaria nos dibuja un fascinante escenario de reflexión donde la bella figura del hombre pacífico por naturaleza se contrapone a la inquietante figura del hombre social inevitablemente agresivo, condenado a la guerra de todos contra todos. La paz y la guerra, de este modo, se juegan en un discurso trágico, donde no solamente está en juego el bien y el mal, sino la existencia “humana”; donde no sólo se juega la posibilidad de la sociedad justa, sino el sentido y la legitimidad de la sociedad política.
Ese cambio de enfoque o de tablero le permite a Rousseau ver lo que en el discurso filosófico dominante quedaba invisibilizado. Hobbes, interlocutor omnipresente del ginebrino, con habilidad y radicalismo había sacado la guerra del orden civil, relegándola al estado de naturaleza; según el filósofo inglés, la guerra era impensable en el orden civil, pues su mera presencia implicaría la ausencia del orden, el regreso a las relaciones del estado de naturaleza. En consecuencia, desde la mirada del pensador inglés una y la misma cosa era optar por la paz y por el estado hobbesiano, basado en el pacto de renuncia a los derechos naturales, en el pacto de sumisión al soberano. Es comprensible que el ginebrino viera el monstruo en semejante discurso. La identificación ontológica del orden natural con la guerra y del orden civil con la paz llevaba, según Rousseau, a renunciar a la libertad, a amar la sumisión, a tomar por bien la existencia inhumana; en nombre de la seguridad y la paz, virtudes relativizables, se renunciaba a la especificidad del ser humano. O sea, se tiraba al niño con el agua de la bañera.
El liberalismo siempre ha guardado el pensamiento de Hobbes entre bastidores, como ídolo venerado e inconfesable, prefiriendo aparecer vestido con el discurso lockeano, más dulzón y menos inquietante, más conciliable con la tradición cristiana moderna. El éxito ideológico de Locke radicó en imponer un escenario de representación que abandonaba el enfoque ontológico y lo sustituía por el moral. Es decir, abandonaba la posición hobbesiana y la sustituía por otra en la que la paz y la guerra aparecen como opciones posibles en el seno de la ciudad, como modalidades de la vida civil. Para Locke la paz y la guerra eran alternativas, moralmente cualificables, en el seno del estado; pensaba la sociedad política como lugar neutro donde pueden tener lugar la guerra y la paz, donde negocian y se enfrentan el ser moral y el ser político, el bien y el mal. La paz y la guerra, pues, respondían a decisiones de los hombres, con lo cual quedaban desdramatizadas y, en todo caso, sometidas al control moral. Desde esta perspectiva la paz es propia del orden justo, que se identifica con el estado liberal, y la guerra se piensa consustancial al estado injusto y desordenado, derivado del despotismo. En este enfoque genuinamente liberal la sociedad política no garantiza la paz, pero un orden político apropiado es la mejor, si no la única, vía hacia la paz.
Esta perspectiva lockeana, que pasaría a vertebrar el liberalismo hasta nuestros días, implica la desontologización del discurso político sobre la paz y la guerra y su correspondiente moralización. Desde su mirada la guerra y la paz son opciones libres de los estados y, por tanto, moralmente responsables de ellas. La guerra es el mal moral por excelencia, aunque a veces sea legítima o justa; la paz es el ideal político a conquistar y conservar, pues incluso la legitimación del estado, el pacto social, se fundamenta en la necesidad de evitar la guerra, riesgo inexorable al aplicar la justicia cuando, como ocurre en el estado de naturaleza, se es juez y parte.
Pues bien, frente a Hobbes y a Locke, caras respectivamente oculta y oficial del discurso liberal; por tanto, frente a los dos rostros o fuentes del liberalismo clásico, Rousseau cambia el tablero de representación al pensar la guerra y la paz, en un movimiento de doble quiebro, tal que al mismo tiempo invierte la identificación ontológica hobbesiana de guerra y paz, que implica la sacralización el orden civil, y desmitifica la deriva moralista lockeana, abierta por su tesis de la neutralidad del marco civil y que implica la sacralización del orden civil liberal. El ginebrino concentra sus esfuerzos retóricos en invertir las identidades hobbesianas entre paz y estado civil y entre guerra y estado natural, de fuerte arraigo cultural, defendiendo sin fisuras ni condiciones que la paz es externa e incompatible con la vida social y, lo que es más inquietante, que la guerra es propia e intrínseca del orden político, del estado. Invierte a Hobbes, pero manteniendo su enfoque ontológico. Al mismo tiempo, y en tanto que mantiene ese enfoque, desmitifica el sueño liberal posibilitado por Locke de poner la guerra y la paz como relaciones contingentes entre los individuos y los estados y, por tanto, como opciones políticas libres susceptibles de ser valoradas moralmente.
Este desplazamiento en el enfoque de la guerra y de la paz, rompe con los dos sueños o ideales afianzados en los orígenes de la modernidad: el de la “guerra justa”, tan loada en el siglo anterior, y el de la “paz perpetua”, que dominaría el imaginario ilustrado; rompe con las dos esperanzas en el bien político. Al desmitificar la paz del orden social y al revelar la inevitable complicidad entre el estado y la guerra, Rousseau retaba a la filosofía a bajar a la caverna y enfrentarse a las sombras, a pensar la posibilidad de que la guerra fuera inevitable e inherente al orden civil, a sospechar que al mal es el estado.
2.2. Si queremos resaltar los efectos de este giro antropológico del pensamiento político rousseauniano, frente al ético jurídico dominante, hemos de poner de relieve los cambios en la concepción del hombre que configuran ese enfoque. El mito del pecado original, del hombre caído, incapaz del bien, determinado por las pasiones y abocado a los conflictos, acababa justificando la instauración del poder como vía de salvación, mitificando la ciudad como lugar de redención. La idea de una naturaleza humana caída, degradada en la animalidad, favorecía la credibilidad de una estado de naturaleza dominado por el miedo, el egoísmo y la guerra, y justificaba la necesidad (para sobrevivir) y la bondad (para vivir virtuosamente) del orden político jurídico. Rousseau, al liberar a la naturaleza humana de su pecado y devolverle la inocencia, limpiaba el estado natural de la necesidad e incluso de la posibilidad de la guerra (del egoísmo, de la violencia gratuita, de la insolidaridad intrínseca); al devolver al individuo la belleza y la bondad (benevolencia, piedad, altruismo), presentaba el estado natural atractivo y deseable y reconquistaba la esperanza de vida en paz. Y, al contrario, al poner la guerra como determinación social, en el horizonte de nuestra incapacidad para regresar al paraíso natural, que el mismo Rousseau reconoce, rompe con las utopías y pone al pensamiento ante el reto de afrontar el pesimismo derivado de la imposibilidad de cualquier proyecto de sociedad pacificada. Si la tradición liberal pone la guerra en el estado de naturaleza y la esperanza de la paz en el orden civil a construir, Rousseau pone la paz en el orden natural irremediablemente perdido y la guerra en el orden civil inevitable. El ginebrino nos enfrenta a la insoslayable necesidad de decidir entre la esperanza, con riesgo de vivir en la ficción, y la lucidez asediada por al desesperación; lo que ya no podemos hacer, sin desertar de la filosofía, es pasar de largo y obviar esta alternativa. El pacifismo rousseauniano, por tanto, no es una propuesta política, sino un referente crítico del hombre condenado a vivir en el orden civil, siempre escenario de guerra.
Es bien cierto que este tratamiento de la idea de guerra y paz inspira y contamina desigualmente los dos textos rousseaunianos referidos, desigualmente sensibles a este giro antropológico. El enfoque aparece rotundo y coherente en el segundo Discurso, texto orientado a revelar los males derivados de la instauración del orden social; y está presente, aunque más disimulado y no exento de incoherencias, en Del contrato social, texto donde con insuficiente convicción el ginebrino se propone salvar los trastos y proponer al hombre, que ya ha perdido irremisiblemente la inocencia, un sistema de relaciones en las que al menos pueda cultivar la virtud, lo que implica aceptar la inevitabilidad del mal y pensar la posibilidad de un orden político que lo minimice. Es decir, la paz perpetua desaparece del horizonte de posibilidad política, y sólo que da un remedo de la misma, la sociedad pacificada, objetivo de su propuesta de contrato social.
Pero en la medida en que, como hemos dicho, el desplazamiento teórico implementado en el discurso rousseauniano es ontológico, y no meramente ético, Rousseau no puede salir sin incoherencias de su propia red de representación. Al orden político le es intrínseca la sumisión y la guerra, como enseguida veremos; por tanto, no puede volver a la esperanza liberal del estado como espacio neutral donde se enfrentan y deciden la sumisión y la emancipación, la paz y la guerra; el “contrato social” no puede dejar de ser la máscara embellecedora del mal, a no ser que impongamos unas exigencias o límites ontológicos al sujeto político, al pueblo, tal que la propuesta de estado sea sólo legítima al nivel de las ciudades o pequeñas comunidades. Es lo que Rousseau intentó, pero tal límite vaciaría de sentido a su propuesta, ante el inconmovible factum de los grandes estrados.
2.3. Ilustremos con algunos textos esta idea de la paz y la guerra del ginebrino que venimos formulando, ajustada a su giro antropológico. Por ejemplo, en muchas páginas del Discurso sobre la desigualdad describe con gran fuerza retórica la aparición de la guerra de todos contra todos, argumentando que tal situación no corresponde al origen, al estado de naturaleza, como pensara Hobbes, sino a un momento en la génesis de la vida social, momento trágico en el que “la sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra”[19]. En ese estado de guerra consecuencia de la aparición de la vida social, aparece la desigualdad, la apropiación particular de los bienes y la división espontánea del trabajo; y precisamente en ese contexto, con el orden natural ya lejano y la guerra presente o en el horizonte, sitúa Rousseau el origen y necesidad del estado, de la sociedad política, del derecho, que viene a consolidar y legitimar las desigualdades y relaciones de poder generadas en ese momento del estado de naturaleza, de tal modo que la violencia y la dominación dejan de ser precarias y extinguibles para fijarse como relaciones sociales inamovibles. Esa paz ligada a la instauración del estado, a la hegemonía del derecho (que es fundamentalmente derecho de propiedad), resulta sospechosa para el ginebrino, que enfatiza el terrible tributo pagado por ella: nada menos que la libertad. Nos dice que “todos corrieron hacia sus prisiones creyendo asegurar su libertad, pues con razón bastante para intuir las ventajas de una institución política, no tenía experiencia suficiente para prever sus peligros”[20].
Todo el discurso está protagonizado por una brillante idea que merece atención, a saber, la diferencia entre guerra y violencia. Desde el pacifismo dominante en nuestros días se tiende a identificar guerra con violencia; el principio esencial del pacifismo contemporáneo es el rechazo de la violencia, de cuanto genere dolor; la guerra queda incluida en ese rechazo y es vista como la forma máxima y, por tanto, más execrable, de la violencia. Rousseau veía las cosas de otro modo. Pensaba que la violencia era intrínseca a la naturaleza humana; anticipándose siglos a Foucault, viene a decirnos que donde hay seres humanos hay violencia. Pero, precisamente por ser la violencia una determinación ontológica, no es susceptible de valoración moral, no es ni buena ni mala desde el punto de vista moral. Otra cosa es la guerra, que es una forma de violencia peculiar y propia del estado civil; es una violencia organizada, estructurada, reflexionada, institucionalizada, ritualizada, racionalizada, es decir, un tipo de violencia no natural, superflua, prescindible. Y, por ello, susceptible de una valoración moral.
Para el pensador ginebrino la violencia y la dominación, como la desigualdad y cualquier otra relación del estado de naturaleza, además de ser inevitable, tienen la ventaja de ser efímeras, circunstanciales y condenadas a desaparecer; de este modo el “mal natural” pierde sustancialidad, como mera anomalía que el propio orden natural corrige. El fuerte envejecerá y se volverá débil, nos dice; la apropiación de bienes en el orden natural tiene límites, pues, la capacidad de consumo y de placer del individuo son limitadas: la naturaleza se encarga, poniendo límites y finitud, de quitar perversidad a la violencia propia del estado de naturaleza. En cambio, en el orden civil esas relaciones se fijan y eternizan, se reproducen y amplían, deviniendo un mal absoluto, pues deja de ser accidental y precario para devenir esencial y sacralizado.
Baste un ejemplo de esta perversión, que constituye el corazón mismo del segundo discurso. Ya había descrito Rousseau el paso del pacífico estado de naturaleza originario a un incipiente modo de vida social, donde aparecieron las pasiones y la desigualdad y, con ellas, la lucha de todos contra todos, que ponía en riesgo el disfrute de los bienes conseguidos por la propia fuerza y la vida misma. Pues bien, en ese contexto sitúa Rousseau el momento del pacto, cuya iniciativa, claro está, se otorga a los ricos, que son quienes tienen que perder y quienes están interesados en mantener lo que tienen: “Desprovisto de razones válidas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse contra todos; apto para aplastar fácilmente a un particular, pero aplastado a su vez por las hordas de bandidos, solo contra todos, y sin poder a causa de las envidias mutuas unirse con sus iguales contra unos enemigos unidos por la esperanza común del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibió finalmente el proyecto más meditado que jamás haya cabido en mente humana: el de emplear en su favor las fuerzas mismas de los que le atacaban, trocar en defensores a sus adversarios, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que le fuesen tan favorables como el derecho natural le era contrario”[21].
Siempre nos ha parecido genuinamente rousseauniano esta descripción imaginaria del contexto del pacto constitutivo del orden político, donde pone de relieve el sentido último del mismo: mantener por el derecho, con el reconocimiento de todos, lo que se ha conseguido por la fuerza, contra la voluntad de cada uno. De ahí que Rousseau piense que la paz, que es la gran promesa del pacto, esconde el triunfo de la guerra, sanciona el triunfo de la fuerza; de ahí que la paz civil aparezca a costa de la esencia humana, a costa de la alienación de su libertad. El ginebrino recurre al discurso imaginario que sanciona el pacto social con tal habilidad retórica que resulta verosímil, familiar, incuestionable. Esta es su versión del discurso que argumenta la bondad de la instauración del orden político: “Unámonos a fin de proteger de la opresión a los débiles, poner freno a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece. Instituyamos normas de justicia y de paz a cuyo acatamiento se obliguen todos, sin exención de nadie, y que reparen de algún modo los caprichos de la fortuna sometiendo por igual al poderoso y al débil a unos deberes mutuos. En una palabra, en vez de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne con arreglo a unas leyes prudentes…”[22]. Como dice el ginebrino, “bastaba con mucho menos del equivalente de ese discurso para arrastrar a unos hombres incultos, fáciles de seducir… Todos corrieron hacia sus prisiones creyendo asegurar su libertad…. Y ya no fue posible encontrar un sólo rincón en el universo donde poder estar a salvo del yugo y sustraer la cabeza a la espada”[23]. Esa denuncia, según la cual el orden civil, desde su origen, en su propia esencia, incluye la opresión, legitima la fuerza y salva con el derecho lo que es fruto de la violencia, está en la base de sus ideas de la guerra y la paz; o, en otras palabras, las ideas Rousseau de guerra y de paz están impregnadas de, y subordinadas a, esa idea de fondo. De ahí que, a pesar de haber introducido la paz como determinación esencial de la existencia humana, no pueda ser políticamente pacifista, no pueda clamar sin condiciones por la paz, por cualquier paz; de ahí que denuncie la “paz de los cementerios” o dominación que consigue el estado en su interior con la misma fuerza que la guerra inevitable que su desarrollo impone en el exterior; de ahí que no pueda confiar en ningún proyecto de paz perpetua protagonizado por los monarcas o los Estados, reservando esa eventualidad a los pueblos, ligando de forma lúcida la conquista de la paz posible a la emancipación de los pueblos. Rousseau no es pacifista; su rechazo de la guerra no es pacifismo, pues no la condena englobada en la condena universal de la violencia; la denuncia como la forma de violencia propia de los estados, violencia no necesaria, ilimitada, planificada y, en definitiva, perversa.
De modo semejante, en Del contrato social, el tema de la guerra surge al hablar de la esclavitud[24]. Contestando a Hobbes y Grocio y, en general, a la idea de paz como “tranquilidad civil”, Rousseau contesta en bella retórica: “¿Qué ganan (los hombres) si esta tranquilidad misma es una de sus miserias?. También se vive tranquilo en las mazmorras; ¿basta con esto para encontrarse bien en ellas?. Los griegos encerrados en la cueva del cíclope vivían en paz, esperando su turno de ser devorados”[25]. Con frecuencia Rousseau contrapone paz y libertad; y sin excepción rechaza la paz, la seguridad, el bienestar, que impliquen renuncia, sumisión, entrega, enajenación de los derechos que hacen del hombre un ser humano.
En el mismo capítulo, enfrentándose directamente a “Grocio y los demás”, sin duda Hobbes y Pufendorf entre ellos, argumenta contra la tesis de que la guerra sea fuente de derechos, como del derecho de esclavitud, o el de matar a los vencidos o cobrar por su liberación. El ginebrino aprovecha para, de forma rápida y sintética, exponer dos ideas centrales, sobre las que volverá en otros textos. Primera, que la guerra no existía en el estado de naturaleza, es un mal derivado del orden civil: “los hombres que viven en su independencia primitiva no tienen entre sí una relación asaz constante para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, y no son por naturaleza enemigos”[26]. Segunda, que la guerra no se da entre particulares, sino entre Estados, y que el enemigo ha de ser público, un ente público: “No es la relación entre los hombres, sino la de las cosas la que constituye la guerra, y como el estado de guerra no puede surgir de las simples relaciones personales, sino de las patrimoniales, la guerra privada o de hombre a hombre no puede darse, ni en el estado de naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el estado social, en que todo está bajo la autoridad de las leyes… La guerra no es por tanto una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la que los particulares sólo son enemigos accidentalmente, no como hombres y ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. En una palabra, cada Estado no puede tener como enemigo enemigos sino otros Estados, y no hombres, toda vez que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna relación verdadera”[27]. El mal según el ginebrino, como venimos poniendo de relieve, no es la violencia natural, sino esa otra violencia indisolublemente ligada a la existencia del estado, violencia que los hombres sufren sin ser sujetos de la misma, figurando en ellas sólo a título de fantasmas, meros instrumentos de otros, pues no están allí como hombres ni como ciudadanos, sino como “soldados”, figura de la máxima alienación del ser humano[28].
3. Crítica de la paz y de la guerra.
Aunque no haya hecho un tratamiento sistemático de estos temas, nos ha dejado unas brillantes intuiciones y algunos apuntes realmente revolucionarios, que en conjunto abren una nueva perspectiva de crítica “deconstructiva” y desmitificadora de las ideas de guerra y paz. Esa perspectiva es especialmente relevante en nuestros días, en los que la debilidad crítica del pensamiento filosófico y político, su ausencia relevante del espacio público, levanta la fe en ingenuas estrategias de paz y en efímeras proclamas de pacifismo universal.
3.1. La reflexión más directa y sostenida de Rousseau sobre la paz nos la ofrece en el ya citado “Juicio” sobre el Proyecto de paz perpetua, del abate Saint-Pierre, texto apropiado para precisar el “pacifismo” del ginebrino. Recordemos que en este texto la “paz perpetua” se funda en una supuesta fraternidad de fondo entre los pueblos europeos, derivada de sus vínculos culturales e históricos que favorecen su unidad y alianza frente a lo exterior, a los “bárbaros”. Esa fraternidad se daba enturbiada por rencillas y conflictos ocasionales, frutos del apasionamiento y de la ignorancia de los verdaderos intereses de los monarcas, tal que si se corrigieran estos malos entendidos los príncipes no podrían tener objeción alguna, sino todo lo contrario, a esa unidad política entre los estados europeos que garantizara la paz perpetua (entre ellos). La “paz perpetua”, pensada como efecto de un pacto entre príncipes que diera lugar a una liga o federación de estados, no era sólo un bello ideal moral (paz entre los hermanos) sino un auténtico ideal político, en cuanto sería la garantía del comercio, de la riqueza y de la gloria de todos los miembros, objetivo de los monarcas. Pero, no deberíamos olvidarlo, se trata de un ideal político más europeísta que universalista, explícitamente limitado a los estados hermanos en religión y cultura.
Comentando el Proyecto en cuanto a su eficacia práctica para conseguir la paz, nuestro autor reconoce que a simple vista la obra del abate parece “inútil para producirla y superflua para conservarla”; es decir, denuncia la ingenuidad y el “celo misionero” del abate, que cree que si los monarcas europeos, cuyo pacto constituiría la condición necesaria y suficiente para la realización de la paz perpetua, no lo llevan a cabo es simplemente por ignorancia de sus verdaderos intereses, que bastaría que leyeran su libro para que entendieran que sus deseos de riqueza, gloria y poder bien entendidos pasan por conseguir la paz perpetua entre ellos. El ginebrino sospecha que atribuir a los monarcas la misma sensatez que ambición, es una lamentable ingenuidad, que deslegitima estratégicamente el texto del abate; pensar que la paz es objetivamente aliada de los príncipes es ignorar la naturaleza misma del poder político. Pero, no obstante, nuestro autor considera que ese ingenuo idealismo del proyecto no daña su verdad de fondo, a saber el interés sustantivo, práctico, de la paz para los pueblos. Dice que si distingamos “en política y en moral el interés real del aparente, el primero se encontraría en la paz perpetua, como se ha demostrado en el proyecto”[29]; por eso lo defiende como “un libro sólido y meditado, y es muy importante que exista”[30]. Es importante en tanto que señala que el bien político para los pueblos se identifica con la paz civil. A pesar de ello, es un mal libro para guiar la política, porque presupone el interés objetivo del monarca por la paz, con lo cual identifica y confunde el interés del pueblo y el interés del monarca, y porque ofrece como estrategia hacia la paz perpetua un pacto entre príncipes conscientes de sus intereses. Por eso Rousseau realiza un crítica severa del proyecto, pero salvando su verdad de fondo.
La ingenuidad del abate radica en que cree que la paz interesa realmente a los reyes, aunque aparentemente no lo entiendan así. Enlaza Saint-Pierre de este modo con la larga tradición que, desde Platón, siente la tentación de explicar el mal como efecto de la ignorancia o de la ilusión. Rousseau romperá con esta tradición, aunque mantenga que la verdad de la política está en la paz. El ginebrino, con sutileza, vendrá a decir que la paz es la verdad de la política desde el punto de vista del pueblo; es buena para el pueblo, es el bien político del pueblo; pero no lo es para los reyes, no lo es para los gobernantes déspotas. Aspirar al despotismo y a la paz es contradictorio: “Los reyes, o quienes ocupan sus funciones, sólo se ocupan de dos objetivos: extender su dominio hacia el exterior y hacerlo más absoluto en el interior. Toda otra meta, o se orienta a una de aquellas dos, o únicamente les sirve de pretexto. Tales son los objetivos del bien público, felicidad de los súbditos, gloria de la nación, palabras proscritas para siempre en los gabinetes, pero tan abundantemente empleadas en los edictos públicos que no anuncian más que órdenes funestas y que el pueblo giman de antemano cuando sus amos les hablan de sus cuidados paternales”[31].
Para Rousseau es consustancial a la idea de monarquía esa doble ambición: poder absoluto y despótico hacia el interior, dominación y expolio hacia el exterior. Y desde esa atalaya la liga de naciones del abate Saint-Pierre es ingenua y estéril, pues, como lúcidamente reflexiona el ginebrino, la entrada en la Dieta europea contradice ambos objetivos determinantes: pone límites al monarca en sus pretensiones de expansión exterior y de dominio despótico hacia el interior, pues “no se podría garantizar a los príncipes contra la revuelta de los súbditos sin garantizar al mismo tiempo a los súbditos contra la tiranía de los príncipes, ya que de otro modo no podría subsistir la institución”[32]. En otras palabras, la Dieta es intrínsecamente contraria a la monarquía porque limita el ilimitado deseo de dominación de los príncipes. En consecuencia, y así extrae Rousseau una tesis de hondo calado filosófico y político, la posibilidad de la paz perpetua no puede ser pensada como alianza de los reyes, de los estados, sino de los pueblos. Lo que implica que la posibilidad de la paz perpetua está subordinada a la emancipación política de los pueblos, al fin del despotismo. Sólo los pueblos libres pueden y quieren esa alianza que dé forma a la paz; la lucha por la paz, por tanto, ha de ir unida a la lucha por la democratización política.
No le faltan al ginebrino argumentos con carga empírica. Nos dice que “es fácil entender también que la guerra, por un lado, y el despotismo, por el otro, se potencian mutuamente”[33]. La guerra sirve para introducir medidas de excepción, impuestos y cargas adicionales; y para enmascarar con el chovinismo las cadenas de la opresión y la miseria[34]. La guerra, en fin, siembre favorece a los príncipes, y nunca a los pueblos. Aunque el ginebrino deja la puerta abierta a pensar que un estado no despótico, un estado democrático, en tanto que reconoce la soberanía popular, podría ser compatible con el ideal de paz; es decir, deja la puerta abierta a pensar con Kant que la paz perpetua se construye a partir del pacto entre estados democráticos de pueblos libres, en el pensamiento de nuestro autor siempre está presente la sospecha sobre la posibilidad de identificar estado y pueblo libre. En todo caso, no deja de ser interesante constatar que en todos los textos filosófico políticos modernos, así como también en las constituciones democráticas, el poder de decidir la guerra y la paz es un privilegio del ejecutivo. Nuestro tiempo testimonia que aún hoy el gobernante puede llevar a su pueblo a la guerra sin someterse a un referéndum legitimador de la misma; y esto no lo aceptaría nunca el ginebrino.
No son éstas las únicas ideas que contiene el “Juicio” de Rousseau; incluso no faltan argumentos contra la guerra que resultan contradictorios con sus ideas de fondo, como al aludir a la problemática de construir la liga europea recurriendo a la violencia, que da pie a un sorprendente Rousseau de rostro pacifista: “Nunca se organizan ligas federativas más que por medio de revoluciones, y sobre esta base ¿quién de nosotros se atreve a decir que tal Liga Europea es deseable o temible?. Quizás cause de un golpe más males que los que podría prevenir durante siglos”[35]. Pero estas ambigüedades responden a la circunstancialidad del texto; la idea de fondo que a nuestro juicio debe ser destacada es esta: la paz exterior sólo puede realizarse, y sólo tiene sentido realizarla, sobre la base de la liberación del despotismo en el interior. Porque la paz, para Rousseau, no interesa ni a los reyes ni a los Estados; interesa a los hombres y a los pueblos; y esos intereses no coinciden, excepto tal vez en comunidades políticas realmente democráticas.
3.2. Poco después de acabar su encargo sobre los textos de Saint Pierre, el filósofo ginebrino concibió la idea de unos “Principes du droit de la guerre”[36], que seguramente es sólo otra manera de nombrar a su magno proyecto de las ““Institutions politiques””, o bien a una parte del mismo. De ese proyecto nos ha dejado poco más de unos cuantos apuntes breves, que se conocen como “Fragmentos sobre la guerra”, y una reflexión un poco más extensa, denominada “El estado de guerra”, igualmente inacabada y fragmentaria. Poca cosa, sin duda, pero suficiente para dejarnos un par de brillantes intuiciones que merecen nuestra consideración.
Los estudiosos de estos textos coinciden en resaltar como elemento de originalidad la introducción de la piedad como referente normativo del análisis. El contenido del texto permite esa interpretación y la propia filosofía general de Rousseau, con esa moral del sentimiento descrita en el Emilio, entronizando las verdades del corazón, apuntan en su favor. Ahora bien, si la aportación teórica del ginebrino a la reflexión sobre la guerra se redujera al radicalismo especial con que se sitúa en la moral de la compasión, con ser atractivo sería poco novedoso. La preocupación por poner límites a la crueldad de la guerra estaba presente en los jurisconsultos europeos en la aurora de la modernidad, y no es difícil rastrear esta preocupación a lo largo de la cultura cristiana. No es la condena moralista lo genuino del pensamiento rousseauniano sobre la guerra, sino el referente antropológico de esta moralidad, lejana a cualquier contagio religioso y racionalista y enunciada desde una idea de naturaleza humana llamada al éxito histórico. Lo relevante del recurso a la piedad en estos textos es que se hace desde una consecuente “moral del corazón”, que supone una ruptura con el mito de la indigencia humana derivada del pecado original.
En estos fragmentos domina la argumentación de la naturaleza pacífica del ser humano, en abierta y explícita polémica con Hobbes, por su identificación de la guerra con el estado de naturaleza. Así dirá: “El hombre es por naturaleza pacífico y temeroso; al menor peligro, su primer impulso es el de huir. No se hace aguerrido más que a fuera de costumbre y de experiencia. El honor, el interés, los prejuicios, la venganza, todas las pasiones que pueden hacerle afrontar los peligros y la muerte, están totalmente ausentes en el estado de naturaleza. Sólo después de haberse asociado con un hombre es capaz de decidirse a atacar a otro. Se hace soldado sólo después de hacerse ciudadano”[37]. La agresividad, la “propensión a hacer la guerra”, dice el ginebrino, es extraña a la naturaleza humana: “en el estado de naturaleza no se da, pues, en absoluto la guerra general de todos los hombres entre sí…”[38]. Al contrario, lo propio de la naturaleza es la concordia y la paz, pues hay una ley natural, no sólo inscrita en la razón “sino también grabada en el corazón del hombre en caracteres indelebles”, que llama al hombre a la paz con más fuerza que los preceptos y máximas de los filósofos: “Es allí (en el corazón) donde le grita que no le está permitido sacrificar la vida de sus semejantes excepto en defensa propia, e incluso entonces le inspira horror el matar a sangre fría, aun cuando se vea obligado a hacerlo”[39]. En consecuencia, se debe condenar la guerra desde esa naturaleza humana y sus dos determinaciones esenciales, la libertad y la piedad, que hacen que sea intolerable la sumisión a otro y el dolor en los otros. La fuerza de la condena rousseauniana de la guerra proviene de ese fundamento ontológico, conforme al cual la pérdida del amor sin fisuras a la libertad y el rechazo sin condiciones del dolor en los otros son dos preceptos absolutos, sin los cuales la existencia del hombre no es humana. El sentimiento de compasión y el amor a la libertad son las dos virtudes específicamente humanas, hasta el punto de que la presencia o ausencia de una y otra determina la humanidad o no humanidad del hombre.
Esta concepción de la piedad es políticamente muy importante en cuanto abre una perspectiva teórica desde la que Rousseau puede argumentar la idea de que no hay guerra entre particulares dado que los seres humanos, qua humanos, no pueden ser enemigos unos de otros; y, en consecuencia, que los individuos o los grupos no pueden ser tratados como enemigos por un estado, ya que sólo pueden llamarse enemigos entre sí las personas públicas[40]. Y si es así, si “la guerra no se produce entre los hombres, sino solamente entre los estados”[41], la enemistad no puede nunca justificar la crueldad, que siempre se ejerce sobre los individuos, sobre su cuerpo, su persona o sus propiedades. De ahí que considere bárbara la costumbre de hacer esclavos, exigir rescates, imponer un precio a la derrota, es decir, todo expolio y dominación del estado vencedor sobre los individuos, como si estos fueran sus enemigos.
La eliminación de la violencia innecesaria de la guerra es importante y elogiable por cuanto acabamos de decir; no obstante, no es este rechazo de la guerra afectado de moralismo la aportación filosófica más relevante del ginebrino en este campo. Queremos decir que, sin menospreciarlo, el rechazo moral de la guerra ni es una posición particular rousseauniana ni expresa bien su posición real. Ésta queda mejor definida como condena política de la guerra en tanto que violencia gratuita y propia de los estados, innecesaria desde el punto de vista del pueblo, que como rechazo genérico de la violencia, lo que no sólo sería estéril sino políticamente cuestionable, en tanto que el ginebrino defiende su uso para la emancipación de los pueblos y defensa de su libertad.
Además de la crítica de la guerra desde la idea de la piedad, en estos fragmentos encontramos otras ideas de mayor profundidad y originalidad. Nada más comenzar el fragmento sobre “El estadio de guerra” nos enfrenta Rousseau a uno de los grandes retos del pensamiento moderno, el de pensar el orden civil como fuente del mal: “Abro los libros de derecho y de moral, escucho a los sabios y jurisconsultos y, perpetrado por sus sugestivos discursos, deploro las miserias de la naturaleza, admiro la paz y la justicia establecidas por el orden civil, bendigo la sabiduría de las instituciones públicas y me consuelo de ser hombre viéndome ciudadano. Bien instruido sobre mis deberes y mi felicidad, cierro el libro, salgo de mi estudio y miro alrededor. Veo pueblos desgraciados gimiendo bajo un yugo de hierro, al género humano aplastado por un puñado de opresores, una multitud depauperada postrada por el dolor y el hambre, cuya sangre y cuyas lágrimas bebe el rico tranquilamente, y por doquier el fuerte está armado contra el débil por el formidable poder del derecho”[42].
En el pasaje citado, que describe con brillantez la fenomenología de la consciencia rousseauniana ante la guerra, la espléndida expresión “me consuelo de ser hombre viéndome ciudadano” expresa un primer momento de la misma, la imagen de sí del individuo en el espejo de los discursos filosófico político, en el espejo de las razones, en el que la belleza moral de su rostro proviene del orden civil. Tras esa primera figura, con efecto de rápida compensación, enseguida aparece otra imagen, que entra por los sentidos, por los poros de la piel, al cerrar los libros y mirar alrededor. Desde esta otra ventana, desde la que se ve el mundo exterior del discurso, las sombras del espacio racional del orden civil, desde la cual la existencia real de los individuos aparece teñida de sangre, dominada por la de la explotación y la dominación en sus formas más bárbaras y groseras. Este espectáculo de la doble mirada, que contempla o crea una doble realidad, genera una nueva consciencia, realmente subversiva e inquietante: la evidencia de que la segunda realidad es fruto de la primera, de que los hechos son efecto del derecho.
En el primer espejo, cualquier desorden o injusticia queda representados como violación del derecho, por tanto, como anomalías fácticas, como carencias de la extensión y el poder del derecho; de ahí el consuelo que se siente al saberse protegido por el orden jurídico; aunque ocasionalmente se pudiera estar amenazado por debilidades coyunturales del mismo, queda la esperanza de su completo reinado. En el segundo espejo, el del revés, el que muestra la imagen del otro lado del espejo, introduce el desasosiego y la sospecha al descubrir la complicidad del derecho con la dominación, la identidad del orden civil con el conflicto y la guerra, la alianza de la razón con el mal político, que no es tanto la guerra como la ausencia de libertad. Es esa identidad del derecho con el poder, esa visión del derecho como forma sofisticada y eficaz de dominación, lo que pone de relieve la mirada rousseauniana al descubrir que las armas del rico que bebe la sangre y las lágrimas del pobre no es otra que la del “formidable poder del derecho”.
Se ha roto la ilusión, al mismo tiempo que el consuelo; se ha roto la ilusión de paz y la esperanza de la misma en el orden civil; se ha roto la ficción y el simulacro de la misma. Porque, nos viene a decir Rousseau, la paz que se disfruta en la sumisión al estado despótico es la paz de los cementerios: “Todo esto es hace tranquilamente y sin oposición; es la tranquilidad de los compañeros de Ulises, encerrados en la cueva del Cíclope, esperando pasivamente a ser devorados. Hay que gemir y callarse. Corramos un velo eterno sobre tales horrores”[43]. Además, ese simulacro de paz ni siquiera libra a los hombres de los efectos más bárbaros de la guerra, pues la paz interior no impide al soberano la entrega a la guerra exterior, es decir, cuanto más sumisos estén los súbditos, mejores condiciones para que el soberano se dedique a la conquista y expoliación de otros estados; la sumisión para conseguir la paz sólo lleva a otro escenario de guerra.
Para Rousseau no hay salida a la guerra en el estado despótico; la guerra en sentido preciso, como forma organizada, pautada, ritualizada, de las relaciones de violencia entre los estados, es un producto genuinamente político, fijado por el derecho. Y esta consciencia de la identidad entre guerra y orden civil absorbe su atención y le lleva a un discurso desgarrador: “Levanto la vista y miro en lontananza. Veo fuegos y llamas, campos desiertos y ciudades saqueadas. Hombres salvajes, ¿adónde arrastráis a esos desgraciados?. Oigo un ruido espantoso, ¡qué tumulto, qué gritos!. Me acerco: veo un lacerante espectáculo de crímenes, diez mil hombres degollados, los muertos apilados a montones, los moribundos arrojados a los pies de los caballos, por doquier la imagen de la muerte y de la agonía. ¡Éste es, pues, el resultado de aquellas instituciones pacíficas?”[44]. La situación creada por el estado moderno no puede ser más trágica: “como individuos vivimos en el estado civil y sometidos a las leyes, pero como naciones cada cual goza de la libertad natural, lo que en el fondo empeora nuestra situación más que si tales distinciones nos fueran desconocidas”[45]. Para conseguir la seguridad y la vida, y podríamos añadir la vida moral, renunciamos a la libertad natural para devenir ciudadanos de un estado, y he aquí que la inexistencia del “derecho de gentes…, sus leyes no son más que quimeras” nos pone de nuevo ante la guerra. Con la particularidad, según el ginebrino, de que en el estado natural los hombres no eran enemigos y la violencia nunca devenía guerra, mientras que en el nuevo estado natural internacional los estados son enemigos en “estado de guerra” permanente. Los hombres, concluye, huyendo de la ficción hobbesiana, la de la guerra de todos contra todos, han perdido su libertad y han sido conducidos al verdadero lugar de la guerra, la lucha entre los estados por las riquezas del mundo; una guerra de la que el individuo no es titular, sino simple número de una máquina de matar, del mismo modo que en los tiempos de paz forma parte de la máquina de producir. En consecuencia, nos viene a decir Rousseau, el simulacro de la paz como vida humana está en la base de las desgracias del género humano; la verdadera paz, subordinada siempre a la emancipación y la libertad, exige romper ese simulacro y comprender que su conquista y defensa no pasa por los pactos entre los estados, sino por la educación de los pueblos.
No deja de entristecernos ver cómo las dos vías actuales hacia la “paz perpetua” ya fuera cuestionadas por nuestro autor. En la primera, la construcción de la Unión Europea, mediante la estrategia de pactos entre estados, se observa la dificultad, incluso tratándose de estados democráticos, de conciliar sus intereses con los del pueblo. Además, se aprecia el carácter selectivo, “europeísta”, que conlleva que la unión se haga acentuando la exclusión, con lo cual la “paz perpetua” si acaso tiene sentido en su interior, pero a costa de actualizar y vigorizar la guerra en el exterior de ese orden político. En la segunda vía, que toma cuerpo en el pacifismo humanitarista, que hace de la paz un bien absoluto, del rechazo de la violencia y el dolor un principio moral incuestionable, se puede observar, como sospechaba Rousseau, no sólo su esterilidad sino su enmascarada complicidad con el statu quo vigente. La paz sin condiciones, sin exigencia previa de la igualdad y la justicia, puede ser cómplice del poder, a pesar de la buena fe de quienes alzan su bandera. Este era, si lo hemos interpretado bien, el mensaje del ginebrino.
* Este artículo es publicado con autorización del autor
Notas
[1] Jean Touchard, Historia de las ideas políticas. Madrid,. Tecnos, 1969, 236-237.
[2] Entre la inmensa bibliografía sobre el autor ginebrino hay algunos libros que no deben olvidarse, entre los que citamos: R. Polin, La politique de la solitude. París, Seuil, 1971; S. Goyard-Fabre, Politique et philosophie dans l’oeuvre de J-J. Rousseau. París, PUF, 2001; R. Édrate, Rousseau et la science politique de son temps. París, Vrin, 1950. De los trabajos de autores españoles, merece especial consideración para el tema que nos ocupa el de J. Rubio Cariacedo, ¿Democracia o representación?: poder y legitimidad en Rousseau. Madrid, CEC, 1990.
[3] En 1729 publicó un Abrégé del Projet, y en 1733 un Supplément, pero en ningún caso con éxito.
[4] Recordemos el De iure belli ac pacis (1625), de H. Grocio; el De iure naturae et gentium (1672), de S. Pufendorf; los Principes du droit natural (1647) y Principes du droit politique (1651), de J-J. Burlamaqui ; los Fundamenta iuris naturae et gentium (1705), de J. Thomasius, etc.
[5] Citemos, por ejemplo, el De potestate civili (1528) y el De Jure belli Hispanorum in barbaros (1532) de F. de Vitoria; el De iustitia et iure (1553) de Domingo de Soto y el De legibus (1612) de F. Suárez. Ver al respecto el trabajo de J. Barrientos García, “Los Tratados De Legibus y De Iustitia et Iure en la Escuela de Salamanca de los siglos XVI y XVII”, en Salamanca: revista de estudios, 47 (2001): 371-415
[6] A. Truyol, “Prológo” a J. J. Rousseau, Escritos sobre la paz y la guerra. Madrid, CEC, 1982, vii.
[7] Dante De monarquia (1309). Edición castellana en Madrid, Tecno, 1992.
[8] Estos fragmentos son asequibles en castellano en las ediciones de A. Truyol, J-J. Rousseau, Escritos sobre la paz y la guerra. Madrid, CEC, 1982, vii; y de J. Rubio Carracedo, Jean-Jacques Rousseau, Escritos políticos. Madrid, Trotta, 2006, 79-110. Las introducciones y notas de ambas ediciones ayudan a clarificar la historia de los mismos, sus variantes e interpretaciones, problemas que desbordan los límites de esta exposición. Cuando no indiquemos lo contrario, citaremos sobre esta última edición del Prof. Carracedo.
[9] Así lo comunica a su editor, M. M. Rey, el 28 de marzo de 1758. Cif. J. Rubio Cariacedo, ed. cit., 79.
[10] J-J. Rousseau, Emilio. IV, 849 (Ed. Carracedo****)
[11] J-J. Rousseau, Del contrato social ( CS), IX, 526. Seguimos la traducción de S. Masó en Escritos de combate. Madrid, Alfagüara, 1979, 192.
[12] Recuérdese que el subtítulo de Del contrato social es, precisamente, “Principios del derecho político.
[13] Aunque en la evolución histórica el derecho de gentes acabaría disuelto en el internacional, originariamente no era así. Para Rousseau, al menos, el derecho de gentes es algo así como el derecho natural de las naciones (correlativo al derecho de los individuos en estado de naturaleza); el derecho internacional, en cambio, es para el ginebrino el derecho internacional positivo, los pactos entre naciones (a semejanza del contracto social en el interior del estado).
[14] CS, II, 403.
[15] Podría objetarse, con razón, que el mismo argumento podría esgrimirse respecto a Del contrato social. Y hay buenas razones para cuestionar la coherencia de este texto con las tesis radicales del Rousseau del Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, por ejemplo. Sin ahondar en este complejo debate, digamos que la sombra de la coherencia se ve al menos matizada si se tiene en cuenta que el ginebrino pensaba el “contrato” sólo posible en comunidades políticas pequeñas, sospechando siempre de los modernos estados monárquicos europeos que se estaban constituyendo.
[16] III, 349 Carracedo-80**? Ver también III, 370)
[17] CS, “Advertencia”, 397
[18] CS, IX, “Conclusión”, 526.
[19] Ibíd.., 192.
[20] Ibíd., 193-4.
[21] Ibíd., 193.
[22] Ibíd., 193.
[23] Ibíd., 193-4.
[24] Ibíd., IV,“De la esclavitud”, 405 ss.
[25] Ibíd., IV, 405.
[26] Ibíd., IV, 406-407.
[27] Ibíd., IV, 407.
[28] Dice J. Touchard que hasta la Revolución francesa los militares (mercenarios, aventureros) eran tan poco considerados que en muchos edificios figuraba el rótulo: “Ni perros, ni lacayos ni soldados” (Op. cit., 336)
[29] Juicio, ed. cit., 42.
[30] Ibíd., 42.
[31] Ibíd., 43.
[32] Ibíd., 43.
[33] Ibíd., 42.
[34] “en ocasiones le resulta útil en el interior para purgar malos humores, para debilitar a súbditos indóciles, para aprovechar incluso los reveses, pues el político hábil sabe sacar ventajas de sus propias derrotas” (Juicio, ed. cit., 44).
[35] Juicio, Ibíd., 49.
[36] Así lo comunica a su editor, M. M. Rey, el 28 de marzo de 1958(J-J- Rousseau, Correspondance complète. Gallimard ¿?*…., 50-51 (Edición de R. A. Leigh).
[37] “El estado de guerra”, en Escritos políticos, ed. cit., 95-96.
[38] Ibíd., 96.
[39] Ibíd., 96.
[40] Ibíd., 106.
[41] Ibíd., 98.
[42] Ibíd., 91.
[43] Ibíd., 91.
[44] Ibíd., 91-92.
[45] Ibíd., 92.
[1] Jean Touchard, Historia de las ideas políticas. Madrid,. Tecnos, 1969, 236-237.
[2] Entre la inmensa bibliografía sobre el autor ginebrino hay algunos libros que no deben olvidarse, entre los que citamos: R. Polin, La politique de la solitude. París, Seuil, 1971; S. Goyard-Fabre, Politique et philosophie dans l’oeuvre de J-J. Rousseau. París, PUF, 2001; R. Édrate, Rousseau et la science politique de son temps. París, Vrin, 1950. De los trabajos de autores españoles, merece especial consideración para el tema que nos ocupa el de J. Rubio Cariacedo, ¿Democracia o representación?: poder y legitimidad en Rousseau. Madrid, CEC, 1990.
[3] En 1729 publicó un Abrégé del Projet, y en 1733 un Supplément, pero en ningún caso con éxito.
[4] Recordemos el De iure belli ac pacis (1625), de H. Grocio; el De iure naturae et gentium (1672), de S. Pufendorf; los Principes du droit natural (1647) y Principes du droit politique (1651), de J-J. Burlamaqui ; los Fundamenta iuris naturae et gentium (1705), de J. Thomasius, etc.
[5] Citemos, por ejemplo, el De potestate civili (1528) y el De Jure belli Hispanorum in barbaros (1532) de F. de Vitoria; el De iustitia et iure (1553) de Domingo de Soto y el De legibus (1612) de F. Suárez. Ver al respecto el trabajo de J. Barrientos García, “Los Tratados De Legibus y De Iustitia et Iure en la Escuela de Salamanca de los siglos XVI y XVII”, en Salamanca: revista de estudios, 47 (2001): 371-415
[6] A. Truyol, “Prológo” a J. J. Rousseau, Escritos sobre la paz y la guerra. Madrid, CEC, 1982, vii.
[7] Dante De monarquia (1309). Edición castellana en Madrid, Tecno, 1992.
[8] Estos fragmentos son asequibles en castellano en las ediciones de A. Truyol, J-J. Rousseau, Escritos sobre la paz y la guerra. Madrid, CEC, 1982, vii; y de J. Rubio Carracedo, Jean-Jacques Rousseau, Escritos políticos. Madrid, Trotta, 2006, 79-110. Las introducciones y notas de ambas ediciones ayudan a clarificar la historia de los mismos, sus variantes e interpretaciones, problemas que desbordan los límites de esta exposición. Cuando no indiquemos lo contrario, citaremos sobre esta última edición del Prof. Carracedo.
[9] Así lo comunica a su editor, M. M. Rey, el 28 de marzo de 1758. Cif. J. Rubio Cariacedo, ed. cit., 79.
[10] J-J. Rousseau, Emilio. IV, 849 (Ed. Carracedo****)
[11] J-J. Rousseau, Del contrato social ( CS), IX, 526. Seguimos la traducción de S. Masó en Escritos de combate. Madrid, Alfagüara, 1979, 192.
[12] Recuérdese que el subtítulo de Del contrato social es, precisamente, “Principios del derecho político.
[13] Aunque en la evolución histórica el derecho de gentes acabaría disuelto en el internacional, originariamente no era así. Para Rousseau, al menos, el derecho de gentes es algo así como el derecho natural de las naciones (correlativo al derecho de los individuos en estado de naturaleza); el derecho internacional, en cambio, es para el ginebrino el derecho internacional positivo, los pactos entre naciones (a semejanza del contracto social en el interior del estado).
[14] CS, II, 403.
[15] Podría objetarse, con razón, que el mismo argumento podría esgrimirse respecto a Del contrato social. Y hay buenas razones para cuestionar la coherencia de este texto con las tesis radicales del Rousseau del Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, por ejemplo. Sin ahondar en este complejo debate, digamos que la sombra de la coherencia se ve al menos matizada si se tiene en cuenta que el ginebrino pensaba el “contrato” sólo posible en comunidades políticas pequeñas, sospechando siempre de los modernos estados monárquicos europeos que se estaban constituyendo.
[16] III, 349 Carracedo-80**? Ver también III, 370)
[17] CS, “Advertencia”, 397
[18] CS, IX, “Conclusión”, 526.
[19] Ibíd.., 192.
[20] Ibíd., 193-4.
[21] Ibíd., 193.
[22] Ibíd., 193.
[23] Ibíd., 193-4.
[24] Ibíd., IV,“De la esclavitud”, 405 ss.
[25] Ibíd., IV, 405.
[26] Ibíd., IV, 406-407.
[27] Ibíd., IV, 407.
[28] Dice J. Touchard que hasta la Revolución francesa los militares (mercenarios, aventureros) eran tan poco considerados que en muchos edificios figuraba el rótulo: “Ni perros, ni lacayos ni soldados” (Op. cit., 336)
[29] Juicio, ed. cit., 42.
[30] Ibíd., 42.
[31] Ibíd., 43.
[32] Ibíd., 43.
[33] Ibíd., 42.
[34] “en ocasiones le resulta útil en el interior para purgar malos humores, para debilitar a súbditos indóciles, para aprovechar incluso los reveses, pues el político hábil sabe sacar ventajas de sus propias derrotas” (Juicio, ed. cit., 44).
[35] Juicio, Ibíd., 49.
[36] Así lo comunica a su editor, M. M. Rey, el 28 de marzo de 1958(J-J- Rousseau, Correspondance complète. Gallimard ¿?*…., 50-51 (Edición de R. A. Leigh).
[37] “El estado de guerra”, en Escritos políticos, ed. cit., 95-96.
[38] Ibíd., 96.
[39] Ibíd., 96.
[40] Ibíd., 106.
[41] Ibíd., 98.
[42] Ibíd., 91.
[43] Ibíd., 91.
[44] Ibíd., 91-92.
[45] Ibíd., 92.