CONSIDERACIONES ÉTICAS SOBRE EL SER INDIVIDUAL Y EL SER SOCIAL

Teresa Arrieta de Guzmán (*)

Palabras clave: egoísmo, altruismo, liberalismo, comunismo, autorrealización, ideología, Platón, Aristóteles, Agustín, Tomas, Maquiavelo, Kant, Mill, Locke, Marx, Gauthier, Taylor, Rawls, Habermas.

El hombre, sin duda el producto más complejo de la evolución hasta nuestros días, es una extraña criatura que cobija en sí: el egoísmo, el altruismo, la capacidad de reflexión sobre su conducta y la aspiración a fijar patrones que le brinden una “vida buena”, o al menos, una vida justa.
Aparentemente, en cuanto se centra en su ser individual, sus intereses son egoístas y entra en conflicto con el ser social, que para una convivencia pacífica podría requerir el sacrificio de sus metas personales. ¿Es adecuado sacrificar el yo a los intereses comunes?, o ¿está la comunidad hecha para la satisfacción de los individuos que la componen?, ¿es posible lograr una armonía entre la autorrealización y el bien social?
Estas son las interrogantes que abordaremos en esta conferencia, a través de la presentación de diversas doctrinas éticas que presentan diferentes concepciones del bien.
A fin de tener una aproximación histórica del tema, en la Sección I revisaremos las concepciones de la “vida buena” en Platón, Aristóteles, Agustín y Tomás, las características del príncipe en Maquiavelo, el sentido del deber en Kant y Mill, extrayendo de ellas su posición respecto a la preeminencia de lo individual o lo social. Luego compararemos el liberalismo de John Locke y el comunismo de Karl Marx, quienes plantean claramente su preferencia por el individuo y la sociedad, respectivamente. En la Sección II nos abocaremos al panorama contemporáneo examinando la ideología del hombre occidental vista por el contractualista David Gauthier, que la considera irremediablemente egoísta y la del comunitarista Charles Taylor que destaca sus rasgos altruistas. A continuación, examinaremos intentos actuales de búsqueda ya no de la vida buena, sino de la vida justa: Rawls y su teoría de la justicia, Habermas y su ética discursiva. Finalmente, en la Sección III examinaremos al hombre en sus aspectos biológico, psíquico y social y presentaremos una propuesta de la autorrealización como un ideal que compromete no sólo el ser individual sino el ser social.

SECCIÓN I
A lo largo de la historia, como una consecuencia de la dualidad egoismo-altruismo inherente a su naturaleza, el hombre ha priorizado indistintamente el ser individual o el ser social, tratando de justificar sus preferencias mediante doctrinas éticas sobre lo que llamaríamos la “buena vida”, aquella realmente valiosa de ser vivida. A continuación, examinaremos algunas de estas doctrinas.
EDAD ANTIGUA. Durante este período, verdaderamente pródigo en concepciones del bien, nos concentraremos en las teorías de Platón y Aristóteles, tradicionalmente consideradas como paradigmáticas.
En La República, Platón afirma que el hombre está constituido por el cuerpo, que es natural; y el alma, cuya función es la de dirigir, gobernar y decidir. Las almas de todos los hombres son iguales en cuanto constan de las mismas partes y son inmortales. Las diferencias se dan por el predominio de una de sus tres partes. La parte racional, con la que conoce, es amante de la justicia y el saber; la parte irascible, con la que se encoleriza, es amiga de disputas y honores; y, la parte conscupiscible, en la que se dan los deseos intemperados de comida, bebida, erotismo y otros, es la que está ansiosa de riquezas y ganancias que le permitirán satisfacer tales deseos (1).
La primacía de una de estas partes establece tres clases de caracteres: el filosófico, el ambicioso y el avaro. Así tenemos las tres conocidas clases de hombres según Platón: los de oro, que deben ser los gobernantes, los de plata, auxiliares de los primeros y los de bronce y hierro, labradores y demás artesanos (2). Platón no recomienda la rotación de tareas, por el contrario, sostiene que cada uno debe dedicarse al trabajo para el cual nació.
Profundizando su análisis de la tipología humana, Platón encuentra cinco regímenes políticos: 1) aristocracia, 2) timocracia, 3) oligarquía, 4) democracia y 5) tiranía; que corresponden a las disposiciones propias del alma de aquel que tiene el poder (3).
El aristócrata es el hombre bueno y justo; soberano de sí mismo, es el más feliz (4). Si de la aristocracia se pasa a la timocracia es porque la raza de los guardianes no se conservó pura y llegaron a ser guardianes quienes no debían: hombres ambiciosos.
El joven timócrata será ambicioso, presuntuoso, con un aprecio superficial por las musas, duro con los esclavos, humano con los hombres libres, humilde con los gobernantes. A diferencia de los verdaderos guardianes amará los cargos públicos y los honores.
La timarquía degenerará en oligarquía, ya que los timarcas acumularán riquezas transgrediendo las leyes. Se dedicarán a los negocios y disminuirán su virtud; así, lo decisivo será la fortuna de que se disponga, mandarán los ricos y se agudizarán los extremos de riqueza y pobreza.
El oligarca mostrará presunción, iracundia y amor al dinero. Al ascender al trono será esclavo de estos defectos. Sus características son aprecio sumo a las riquezas, afán de lucro, amor al trabajo, espíritu de ahorro, deseos de mendigo o ladrón generalmente reprimidos, pero que salen a la luz cuando tiene la libertad de ser injusto. Su justicia será simplemente aparente, porque contendrá sus deseos por necesidad o temor, pero carecerá de la verdadera virtud.
La oligarquía dejará paso a la democracia cuando los numerosos hombres ricos que los oligarcas han conducido a la indigencia conspiren contra los que adquirieron sus bienes y contra el resto de ciudadanos, promoviendo revoluciones. Una vez que los pobres hayan vencido a los ricos –ya sea por las armas, o simplemente por el temor–, éstos serán muertos, desterrados o reservados para cargos de gobierno distribuidos por sorteo. En este régimen de hombres libres habrá abuso desmedido del lenguaje y licencia para disponer de la propia vida conforme a uno se le antoje.
El joven democrático surge del oligárquico cuando a su característico afán de lucro une el afán por el placer y se relaciona con quienes pueden proporcionárselo. Su multiplicidad de caracteres y placeres hará que parezca hermoso y variado. Participará tanto en la administración pública como en la milicia o los negocios de desearlo y serle la ocasión propicia. Su vida pareciera ser agradable, libre y feliz.
Se pasará de la democracia a la tiranía porque el exceso de libertad engendrará la anarquía en todo nivel. Cualquier coerción engendrará la irritación de los ciudadanos, que dejarán de interesarse en las leyes. Este exceso de libertad traerá como consecuencia el exceso de esclavitud, tanto en el terreno particular como en el privado (5).
La ciudad entra en una situación caótica lo que ocasiona que el pueblo elija un protector al que sumisamente confiere poder. Investido con este poder, el protector acaba con sus enemigos, desterrándolos o matándolos, reparte sus tierras, perdona deudas y en un comienzo se muestra benevolente y manso con el pueblo que le provee de una guardia personal. Después, cuando se ha reconciliado con algunos de sus enemigos y destruido a los otros, promoverá guerras para que se haga perentoria la necesidad de un jefe y también para eliminar a quienes aspiren a la libertad o pongan trabas contra su gobierno.
El tirano no tolerará ningún tipo de censura, ni siquiera de aquellos que llegaron con él al poder. Serán sus enemigos todos los hombres valerosos, magnánimos o inteligentes, quitará lo mejor y dejará lo peor. Se supone que sólo el regreso de los guardianes al poder podrá solucionar esta situación.
ARISTÓTELES. En Aristóteles la búsqueda del sumo bien se clarifica con la distinción entre fines y medios. Nuestra conducta obedece a numerosos objetivos. Estos son fines transitorios porque en realidad se convierten en medios para otros fines, y así, sucesivamente. El sumo bien será, pues, el fin último que no resulte un medio para ninguna otra cosa. Pero el bien se dice de tantas maneras como el ser; por lo tanto, el objeto de la ética debe ser investigar cuáles son el bien, la perfección y la felicidad que corresponden al hombre como tal, y ajustar a ellos la orientación práctica de su conducta.
En términos de las cuatro causas aristotélicas –material, formal, eficiente y final– el bien tendría el carácter de causa final que obraría sobre el agente por atracción intrínseca. Dado que el bien se conceptúa como felicidad, la ética aristotélica es finalista y eudemonista.
Aristóteles señala las características del sumo bien: debe ser perfecto, debe buscarse por sí mismo, debe ser presente, no debe ser puramente pasivo, debe hacer al hombre bueno y su posesión debe tener fijeza, estabilidad y continuidad a lo largo de una vida. El sumo bien no es una vida dedicada al placer o a la riqueza, ni a los bienes y honores; es, más bien, la actividad de una vida dirigida por la virtud más alta de todas, i.e., la vida teorética.
Aristóteles define la virtud como un hábito adquirido y voluntario, que requiere de deliberación (inteligencia) y elección (voluntad). Las acciones más allá de la razón y la voluntad libre no son virtuosas, y tampoco puede llamarse virtuoso al que obra bien sin dificultad, por el solo impulso de su naturaleza.
Las virtudes pueden ser de dos clases: éticas o morales y dianoéticas o intelectuales. Entre las primeras unas se refieren a la parte irracional del alma (fortaleza, templanza pudor) y otra a las relaciones sociales (liberalidad, magnificencia, magnanimidad, dulzura, veracidad, buen humor, amabilidad, justicia). Entre las segundas, hay las que se refieren al entendimiento teórico o especulativo, que tratan sobre cosas necesarias y buscan la verdad, y las que se refieren al entendimiento directivo o práctico, que tratan de las cosas contingentes.
En cada caso, las virtudes morales consisten en el justo medio entre dos extremos viciosos, tiende a un equilibrio tanto de las pasiones como de las acciones; sin embargo, este justo medio no es algo que pueda determinarse fácilmente. Por esta razón también es difícil mostrarse virtuoso. “Alcanzar el medio en cada caso es algo que supone un esfuerzo, igual que determinar el centro de una circunferencia es algo propio, no del primer advenedizo, sino del sabio” (7).
Para Aristóteles el placer no es un mal; por el contrario, es un bien, pero no el bien supremo; aún cuando con frecuencia vayan unidos, son en cierta forma independientes, porque hay bienes que, aunque provoquen dolor, deben quererse, y hay placeres que deben abominarse. Los verdaderos placeres del hombre serían las acciones conforme a la virtud.
La concepción ética de Aristóteles se refleja en su concepción del estado, que tiene como núcleo básico a la familia. En ella el padre tiene plena autoridad, la mujer participa en la educación de los hijos en la medida que su capacidad racional –según Aristóteles, no plenamente desarrollada– lo permite; y los esclavos –carentes de razón y, por lo tanto, de derechos– son los instrumentos de trabajo que deben ser tratados justa y benevolentemente. Las virtudes, en el estado, son la obediencia, la justicia y la amistad. La justicia consiste en dar a cada cual lo que le corresponde; puede ser conmutativa (aritmética), que debe regular las relaciones de los ciudadanos entre sí, y distributiva, que debe regular las relaciones de la ciudad con los individuos. El complemento de la justicia es la equidad, definida como el hábito permanente de interpretación y aplicación de la ley, determinando lo que es justo en cada caso particular. Con todo, a la pregunta “¿Quién debe ser soberano?” no responde como Platón, que deben ser los guardianes, sino que “Sólo la ley debe ser soberana”.
Acorde con su doctrina del justo medio, Aristóteles considera que el estado ideal debe evitar los extremos, entre el ideal de una vida, toda autoridad y actividad, ilustrado por el ejemplo de Esparta, y el de un estado confinado en sí mismo, la sabiduría consiste en elegir la prosperidad y la paz interior mantenida contra todo peligro exterior por un ejército cuya actividad nunca sería un fin, sino un medio. En el caso de los individuos también se plantea la cuestión de saber si su acción debe confinarse en la contemplación, actividad completamente personal; o bien ocuparse de los asuntos de los otros, Aristóteles se inclina por la primera que, obviamente, es solo asequible a una élite.
Ahora bien, los medios que permitirán esta vida de contemplación en la paz, son una población no demasiado numerosa, territorio no demasiado extenso, estructura social con una capa de población constituida por los ciudadanos y otra constituida por los auxiliares manuales indispensables; no siendo sus roles rigurosamente especializados, como lo sostenía Platón.
Concluyendo, Platón por una parte busca el bien individual que consiste en lograr la propia perfección, pero considera que tal logro es sólo propio de una élite: los guardianes, que como consecuencia de la educación exquisita que reciben porque sus dotes naturales les han permitido superar las diferentes pruebas que les permiten llegar a niveles cada vez más superiores, logran conocer y practicar el bien a plenitud, lo que está vedado a las otras clases que a lo sumo pueden aspirar a colaborar con el orden de la ciudad no pretendiendo ocupar lugares que no les corresponden.
Sin embargo, esta élite tendría como función principal lograr el bien social. Así, podríamos afirmar que para Platón el bien social habría de prevalecer sobre el bien individual, ya que la tarea del guardian es asegurar el orden y la armonía en la ciudad, de manera que no se piense en “lo mío” o “lo tuyo”, sino en “lo nuestro”.
En cuanto a Aristóteles –a pesar de su definición del hombre como zoon politikon, i. e., como animal político– al considerar que la verdadera perfección se alcanza con la vida teorética, actividad completamente personal, asumo que privilegia el ser individual sobre el ser social. Sin embargo, quizás parte de esa vida teorética sería la de elaborar buenas leyes que garanticen el bienestar del estado.
EDAD MEDIA. Lo más saltante de esta época es la aparición del cristianismo que presenta una concepción de Dios completamente diferente de las del mundo pagano. Las ideas de paternidad y amor al género humano ligadas a Su imagen cambian completamente las perspectivas de los hombres que se ven igualados en este “ser hijos de Dios”, y al crearse nuevos supuestos se abren nuevas dimensiones desde las cuales se filosofa.
Desde el punto de vista de la ética, no es ya el sabio el que mediante el ejercicio de su razón descubre lo bueno, sino que es sólo Dios quien debe dar, y de hecho da, las reglas de conducta. Sin embargo, los filósofos cristianos se esfuerzan por comprender de alguna forma Su naturaleza y Sus designios.
Así, AGUSTIN no piensa que la felicidad pueda encontrarse en el mundo que rodea a la persona, sino en su interior y, más precisamente, en Dios.
Agustín plantea la existencia de dos ciudades, cuyo origen está en las dos clases de amor que pueden darse: uno santo y social y el otro perverso y egoísta(8). Así, pertenecen a la ciudad de Dios los que por amor a Dios se olvidan de sí mismos; y pertenecen a la ciudad del demonio los que por amor de sí mismos se olvidan de Dios.
La felicidad verdadera no se logra en la vida presente, ya que el justo anhela un estado donde no quepa la posibilidad de la muerte, ni del engaño, ni de la ofensa y sí la certeza que durará siempre; por lo tanto, sólo será feliz cuando posea la eternidad. Con todo, reconoce una especie de felicidad relativa de “los que llevan una vida piadosa y justa con la esperanza de una inmortalidad futura y sin pecado que corroa sus conciencias” (9).
TOMÁS (10), dada su influencia aristotélica, retoma en forma clara el tema de la felicidad. La moral se define como una ciencia práctica que estudia y dirige los actos humanos para conseguir el fin último del hombre, que es su perfección integral, en la que consiste su felicidad. La moral debe tratar con los actos particulares, que son concretos y prácticos, y también con los principios universales, que son abstractos y teóricos.
Para Tomás, el hombre es definitivamente social, como lo postulaba Aristóteles. Por eso lo enmarca dentro de una serie de relaciones, primordialmente con Dios y luego con los otros seres que conviven con él. Dios es el fin último de todas las cosas, porque es su primera Causa y su primer Principio.
La felicidad para Tomás puede ser de dos clases: imperfecta y perfecta. La primera es puramente natural; es la felicidad que postulaba Aristóteles como propia de la vida contemplativa. La segunda es sobrenatural; se deduce de las enseñanzas de la revelación cristiana y precisa de la gracia para lograr la posesión de Dios, constituye la bienaventuranza.
La preocupación de Tomás por esta vida, sin embargo, se ve en su estudio de las leyes. La ley es el principio extrínseco regulador de las acciones humanas en vista de un bien común, en el cual va incluido el bien particular.
El estado es necesario por la predisposición del hombre a la vida social, la que, para su buen desenvolvimiento, requiere de la autoridad. Siendo Dios el autor de esta naturaleza también lo es del Estado; por lo tanto, es Él su fuente de poder. El fin del estado es conducir a los ciudadanos a una vida feliz y virtuosa, por ello el rey debe asegurar la paz y crear condiciones económicas que garanticen el bienestar, debe fomentar la agricultura y el comercio. Ahora bien, en la base de la economía Tomás encuentra la propiedad privada.
Todo esto, sin embargo, no plasma el fin último del hombre, que es la posesión de Dios en el cielo, la bienaventuranza. El rey no tiene potestad para garantizar ésta, tal privilegio sólo corresponde a Cristo, quien –a fin de mantener la distinción entre lo material y lo espiritual– lo ha confiado a los sacerdotes, especialmente al Papa. Por lo tanto, los reyes del pueblo cristiano deben someterse al Papa como al mismo Cristo.
Así, tanto Agustín como Tomás conceden primordial importancia al ser individual, ya que es el hombre como individuo el que se salvará o condenará de acuerdo con sus acciones. Las condiciones de la sociedad, aunque se recomienda que tiendan a la justicia, finalmente no son tan importantes ya que lo que importa no es la temporal vida terrena, sino la vida eterna .

RENACIMIENTO
El Renacimiento, como exigencia de renovación no sólo de la individualidad del hombre sino de su vida social, está vinculado con la política; en este campo, es paradigmática la figura de Maquiavelo, quien supone una ruptura con la sociedad jerárquica y sintetizante del Medioevo y encarna la tendencia a la modernidad.
Maquiavelo considera que el estado es la instancia superior, que no se subordina ni a la religión ni a la moral. Dedica su libro más famoso El príncipe a Lorenzo I de Médicis, el Magnífico. Su intención, diríamos, es sana: quiere dar al príncipe, que cree podrá lograr la unión de Italia, la ilustración y consejos para la mejor forma de conquistar nuevos principados y mantener los que se tiene. Maquiavelo no se pregunta acerca de la justicia o bondad intrínseca de tales empresas, simplemente piensa que se debe recuperar la grandeza de Italia, tierra que alguna vez fuera un gran imperio y que en su tiempo se halla dividida y sojuzgada por príncipes muchas veces extranjeros.
Maquiavelo tácitamente divide a la humanidad en dos clases: los príncipes, de cuyas “virtudes” hablaremos luego y los simplemente hombres a los que hay que conquistar o eliminar u ofender en forma tal que queden imposibilitados de vengarse (11).
Maquiavelo tiene un concepto negativo del hombre. Considera que en su mayoría los seres humanos son corruptos y que el sentimiento de conquista es en ellos natural y común. Ahora bien, si la tarea de conquista es coronada por el éxito es completamente lícita y merece alabanza, sólo si fracasa merece censura.
Teniendo en cuenta que en la humanidad son comunes la perversidad (12), el afán de conquista (13), la ingratitud, la volubilidad, la simulación, la cobardía y la avidez de lucro (14), Maquiavelo considera que las formas de combatir son dos: 1) con leyes, que es la forma propia del hombre; y 2) con la fuerza, que es la forma propia de la bestia; y que el príncipe “debe saber comportarse como bestia y como hombre” (15) porque si bien el príncipe que cumple su palabra merece alabanza; sin embargo, las grandes empresas las realiza quien engaña con astucia. Así, es necesario que ambas naturalezas coexistan y que dentro de la naturaleza animal sea zorro para protegerse de las trampas y león para espantar a los lobos.
El príncipe, en esta doble naturaleza, debe tener las virtudes de la piedad, la fidelidad, la humanidad, la rectitud y la religiosidad (16); y, en cuanto las circunstancias lo permitan, debe practicarlas. Pero además debe tener una inteligencia adaptable, de manera que en caso de ser necesario no titubee en entrar en el mal, aunque sus discursos deban mostrar siempre las disposiciones buenas y jamás las malas.
Para Maquiavelo la crueldad es justificable si tiene “por objeto mantener unidos y fieles a los súbditos” (17) y el arte de la guerra debe comprometerlo totalmente, aún en tiempos de paz en los que debe ejercitar a sus tropas y a sí mismo manteniéndose activos y organizados y estudiando su territorio para poder defenderlo mejor. El príncipe debe estudiar también la historia, tomar como modelos a las personalidades más egregias, analizar sus hechos más celebrados, su conducta en la guerra, sus victorias y sus derrotas. Conociendo las causas de los triunfos y fracasos podrá lograr los primeros y evitar los segundos (18).
Maquiavelo recomienda una general continencia respecto de las propiedades. El príncipe no debe ser liberal con las riquezas del principado: es mejor incluso que se le tilde de tacaño, porque su liberalidad, de darse, beneficiaría a pocos y perjudicaría a muchos (19).
Lo ideal para un gobernante sería ser amado y temido, pero dado que se infieren más ofensas a quien se ama que a quien se teme, es preferible ser temido que amado. Debe evitarse, sin embargo, el ser odiado; y, para ello el príncipe debe evitar la apropiación ilícita de bienes de sus súbditos, la volubilidad, la frivolidad, el afeminamiento, la pusilanimidad, la irresolución. Debe, en cambio, buscar el reconocimiento de su grandeza, valentía y fuerza, de la irrevocabilidad de sus fallos y de una autoridad tal que evite el engaño y las intrigas.
En conclusión, Maquiavelo distingue claramente entre el bien y el mal, pero piensa que la naturaleza humana, en general, tiende al mal y en vez de tratar de cambiarla, actúa teniendo en cuenta esta premisa y ajustando las acciones para no ser sobrepasado por la maldad; por lo tanto, el ser individual para Maquiavelo no puede desarrollarse en forma continua y constante hacia el perfeccionamiento de la bondad; ni en el caso del gobernante ni en el de los gobernados. Lo más importante es el estado, su mantenimiento y expansión. Por lo tanto, privilegia el ser social.

EDAD MODERNA
La Edad Moderna presenta una gran riqueza de doctrinas vinculadas directamente con nuestro tema. Analizaremos los puntos de vista de Inmanuel Kant, John Stuart Mill, John Locke y Karl Marx, respecto de la preeminencia del individuo o la sociedad.
Al hablar Kant de los deberes morales los considera divididos en: deberes con uno mismo y deberes con los otros, y, en síntesis, el deber consiste en cumplir con el imperativo categórico, cuyas formulaciones más conocidas son: “Actúa como si la máxima de tu acción pudiera llegar a ser a través de tu voluntad una ley universal de la naturaleza”(20) y “Actúa en tal forma que siempre trates a la humanidad, ya sea en tu propia persona o en la persona de cualquier otro, nunca simplemente como un medio, sino siempre al mismo tiempo como un fin” (21).
Respecto de la primera formulación que hemos mencionado, justamente la inmoralidad consistiría en considerar mi propia persona como una excepción: yo haré algo que no deseo que los demás hagan, que es contradictorio para la racionalidad y la pregunta obvia es ¿con qué derecho? En la naturaleza todos los cuerpos siguen las mismas leyes, y así habría de ser en la moral. No olvidemos que Kant conocía la física de Newton y que la ley de la gravitación universal descubierta por éste le impresionó profundamente y así como la atracción entre las moléculas del universo se da uniformemente en todos los casos, así tendría que ser la ley moral: sin excepciones.
Respecto de la segunda formulación, lo que se enfatiza es el valor intrínseco del ser humano, al que no debemos manipular para lograr nuestros fines ya que su valor no es en forma alguna instrumental. Los actos inmorales, finalmente, son manipuladores y reducen a quienes se manipula a la condición de instrumento para los fines de alguien. Esta falta de respeto obvia el hecho de que el valor intrínseco del hombre reside justamente en la habilidad de alzarnos sobre nuestros instintos y tomar libremente decisiones cruciales al formar nuestras vidas y el mundo que nos rodea.
En cuanto a Mill, sostiene que el único criterio de la moralidad es la felicidad general, esto es, el máximo de placeres y el mínimo de penas que una sociedad de personas puede experimentar y como Jeremy Bentham las expresa en un principio: Las acciones son correctas en la proporción en la que ellas tienden a promover la felicidad , erróneas en cuanto ellas tienden a producir lo contrario de la felicidad (22). Considera que la felicidad consiste en placeres intelectuales más altos y placeres corporales más bajos y se centra en las consecuencias buenas o malas que emergen de las reglas de conducta.
Ahora bien, a diferencia de Kant, Mill considera que cuando nuestras acciones no afectan a otros, tenemos absoluta independencia sobre lo que hacemos tanto con nuestros cuerpos como con nuestras mentes porque los deberes para con uno mismo no son socialmente obligatorios, a menos que entren en conflicto con los deberes para con otros. No niega que existan, pero no los juzga obligatorios.
Locke empieza su explicación de los derechos naturales especulando sobre un estado de natura antes del establecimiento de los gobiernos, un estado de “perfecta libertad” y un “estado de igualdad”, en el que la guía es una ley de natura que proviene de Dios: .. “ninguno debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones…”(23)
Este punto de vista fue confrontado en el debate clásico que se dio entre los EE.UU. y la Unión Soviética en el siglo pasado. En los acuerdos de Helsinki la Unión Soviética acordó respetar los derechos humanos fundamentales; sin embargo, para los estándares occidentales aquellos derechos habían sido violados. Lo que ocurría es que ambas partes tenían en mente diferentes clases de derechos. La Unión soviética se enfocaba en los derechos de las personas a trabajo, cuidado médico, pago de vacación anual, programa de retiro, vivienda adecuada y, en general a una división más igualitaria de la riqueza de la nación. Occidente se refería a que cada persona debería ser libre de hacer lo que quisiera en la medida en que no interfiriera con la libertad de otros y a limitar el rol del gobierno a lo mínimo de manera que no interfiriera con la práctica de las libertades individuales; por el contrario, la Unión Soviética promovía un rol más activo del gobierno para proporcionar a sus ciudadanos una vida materialmente buena.
La primera es una libertad negativa (libertad de interferencia), eliminación de las restricciones sociales sobre el individuo; la segunda es una libertad positiva (libertad para trabajar, para cuidado médico, etc.), i.e., precisa de una clase de estructura social que promueve y nutre el desarrollo pleno del potencial del individuo para que llegue a ser un ser humano social completo. Obviamente, estos dos puntos de vista pueden entrar en conflicto.
Así, el debate internacional se centró en dos concepciones o ideas fundamentalmente diferentes, incluso, opuestas. Si alguien es libre en el sentido tradicional del Occidente, entonces a causa de las desigualdades entre la gente en inteligencia, habilidad, etc., a causa de la libertad de los ricos y poderosos para pasar su riqueza a sus hijos (tengan o no una habilidad superior), el resultado es que aunque todos son libres para hacer lo que les gustaría, la mayoría de la gente no tiene los medios para realmente lograrlo. Tales medios tendrían que provenir de los fondos de aquellos que tienen más dinero, los ricos, quiénes difícilmente los proporcionarán en forma voluntaria. Por lo tanto, el estado habría de forzarlos a que los den en contra de su voluntad (ya sea por impuestos o expropiación directa). Pero en este caso, ¿no se están violando sus derechos tradicionales a conseguir y conservar su riqueza y pasarla a sus hijos?
Pareciera como si el logro de la segunda clase igualitaria de derecho, que favorece al ser social, pudiera hacerse sólo a costa de la primera clase liberal de derechos, que favorece al ser individual, planteándose de esta forma el mayor debate político en todas las democracias occidentales hoy en día, cómo combinar estos objetivos aparentemente irreconciliables.

Las libertades al estilo del Occidente tradicional demandan una mínima custodia del gobierno para evitar que otros interfieran en la libertad de cada individuo que tiene el derecho de llevar la clase de vida que prefiera. La justicia social, o estilo “positivo” de libertad demanda justo lo opuesto, un fuerte gobierno central interviniendo en cada fase de la vida –desde impuestos a educación, etc. – para asegurase que algunos no consigan más que la parte justa que les corresponde.
Y así entramos al tema de la justicia (24) ¿Qué sociedad es más justa, o equitativa, la democracia occidental o el ideal colectivo, digamos de la desaparecida Unión Soviética o de la China? Para el Occidente, es perfectamente justo hacer tanto dinero como lo permitan las propias habilidades y la buena fortuna. Que haya personas ricas y pobres se debe, simplemente, a la supervivencia del más apto.
Pero en otro sentido (aquel de la igualdad social de una sociedad colectiva) es injusto para algunos tener más que otros. No es equitativo que el débil siempre sufra; dado que no es su falta que no haya nacido tan rápido o fuerte o inteligente como otros.
Pasemos al tema de la igualdad. ¿Qué sociedad proporciona la mayor cantidad de igualdad social? Si por igualdad se entiende igualdad de oportunidad, entonces las democracias occidentales son más iguales que los países socialistas. Pero si igualdad significa resultado, entonces, por supuesto, la sociedad occidental es muy desigual comparada con la ex-Unión Soviética y otros países socialistas.
Kart Vonnegut, un autor de ciencia-ficción, imagina una forma de aliviar esta desigualdad: en varias de sus historias presenta un estado que requiere que los más fuertes lleven pesos permanentemente fijados a sus cuerpos. ¿Es justo cargar a los más fuertes? En un sentido, no. De otro lado, sin embargo, la mayoría de gente consideraría injusto un partido de football entre un equipo de profesionales con el equipo de un colegio de secundaria (24).
En verdad, este debate no es una lucha intelectual enfermiza entre teóricos que no pueden decidir cómo deben ser definidas las palabras justicia, igualdad, derechos humanos; es, creo, el debate práctico más importante que encara el mundo globalizado: qué clase de sociedad es realmente la más justa, equitativa, la mejor o más deseable, ¿aquella que privilegia la sociedad o la que prioriza el individuo?
La globalización privilegia el enfoque liberal, pero está provocando rechazo y rebeldía porque justamente pareciera ir en contra de la justicia, la igualdad e incluso los derechos humanos que, aparentemente, tanto defiende.
Con todo, más allá de las retóricas marxista-socialista y capitalista, ambos lados parecen desear en gran medida las mismas cosas –ambos desean una medida de libertad individual y una distribución más igualitaria de la riqueza. En los países comunistas se ha estado experimentando por años sobre formas de proporcionar mayores incentivos y libertad a los miembros más talentosos de sus sociedades que proporcionan los servicios más valiosos en medicina, ciencia, ingeniería, etc., consistentes con una ideología comunista de igualdad, mientras que en el Occidente ha habido un intenso debate al menos desde los 1930s sobre cómo introducir más programas de bienestar sin socavar completamente las libertades tradicionales.
Sin embargo, Marx (1818-1883) considera que tales libertades enfatizan el egoísmo e ignoran a la comunidad. El derecho a la libertad me autoriza a hacer lo que desee en tanto no dañe a otros. Sin embargo, esto más que unirme me separa de las otras personas. El derecho a la propiedad me permite gozar de mis posesiones y disponer arbitrariamente de ellas sin consideración a los que no poseen nada. La igualdad me permite ser tratado como un ser singular auto-suficiente. La seguridad simplemente preserva el status quo y garantiza que permanezcamos egoístas. Marx concluye que “ninguno de los así llamados derechos del hombre va más allá del hombre egoísta, el hombre como está en la sociedad civil, esto es, un individuo retirado detrás de sus intereses y deseos privados y separado de la comunidad”. Al seguir la teoría de los derechos humanos, no nos veremos como una comunidad de seres orientados a la especie y el único lazo que nos mantiene juntos es nuestra necesidad egoísta para la protección, especialmente la protección de la propiedad privada.
Es cierto que las discusiones de los derechos del Siglo XVIII eran excepcionalmente orientadas al yo, lo cual se debió a que los escritores sobre derechos humanos estuvieron en contra de gobernantes y clases sociales opresivas. Al rebelarse contra sus opresores esencialmente pedían ser dejados en paz. El problema con la crítica de Marx, sin embargo, es que asume erróneamente que estamos orientados o al egoísmo o a la comunidad y que no podemos ser ambas cosas al mismo tiempo. Sin embargo, la mayoría de nosotros tiene una mezcla de intereses egoístas e intereses comunitarios. Los teóricos de los derechos naturales del siglo XVIII exitosamente grabaron nuestro yo auto-orientado mientras negligían nuestro lado orientado a la comunidad. Los derechos negativos son nuestros derechos a no ser tratados mal. En contraste, los derechos positivos también llamados derechos de bienestar son nuestros derechos a ser ayudados por otros.
La polémica continúa en nuestros días. Algunos cuestionan la legitimidad de los derechos de bienestar y, en cambio, creen que nuestros verdaderos derechos están limitados a los derechos negativos de ser dejados en paz. Pero en la extensión en que concordamos con Marx en que hay un sesgo egoísta en los derechos naturales tradicionales, desearíamos enfatizar los derechos de bienestar que tienen una orientación más comunitaria.
Sintetizando, diríamos que en la doctrina kantiana se conjuga la autonomía, i.e., el surgimiento del mandato moral de la propia persona; y la universalidad, i.e., que sea aceptado por cualquier ser racional. Pienso que aquí justamente Kant busca lograr una armonía entre el ser individual y el ser social. Se respeta al individuo en cuanto no se le obliga a aceptar un mandato externo y se respeta el ser social por la racionalidad que es inherente a los seres humanos y que no busca excepciones. Mill favorecería el ser social en su búsqueda de la felicidad general, pero es justamente uno de los más apasionados defensores del ser individual en cuanto tolera menos que nadie interferencias a las decisiones que no afectan negativamente a otros.
Locke en forma clara privilegia el ser individual con la estipulación de lo que llama derechos naturales, i.e., a la vida, a la libertad y a la propiedad, con el proviso de que el mejor estado es aquel que menos interfiere en la vida de sus ciudadanos. En cambio, Marx en forma igualmente clara favorece el ser social al que han de sacrificarse en mayor o menor medida las individualidades.

SECCION II
El término “ideología”, que por lo demás no ha sido empleado con gran consistencia o claridad por los pensadores sociales, recoge algunos aspectos de nuestra conciencia, con frecuencia en forma peyorativa por su alegadamente carácter derivativo (superestructura) o su alegadamente carácter equívoco (falsa conciencia). El uso que hace Gauthier de este término carece de compromiso peyorativo, específicamente afirma que es parte de la estructura profunda de la autoconciencia, siendo la autoconciencia la capacidad humana de una autoconcepción en relación con otros seres humanos, con las estructuras e instituciones humanas y con el ambiente natural, obedeciendo los actos realizados a la concepción de tales relaciones. Es “un constructo teorético que nosotros atribuimos al territorio del subconsciente para explicar su contenido, la superficie del pensamiento público y la acción” (25).
Así como en el lenguaje existe una estructura profunda y una estructura superficial, Gauthier sostiene que hay una conciencia profunda subyacente a la auto-conciencia pública, cuyas características pueden incluso ser opuestas. Es en esa conciencia profunda donde tiene su sede la ideología, que necesariamente es prereflexiva, aunque no necesariamente haya de ser falsa conciencia.
Detrás de la ideología que nos ocupa, está el radical contractualismo de Hobbes, quien básicamente reconoce sólo dos clases de relaciones humanas: a) las de hostilidad, propias del estado de natura y b) las relaciones de contrato, propias del estado de sociedad. Como es sabido, de acuerdo con Hobbes, en el estado de natura, el hombre tiene el derecho de hacer cualquier cosa que desee para su preservación y beneficio, lo que provoca un estado de guerra donde todos los hombres son enemigos entre sí. Para terminar con esta situación autoderrotante, el hombre contrata con sus compañeros para establecer un estado bajo un solo y absolutamente poderoso soberano. La sociabilidad sólo es posible dentro del estado. Todas las relaciones sociales, incluso la familiar, se interpretan de acuerdo con el modelo contractual y todas son, por lo tanto, convencionales.
Parte de la ideología es proporcionar una explicación más bien ideal, no real, de las relaciones sociales, i.e., entre las personas y entre la sociedad y sus miembros; y la ideología contractualista la proporciona.
Gauthier encuentra que el dominio de esta ideología –a la que no defiende– va ganando una influencia creciente que se ve, por ejemplo, en la concepción del matrimonio como un simple contrato, sin alusiones de índole moral o religiosa.
El contractualista sostiene que el carácter fundamentalmente humano es la no-sociabilidad; la sociabilidad sería simplemente una especie de revestimiento, un atributo accidental y, también, convencional, producto de la creación de la sociedad.
El valor instrumental de la sociedad –de acuerdo con Gauthier– se daría porque para él “la actividad humana es básicamente apropiativa” (26).
Parte Gauthier –para hacer convincente su argumento– de la consideración de una situación cualquiera en la que hay varias personas, cada una con varias acciones posibles y en la cual el resultado de éstas afectará a aquellas dependiendo de la combinación particular de las acciones ejecutadas. Define el estado de natura como la relación sostenida entre dos personas si y sólo si cada una actúa de acuerdo con un principio independientemente seleccionado. El resultado del primer caso es llamado “natural”. Ahora bien, la sociedad será considerada arbitraria por quienes obtienen en ella un resultado peor que el que obtendrían naturalmente. Así, una sociedad no arbitraria debe mejorar el resultado natural de todos y cada uno de sus miembros.
Otra característica importante de las sociedades no arbitrarias es la estabilidad. Se considera un resultado como estable si y sólo si ninguna persona puede traer un resultado alternativo que sea mejor por sí mismo al cambiar unilateralmente su manera de acción. La estabilidad garantiza que no haya tentación de abandonar un acuerdo para aceptar un principio de acción que proporcione estabilidad.
Tres son los desiderata que requiere Gauthier, como fundamento para la sociedad y el contrato social (27): coordinación, regateo y coacción; la primera asegurará que todas las personas se adhieran al mismo principio de acción, la segunda, que efectivamente se ha elegido el principio más conveniente y la tercera que habrá garantías de que cada uno actuará para obtener el resultado acordado.
Gauthier, siguiendo a Hobbes, considera el rasgo coactivo como característico de la sociedad política. Sin embargo, todos los miembros de la misma deben verla como benéfica y necesaria. Una sociedad con bienes en exceso y miembros no competitivos no precisa de la coacción; ésta sólo es necesaria cuando los bienes son insuficientes, cuando hay conflicto en la distribución de los mismos. Siguiendo a Platón, Gauthier distingue los bienes del intelecto, del espíritu y del deseo, afirmando que son los últimos los que precisarían de coacción porque su distribución crea problemas; sin embargo, si el único factor a tomarse en cuenta es la satisfacción, incluso estos bienes, en circunstancias normales, podrían abastecerse sin necesidad de coacción. Entonces ¿por qué se hace ésta necesaria? De acuerdo con Hobbes, es por el temor a la escasez que el hombre busca poder interminable; porque le falta la seguridad de que sus medios sean suficientes. Para Gauthier la explicación está en que el hombre “es por naturaleza y necesidad un apropiador” (28). De esta característica deriva la búsqueda competitiva por el poder y también la explicación de la necesidad de una fuerza coactiva: ésta refrenaría el apetito de poder de cada hombre y canalizaría su deseo para apropiarse en una arena competitiva pero pacífica, i.e., en un mercado que es el forum social primario para los miembros de una sociedad de apropiadores. Ahora bien, el intercambio de la propiedad es la función primaria del mercado, que organizado eficientemente le permite contratar para maximizar la producción y determinar la distribución de sus bienes. Así, las relaciones contractuales son primarias dentro de la sociedad.
Por otro lado, si bien la actividad apropiativa natural puede conducir a la hostilidad entre los hombres, también proporciona el espacio para la cooperación benéfica mutua, dando el suficiente fundamento a la sociedad coactiva; así, bajo el enfoque contractualista, las relaciones sociales y la concepción apropiativa de la actividad humana están mutuamente apoyadas.
La racionalidad se hace consistente con el contractualismo en la doctrina hobbesiana porque ella es considerada individualística, instrumental y maximizante. “La Razón, la cual ha dictado a cada hombre su propio bien” (29)y “todas las acciones voluntarias de los hombres tienden al beneficio de ellos mismos; y aquellas acciones que son las más razonables, son las que conducen mayormente a sus fines” (30), son citas hobbesianas que muestran claramente las características atribuidas a la Razón, que, por supuesto, son muy diferentes a las que le atribuyen los estoicos, los cristianos medievales o los kantianos. Sea como fuere, la ideología contractualista cohesiona las concepciones de la sociedad como convencional, la naturaleza humana como apropiativa y la racionalidad como maximizante.
Pero los individuos maximizadotes-de-utilidad pueden entrar fácilmente en conflicto y no tienen medios racionales directos para resolverlos. Hobbes recurre a la razón correcta o a la razón de algún árbitro para zanjar sus diferencias; es obvio que la apelación a la razón recta a la que podrían recurrir el estoico, el cristiano o el kantiano le está vedada.
La distinción entre los dos aspectos de la sociedad contractualista: el mercado –locus de los contratos particulares- y el estado –orden coercitivo que asegura que el mercado no revierta a campo de batalla-, corresponden a la distinción entre la maximización clara, donde lo único que cuenta es el standard de la racionalidad económica y la regla del auto-interés; y la maximización restringida, que es el standard de la razón convencional y que sirve para mantener el orden coercitivo del estado.
Teniendo en cuenta que solamente resulta conveniente dejar el estado de natura para establecer un mercado y un estado; si es que el contrato a celebrarse no supone ganancias para uno y pérdidas para otro, es evidente que la gente debería entrar en relaciones contractuales solamente con aquéllos con quienes la cooperación resultará beneficiosa; así, los europeos del oeste y sus vástagos no tienen razón para esperar que sea rentable o beneficioso cooperar con la naciones superpobladas y subdesarrolladas del resto del mundo. Debido a la finitud de recursos de la tierra las ganancias de los últimos supondrán pérdidas para los primeros. Por lo tanto, de acuerdo con la ideología contractualista, sólo pueden ser socios de un contrato aquellos con los que puede hacerse un acuerdo ganancioso, todos los demás son enemigos, sujetos pasivos o activos de la explotación, de acuerdo con sus posibilidades.
En los últimos tiempos, la ideología contractualista ha ido haciéndose cada vez más manifiesta, de tal manera que la racionalidad de esta concepción y su relación con nuestros deseos apropiativos se aceptan cada vez más desembozadamente. Pero, a decir de Gauthier, la sociedad política –en cuanto no ha sido autoforzante– ha descansado en el patriotismo y en el amor familiar, que básicamente obran a nivel pre-racional y que al ser puestos bajo la racionalidad contractualista tienen a desaparecer. El rechazo por el joven estadounidense al rol de “América” en la guerra del Vietnam y el surgimiento del feminismo radical son manifestaciones de esta conciencia contractualista que va saliendo abiertamente a la luz. Los trabajadores y las mujeres, que no han estado en una posición que les permitiera concebirse a sí mismos como seres humanos plenos, i.e., seres apropiativos, brindaron las bases políticas duraderas de la sociedad de mercado contractual, que de otra manera habría precisado, como Hobbes insistió, de un todopoderoso soberano que impidiera un conflicto sin fin. Según Marx, la religión era el opio del pueblo, según Gauthier en la sociedad contractualista el opio real ha sido el amor y el patriotismo.
Estos sentimientos, que son mitos para el contractualista y no la razón, de acuerdo con Gauthier, han sido el soporte real para la permanencia del orden coercitivo sin la presencia de un soberano hobbesiano que, por los demás, no está disponible. Paradójicamente, el incremento de la mentalidad contractualista, i.e., el autoreconocimiento de todos los seres humanos como apropiadores llevará a la bancarrota a la sociedad que le es propia.
No vamos a entrar en las innumerables discusiones que “Moral por acuerdo” ha suscitado. Veremos simplemente un punto de vista diferente.
Charles Taylor, a diferencia de Gauthier, piensa que los imperativos morales que son sentidos con particular fuerza en la cultura moderna emergen de nociones morales de la libertad, la benevolencia y la afirmación de la vida ordinaria largamente empotrados en la conciencia (31) cuyo desarrollo ha trazado en alguna extensión desde el período moderno temprano a través de sus formas Deista e Ilustrada. Los herederos de este desarrollo –que son los mismos a los que Gauthier atribuye la mentalidad contractualista– sienten particularmente fuerte la demanda por la justicia universal y la beneficencia, son particularmente sensibles a las demandas de la libertad y el auto-mandato como axiomáticamente justificados y conceden una alta prioridad a la elusión de la muerte y el sufrimiento.
Pero bajo este acuerdo general, hay profundas rupturas cuando se trata de los bienes constitutivos y por lo tanto de las fuentes morales que sostienen estos estándares. Aunque Taylor reconoce que las líneas de batalla son múltiples y problemáticas ofrece un mapa esquemático que pudiera reducir en algo la confusión. Este mapa distribuye las fuentes morales en tres largos dominios: 1) el fundamento teístico original para estos estándares; 2) el naturalismo de la razón no comprometida que en nuestros días toma formas científicas y 3) una familia de opiniones que encuentra sus fuentes en el expresivismo romántico y en las visiones sucesoras del modernismo. La unidad original del horizonte teístico se ha roto en pedazos y las fuentes pueden ahora encontrarse en fronteras diversas, incluyendo nuestros propios poderes y la naturaleza.
El hecho –de acuerdo con Taylor– el que haya acuerdo sobre los estándares y profundas divisiones sobre las fuentes, es uno de los motivos para la clase de teoría moral, extendida hoy en día, que trata de reconstruir la ética sin ninguna referencia al bien. De hecho es posible, frecuentemente, empezar a partir de intuiciones acordadas acerca de lo que es correcto aún a través de las lagunas que separan estas tres familias. Pero muchas éticas contemporáneas también están motivadas por otras consideraciones completamente diferentes. En algunos casos saltan del que hemos llamado tercer dominio y comparten su reluctancia o vergüenza de lo metafísico en abierto reconocimiento de las fuentes morales, o pueden por el contrario creer que la libertad requiere su negación. O pueden algunas veces estar motivadas por un fuerte compromiso a los bienes centrales de la vida moderna, que Taylor piensa son la benevolencia universal y la justicia; a las que quieren darles un status especial suprimiendo cualquier consideración sobre el bien. En esto ellos encuentran apoyo dentro de la tradición del naturalismo de la ilustración: la misma austeridad acerca de los bienes del espíritu nos capacita a dedicarnos mucho más a la beneficencia universal. Ellos continúan en la línea de Bentham, del amor a la humanidad, del compromiso austero del agnóstico con el progreso, o de la lucha del Dr. Rieux de Camus para aliviar el sufrimiento en un mundo desencantado.
En fin, esta brevísima exposición de parte de la doctrina de Taylor sirve para brindar una visión diferente de la de Gauthier, y, diría yo, más completa; incluso, me atrevería insinuar que el mismo Gauthier comparte los estándares mencionados por Taylor y que la injusticia del tratamiento a los menos fuertes o capacitados despierta en él una repugnancia, sino racional, si visceral, lo cual lo compromete aún más fuertemente que lo que haría la razón. Y es que pareciera que, de acuerdo con Taylor, por lo menos algunas concepciones morales no emergen simplemente de la razón, sino que son intuiciones morales extraordinariamente profundas, poderosas y universales que permitieron a Rousseau, por citar a alguno, creer en la natural susceptibilidad humana a sentir simpatía por otros. Las raíces del respeto a la vida y la integridad serían de este tipo. O, diríamos nosotros que la razón puede concebirse de otros modos que no sean necesariamente regulados por principios económicos como el de la maximización indiferente, por ejemplo.
Sintetizando, es claro que Gauthier privilegia en forma extrema el ser individual basándose en su punto de vista sobre la naturaleza humana. En cambio, Taylor favorece al ser social, ya que con otros comunitaristas, saca a la luz la artificialidad del concepto de un individuo aislado capaz de decidir por sí solo y en cada instante los fines que habría de perseguir o las relaciones que podría entablar. Desconocer la red de fines y la multiplicidad de relaciones sociales en que se hallan permanente e indisolublemente inscritos los individuos es crear una imagen falsa.
Veamos ahora las doctrinas de John Rawls y Jürgen Habermas.
Dentro de la tradición anglosajona, el trabajo más importante en filosofia social en los últimos 60 años es Una teoría de la justicia de John Rawls, publicada en 1971. Su importancia reside precisamente en el intento de reconciliar los ideales liberales e igualitarios. En su teoría, la libertad individual es compatible con una distribución más equitativa de la riqueza.
Para Rawls, una sociedad justa es aquella basada en principios que serían libremente escogidos en una situación justa e imparcial. “Posición original” es la situación hipotética en la cual los principios de justicia serían escogidos; si ella es justa, entonces, Rawls arguye, la clase de arreglos sociales escogidos será justa.
Usando el recurso teorético de un contrato imaginario como una forma de decidir sobre el mejor sistema de justicia social, propone que imaginemos un grupo de individuos que son libres, iguales y sin ningún sesgo, los cuales deben decidir unánimemente cual sistema de justicia ellos y sus familias vivirán en adelante ¿cuál sistema de justicia sería el más justo? (31)
Rawls propone la estrategia del velo de ignorancia (32). Las partes en la “posición original” son por hipótesis racionales, de inteligencia promedio y para asegurar que ellos no votarían en una forma autointeresada, Rawls especifica que deben operar bajo un “velo de ignorancia” el cual impide que sepan quién o qué serán en el sistema de justicia instituido. Si uno fuera un millonario podría estar tentado a votar por un ideal de justicia liberal a expensa del igualitarismo. Esto es, votaría por un sistema de justicia que especificara que cada persona debería tener una oportunidad igual para entrenamiento y educación, sin consideración de factores irrelevantes tales como sexo, religión color de la piel, etc. y permitiría que cualquier distribución desigual de riqueza que resultara de esto fuera considerada simplemente la supervivencia del más apto y por lo tanto merecida y justa. Si, por otro lado uno supiera que no puede emplearse sino en trabajos menores de salarios bajos, estaría tentado a votar por un sistema igualitario de justicia en el cual todos tendrían que trabajar tan duro como pudieran, hacer su mejor esfuerzo y ser pagados igual. Pero ¿cuál sería la elección si uno no supiera dónde quedará en la nueva sociedad? Su decisión y voto ¿no representarían una elección justa e imparcial?
Rawls arguye que se escogerían principios de justicia sobre las bases del resultado “mejor de lo peor”, o lo que los economistas llaman la regla maximin (33). Ver los peores resultados posibles y escoger el mejor entre estos. Visto en esta forma, pareciera que los participantes en la posición original no escogerían ningún sistema de esclavitud o servidumbre, o cualquier sistema de discriminación racial o sexual, dado que ellos no podrían estar seguros de que no estarían entre los esclavos o la minoría racialmente discriminada. Así, surgiría en primer lugar el Principio de libertad básica igual para todos. En segundo lugar se escogería el Principio de la diferencia porque si bien bajo el velo de la ignorancia no se podría elegir desigualdades de riqueza porque uno puede pensar que podría ser uno de los pocos favorecidos, sólo se aceptarían desigualdades cuando fuera para beneficiar a todos en la sociedad y especialmente a los miembros con menos ventajas. Suponga que se pudiera escoger un sistema en el cual profesiones que implican fuerte estudio y esfuerzo fueran compensados en forma igual a aquellas que requieren menos estudio y esfuerzo. ¿realmente favorecería tal sistema? ¿Qué ocurriría si la única manera de inducir a la gente a seguir tales profesiones es para recompensarlos a través de pagos más altos? Si fuera así, entonces igualar sus salarios dañaría a toda la sociedad por la escasez de estos profesionales, digamos, médicos y jueces. Con todo, los médicos, por ejemplo, podrían justamente recibir solamente un pago tanto más alto cuanto es requerido para asegurar el adecuado número de médicos, y eso podría ser considerablemente más bajo que la actual tarifa de pago autorizada a los médicos en los EE.UU. hoy en día. .
Rawls considera que para lograr esta situación de justicia, podríamos utilizar la Regla de oro, por ejemplo “Haz a los demás lo que quisieras que te hagan a ti” es una forma de tratar de bloquear tu propio auto interés al decidir qué hacer. Si el grupo rico en la posición original indicada hubiera usado este principio, ellos no habrían argüido exclusivamente por los derechos de propiedad sino por una distribución más igualitaria de riqueza entre los miembros de la sociedad. Podríamos también usar la aproximación de Kant del “Imperativo categórico” “Haz lo que desearías que cualquiera hiciera”. Otra aproximación es la de preguntar lo que diría un observador neutral. Sin embargo, considera que todas estas son estrategias para bloquear los intereses propios, por lo tanto son irrelevantes para lo que es correcto y justo.
Veamos ahora el enfoque habermasiano. La ética discursiva de Habermas aspira a defender la primacía de lo justo (en el sentido deontológico) sobre lo bueno. Habermas, pues, abandona la idea de que la filosofía pueda elegir una forma privilegiada de vida, y que sea capaz de contestar a la pregunta “¿cómo se debe vivir?” en forma universalmente válida. A lo que se puede aspirar es a reconstruir el punto de vista moral como la perspectiva desde la cual las aseveraciones normativas competentes puedan ser justa e imparcialmente adjudicadas.
Habermas, como Kant, reconoce que la razón es la única salida para llegar a algún tipo de universalización. Como hemos visto, Kant apela al imperativo categórico que surge de cada individuo racional como la máxima que él desearía ver universalizada. Dado que los agentes humanos necesariamente están afectados por sus inclinaciones y deseos sensuales, el acto moral ha de ser realizado sólo por deber. Habermas, por su parte, cree que, teniendo en cuenta que el foco de interés filosófico se ha cambiado de la conciencia individual al lenguaje, la reflexión monológica no puede ser el fundamento de una ley universal.
Actualmente se acepta que la conciencia y el pensamiento son estructurados por el lenguaje. Esto significa que esencialmente son hechos sociales. Por lo tanto, la deliberación no debe ser solitaria, debe ser colectiva, en un espacio social de comunicación donde los significados sean asunto de determinación comunal a través de procesos públicos de interpretación.
Uno de los mayores atractivos de la ética kantiana es su respeto por la integridad y dignidad de los individuos, que se concretaba en la libertad de los sujetos morales para actuar de acuerdo con las normas con las que se comprometen sobre la base de su propia reflexión; i.e., la autonomía del agente moral. La imparcialidad de las mismas está en el reconocimiento del sujeto de que cualquiera puede actuar de acuerdo con ellas; i.e., el carácter de universalidad. Habermas quiere conservar estos rasgos kantianos, pero les da un sesgo diferente. En la ética discursiva la justificación de la normas se da por el acuerdo racional de los sujetos a quienes atañe y el respeto por el individuo se refleja en el derecho de cada participante a responder afirmativa o negativamente a las razones que le ofrecen como justificación.
En el desarrollo de estos temas, Habermas sigue tres orientaciones teoréticas principales (34): a) una teoría comunicativa de significado, racionalidad y validez que analiza el lenguaje en términos pragmáticos; 2) una elucidación del fenómeno moral en términos de una análisis formal-pragmático de la acción comunicativa, en la que sus actores se orientan a declaraciones de validez del juicio moral; y 3) una aproximación procesal a la justificación moral, i. e. ¿cómo se puede justificar el principio de universalización, el único que puede permitirnos llegar a un acuerdo por medio de la argumentación en los asuntos prácticos?
Habermas toma de Austin y Searle la teoría del “acto de habla” y afirma que este es el fenómeno que una ética debe ser capaz de explicar (35) y no las proposiciones. El aspecto ilocucionario del acto de habla estructura las interacciones sociales. Así, se relacionan el significado, la racionalidad y la validez dentro de un esquema teorético que los ata definitivamente a la acción humana. Al igual que Wittgenstein y los pragmatistas, para Habermas el significado es inseparable del rol de lenguaje como estructurador de prácticas e interacciones sociales.
Al tomarse la proposición como unidad de significado, sólo las oraciones asertóricas podían ser calificadas como verdaderas o falsas. Dentro de esta tradición discutir la objetividad de los juicios morales significaba discutir si ellos expresaban declaraciones que pudiesen ser calificadas de verdadera o falsas. Para Habermas no se tata en absoluto de dar o no verdad factual a los juicios morales; de lo que se trata es de identificar la validez distintiva de ellos; ésta admite la crítica racional sobre las bases de razones públicamente inteligibles, i.e., admite la corrección normativa. El principal objetivo de la ética discursiva es mostrar cómo puede alcanzarse tal corrección normativa. Para decidir la verdad de las declaraciones factuales y la corrección de las normas no se puede apelar a una deducción solitaria, ni a la evidencia o a la intuición; sólo se puede apelar a la discusión pública llevada a cabo en un forum libre de coerciones y sobre bases que han sido aceptadas por los integrantes de la discusión.
Así, el imperativo categórico es reformulado por Habermas en la siguiente forma: “Más que adscribir como válida para todos los otros cualquier máxima que yo pueda desear sea una ley universal, debo someter mi máxima a todos los otros para examinar discursivamente su reclamo de universalidad” (36).
La ética discursiva es formal porque sus principios se refieren a un procedimiento (37) que no proporciona ninguna pauta de conducta sustantiva, sino sólo un procedimiento, el discurso práctico. Las normas son propuestas y su adopción es hipotéticamente considerada.
En estos dos casos, dejando de lado las críticas que estas posiciones han despertado, se ve el reconocimiento de que es preciso encontrar una vía media entre los intereses individuales y sociales. Con todo, ambas propuestas son formales, dan procedimientos pero no medidas puntuales de acción. Actualizan el proyecto moral de los modernos, la teoría del contrato social en el caso de Rawls y la del proyecto kantiano, en el caso de Habermas. Ello ha motivado críticas especialmente del lado de los comunitaristas, que las juzgan carentes de consistencia teórica, de utilidad práctica y de sinceridad política. Por mi parte, considero que los procedimientos que proponen son iluminadores, aunque dada la urgencia de tomar medidas que paren las desigualdades cada vez mayores que la globalización va creando, resulten poco prácticas para la situación actual.

SECCIÓN III
Para ilustrar el aspecto biológico del hombre, presentaremos la teoría de los biólogos Richard Dawkins y Humberto Maturana.
Dawkins (38) considera que los seres vivos son “máquinas de supervivencia” y que si bien el hombre comparte con ellos el hecho de la evolución, tiene una serie de características extraordinarias que podrían resumirse en la palabra “cultura”. Afirma que la transmisión cultural es análoga a la transmisión genética, ya que aunque básicamente es conservadora, puede originar alguna forma de evolución. Es más, el lenguaje “evoluciona” a una velocidad mayor que la evolución genética.
Si bien Dawkins se reconoce una entusiasta darviniano, no cree que la teoría evolutiva pueda circunscribirse al gen, la unidad de la replicación biológica; él cree que en nuestro planeta ha aparecido un nuevo replicador, una unidad de transmisión cultural, de imitación, que llama “Mimeme” y que prefiere abreviar en meme. Los genes se propagan en un acervo génico al saltar de un cuerpo a otro por medio de los espermatozoides y óvulos, los memes se propagarían al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso de imitación. La transmisión de memes crea sus réplicas. Pero así como no todos los genes que pueden hacer copias son exitosos al hacerlo, así también algunos memes tienen un éxito mayor que otros en el acervo de memes. Ello, como en el caso de los genes, ocurre cuando tienen longevidad, fecundidad y fidelidad en la copia, aunque con respecto a esta última cualidad reconoce que los memes se ven sometidos a una mutación constante y también a una fusión.
Los genes son replicadores inconscientes y ciegos, no puede esperarse de ellos que desperdicien una ventaja egoísta a corto plazo, aun cuando le compensara a largo plazo, hacerlo así. En el casos de los memes si hay una capacidad de previsión consciente y considera posible que haya una capacidad para un altruismo verdadero, genuino y desinteresado, que podría salvarnos de los excesos egoístas de los ciegos reproductores: “Tenemos el poder de desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento y, si es necesario, a los memes egoístas de nuestro adoctrinamiento” (39), sostiene Dawkins.
Maturana y Varela acuñaron el término autopoiesis para caracterizar a aquellos sistemas que a) mantienen su organización definida a través de una historia de perturbación ambiental y cambio estructural y b) regeneran sus componentes en el curso de su operación. Los sistemas autopoéticos que existen en el espacio físico son sistemas vivientes
En la teoría autopoética, la(s) forma(s) precisa(s) y la(s) funcion(es) en las cuales los sistemas se distinguen son impuestas inevitablemente por cualesquier observador que se dirige a ellas: “Todo lo que es dicho es dicho por un observador” (40), de allí, que en la teoría autopoética exista una priorización intrínseca de la “contextualización”. La verdadera comprensión de un mensaje exige el conocimiento del contexto en el cual es pronunciado. Cada persona cuenta solamente con aquello con lo que ha nacido y su propia historia personal (ontogenia). Esto es lo que determina como opera en cualquier ambiente y cómo da sentido al mundo. Dondequiera que las historias personales sean muy diferentes, la conducta, que es la dinámica de la interacción en la clase puede muy bien ser inesperada por ambos lados, porque surgirá de diferentes dominios.
Literalmente creamos el mundo momento a momento al vivir en él y todo lo que decimos y hacemos contribuye a la creación de la próxima etapa de este mundo (y del ser real de la gente en él); por lo tanto, tenemos una obligación de crear conscientemente espacios moralmente responsables y debemos abandonar nuestra certidumbre y convicción de que las cosas son de hecho tal como las vemos. La experiencia de los organismos vivientes viene de las distintas formas de conocer que se originan en estructuras biológicas específicas.
Un posterior desarrollo de Maturana –en colaboración con Gerda Verden-Zoller (41)- es la Biología del amor. Aquí los autores sostienen que los hombres son animales amorosos que cultivan la agresión en una alienación cultural que finalmente puede cambiar nuestra biología. El amor se conceptúa como el dominio de aquellas conductas o disposiciones corporales dinámicas a través de las cuales el otro surge como un legítimo otro en coexistencia con uno mismo.
La vida social está centrada en la consensualidad y la cooperación, no en la competencia o vida agresiva. La inteligencia se desarrolla primero en la consensualidad y luego en la resolución de problemas. La ambición, la competitividad, la cólera, la envidia, la agresión y el temor reducen la inteligencia porque restringen el dominio de apertura para la consensualidad.
En el aspecto psicológico tomaremos a Sigmund Freud, porque incide en la conciencia moral del hombre y trata de explicar su génesis.
Freud reconoce dos impulsos humanos fundamentales: el de la autoconservación y el de reproducción. Observó que muchos estados patológicos mentales, particularmente las neurosis, eran irreductibles a problemas relacionados con el primero de estos impulsos, se dedicó más a reducirlos a problemas originados en el desarrollo del segundo. En todo caso, ambos impulsos encentran en la vida social coerciones que peden resultar patógenas. No obstante, por la amplitud y significación atribuida al desarrollo y papel de la sexualidad, la doctrina de Freud es considerada como “pansexualista”.
Inicialmente, Freud (42) sistematizó el aparato psicológico dividiéndolo en consciente, preconsciente e inconsciente (siendo el yo la unión de consciente y preconsciente). Para ello partió de la oposición entre percepción (consciente) y recuerdo (generalmente inconsciente). En el dominio de lo no consciente, hay que distinguir entre el inconsciente propiamente dicho, que es inaccesible a la evocación voluntaria, y el preconsciente, que es evocable. Entre el inconsciente y el preconsciente coloca Freud un sistema de bloqueo de tendencias inconscientes contrarias a los deseos conscientes, llamado “censura” que consiste en un conjunto de ideas, recuerdos, deseos, sentimientos, que inhiben a otros conjuntos de ideas, recuerdos deseos y sentimientos.
Posteriormente, modificó su esquema para adaptarlo a su concepción más elaborada de la represión. Por el anterior esquema podría creerse que la represión parte del yo; pero ocurre que en los enfermos es completamente inconsciente. Se hizo necesario, por consiguiente, incluir en el aparato psíquico un proceso reprimente inconsciente, modificándose el aparato psíquico de la siguiente manera: se postula un yo, un super-yo y el ello. El yo comprende lo consciente y lo preconsciente, el super-yo es el inconsciente deprimente; el ello es el inconsciente reprimido. El super-yo desempeña el papel de la censura del anterior esquema. Proviene de una sublimación del instinto, principalmente el sexual y constituye el elemento ideal, esto es, social, estético, moral y religioso. La sublimación es un proceso de transformación de las tendencias instintivas o actividades psíquicas superiores, particularmente la artística.
El hombre lucha continuamente por alcanzar una armonía (43). Esta lucha brota de la pugna entre Eros y Thanatos, la cual está condicionada por la naturaleza y por la necesidad y enfrenta fuerzas igualmente poderosas. Con todo, de la fuerza que siempre niega nace en definitiva la “acción buena” en una unión necesaria y finalmente armónica. A partir de allí se desarrollan la cultura, la civilización, la comunidad y la sociedad.
Freud reconoce el conflicto interior que provoca la dolencia anímica como frustración de la defensa contra representaciones insoportables que despiertan efectos tan penosos que determinan a la persona a olvidarlos, porque siente que carece de fuerzas para resolver, por la vía del pensamiento, la contradicción de esa representación con su yo. El enfermo padece una insoportable conciencia de culpa, que proviene del sentimiento de fracaso de su lucha contra las representaciones y emociones por él rechazadas. Así, lo que finalmente se tiene es un conflicto de conciencia y las representaciones y emociones son insoportables porque no son compatibles con la conciencia moral.
En la parte sociológica, habremos de concentrarnos en el fenómeno de la globalización (44) que pervade el mundo actual y que podríamos caracterizar como el establecimiento de un sistema internacional tendiente a la unificación de gobiernos, valores y objetivos, con el “ideal expreso” de integrar dentro de su seno a la humanidad entera.
Sin embargo, los hechos revelan la inconsistencia del ideal con la realidad. La globalización al estimular la importación de modelos occidentales en la sociedades del sur, revela su inadecuación; al incitar a las sociedades periféricas a adaptarse, hace surgir esperanzas de innovación que, prácticamente, de manera invariable resultarán falsas, al acelerar el proceso de unificación mundial, apoya el renacimiento y la afirmación de las características individuales; al dotar al orden internacional con un centro de poder más estructurado de lo que jamás estuvo, tiende a intensificar el conflicto. Finalmente, al buscar llevar el desarrollo histórico a un fin, lanza en forma súbita a la historia en direcciones variadas y contradictorias.
Al irse perfilando más claramente sus contornos, se va viendo que la promesa de que los socios comerciales llegaran a ser socios políticos y que la interdependencia económica eliminaría el potencial para el conflicto político y militar es falsa; más bien, la globalización se va presentando como una invasión foránea que destruirá las culturas locales, los gustos regionales y las tradiciones nacionales. Sin embargo, considero que la globalización en sí no es mala, que brinda oportunidades para que surja un nuevo tipo de ciudadanía, la cosmopolita. El problema está en que la ambición desmedida por el poder en todos los campos: del conocimiento, de la economía, del dominio en general ha alcanzado proporciones jamás vistas y hace imposible el ideal de una ciudadanía del mundo y de una justicia social.
Sin embargo, analizando los aspectos biológico-psico-sociales que hemos mencionado, encontramos que en lo biológico la característica amorosa de los mamíferos a cuya clase pertenecemos podría lograr un compromiso entre los genes y memes egoístas y la cooperación social sin la cual es imposible la supervivencia. En el aspecto psicológico, sin una aceptación plena del psicoanálisis freudiano, convendríamos en que la salud mental requiere de un balance entre los actos del individuo y el consenso social. Y, finalmente en el aspecto sociológico, de superarse los apetitos de poder podría llegarse a un estado en que el ser social sea una fuente de florecimiento del ser individual.
Así, en teoría no es imposible alcanzar el punto de equilibrio en el cual el desarrollo y las metas individuales, lo que Habermas llama intereses emancipatorios y que tienen que ver con el proyecto de vida personal de cada uno– no conflictúen con los intereses sociales. Pero ¿cuál sería el camino a seguir para lograr tal armonía? Me permito sugerir que es el de la doctrina ética de la autorrealización.
Considero que el ser humano tiene derecho a aspirar a la felicidad, que el factor esencial de ésta es la autoestima, la cual sólo puede lograrse amando lo que uno es y lo que uno hace, pero, por otro lado es importante que el medio en el que uno se desenvuelve posea la virtud social de la justicia. Creo que en el hombre son igualmente poderosas las tendencias hacia el egoísmo y hacia el altruismo, pero que hay un reconocimiento del valor superior del altruismo sobre el egoísmo. En palabras de Scheler, el hombre es un asceta de la vida, puede decir no a sus genes y memes egoístas, en eso consiste la libertad, aquello que nos diferencia de los otros seres vivos que nunca pueden decir no a sus instintos y en eso reside nuestra humanidad.
El individualismo ético no habría de considerarse como una restricción completamente fuerte a los intereses sociales. Si nuestros “yoes” están embebidos en formas sociales, según lo enfatizan los comunitarios, podría ser imposible tratar a los individuos con igual respeto sin algo que viniera a términos con aquellas formas sociales. Podría parecer que el florecimiento humano –nuestro bienestar individual– demanda el florecimiento de los grupos de identidad dentro del cual el significado de nuestras vidas toma su forma; por lo tanto la autorrealización implicaría la preocupación por nuestros grupos de identidad, para empezar, ya que las comunidades en las cuales estamos incluidos son las que dan a nuestras elecciones su contexto y contenido. Así, la individualidad se desliza a los grupos de identidad y quizás con el tiempo se logre concretar la identidad terrestre, o hasta la identidad cósmica de la que habla Morin (45). La armonía que debemos buscar entre el yo y los otros quizás se encuentre en la voz interior, en la capacidad de introspección, de crítica, en la razón que Kant privilegia para lograr la autonomía y la universalidad del imperativo categórico, pero también en la lógica del corazón, de la que hablaba Pascal; y, muy probablemente, allí encontraremos la veta egoísta que destaca Gauthier, pero también las fuentes de la moralidad y del altruismo que menciona Taylor. Así, sugiero introducir la categoría del ego-altruismo, i.e., la preocupación simultánea del yo y de los otros, sin los cuales la propia identidad perdería sus perfiles.
Para dar significado a la vida, deseamos ver lo que hacemos como un elemento en algo que, como un todo, nos satisface. Naturalmente, este algo no tiene que ser edificante. Puede ser venganza o destrucción tan fácilmente como amistad o descubrimiento. Pero –y este es el punto para la discusión del egoísmo de Mary Migdley (46)– todo aquello que es más grande que nuestra propia vida, algo en lo que vale la pena participar, casi necesariamente envuelve a otra gente. Aún el financiero más obstinadamente egoísta necesita a alguien con quien compartir su riqueza. Hasta el más solitario artista o pensador espera encontrar finalmente un público que lo comprenda. Ciertamente existen reclusos naturales; pero, en todo caso, no son casos comunes. Aunque la otra gente pudiera ser odiosa, la mayoría de las actividades que realmente nos importan, las envuelve. La soledad es necesaria para muchas partes de nuestra vida, pero no puede ser el clima de toda ella.
Explicitando más el concepto de egoaltruismo, diremos que es la síntesis que consiste en el amor al yo, esto es, hacer de nuestras vidas un entramado de actos verdaderos, buenos y bellos; y en el amor a los demás, cuya existencia es tan valiosa como la nuestra propia ya que dan verdadero sentido a los actos más importantes de nuestra vida, que en forma alguna son solitarios: la construcción de la dignidad, la amistad y el amor.
Como lo destaca Maturana, nuestras circunstancias las vamos creando y somos responsables de ellas. La vida no es algo hecho, por el contrario, es algo que vamos haciendo y en esta faena poética –como la llamaba Ortega y Gasset– podemos crear un mundo en el que yo se encierre en una soledad absoluta, casi autista, porque no le interesa sino su ser individual, o un mundo de apertura, de riqueza solidaria porque este ser individual abre su mente y su corazón al valor intrínseco que el ser social posee.
No es el destino, ni la suerte, ni siquiera las circunstancias las que definen nuestro futuro, son nuestras propias decisiones. Ellas pueden acercarnos a mundos de pesadilla donde el egoísmo nos conduzca al estado de natura hobbesiano donde “el hombre para el hombre es un lobo”, o a existencias mejores donde “el hombre para el hombre es un hermano”. Gracias.


(*) Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa
Urb. Alvarez Thomas E-12 (Cercado) Arequipa – Perú
Teléfono: 51-54-283827
REFERENCIAS (1) PLATÓN. La República. En: Platón. Obras Completas. 1966. Madrid: Aguilar, p. 831/579c/581a.
(2) Ibid., p. 732/413e/415c.
(3) Ibid., p. 809/454d/546b.
(4) Ibid., p. 831/579c/581a.
(5) Ibid., p. 820/561c/562e.
(6) Ibid., p. 824/567b/568d.
(7) ARISTÓTELES. Ética nicomaquea. En: Aristóteles. Obras Completas. 1964. Madrid: Aguilar, p. 1109a.
(8) AGUSTÍN. La ciudad de Dios. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, p. LVIII, 1964.
(9) Ibid., L.I, XI 13.
(10) ARRIETA DE GUZMÁN, Teresa. 1996. Ética y utopía en el mundo occidental. 1996. Arequipa: Ediunsa, pp. 32, s.
(11) MAQUIAVELO, Nicolás. El príncipe. Buenos Aires: Edit. Sopena. 1960, p. 37.
(12) Ibid., p. 90.
(13) Ibid., p. 36.
(14) Ibid., p. 87.
(15) Ibid., p. 89.
(16) Ibid., p. 91.
(17) Ibid., p. 86.
(18) Ibid., p. 79 ss.
(19) Ibid., p. 83.
(20) KANT, Inmanuel. Groundwork of the Metaphysic of Morals. New York: Harper Torchbooks, 1964, p. 52.
(21) Ibid., pp. 66 s.
(22) MILL, John Stuart. El utilitarismo. Buenos Aires: Aguilar. 1962, p. 29.
(23) LOCKE, John. Second Treatise of Government. Indianápolis: Hackett Publishing Co., Inc., 1980, p. 13.
(24) STEWART, David y BLOCKER, H. Gene. 1987. Fundamentals of Philosophy. New York: MacmillanPublishing Co., pp. 453 s.
(25) GAUTHIER, David. 1990. The Social Contract as Ideology en Moral Dealing. New York: Cornell Univesity Press, 326.
(26) Ibid., p. 334
(27) Ibid., l335 ss.
(28) Ibid., p. 340
(29) HOBBES, Thomas. 1962. Leviathan. New York: Macmillan Publishing Co., p. 114
(30) Loc. Cit.
(31) RAWLS, John. 1985. Teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura
Económica, p. 29.
(32) Ibid., p. 163.
(33) Ibid., p. 184.
(34) HABERMAS, Jürgen. 1993. Justification and Application. Introducción de Ciaran Cronin, Cambridge: The MIT Press, p. xiii.
(35) Ibid. p. xii.
(36) HABERMAS, Jürgen. 1995. Moral Consciousness and Communicative Action. Cambridge: The MIT Press, p. 67.
(37) Ibid., p. 103.
(38) DAWKINS, Richard. 1985. El gen egoísta. Barcelona. Salvat Editores, S.A., passim.
(39) Ibid., p. 298
(40) ARRIETA DE GUZMÁN, Teresa y otros. 2001.
(41) MATURANA, Humberto y VERDEU-ZOLLER, Gerda. 1990. Biology of Love.
http://members.ozemail.com.au/iicull/articles/bolhtm
(42) ARRIETA DE GUZMÁN, Teresa. 1987. Antropología filosófica. Arequipa: UNAS, p. 23.
(43) BLUM, E. “Freud y la conciencia moral”. En: ZBINDEN, H. y otros. 1958. La conciencia moral. Madrid: Revista de Occidente, pp. 233s.
(44) ARRIETA DE GUZMÁN, Teresa. “Globalización y cosmopolitismo”. En: GARCÍA ZÁRATE, O.A. (Ed.). 2001. Filosofía, globalización y multiculturalidad. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, p. 42.
(45) MORIN, Edgar. 1999. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. París: UNESCO, passim.
(46) MIDGLEY, Mary. 1995. Beast and Man. London: Routledge, pp.120 s.