Alfonso Ibáñez (*)
“Al final del siglo XX toda filosofía que aspire a descender del cielo de la abstracción a los problemas concretos que plantea el mundo en que vive, no puede ser indiferente a la necesidad de esclarecer sus problemas fundamentales, morales y políticos. Sólo así puede contribuir, frente a todo positivismo, a que lo que existe hoy, con toda su causa de miserias, injusticias, enajenaciones, sea de otra manera” (Adolfo Sánchez Vázquez)
En su muy interesante libro sobre La razón de los vencidos, Reyes Mate hace notar cómo, a diferencia de la antigüedad clásica donde la ética consistía en la búsqueda de la buena vida en la polis, en el mundo moderno se ha dado una escisión entre ética y política. Pese al notable esfuerzo hegeliano, que siempre intentó superar los desgarramientos de la modernidad, esta división se ha seguido reproduciendo hasta nuestros días[1]. De ahí la pertinencia de la ética del discurso o comunicativa, elaborada en los años recientes por Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel, quienes retomando el punto de vista moral de Kant, no dejan de ser sensibles a la crítica hegeliana desde la eticidad histórico social. Muy especialmente, asumiendo el “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea, ellos llevan a cabo un tránsito de la filosofía de la conciencia monológica a una filosofía intersubjetiva y dialógica que les permite establecer puentes entre lo individual y lo social, entre lo privado y lo público, así como entre la ética y la política. Lo cual no quiere decir que el resultando sea impecable y completamente satisfactorio. Las reacciones críticas no se han hecho esperar demasiado y han llovido de todas partes y por todas partes. Signo evidente de la importancia de esta contribución en el debate ético y filosófico actual. El mismo Reyes Mate, quien no coincide mucho con los planteamientos de la racionalidad comunicativa, se ve obligado a pasar por la confrontación abierta con esta “ética apática”, a fin de poder construir su propia opción por una ética compasiva.
Como muy bien ha observado Victoria Camps, el universalismo de la razón moderna bien pronto suscitó sus detractores. Y como ella misma escribe, “desde Hegel hasta bien mediados del siglo XX, los filósofos más sobresalientes han coincidido en la tesis de que la moral universal es un engaño”[2]. En esta apreciación han jugado un rol preponderante los “maestros de la sospecha” como Freud, Nietzsche o Marx, quienes denunciaron, cada uno a su modo, el engañoso supuesto de la universalidad de los valores morales. Más tarde Wittgenstein manifestó que querer hablar de ética es ir más allá de las posibilidades humanas, y las tendencias escépticas y relativistas no han dejando de prolongarse hasta el presente en medio del clima cultural del posmodernismo. No obstante, en los últimos decenios estamos asistiendo también a una recuperación de la teoría ética a través de una suerte de “resurrección” de la moral kantiana. Es el caso de la teoría de la justicia de John Rawls, quien renueva la base del contrato social y proporciona una definición de la justicia que, según sus palabras, significa un “constructivismo kantiano”. Es en este contexto que hace su aparición la ética comunicativa de Apel y Habermas, planteándose el problema de la validez de las normas morales. Si bien la conciencia se autolegisla la ley moral, como ya pensó Kant, esa ley no puede proceder sólo de la unidad de la conciencia individual, sino que debe ser consensuada social y democráticamente. Precisamente porque el ser humano está hecho de lenguaje y el lenguaje es comunicación y la comunicación persigue el consenso. Pero aquí no se expondrá la fundamentación e implicancias de esta concepción ética deontológica y universalista, que se tendrá por suficientemente conocida[3]. Sólo me ocuparé de su recepción crítica en América Latina, y no de manera exhaustiva, sino reseñando algunos comentarios representativos a que ha dado lugar en nuestro medio filosófico.
Desde la consolidación de la democracia
En América Latina venimos saliendo de un ciclo de dictaduras militares y de gobiernos autoritarios, que posibilita hablar de un tránsito hacia la democracia. Ello explica el atractivo por una ética discursiva que desentraña en los actos de habla y en el hecho de la argumentación, esa forma de racionalidad que niega legitimidad a cualquier forma de dictadura y otorga sentido a una democracia participativa. Ya que la racionalidad comunicativa defiende a la modernidad frente a sí misma, propiciando la participación ilimitada y universal en la generación consensual de los principios que gobiernan la vida pública. Al insistir en una idea de razón que debe formarse por el diálogo, la ética comunicativa sienta las bases de la democracia, la cual debería consistir en el descubrimiento de ideales y valores a partir de la comprensión de puntos de vista plurales. Por ello cabe mencionar la intervención de tres filósofos latinoamericanos en el diálogo hispano-argentino-alemán que se hizo en torno a Etica comunicativa y democracia. Como se explicita en el prólogo, se trata de una “ética mínima”, de una ética modesta que no pretende sino asegurar la dimensión normativa del fenómeno moral. Pero ahí también radica su grandeza, porque esto le capacita para fundamentar éticamente una concreta forma de organización política: la democracia. A continuación se señala que “en ella deben convivir plurales modelos de vida buena, unidos por el lazo de unas respetadas normas mínimas, y es de esta estructura que da cuenta la ética comunicativa, en la medida que da razón de ella”[4].
En “Hacia un concepto integral de democracia”, Ricardo Maliandi comienza por hacerse cargo de la ambigüedad y complejidad de la noción de democracia, para luego aludir a la “simplificación” schumpeteriana. La inversión copernicana que propone Schumpeter con respecto al sujeto de las decisiones políticas, que pasa del “pueblo” a los dirigentes políticos, tiene que suponer que esa desigualdad es insuperable. Motivo por el cual Maliandi elabora un concepto más integral de democracia, teniendo en cuenta que ésta es un ideal pero también una realidad, que tiene contenidos normativos pero también descriptivos. Así es como se da la posibilidad de que todos los ciudadanos ejerzan influencia en las decisiones políticas, pero también la de ser engañados justamente en este punto. Ahora bien, “un concepto integral de democracia tiene que hacer explícita la cualidad ética normativa de este tipo de organización social. Para la ética de la comunicación ello reside en que lo democrático apunta a la realización de la comunicación consensual”[5]. Al legitimarse, la democracia exhibe su racionalidad y la validez universal de su preferibilidad frente a toda forma de totalitarismo. Esto es muy importante ante la expansión del escepticismo ético y ante la oposición a toda fundamentación racional de normas proveniente del “neopragmatismo” y el “posmodernismo”. Asumiendo el punto de vista de Apel, Maliandi hace ver la unilateralidad de Lyotard en su defensa del disenso, así como las debilidades de Rorty acerca de la prioridad de la democracia sobre la filosofía. En lo relativo a la expresión de “transición hacia la democracia”, apunta que no es muy feliz porque sugiere un mero acercamiento a algo que sería fijo o estático. Más correcto sería pensar en la democracia como algo dinámico y en permanente devenir, que posee un desarrollo gradual. Dicha gradualidad de la democracia tendría que ver con los estadios de la conciencia moral y con la conciencia de que la realidad social es siempre conflictiva. De modo que la idea regulativa de una “comunidad ideal de comunicación”, que debe ser realizada, no parece compatible con regímenes autocráticos ni con ningún tipo de abuso del poder político.
Julio De Zan, en la “Significación moral de la democracia”, sostiene que en la sociedad moderna la voluntad de poder y las pretensiones de dominación requieren cada vez más de una justificación ante la opinión pública a través de argumentos racionales. De ahí que la formación de una conciencia moral esclarecida acerca de la validez moral del sistema democrático, y la difusión de convicciones fundadas en argumentos capaces de resistir la seducción de ideologías contrarias, aún en situaciones de crisis, es una de las condiciones para su consolidación. Por ello De Zan defiende la tesis de que el consenso constituye el criterio de legitimación de las decisiones colectivas y de las instituciones políticas, que además posee una relevancia moral para la acción política en general: “Nos referimos al principio del discurso consensual comunicativo, en cuanto ‘metainstitución de la crítica y la fundamentación de todas las otras instituciones’, como una idea real en sentido cuasi hegeliano, como la idea que ya se halla realizada especialmente en las instituciones de las democracias existentes”[6]. Una concepción schumpeteriana de la democracia, según el modelo del mercado político, se muestra demasiado descriptiva. Mientras que una teoría de la democracia, en América latina, no puede ser más que una teoría normativa. Una teoría meramente descriptiva carecería de objeto, puesto que la democracia es para nosotros, antes que nada, un proyecto a realizar. Por ello la participación de los ciudadanos en el proceso de elaboración de las decisiones colectivas, a través del discurso público, es uno de los bienes sustantivos que el orden político debe promover. En una nota a pie de página, De Zan se refiere no sólo a las condiciones normativas formales de validez del discurso argumentativo, sino también a las condiciones materiales de posibilidad de la institucionalización del discurso como procedimiento intersubjetivo. Allí señala que “es necesario transgredir la brecha que media todavía entre la ética formal del discurso y una teoría material de la justicia”[7].
Sin descuidar los asuntos de la fundamentación, Dorando Michelini advierte en su contribución que la solución del problema de la realización constituye una cuestión relevante e irrenunciable de la ética discursiva, que desde el inicio y por principio se autocomprende como una ética política de la responsabilidad solidaria. Por ello, en “Etica discursiva y legitimidad democrática”, trata de averigüar hasta qué punto el principio discursivo-consensual puede servir para fundamentar un sistema democrático que se base no sólo en la legitimidad formal y legal, sino que también tenga en cuenta las instancias fundamentales de la participación y de la responsabilidad solidaria, como del principio de justicia. Justamente porque su aplicación no se reduce a un procedimiento formal, según Apel, sino que incluye la realización de una idea, por más aproximativa que sea. Al respecto subraya cómo en las decisiones y acciones de las democracias occidentales establecidas, no se tienen en cuenta las aspiraciones de otros afectados a nivel internacional. La ética discursiva también puede contribuir en la generación de una responsabilidad solidaria frente a los efectos problemáticos del despliegue tecno-científico en el ámbito planetario. Con respecto a la crisis permarnente de legitimidad política en América Latina, que conduce a la destrucción práctica de las instituciones democráticas, Michelini afirma que la elaboración de una teoría filosófica de fundamentación de las normas ético-políticas de convivencia es un aporte modesto, pero imprescindible. Ya que ella puede incidir en la propuesta de una legitimidad democrática del uso del poder que sea capaz de alcanzar el bienestar sin privar de libertad, al mismo tiempo que fomenta la participación de los afectados en todos los procesos de formación democrática de la voluntad para la decisión pública, teniendo como idea regulativa el principio de justicia y de responsabilidad solidaria. Motivo por el cual, optar por los procedimientos democráticos no es cualquier opción política, ni significa adoptar un estilo de vida “eurocéntrico”, sino que constituye “la única forma de vida pública racional y éticamente fundamentable”[8]. En América Latina los lineamientos de la ética del discurso implican, a la vez, una oportunidad y un desafío. Oportunidad porque posibilitan, en el marco de un Estado de derecho, la discusión responsable y, eventualmente, la solución pacífica de los conflictos por los afectados mismos. Y desafío por las exigencias de trabajar en la institucionalización de un orden ético-político en condiciones reales sumamente adversas y precarias.
Desde la reproducción de la vida
En el acápite anterior se ha expuesto una recepción ampliamente positiva de la ética discursiva por parte de los filósofos argentinos mencionados. Ellos destacan la pertinencia de este tipo de planteamientos ético-políticos para impulsar los distintos procesos de democratización que se van experimentando en latinoamérica. Ahora abordaremos el punto de vista de Franz Hinkelammert, quien estima que la ética del discurso ha de ser tenida en cuenta en cualquier formulación de una ética actual, pero que a su vez necesita pasar por una crítica profunda para poder responder, de manera efectiva, a sus propias aspiraciones. Al respecto conviene precisar que si bien Habermas se refiere a una pragmática universal del lenguaje donde se da una “situación ideal de habla”, Apel construye una pragmática trascendental donde la “fundamentación última” surge de una “comunidad ideal de comunicación”. Más allá de las semejanzas y diferencias, que sin duda las hay, la configuración de una estructura fundamental del lenguaje no deja de ser muy problemática[9]. Así, por ejemplo, Javier Muguerza al aludir a los posmodernos señala que lo que hay que hacer hoy día no es renunciar a la razón, sino a escribirla con mayúscula como los viejos ilustrados. Esta adhesión a una razón con minúscula nos debe hacer desconfiar tanto de los irracionalismos como de los racionalismos excesivamente ambiciosos. La confianza de Habermas en la razón dialógica o comunicativa le resulta desmesurada y una muestra insigne de “Razón con mayúscula”. Por ello se pregunta: “¿Qué otra cosa es si no su archifamosa pretensión de que el ejercicio de dicha racionalidad, en las idealizadas condiciones de una hipotética ‘situación ideal de diálogo’ llamada a liberar al discurso de cualquiera otras coacciones que no sea las de la argumentación racional, acabe dirimiendo nuestros conflictos de intereses –los conflictos que han ensangrentado la historia de la humanidad- y conduciéndonos al logro de un consenso universal entre los hombres?”[10]. Pues ninguna situación ideal podría por sí sola librarnos de la enojosa realidad de la dominación que la obstaculiza.
Ahora bien, en “La ética del discurso y la ética de la responsabilidad: una posición crítica”, que fue la conferencia que Hinkelammert pronunció en el IV Seminario Internacional: A Etica do Discurso e a Filosofia Latino-americana da Liberaçao, en 1993, se concentró en la discusión de la ética de Apel por estimarla más elaborada filosóficamente. Allí considera que el concepto de comunidad ideal de comunicación es derivado mediante un proceso de abstracción a partir de la comunidad real de comunicación. El proceso de abstracción explicita una comunidad ideal de comunicación contenida de modo implícito en la comunidad real de comunicación. La cuestión es que de esta comunidad ideal resultan valores para la comunidad real, ya contenidas en el proceso de comunicación, como son la universalidad del discurso, la exigencia de verdad o la disposición a buscar la solución de problemas. Claro que el discurso real puede ser particular, mentiroso o dirigido a impedir las soluciones, pero con ello se cae en una contradicción performativa. En relación a los valores de la comunidad ideal de comunicación, Apel habla de valores de “fundamentación última” que una comunidad real de comunicación no puede negar argumentativamente sin caer en una contradicción performativa[11]. Hinkelammert ve en esto un esquematismo formal que no le sorprende, ya que en todas las ciencias empíricas se hallan argumentaciones paralelas. En las ciencias económicas de la comunidad de comunicación de bienes surge la contraposición entre lo ideal y lo real. La teoría de la competencia perfecta se deriva de la competencia real o “imperfecta”, y de esta situación ideal de competencia se obtienen determinados valores. Siguiendo la tesis de Adam Smith de la “mano invisible”, la situación ideal de competencia es concebida de forma tal que la persecución del interés propio contiene automáticamente la realización del bien común como interés general. Otro tanto sucede en la teoría de la planificación perfecta donde el interés general une todos los intereses particulares, o en Marx cuando se refiere a una “asociación de productores libres”, pensando idealmente y sin pérdidas por fricciones en la división social del trabajo real.
Para Hinkelammert, la construcción de procesos ideales de funcionamiento es un producto de la modernidad, que aparece primero en la física teórica para luego generalizarse en el siglo XIX. Así es como alude a ciertos planteamientos de Nietzsche o Freud, hasta mencionar a la novela de detectives que da vueltas en torno a la imaginación del crimen perfecto. Weber analiza esta construcción de procesos idealizados de funcionamiento cuando habla de los “tipos ideales”, que no son empíricos, sino “utopías”. El ve que de las construcciones ideales se pueden deducir normas valorativas, pero lo considera un abuso. “Sin embargo, dice Hinkelammert, estoy convencido de que Apel tiene razón. Los procesos idealizados de funcionamiento implican valores. Por ello aparecen necesariamente a partir de los tipos ideales en el sentido de valores. Max Weber rechaza eso de modo explícito, pero en sus propios análisis no lo puede evitar”[12].
Ahora bien, como se trata de una situación ideal, se hace el intento de acercarse a ella, de modo que aparece la imaginación de una aproximación asintótica de la realidad a la situación ideal derivada de la misma realidad. Esta imaginación se generaliza como progreso técnico y económico y, por lo menos desde Francis Bacon, esta noción de progreso domina a la modernidad. Pero al ser imposible alcanzar la situación ideal, el progreso asintótico es concebido como un progreso infinito que no llega nunca a su culminación. Del progreso técnico se deriva un progreso en las relaciones intrahumanas y hasta de la humanización del ser humano mismo, como sucede en la idea del progreso moral de Kant. Cuando Apel habla de la comunidad ideal de comunicación señala que es un principio regulativo que se realiza a sí mismo teórica y prácticamente “in the long run”. De esta manera, transforma la meta fantasmagórica de una aproximación asintótica infinita en el principio constitutivo de la ética del discurso. Para Hinkelammert, con eso desaparece la realidad y puede ser tomada en cuenta como mera facticidad: “En todas estas imaginaciones se trata de un esquematismo formal análogo, que es conseguido mediante una argumentación circular, constituyendo la realidad por medio de un proceso de aproximación asintótica a partir de una situación ideal derivada de ella misma. De hecho, se hace desaparecer la realidad en nombre de su propia idealidad[13]”. En lugar de la realidad ha sido puesto un proceso de aproximación asintótica a la situación ideal, por medio del cual se hace invisible el mismo mundo en cuanto mundo contingente.
Por ello Hegel habla de estos procesos como “progresos de mala infinitud”, pues los pasos finitos hacia una meta infinitamente lejana son interpretados como acercamientos. La finitud de la condición humana también se elimina, pero ¿se encuentra el ser humano de hoy, que tiene una esperanza de vida doble en relación a los de hace quinientos años, más cerca de la vida eterna que ellos?[14] De otro lado, en esta aproximación asintótica se puede perder la misma meta del proceso, se la puede cambiar y hasta invertir en su contrario. Si la meta se refiere a la totalidad de la sociedad parece inevitable su transformación en lo contrario, como ocurre con el progreso tecnocientífico que hoy amenaza al ser humano y la naturaleza con la perdición. Como ya lo dijera Weber, estas situaciones ideales son utopías, sólo que la aproximación asintótica da a las utopías la apariencia de realismo, como un velo que encubre la contingencia del mundo y hace posible un progreso hacia un mundo no-contingente. Probablemente nuestro siglo es el de la formulación más agresiva de lo utópico, como se muestra en la utopía real-socialista, en la utopía fascista y en la utopía de la aproximación al interés general por medio del mercado total y globalizado. Todos los utopistas del siglo XX se suponen realistas, a la vez que siempre atacan a los otros como “utopistas”. Pero como señala Hinkelammert, “el anti-utopismo es el camuflaje de los utopistas que se consideran a sí mismos realistas, sobre la base de la magia de la aproximación asintótica infinita. Esta magia es la ilusión trascendental de la modernidad”[15].
La ética del discurso pretende cimentar la derivación de valores para todas las dimensiones de la vida social. Esto exige un principio-puente que será formulado por Habermas como el principio de universalización, de tal manera que en el proceso de formación de normas habrá que tenerse en cuenta “las consecuencias y efectos colaterales que previsiblemente resultan de su observación general”. Hinkelammert afirma por ello que en la parte A de la ética del discurso de Apel existe ya un elemento de una ética de la responsabilidad que, así como Habermas, asume de Weber. Sin embago, en la aplicación de normas universales siempre hay consecuencias que no son previsibles, de las cuales se ocupa Apel en la parte B. Allí critica las éticas rigurosistas de principios en nombre de la ética de la responsabilidad, como sucede en el ejemplo de Kant con respecto a la posibilidad de mentir al asesino potencial. Pero Hinkelammert pregunta: ¿de qué argumento dispone él para determinar que la norma de no matar está por encima de la de no mentir? Motivo por el cual prefiere remitirse al ejemplo kantiano del depósito, donde se establece que si no se pagaran las deudas no habría más préstamos. Por tanto, en rigor el préstamo hay que pagarlo aunque perezca el deudor, como defiende nuestra ética capitalista dominante con relación a la deuda externa del Tercer Mundo. Apel entraría en conflicto con esta ética de la convicción sin responsabilidad pero, paradójicamente, no así Weber, por lo que Hinkelammert opina que la ética discursiva se refiere a su ética de la responsabilidad sin haberla analizado con suficiente seriedad[16].
Más adelante señala que la respuesta tradicional de la ética de la responsabilidad a la cuestión de las normas es: “El hombre no es para el sábado, sino el sábado es para el hombre”. De este criterio de verdad se sigue el deber moral universal de violar normas válidas en el caso de que su cumplimiento destruya la vida del ser humano. En la parte B de su ética discursiva, Apel introduce la necesidad de vivir, pero sin ninguna fundamentación, mientras que si se quisiera integrar el criterio de verdad acerca de las normas, entonces habría que colocarlo en la primera sección de la parte A. Según Apel, en esta parte aparecen los dialogantes con sus discursos como seres sin cuerpo, parecidos a espíritus puros que se reconocen mutuamente como dialogantes, pero nada más. Muguerza ha comparado por ello, no sin ironía, la comunidad ideal de comunicación con la “comunión de los santos” para evocar el aire angelical que ahí se respira. Espíritus puros, si los hubiera, no podrían hablar, por lo cual el lenguaje pone al descubierto el hecho de que los dialogantes son seres corporales. El orador no es sólo un ser corporal, sino también contingente, ya que el lenguaje es inevitablemente ambivalente y equívoco. Eso significa que el resultado de un discurso no puede ser verdadero si excluye a algún dialogante actual o potencial del acceso a la realidad. Si todos los hablantes deciden su suicidio colectivo, pronuncian una norma universal, sólo que la realidad se desvanece y el discurso desemboca en un sinsentido. Por eso el interlocutor de Apel no es tanto el escéptico, según lo entiende él, como el suicida.
La contingencia del lenguaje y la del mundo son insoslayables, ya que la contingencia es condición humana. Esto excluye cualquier aproximación asintótica infinita a una situación ideal, como sucede con la imaginación de un progreso moral y la interpretación filogenética de las etapas del desarrollo moral de Kohlberg. En vez de la tesis central apeliana de la identidad de los principios constitutivos y regulativos, los principios constitutivos de la experiencia son dados ahora por el orador que es un ser humano vivo y contingente, lo cual debería ser introducido en la parte A. Pero, como dice Hinkelammert, “con eso la ética del discurso se vira. Si antes estaba de cabeza, ahora está de pie”[17]. Ya que este criterio de verdad comprende al universalismo como un universalismo del ser humano concreto según lo formula el joven Marx: como “el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado, y despreciable”. En relación a este universalismo del ser humano concreto, el principio formal de universalización de Habermas es relativizado y subordinado, ya que todas las normas e instituciones tienen que ser cambiables en el sentido de este imperativo categórico. Luego para esta ética de la reproducción de la vida, el criterio de verdad es la víctima y no el victimario o el ganador[18].
Desde la ética de la liberación
Aunque no lo hemos podido seguir en todos sus alcances, el cuestionamiento de Hinkelammert se muestra muy severo, abriendo todo un horizonte novedoso para el despliegue de una ética de la vida humana. Perspectiva que será retomada y ampliada por Enrique Dussel desde su opción por una filosofía liberadora que posee un núcleo ético fundamental. Como se sabe, él ha sido uno de los grandes animadores del diálogo intercultural Norte-Sur sobre la fundamentación de la ética, que ha tenido una media docena de encuentros académicos con los representantes de la ética del discurso, particularmente con Apel. Es imposible dar aquí una cuenta detallada de este itinerario de confrontaciones, pero trataremos de evocar las líneas generales del debate a partir de las intervenciones de Dussel[19]. Ya desde el comienzo se hace necesario deslindar posiciones con relación al ámbito problemático de arranque, por lo cual él tematiza, en el encuentro de 1989, el asunto de la modernidad y la “falacia desarrollista”[20]. América Latina no se halla simplemente en la premodernidad ni tampoco somos antimodernos o posmodernos, pese a que podamos recoger algunas críticas negativas a la modernidad. No podemos ser posmodernos en medio de la miseria de un pueblo que necesita luchar por la vida, pero tampoco podemos intentar sin más la plena realización del proyecto moderno, como lo propone Habermas. Ello supondría, por extrapolación, la mera imitación del capitalismo desarrollado en el subdesarrollado y dependiente, que es en lo que consiste la ilusión desarrollista. Más razonable resulta considerar que América Latina surgió al mismo tiempo que la modernidad, pero como su “otra-cara” silenciada y explotada, luego de la colisión de los dos mundos en 1492. Motivo por el cual, y como lo precisa en otro lugar, la mayoría de la humanidad presente en el sistema-mundo es la “otra-cara” de la modernidad. De modo que la filosofía de la liberación se movería más bien en una óptica “transmoderna”, más allá de la razón eurocéntrica: “En realidad no somos ‘lo otro que la razón’, sino que pretendemos expresar válidamente ‘la razón del Otro’”[21].
La estrategia argumentativa de Dussel destaca los aportes de Apel en el panorama de la filosofía contemporánea. Por ello hace una retrospectiva de su elaboración ética desde los años setenta, que es cuando él también, curiosamente, publica los primeros volúmenes de su ética de la liberación latinoamericana. Allí señala su “acuerdo” en principio con una ética de la responsabilidad acerca de la consecuencia de nuestros actos y solidaria con los otros miembros actuales o virtuales de la comunidad de comunicación, pero añade que se muestra insuficiente ante la cuestión práctica, especialmente en América Latina. Al respecto evoca, citando el estudio de Carlos Lenkersdorf, el caso de los indígenas tojolobales de Chiapas cuya lengua es intersubjetiva en cuanto tal: todo enunciado es un diálogo entre dos o más sujetos, un nosotros permanente. De tal forma que “se trataría, fácticamente, de un caso paradigmático de una ‘comunidad de comunicación’ que aunque es real cumple con las exigencias de una ‘comunidad de comunicación ideal’, de una comunicación sin violencia, sin dominación... Estas etnias tienen procesualmente maneras de llegar al ‘acuerdo’, por unanimidad, democráticamente”[22]. Y, sin embargo, mueren en el presente en la peor miseria y están cercanas a la extinción si las cosas continúan como hasta ahora. De ahí la importancia de lo económico, y no como un “sistema” artificialmente yuxtapuesto al “mundo de la vida”, según la distinción habermasiana. Y si Apel se sitúa en el nivel A de su ética en un alto grado de abstracción con la “pragmática trascendental”, la filosofía liberadora deberá subsumirla en una “económica trascendental”, al mismo tiempo que da cuenta de problemas más concretos.
No cabe duda de que el solipsismo del yo cartesiano ha sido superado en el nosotros intersubjetivo de la comunidad de comunicación, pero esto no basta porque ese “nosotros” puede cerrarse sobre sí mismo. Por ello el Otro es la condición de posibilidad de todo argumentar como tal: la argumentación supone que el Otro tiene una nueva razón que cuestiona el acuerdo ya logrado en el pasado. No obstante, en la comunidad de comunicación real hegemónica, el Otro, de hecho la mayoría de la humanidad, es ignorado y excluido, como momento ético de una estructura injusta. “Sólo por la afirmación de la exterioridad del Otro –precisa Dussel- puede irrumpir en la Totalidad (la comunidad de comunicación real) la posibilidad de negar la negación; es decir, el ‘acuerdo’ acordado en el pasado puede ser puesto en cuestión por la necesidad de un ‘nuevo’ argumentar”[23]. No se trata, entonces, de llevar a buen cumplimiento el proyecto de la modernidad, sino que la irrupción del Otro permite proyectar una comunidad futura más justa, una comunidad de comunicación histórico-posible, que no es ni la “real” ni la “ideal” en tanto que proyecto de liberación. Ahora bien, yendo de la cuestión de la posmodernidad a la del posmarxismo, pero apoyándose en el mismo Marx, Dussel hace ver la necesidad de pasar de la pragmática trascendental del lenguaje a una “económica trascendental” de la vida real, de la comunidad de comunicación a la “comunidad de vida”. Es que el lenguaje humano se debe situar como un momento práctico dentro del movimiento de la reproducción de la vida. Así como la comunidad de comunicación está ya presupuesta en el “yo hablo”, la comunidad de vida está ya siempre presupuesta en el “yo trabajo”. Pues para Marx el trabajo como subjetividad es el “trabajo vivo” y los modos de producción son formas de reproducción “de la vida”. En tanto que “vitalista romántico”, él proyecta una “comunidad de vida ideal”, un reino de la libertad, desde el cual critica a la estructura social que es la negación de la vida: el capitalismo. Se trata de una relación práctica, de un acto anticomunicativo, de una acción dominadora donde la persona es considerada una cosa o mercancía, ya que el “trabajo vivo” es subsumido por el capital. Pensar que Marx es un productivista, como hace Habermas, es no comprender que lo económico es una relación práctico-productiva[24]. Muy al contrario, la “exterioridad” de Levinas se puede articular con el “trabajo vivo” de Marx, quienes efectuaron una crítica a la totalidad ético-económica desde el Otro, que hoy se continúa desde las víctimas del mundo actual.
En la exterioridad está el “pobre”, el oprimido, que es excluido tanto de la comunidad de comunicación como de la comunidad de vida. Razón por la cual sostiene Dussel que la filosofía del lenguaje debería hacerse cargo de ciertos enunciados como el angustioso: “¡Tengo hambre, por ello exijo justicia!”. Es un enunciado que irrumpe desde fuera de la comunidad de comunicación real y que no busca un consenso, sino algo previo: el ser reconocido en el derecho a ser persona. Ese tipo de acto lingüístico es la “interpelación”, que tiende a producir las condiciones de posibilidad de la argumentación como tal: el poder participar fácticamente en la comunidad[25]. Y la “conciencia ética” estriba en asumir el enunciado exigitivo del Otro, en quedar obligado a construir con él, en solidaridad responsable, una nueva comunidad futura: la “comunidad de comunicación y de vida histórico-posible”, que es la utopía concreta del proyecto de liberación. Así es como concluye que la intención emancipadora, expuesta por Habermas o Apel, no se identifica con la intención liberadora. Pues mientras que la primera se dirige a la superación de las alienaciones en el conocimiento o la argumentación, la segunda, subsumiendo el acto racional emancipador, se refiere a la praxis liberadora que busca construir en la historia una comunidad más justa y racional. Por ello, más allá del “democratismo político”, que bien puede servir de legitimación del neoliberalismo, habría que edificar una “democracia político-económica” verdaderamente social y poscapitalista como una alternativa efectiva de liberación. De otra parte, en el texto donde sugiere un pasaje “del escéptico al cínico”, como interlocutor privilegiado, anota que para Apel la filosofía de la liberación tal vez sea un horizonte “complementario” en el orden empírico, pero que no se puede aceptar esta clasificación sin discutirla. Plantea así una serie de interrogantes: “¿Y si fuera al contrario? ¿No podría ser la ética del discurso un momento de la filosofía de la liberación, ya que ocupa un lugar bien preciso en el orden del discurso, bajo la exigencia del imperativo de la razón ética-liberadora, que toma en cuenta otro punto de partida real e histórico del discurso?”[26].
Estas preguntas hallan una respuesta adecuada en la última gran obra de Enrique Dussel. Si hace unos veinte años publicó sus avances de la época en Para una ética de la liberación latinoamericana, ahora nos ofrece los resultados de su reflexión de madurez en un libro titulado sin más Ética de la liberación. Más allá de la región latinoamericana, en él pretende ubicarse en un horizonte planetario, en el proceso mundial de globalización excluyente. Como lo declara en sus palabras preliminares, “la muerte de la mayoría exige una ética de la vida, y sus sufrimientos nos mueven a pensar, justificar su necesaria liberación de las cadenas que los apresan”[27]. En esta ética intenta construir una arquitectónica conceptual, al mismo tiempo que subsume la reflexión de los éticos contemporáneos, por lo que nos será imposible exponerla en todo su despliegue y complejidad. Baste con evocar aquí su estructura general, que se compone de una introducción que versa sobre la historia mundial de las eticidades, donde elabora un “paradigma mundial” que supera el eurocentrismo, y de dos partes. En la primera se ocupa de la fundamentación de la ética, en base a tres principios, y en la segunda presenta la ética crítica o la ética de la liberación propiamente dicha, ateniéndose también a tres principios que se articulan entre sí.
En la fundamentación se refiere, antes que nada, al momento material de la ética, al principio material universal: la producción, reproducción y desarrollo de la vida humana. Es sólo en el segundo momento, dedicado a la moralidad formal y la validez intersubjetiva, que alude a los alcances y limitaciones de los planteamientos de la ética comunicativa, para luego detenerse en el principio ético de factibilidad que es donde se da la síntesis unitaria[28]. Allí recoge los aportes de Apel, explicando por qué debió refugiarse en un nivel formal “trascendental” que le imposibilita “descender” a la historia concreta de los contenidos éticos que angustian a la humanidad de hoy. A Habermas le reprocha la lectura reductivista de Marx, que le impidió ver su principio ético universal que afirma la vida del sujeto humano, para después ocuparse del “único” principio formal de la ética discursiva[29]. Y lo cita cuando al terminar un trabajo acude a las palabras de Horkheimer: “Para superar el carácter utópico de la idea kantiana de una Constitución perfecta, es menester una teoría materialista de la sociedad”. Dussel comenta que una teoría materialista exige una ética de contenido, que él considera imposible: “Y despidiendo a la ética material Habermas dio un adiós definitivo al pensamiento crítico de la primera Escuela de Frankfurt”[30]. Por el contrario, si no se niega el nivel universal de contenido, el concepto de validez intersubjetiva gana en precisión y significado, apareciendo como mediación formal o procedimental del principio ético material. Además, serán los mismos dominados, asimétricamente situados en la comunidad hegemónica, los encargados de construir una nueva simetría, como lo sostiene en el capítulo quinto de la segunda parte sobre “La validez antihegemónica de la comunidad de las víctimas”: una comunidad de comunicación consensual crítica e histórica.
Desde la “civilización de la pobreza”
Uno de los grandes atractivos de la ética del discurso es que al modo de una “macroética” que asume una perspectiva universalista, pretende enfrentar los urgentes problemas éticos que se plantean a la humanidad contemporánea, como la justicia internacional o la crisis ecológica. Tal vez por ello no han faltado quienes, como Sánchez Martínez, conciben una suerte de “complemento” entre la ética discursiva, que proporcionaría los fundamentos últimos ante cualquier escepticismo, y la ética de la liberación que propiciaría una interpelación desde la alteridad del Otro que permitiría cuestionar y ampliar la comunidad de comunicación real[31]. Apel ha expresado su acuerdo con esta óptica, pero como ya vimos Dussel recoloca más bien la moral formal y la validez intersubjetiva al interior de la fundamentación y realización de su ética liberadora. Pues él estima que todas las culturas, igualmente la moderna postconvencional, son formas concretas de organizar históricamente la producción, reproducción y desarrollo de la vida de cada sujeto humano en comunidad. En este punto resurge el asunto de la universalidad, ya que como lo ha manifestado Anthony Guiddens, se hace muy sospechoso que el estadio superior de evolución de la conciencia moral coincida con los ideales de la Ilustración occidental[32]. En este sentido, Miguel Andreoli ha llamado la atención sobre el hecho de que en la idea misma de un sujeto capaz de procesar argumentalmente sus intereses, sometiéndolos a exigencias de universalización y dispuesto a modificar sus motivaciones según el resultado de la libre discusión, se está suponiendo un cierto “modelo antropológico” que no parece muy generalizable[33].
Ahora bien, Antonio González ha encontrado otro flanco de ataque a la visión etnocéntrica, explícita o implícita, de la ética discursiva, asumiendo la óptica de los empobrecidos por el sistema-mundo en su proceso de globalización excluyente. Para ello recurre a la propuesta de Ignacio Ellacuría, quien frente a la civilización del capital y la riqueza, contrapuso la “civilización de la pobreza” y del trabajo[34]. Tanto Apel como Ellacuría constatan que la forma de vida occidental no es universalizable porque ello causaría una crisis ecológica tan profunda que haría imposible la sobrevivencia de la humanidad sobre la tierra. Ambos piensan que esto entraña un grave problema ético pero, curiosamente, las consecuencias éticas que extraen son distintas. Apel estima que los pueblos pobres deberían cuestionar sus pretensiones de imitar el desarrollo del Norte, percibiendo que la calidad de vida no es lo mismo que el nivel de vida, por lo cual tendrían que buscar un camino propio de desarrollo que no ponga en peligro la supervivencia humana en el planeta[35]. Para Ellacuría, en cambio, el estilo de vida occidental, en la medida en que no es universalizable, ha de ser declarado inmoral. El problema está ahí, y sólo secundariamente en la imitación de los pobres, por tanto los primeros que han de corregir sus pretensiones son los pueblos “desarrollados” hasta que su forma de vida se vuelva universalizable. Entre todos se debe esbozar una nueva civilización donde haya posibilidades de supervivencia para todos, que es lo que Ellacuría llamaba una “civilización de la pobreza”. Claro que ambas perspectivas podrían convergir a través de estrategias de aproximación en condiciones de igualdad y reciprocidad, como lo sugiere Guiddens en su proyecto de una “sociedad post-escasez”[36]. Sin embargo, González subraya que “de esa posible convergencia no se deduce que ambas perspectivas se puedan derivar de los principios de la ética del discurso”[37]. Es que el cuestionamiento de las pretensiones de los pobres es constitutivo de ella, mientras que de esta ética no es tan fácil concluir la necesidad de cuestionar la forma occidental de vida.
Sucede que la ética discursiva pone su punto de partida en las comunidades reales de comunicación, pero que no están estructuradas todas por igual. En el Norte existen las instituciones sociales y jurídicas de la democracia occidental para asegurar, mejor o peor, estructuras permanentes de diálogo. En el Sur las instituciones que posibilitan el diálogo no sólo son endebles, sino que son paulatinamente debilitadas por los procesos de globalización. Se puede criticar a la democracia occidental porque sólo atañe a los asuntos internos de los países ricos, mientras que las instituciones internacionales son profundamente antidemocráticas, lo cual repercute precisamente a favor de los países “democráticos”. Pero el problema no radica ahí porque la ética discursiva obliga a ampliar las comunidades reales de comunicación en nombre de la comunidad ideal. El asunto es más bien que “las comunidades reales, estables y duraderas de comunicación, junto con todas sus instituciones democráticas, son justamente una parte constitutiva de esa forma de vida occidental que no es universalizable”[38]. Desde la “civilización de la pobreza” esto no es éticamente aceptable, pero para la ética comunicativa es mucho más difícil renunciar a esa forma de vida porque ella contiene las condiciones de posibilidad del discurso práctico. Si quisiera criticar radicalmente el estilo de vida occidental cometería una especie de “contradicción performativa”, pues tendría que poner en entredicho una de sus condiciones de posibilidad. El diálogo es en la ética discursiva algo así como la fuente de la que manan todos los demás valores y las decisiones éticas, por eso sería poco responsable cuestionar las instituciones que lo posibilitan. No obstante, la forma de vida occidental, siendo una condición de posibilidad muy importante para el surgimiento histórico de las instituciones reales de diálogo, no puede ser universalizada sin poner en peligro la supervivencia de la humanidad.
De ahí que Antonio González intente una fundamentación de la ética que sostenga el planteamiento de una “civilización de la pobreza”, salvaguardando el alto valor del diálogo para la ética y sin verse obligado a aceptar la forma de vida occidental como su presupuesto. Para ello renueva el punto de partida de la “alteridad” en un sentido trascendental, más allá de la tradición moral, cultural o religiosa a la cual se pertenezca. Arranca del acto perceptivo donde la cosa actualizada se presenta como si fuera radicalmente independiente de toda percepción, solamente remitida a sí misma. No se refiere a la alteridad de otra persona, sino a la alteridad de cualquier cosa que sucede incluso en sueños y alucinaciones, así como en los actos de imaginación, de pensamiento o de volición. Por eso la alteridad no es una experiencia contingente, sino un carácter ineludible o trascendental de todo acto humano[39]. El escéptico no puede negar el discurso y sus presupuestos sin contradicción, y aunque el cínico puede permanecer fuera del diálogo no puede dejar de actuar. La alteridad aparece también en los actos de razón porque ella se pregunta cómo podrían ser las cosas más allá de nuestra experiencia, como ocurre en el quehacer científico. De manera semejante, la razón práctica se ha de decidir por una posibilidad ante distintas alternativas. Por eso mi propia persona y mis propios intereses son estimados desde el punto de vista de la realidad que los trasciende y que es común a todos los actores, pues soy un otro entre otros. “El principio de universalización, considerado desde esta perspectiva, no es un intento etnocéntrico de imponer mis propias categorías a los demás. Es más bien el resultado de un dinamismo racional que tiende a poner a mi persona, mis intereses y mis categorías en el mismo plano que las personas, lo intereses y las categorías de los demás”[40]. Así vista, la universalización resulta constitutivamente plural e implica un profundo respeto por los intereses y opiniones de los demás, según la “regla de oro” de las más diversas religiones y culturas: “no puedes querer para otros lo que no quieres para ti”. El hecho de la razón no es una conciencia inmediata del deber, como en la filosofía de Kant, sino un dinamismo que surge de la alteridad que encontramos en todos nuestros actos, en tanto que dimensión inexorablemente ética de la razón práctica.
Obviamente, cualquier persona se puede resistir al dinamismo de la alteridad, incluso en el diálogo, aferrándose a sus propios intereses y categorías. Pero si seguimos a la razón práctica, se puede llegar a tratar de entender los propios intereses y categorías desde la perspectiva del otro, por eso la razón ética es “una razón del otro”. González especifica que “el discurso ético no puede ser primariamente un diálogo con aquéllos que piensan igual que nosotros, sino más bien un diálogo, todo lo precario que se quiera, con aquéllos que entienden el mundo de otra manera. El diálogo racional es un diálogo con el otro”[41]. Esta fundamentación “praxeológica” de la razón no la ve como una facultad, sino como un momento de la actividad humana en cuanto determinada por la alteridad que aparece trascendentalmente en todos nuestros actos. El dinamismo de la razón práctica representa ya una obligación primordial: la de situar a las demás personas en el mismo plano que la propia persona. Por lo demás no está dicho de antemano quienes son los otros con los que me encuentro, pues esto es algo contingente que se va modificando a lo largo de la historia. En vez de buscar el fundamento en las estructuras de la intersubjetividad de los actos lingüísticos, como hace la ética discursiva, él permanece en el análisis de la praxis y halla en la razón práctica un hecho ético. Motivo por el cual el discurso no es un “bien supremo” que no puede ser cuestionado sin hacer tambalear el edificio entero de la ética. Desde la ética praxelógica es posible criticar el modo de vida occidental en la medida en que no es universalizable, lo cual atañe a las instituciones que posibilitan el diálogo como elementos de esta forma de vida que no resulta compatible con las formas de vida de los demás. El diálogo auténtico es sin duda un objetivo de la razón práctica, pero no es la fuente de todas las normas, por ello debe ser puesto en tela de juicio cuando no alcanza a todos. En cambio, “una ética praxeológica tiene que esbozar la utopía de una civilización de la pobreza. Esta utopía no es una simple visión ideal, sino el intento real para hacer compatibles las formas de vida de todos los seres humanos en un planeta más justo”[42].
Finalizando este recorrido cabe hacer una invitación a frecuentar los textos y autores mencionados aquí, ya que sólo hemos podido hacer una presentación sucinta que no siempre pudo detenerse de manera pormenorizada en todos los pasos argumentativos. Los cuatro enfoques escogidos de la recepción latinoamericana de la ética discursiva son una muestra significativa de la pertinencia e intensidad de los debates, que todavía nos pueden deparar sorpresas en el futuro. La ética comunicativa bien puede contribuir a fundamentar e impulsar una radicalización de la democracia desde la sociedad civil con sus movimientos sociales y sujetos colectivos. Conviene, entonces, fomentar una democracia dialogal y deliberativa en los procesos de formación racional de la voluntad política, que posibilite la máxima participación de los ciudadanos en la esfera pública, como lo plantean los pensadores preocupados por la consolidación de esta forma de vida[43]. Sin embargo, como lo dice Adolfo Sánchez Vázquez, “no se trata sólo de apelar a la razón dialógica, o intercambio de argumentos, libre, en mayor o menor grado, de la coerción y el dominio, sino de transformar las condiciones materiales y sociales en las que determinados intereses imponen esa coerción y esa dominación”[44]. Por tanto, no hay que olvidar las relaciones sociales que, al situar a los participantes en posiciones asimétricas, hacen imposible o distorsionan la comunicación. De ahí también la marcada desconfianza de Hinkelammert con respecto a los procesos idealizadores de la ética discursiva, como la aproximación asintótica infinita a la comunidad ideal de comunicación, que diluyen la contingencia y conflictividad de la existencia humana. Por ello intenta poner de pie lo que encuentra de cabeza, ya que no vivimos para hablar o comunicarnos, sino al revés, apareciendo así la racionalidad reproductiva de la vida como criterio fundante de la racionalidad medio-fin[45].
La ética liberadora de Enrique Dussel se enmarca dentro de esta orientación de afirmación de la vida desde las víctimas del sistema-mundo en su proceso de globalización excluyente. Motivo por el cual postula en el “principio-liberación” que “es obligatorio para todo ser humano, aunque frecuentemente sólo asuman esta responsabilidad los participantes de la comunidad crítica de las víctimas, transformar por deconstrucción negativa y nueva construcción positiva las normas, acciones, microestructuras, instituciones o sistemas de eticidad, que producen la negatividad de la víctima”[46]. Antonio González por su lado, yendo más allá de cualquier visión etnocéntrica, que incluso se cuela en la ética discursiva, nos propone apuntar hacia el “universalismo plural” que implica el proyecto de una “civilización de la pobreza”. Su ética praxeológica se muestra respetuosa de las diferencias culturales y formas de vida y, en tanto que actuación del principio de alteridad, posibilitaría una “unidad en la diversidad”. Como lo reconoce también Dussel, el diálogo intercultural que busca la gestación de una verdadera universalidad, constituye una dimensión fundamental de la liberación integral a la altura de la sociedad mundial de nuestros días. Pues “un proyecto ‘trans-moderno’ se propone una ‘mundialidad’ nueva como realización plena de la humanidad futura, donde todas las culturas (no sólo la europea o norteamericana) puedan afirmar su alteridad”[47].
(*) Alfonso Ibáñez, ha publicado: Mariátegui: Revolución y utopía (1978), Educación Popular y Proyecto Histórico (1988) y en colaboración con Francis Guibal Mariátegui, Hoy (1987) y Agnes Heller: la satisfacción de las necesidades radicales (1989). Fue profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y miembro de su Instituto de Investigaciones Humanísticas así como de SUR, Casa de Estudios del Socialismo. Actualmente es docente de la Universidad de Guadalajara – México.
[1] Reyes Mate puntualiza que “es hoy tan evidente esta escisión que todos cuentan con ella –todos, es decir, tanto los políticos como los filósofos morales- aunque, eso sí, utilizando argumentos encontrados”. La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona, 1991, p.107.
[2] V. Camps en la Presentación a Concepciones de la ética, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Trotta, Madrid, 1992, p.13.
[3] Aquí habría que remitirse a los propios textos de Apel y Habermas o a presentaciones como las de Adela Cortina: Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca, 1985; “Etica comunicativa” en Concepciones de la ética, op. cit.; “Etica discursiva”, en V. Camps (ed.), Historia de la ética, T. III, Crítica-Grijalbo, Barcelona, 1993.
[4] K.O. Apel, A. Cortina, J. De Zan y D. Michelini, (eds.), Etica comunicativa y democracia, Crítica, Barcelona, 1991, p.8.
[5] Ibid., p.276.
[6] Ibid., p.301.
[7] Ibid., p.318. De Zan remite a otros trabajos suyos, pero también a autores como Axel Honneth, quien sostiene que “la ética discursiva hace imprescindible una anticipación teorética no de una forma de vida, pero sí de un principio de justicia social, por lo cual se torna cuestionable la diferenciación estricta misma entre ‘lo formal’ y ‘el contenido’”. “La ética discursiva y su concepto implícito de justicia”, ibid., p.163.
[8] Ibid., p.338.
[9] Sobre este punto puede verse François Vallaeys, “Fundamentos de la ética del discurso: la discusión Apel/Habermas y los límites del giro pragmático”, en Areté, PUC, Lima-Perú, Vol. VI, Nº 2, 1994; Samuel Arriarán, “El debate entre Apel y Habermas”, en S. Arriarán y J. R. Sanabria (comps.), Hermenéutica, educación y etica discursiva, U. Iberoamericana, México, 1995.
[10] J. Muguerza, Desde la perplejidad, FCE, Madrid, 1990, p.38.
[11] F. Hinkelammert, Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión, DEI, San José, 1995, p.226.
[12] Ibid., p.232. Cf. “La metodología de Max Weber y la derivación de estructuras de valores en nombre de la ciencia”, en F. Hinlelammert, Democracia y totalitarismo, DEI, San José, 1987, p.81 y ss.
[13] Ibid., p.238.
[14] Albrecht Wellmer expone que “con toda razón Derrida ha llamado la atención sobre que en tales idealizaciones acaban negándose las condiciones de posibilidad de aquello que se idealiza... en la medida en que la idea de una comunidad ideal de comunicación implica la negación de las condiciones de la comunicación humana finita, comporta también la negación de las condiciones naturales históricas de la vida humana, de la existencia humana finita... Y lo paradójico de todo ello es que estaríamos obligados a trabajar en la realización de un ideal, cuya realización sería el final de la historia humana”. Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Frónesis-Cátedra, Madrid, 1996, pp.179-180.
[15] Cultura de la esperanza..., op. cit., p.244. Para ahondar en estas utopías, que a la postre se muestran conservadoras, véase F. Hinkelammert, Crítica a la razón utópica, DEI, San José, 1984.
[16] Ibid., p.250, donde comenta la ética de la responsabilidad de M. Weber.
[17] Ibid., p.260.
[18] Aludiendo a la llamada sociedad del riesgo de hoy, donde el proceso destructivo alcanza a la totalidad de la humanidad y de la naturaleza, anota que “nuestro problema es cómo lograr integrar de nuevo las relaciones mercantiles en la vida humana concreta para disolver las fuerzas compulsivas de los hechos que están creando esta destructividad. Ese es el problema de la reconstitución de estructuras asociativas y solidarias, sin las cuales la vida humana no podrá continuar... se trata de una ética de la vida, no apenas de la solidaridad”. F. Hinkelammert, El mapa del Emperador, DEI, San José, 1996, p.269-270.
[19] Cf. E. Dussel, “Etica de la liberación y ética del discurso: conclusiones del debate en México-1997”, ponencia en el IX Congreso Nacional de Filosofía, en Guanajuato, Febrero de 1998.
[20] K-O. Apel, E. Dussel, R. Fornet, Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación, Siglo XXI, México D.F., 1992, p.46 y ss.
[21] E. Dussel (comp.), Debate en torno a la ética del discurso de Apel. Diálogo filosófico Norte-Sur desde América Latina, Siglo XXI, México D.F., 1994, p.59-60. Igualmente acota: “Nuestro proyecto de liberación no puede ser ni anti-, ni pre-, ni post-moderno, sino trans-moderno. Como crítica racional desde la Exterioridad de la modernidad, la ‘otra-cara’ de la modernidad (los indios, los africanos, los asiáticos, etc.), critica al mito irracional de violencia hacia sus colonias, hacia el capitalismo periférico, hacia el ‘Sur’”. E. Dussel, Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la liberación, U. de G., Guadalajara, 1993, p.71.
[22] Fundamentación de la ética, op. cit., p.70-71.
[23] Ibid., p.76.
[24] “Desde esta perspectiva puedo afirmar, y creo que Apel y Habermas lo aceptarán, que ambos tienen de Marx una visión parcial, tradicional, ya que frecuentemente critican la versión del marxismo dogmático, y no la posición de Marx mismo”. Ibid., p.84. Cf. F. Hinkelammert, “La teoría del valor de Marx y la filosofía de la liberación: algunos problemas de la ética del discurso y la crítica de Apel al marxismo”, en El mapa del Emperador, op. cit.
[25] “No hay liberación sin racionalidad; pero no hay racionalidad crítica sin acoger la ‘interpelación’ del excluido, o sería sólo racionalidad de dominación, inadvertidamente”. Debate en torno a la ética, op. cit., p.89.
[26] A lo cual agrega que “la ética del discurso dirá que nada puede ser anterior a la fundamentación última. ¿Y si dicha fundamentación se efectúa ante un escéptico que está ya determinado por momentos anteriores, tal como ser parte cómplice de una Totalidad bajo el imperio de la razón cínica, que no entra, ni entrará nunca en la discusión con el filósofo pragmático?”. Apel, Ricoeur, Rorty, op. cit., p.91.
[27] E. Dussel, Etica de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión, Trotta-UAM-UNAM, Madrid-México, 1998, p.17.
[28] Este movimiento hace pensar en la propuesta de Paul Ricoeur quien establece la primacía de la ética sobre la moral, la necesidad para el objetivo ético de pasar por el matiz moral y la legitimidad del recurso al objetivo ético cuando la norma conduce a atascos prácticos. Así no veríamos a Kant sustituir a Aristóteles, sino que entre las dos herencias hay una relación de subordinación y de complementariedad reforzada, en definitiva, por el recurso final de la moral a la ética. Por ello las éticas de corte kantiano, como la discursiva, quedan relativizadas y englobadas en un horizonte más amplio. Cf. P. Ricoeur, Sí mismo como otro, Siglo XXI, Madrid, 1996, caps. VII, VIII y IX.
[29] Al respecto dice Agnes Heller que “Habermas desea reducir todos los principios morales a un único principio, y lo hace de forma más concluyente de lo que lo hizo nunca Kant. En mi opinión... la moralidad no puede basarse en un único principio, ni siquiera en una especie de principio”. Más allá de la justicia, Crítica, Barcelona, 1990, p.298.
[30] Etica de la liberación, op. cit., p.200.
[31] L. M. Sánchez Martínez, “Hacia una filosofía ética no etnocéntrica”, en Debate en torno a la ética, op. cit.
[32] A. Guiddens, “¿Razón sin revolución? La Theorie des kommunikativen Handelns de Habermas”, en A. Guiddens y otros, Habermas y la modernidad, REI, México, 1993, p.186.
[33] La identidad postconvencional “sería accesible sólo como un estadio avanzado del desarrollo moral, que por más que se encuentre ampliamente difundido, tiene condiciones históricas, materiales y normativas, de aparición, y no se da ni en todas las culturas, incluso contemporáneas, ni en todos los estratos sociales de una misma cultura. Es inevitable la conclusión de que sectores muy amplios de algunas sociedades están de hecho fuera de las condiciones mínimas para articular sus intereses argumentativamente. Dicho de otra forma: individuos que por ser miembros de la especie son para nuestros intuiciones morales, personas, no son sujetos plenos de los discursos vinculantes”. M. Andreoli, “Los límites de la ética del discurso en cuestiones de justicia”, en V. Rohden (coord.), Etica e Política, Ed. Da Universidade/UFRGS, Goethe Innstituto/ICBA, Porto Alegre, 1993, p.220.
[34] I. Ellacuría, “Utopía y profetismo”, en I. Ellacuría y J. Sobrino, Misterium liberationis, Madrid, 1990, vol. 1, pp.393-442.
[35] K. O. Apel, “La pragmática trascendental y los problemas éticos Norte-Sur”, en Debate en torno a la ética, op. cit., pp.50-51.
[36] A. Guiddens, Más allá de la izquierda y la derecha, Cátedra, Madrid, 1996.
[37] A. González, “Fundamentos filosóficos de una civilización de la pobreza”, en Xipe-Totek, vol. VII, Nº1, Guadalajara, 1998, p.54.
[38] Ibid., p.55.
[39] Aquí remite a X. Zubiri, La inteligencia sentiente, Madrid, 1981-1983.
[40] “Fundamentos filosóficos”, op. cit., p.60.
[41] Ibid., p.62. Rebatiendo las tesis de Rorty, Wellmer afirma que siempre podemos intentar mirar las cosas desde la perspectiva del otro, ya que “la contextualidad ‘etnocéntrica’ de toda argumentación es enteramente compatible con ese nuestro entablar pretensiones de validez que trascienden el contexto”. Finales de partida, op. cit., p.188.
[42] Ibid., p.65.
[43] De Zan pone énfasis en que “la organización institucional será tanto más democrática cuanto mayor sea el grado de participación y más numerosas las instancias de autogobierno, y este principio democrático de la organización política es el criterio de legitimidad que se deriva del propio principio del discurso comunicativo”. Etica comunicativa y democracia, op. cit., p.320. Cf. María Pía Lara, La democracia como proyecto de identidad ética, Anthropos-UAM, Barcelona-México D.F., 1992.
[44] A. Sánchez Vázquez, Filosofía y circunstancias, Anthropos-UNAM, Barcelona-México D.F., 1997, p.336.
[45] “La afirmación de la vida –escribe él- no es un fin, sino un proyecto: el proyecto de conservarse como sujeto, que puede tener fines. La acción correspondiente es una acción para evitar amenazas a esta vida, que es proyecto". El mapa del Emperador, op. cit., p.39.
[46] E. Dussel, Etica de la liberación, op. cit., p.559.
[47] Ibid., p.82.