Guillermo Hoyos Vásquez**
Instituto PENSAR
Universidad Javeriana, Bogotá
Instituto PENSAR
Universidad Javeriana, Bogotá
“Lo grave de la guerra radica en que crea más personas malas que las que logra eliminar”
(Kant en La paz perpetua atribuye esta sentencia a un pensador griego).
1.-Introducción: un Occidente escindido por la intolerancia y cerrado al diálogo.
Tolerar la intolerancia (Walzer, 1997: 80-82) es el límite extremo de la tolerancia. La tolerancia abre el horizonte al diálogo aun en situaciones extremas que sólo provocarían intolerancia. Y ciertamente parecería que no se pueda tolerar la intolerancia si por su causa peligra absolutamente la sociedad bien ordenada (Rawls, 1972: N. 35), que es precisamente la más capaz de tolerancia política, tanto desde el punto de vista de la legitimidad como de la factibilidad. El que se siga acudiendo en nombre del mismo Estado de derecho a la intolerancia del terrorismo de Estado, ayer bajo el título de política de “seguridad nacional”, hoy con la promesa de “seguridad democrática”, exige un análisis cuidadoso del sentido mismo de la tolerancia y de su estrecha relación con la democracia en el contexto de una política, que debería tener su fuerza en procesos deliberativos, animados por actitud de diálogo no sólo entre aliados, sino sobre todo entre opositores (Habermas, 1998: 364). Es decir, el fundamento último de la democracia y del Estado de derecho democrático es la participación de todos y su aseguramiento y legitimidad está dado por las condiciones de diálogo en el mundo actual. “El terrorismo internacional muestra más claramente que nunca que vivimos en un mundo en el que las fronteras no pueden ser selladas. Para frenar el terrorismo internacional se requiere cooperación internacional” (Singer, 2004: xiv). Un mundo amenazado como totalidad, sólo puede salvarse como “uno”, estableciendo relaciones entre los diversos pueblos y naciones. Es necesario por tanto cambiar la política del miedo por la política del diálogo.
Buscamos comprender el papel que tiene que jugar la tolerancia en los procesos “discursivos” de la democracia. Éstos han sido caracterizados recientemente por Jürgen Habermas, como solución a los problemas globales de la política internacional en un Occidente escindido por guerras, por amenazas terroristas desde varios bloques de poder, en especial por el protagonismo de un imperio hegemónico, que pretende resolver unilateralmente, desde un moralismo intransigente y un sentido de la política “de amigo/enemigo (pronúnciese ‘terrorista’)”, conflictos que atañen a toda la humanidad.
La ética de la globalización, propuesta hace poco por Peter Singer (2004), exigiría más coherencia por parte de los Estados en el cumplimiento de tareas mundiales en relación con el medio ambiente, con los derechos humanos y con la lucha internacional contra la pobreza. Pero es todavía más grave, cuando una nación cualquiera pretenda declararse a sí misma policía mundial, lo que equivale efectivamente a rechazar la posibilidad de que el mundo sea gobernado por leyes justas, antes que por la imposición de un poder puramente militar.
Desde una posición hobbesiana se busca autoritariamente negar la conflictividad no sólo en el interior de cada país, sino sobre todo en el contexto de las relaciones internacionales y solucionar los problemas violentamente. En cambio, en la perspectiva kantiana de apostarle “perpetuamente” a las posibilidades de paz con base en una constitución para Estados asociados, cuya legitimidad sea la de la democracia incluyente y la de una ciudadanía cosmopolita, se propone como alternativa el diálogo y el paradigma discursivo(Singer, 2004: xiii-xiv). En él, las decisiones serían igualitarias si se fundan en argumentaciones que las justifiquen razonablemente o en procedimientos que permitan tolerar las diferencias y los disensos; tales procesos son inclusivos, porque en ellos deben participar todas las partes; además son procesos que obligan a todos los participantes a tener en cuenta el punto de vista de todos los demás, tolerando las diferencias por más profundas que sean, de suerte que se sopesen los intereses de todos los implicados. En esto consiste el sentido cognitivo de deliberaciones colectivas, en las cuales en el mismo acto confluyen decisiones libres y razones que las justifican. Esto hace deficitaria toda fundamentación ética de un proceder que apele unilateralmente a valores pretendidamente universales por ser los de su propia cultura política (Habermas, 2004: 184).
La opción por un paradigma deliberativo de la política con vocación constitucional, busca anticiparse al juicio apresurado que tiende a señalar toda forma de violencia como terrorismo, es decir como intolerancia no tolerable. Cuando se simplifica y se estigmatiza todo como terrorismo se abandona toda posibilidad de poder interpretar ciertas expresiones del conflicto en aquellos límites de la tolerancia, en los que la violencia política podría comprenderse como cuestionamiento de la democracia real desde el punto de vista de quienes perciben en ella lo contrario de sus promesas. Este puede ser el caso de muchos conflictos de hoy en día, motivados por el autoritarismo, las desigualdades, la pobreza absoluta y las discriminaciones y exclusiones inveteradas.
La confrontación sin límites entre una violencia que se vuelve terrorismo y un Estado de derecho que se vuelve cada vez más arrogante, cierra el camino para encontrarle salidas al callejón en el que se hayan atrapadas algunas de nuestras democracias (Gómez Buendía, 2003). Esta confrontación de intolerancias es una guerra de perdedores. Habría que aprender de ella que la tolerancia es condición esencial de la democracia, ya que construye confianza a partir del reconocimiento de la contingencia, manifiesta en los propios límites y en el otro como diferente; confianza que al mismo tiempo, como manual de convivencia se articula en el diálogo y enseña así a la sociedad formas de cooperación y de participación política para buscar realizar gradualmente la justicia como equidad.
No hace mucho en esta misma ciudad el mexicano Carlos Pereda afirmaba, en diálogo convocado por la UNESCO: “la democracia goza de mala fama”. Hoy tendríamos que decir: no sólo la democracia, su último fundamento, el diálogo, goza de peor fama: en economía, en política y en las relaciones entre los Estados en un mundo globalizado. El sentido de un evento como el que nos reúne es para que el diálogo recobre su fama y el buen nombre, del que ha gozado desde los diálogos de Platón en la época fundacional de la filosofía hasta la teoría de la acción comunicacional de Jürgen Habermas que en nuestros días pretende reivindicarlo no sólo en el ámbito de las ciencias, sino también en el de la filosofía y en especial en la sociedad misma, en la ética y en la política como fundamentos del Estado moderno libre y de un derecho cosmopolita en tiempos de globalización.
Esto nos obliga a reconstruir el sentido del diálogo en la discusión actual en el seno de la filosofía moral, política y del derecho (2.), lo que nos ayudará a descubrir en él el meollo mismo de una ética para ciudadanos, un principio de eticidad como confianza, en cuanto posibilidad de relacionarnos como extraños en el cruce de lo privado y lo público en el diálogo cotidiano(3.) para poder proponernos, en una concepción deliberativa de la política, revitalizar la democracia, la participación ciudadana, las luchas políticas por los derechos humanos y por su condición de posibilidad en términos económicos, sociales y culturales, y propiciar nuevas formas de concertación y cooperación internacional (4.).
2.- El diálogo a partir de las estructuras de la comunicación humana.
Todavía Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología, pensaba que sería posible una renovación de la cultura moderna y un proyecto emancipador a partir de un sujeto responsable capaz de criticar las estructuras sociales y los discursos que las consolidan; igualmente los padres de la Teoría Crítica de la Sociedad, Adorno, Horkheimer y Marcuse pretendían que una crítica radical de una sociedad unidimensional y alienada podría motivar su cambio.
Frente a ellos y para lograr sus propósitos se hace necesario como punto de partida un cambio de paradigma: de la filosofía de la conciencia y de la teoría crítica del conocimiento y de la sociedad, en la que prima la reflexión a la teoría de la acción comunicacional en la que prima el diálogo.
a) El eje de dicho cambio es el mundo de la vida como horizonte de horizontes, lugar de pertenencia obligada, en el que realizamos nuestras vidas, emociones e ideales. Una teoría del actuar comunicacional parte de las personas en su actuar como participantes, en su comprender el mundo y a los demás, buscando acuerdos necesarios cuando la mera comprensión no baste. Se cuestiona la racionalidad monológica de cierta tradición filosófica, asumida por una metodología de las ciencias sociales que dice conocer objetivamente los fenómenos sociales, privilegiando su observación y se propone, en cambio, la participación, una racionalidad dialógica.
b) Al hablar de comunicación estamos pensando en los procesos originarios comunicacionales de los cuales procede lo que comunicamos en forma de “comunicados”, especie de protocolos de acción comunicativa. Se privilegia por tanto un uso comunicativo del lenguaje previo a su sentido más consolidado, con el cual designamos cosas o situaciones. Antes de ello la relación interpersonal nos lleva a utilizar la comunicación entre participantes en procesos de comprensión. Cada quien desde su perspectiva invita a los demás a que expresen su punto de vista subjetivo sobre la misma situación en búsqueda de comprensión de sentido en común y de acuerdos sobre lo objetivo.
c)El sentido crítico del cambio de paradigma consiste en cuestionar las posibilidades para desarrollar el conocimiento en una filosofía de la conciencia, del “diálogo del alma consigo misma”. En este sentido la teoría del actuar comunicacional está de acuerdo con la crítica de los postmodernos a la modernidad. Se reconocen sus reparos a una razón monológica, protagónica, autorreflexiva, pero se considera como solución no un aberrar de la razón, sino dialogizarla, de suerte que en su triple actividad, como comprensión, como argumentación y como aplicación se desarrolle comunicativa, discursiva y pragmáticamente.
d) Gracias al cambio de paradigma, las ciencias sociales y humanas, que se consideran como las que tienen que ver con la génesis del sentido, con la comprensión intersubjetiva y con los acuerdos entre personas, pueden desarrollarse de la manera más originaria como relación social y dar así su aporte a las tareas emancipatorias de la filosofía.
e) Por ello podemos decir que el cambio de paradigma es la detrascendentalización de la razón. Ya no se trata de preguntar por las condiciones de posibilidad del conocimiento a partir de la autorreflexión sobre una razón que constituye, sino que se intenta reconstruir las diferentes formas de conocimiento y de actuar en el mundo de la vida. Si trascendental significaba no tanto un conocimiento de objetos, sino un conocimiento de cómo conocemos los objetos, ahora podemos decir que la comunicación como detrascendentalización de la razón es la actividad mediante la cual conocemos el mundo en el cual se encuentran objetos con los que tenemos que ver quienes participamos y nos realizamos allí como personas.
A partir del cambio de paradigma en búsqueda de una solución dialogal de los problemas, es necesario ante todo un sentido fuerte de tolerancia. Son diversos los significados que se dan al término, desde quienes lo consideran sinónimo de resignación e impunidad, hasta quienes lo señalan como expresión de indiferencia. Un análisis fenomenológico nos clarifica aquellas notas de la tolerancia que constituyen el diálogo en recurso para resolver razonablemente aquellos conflictos que sólo parecieran poderse solucionar con violencia. De hecho nos hemos acostumbrado a reaccionar con intolerancia e inclusive con la fuerza ante lo que nos parece diferente de aquello a lo que nos hemos habituado.
Por el contrario: razonable es la tolerancia porque cuando nos parece que lo más racional es nuestro punto de vista, nos aconseja no sólo no absolutizarlo, sino suspender su intención afirmativa, que nos lleva de la experiencia al juicio, para poder tener también en cuenta el punto de vista del otro, su intencionalidad, tolerarlo como el mío, en el mejor sentido de la epoché fenomenológica, es decir, ni afirmarlo ni negarlo, y sí reconocerlo como posible, si se justifica en un horizonte de reciprocidad con alcance universal en el que se va constituyendo la necesidad de lo que no podría ser objetado razonablemente por nadie. No es un velo de ignorancia en situación originaria, sino la intencionalidad (Hoyos Vásquez, 1976) como responsabilidad, la que justifica la tolerancia como actitud radical de apertura al diálogo.
Frente a la intolerancia, que se nutre de prejuicios, el espíritu de tolerancia busca liberarse de ellos, volviendo en la más originaria actitud de skepsis al puro darse de las cosas mismas, al mundo de la vida, admirando otras percepciones para abrirse a nuevas perspectivas y rehabilitar el sentido fundamentador de la doxa, suspendiendo el juicio hasta tanto no se examinen las razones que lo justifiquen, tanto las propias como las ajenas y las otras de los otros en el horizonte de comprensión y de diálogo en el que se nos da el mundo, el de los objetos y el de las personas, al buscar su sentido y validez tanto objetiva como moral.
Esta constitución subjetivo-relativa de la experiencia y del juicio, es vivencia originaria de tolerancia. La perspectividad de las opiniones me obliga a comprender los contextos que las originan en un horizonte de horizontes preñado de significaciones, evidencias y valores. El cerrar el acceso a la multiplicidad de lo diverso, buscando cierta seguridad en las tradiciones o en las propias habitualidades, empobrece el conocimiento y los motivos para la acción. Una fenomenología del mundo social nos permite comprender la conflictividad de los conflictos si reconocemos lo subjetivo-relativo de nuestras visiones del mundo. Del mundo sólo puedo tener perspectivas y el conflicto se da cuando cada cultura se empeña en ser la perspectiva correcta desde la que se tiene completamente el mundo. La intolerancia se explica como consecuencia de la presunta inconmensurabilidad de las culturas no sólo desde el punto de vista epistemológico, sino especialmente desde el valorativo y moral. La solución de los conflictos sociales se busca entonces con la ayuda de una tolerancia calculada como dispositivo para negociar la convivencia no violenta, si no es que se resuelve por la vía de la discriminación con la que estigmatiza normalmente la así llamada tolerancia permisiva. En el extremo opuesto las religiones predican una tolerancia hermenéutica, debilitada como generosidad para con la buena fe de los no creyentes que siguen en su error.
Es necesario, por tanto, comprender al otro en su diferencia y en su autonomía, es decir en su dignidad. Esto nos devela la perspectividad de las perspectivas en las que los otros se nos dan como diferentes. Tal reconocimiento se expresa como reciprocidad. Ni el egoísmo individualista, que se cierra a la diferencia, ni su otro extremo, el altruismo, que quisiera ignorarla, son la solución a los conflictos. En el medio entre ambos, la reciprocidad basada en la tolerancia, actitud que ya en el uso inicial de los pronombres personales, el yo y el tú, se articula en el diálogo, clave de la comprensión y si fuere necesario del acuerdo en medio de consensos y disensos con base en razones y motivos.
De esta forma el diálogo está en el corazón de la acción comunicativa. A partir de la tolerancia nos permite relacionarnos con el otro y con otras culturas para comprenderlas. El diálogo es la clave de toda hermenéutica. Pero también el diálogo es propedéutica para toda argumentación, por cuanto es en él donde se justifican razones y motivos en búsqueda de lo verdadero, lo correcto y lo veraz.
3.- La estructura dialogal de la ética
El diálogo en el corazón del actuar comunicacional es especialmente relevante en el campo de lo social, en el que debemos atribuir sentido cognitivo, no sólo valorativo y motivacional, a la razón práctica para ir afinando la ética y sus criterios de objetividad. Sólo en el desarrollo mismo de la argumentación que busca justificar el juicio moral se gana el sentido de las pretensiones de ‘objetividad’ de la ética como proyecto y como tarea intersubjetiva: “Este mundo (el social), como el ‘reino de los fines’ de Kant, más que algo ya dado es algo que nos es ‘encomendado’” (Habermas, 1998b: 197), precisamente como lo contrafáctico, a partir de lo fáctico que nos develan las ciencias sociales. Por tanto, si el sentido de objetividad de las ciencias viene justificado a partir de argumentos que pretenden verdad mediante sus procedimientos de contrastación, la ‘objetividad’ que se busca con los juicios prácticos que pretenden ser correctos, justificados y legítimos, por no tener una base empírica, no tiene por ello mismo que ser tomada con menos rigor. Su sentido de proyecto (convivencia, reino de los fines, vigencia de los derechos humanos, sentido de ciudadanía no excluyente, universalizable por su alcance en la historia en un sentido cosmopolita) obliga a ampliar la participación de todos aquellos que pudieran ser afectados por las normas: la universalidad de la moral, más que un presupuesto epistémico, es un recurso ontológico y una tarea, que se realiza mediante “la inclusión del otro” (Habermas, 1997) como interlocutor válido, para ser reconocido como participante digno de iguales derechos. Quiere decir que la reciprocidad manifiesta en el diálogo y el diálogo mismo como proceso de entendimiento y reconocimiento mutuo constituyen el sentido de “objetividad” de una moral de alcance universal.
Se busca la convergencia entre la perspectiva de la justicia, propia de la moral, y la perspectiva que deberían asumir ‘todos’ los participantes en diálogos razonables: “Esta convergencia nos hará advertir que el proyecto de un mundo moral que incluye por igual las pretensiones de todas las personas, no es un punto de referencia elegido caprichosamente: por el contrario, se debe a una proyección de los presupuestos generales de comunicación realizables en la argumentación misma” (Habermas, 1998b: 198). Se trata de un sentido de objetividad que depende de las posibilidades de generalizar la participación de todos los implicados con sus diversas visiones y perspectivas del bien y del sentido de la vida, lo que a la vez enriquece el mundo moral como recurso multicultural inagotable. “La explicación de la justicia como ‘consideración igualitaria de los intereses de todos y cada uno’ no está al principio sino al final” (Habermas, 1998b: 202). En este sentido bien podemos decir que el juicio moral, basado en la sensibilidad moral frente a acciones censurables, constituye una especie de necesidad práctica en un horizonte teleológico, abierto por el diálogo, de alcance históricamente ilimitado y sin embargo concreto como toda tarea, en el cual radica su valor originario de ‘objetividad’ y de pertinencia. Este es el sentido de universalidad de la moral kantiana, también como recurso. Por ello la idea de una comunidad regulada moralmente implica la ampliación del mundo social a todos, es decir la inclusión de todos como participantes reales: “todos los hombres se convierten en hermanos (y hermanas)” (Habermas, 2001b: 42)[1]. Se trata, por tanto, de ir tejiendo dialogalmente propuestas que deberían poder ser aceptadas por todos. En esto consiste la democracia misma: en la aproximación contrafáctica y a la vez performativa a las así llamadas condiciones ideales de diálogo.
4.- El diálogo como dispositivo para la solución política del conflicto[2]
Los inicios de este nuevo siglo siguen marcados por guerras: éstas significan no sólo la negación del derecho internacional, es decir de la legitimidad a nivel planetario de las Naciones Unidas, y del más originario sentido de ciudadanía cosmopolita, sino sobre todo la confirmación de lo débiles que son los argumentos morales y las pretensiones de solidaridad y de justicia, especialmente en el ámbito internacional.
Esta cruda realidad nos obliga a recordar lo que ya en 1797 escribiera Kant en la Conclusión a la Doctrina del derecho: “Ahora bien, la razón práctico-moral expresa en nosotros su veto irrevocable: no debe haber guerra; ni guerra entre tú y yo en el estado de naturaleza, ni guerra entre nosotros como Estados que, aunque se encuentran internamente en un estado legal, sin embargo, exteriormente (en su relación mutua) se encuentran en un estado sin ley; -porque éste no es el modo en que cada uno debe procurar su derecho. Por tanto, la cuestión no es ya la de saber si la paz perpetua es algo o es un absurdo, y si nos engañamos en nuestro juicio teórico si suponemos lo primero, sino que hemos de actuar con vistas a su establecimiento como si fuera algo que a lo mejor no es, y elaborar la constitución que nos parezca más idónea para lograrla (tal vez el republicanismo de todos los Estados sin excepción) y acabar con la terrible guerra, que es el fin al que, como su fin principal, han dirigido hasta ahora todos los Estados sin excepción sus disposiciones internas. Y aunque esto último -lo que concierne al cumplimiento de este propósito- quedara como un deseo irrealizable, no nos engañaríamos ciertamente al aceptar la máxima de obrar continuamente en esta dirección: porque esto es un deber; pero tomar como engañosa a la ley moral en nosotros mismos despertaría el repugnante deseo de preferir hallarse privado de razón y verse sometido, según sus principios, junto con las restantes clases de animales, al mismo mecanismo de la naturaleza”(Kant, 1995: 195).
Kant insiste en el sentido del imperativo moral en contra de la guerra y a favor de la paz. No es asunto de posibilidad, de viabilidad empírica, no se trata de un argumento meramente sociológico que pudiera ser derrotado por razones de seguridad nacional o por políticos oportunistas o por una “Realpolitik”. Es un deber de la razón práctica el buscar la paz, así todas las circunstancias y los hechos mismos indicaran que ello no es posible. Se trata, en efecto, de un imperativo, surgido del rechazo de la guerra, expresado como necesidad práctica de que no vuelva a ser así, contando con los valores y la libertad de acción de los ciudadanos.
Algo semejante a la guerra ocurre cuando una globalización incompleta de los mercados, en especial por la falta de coherencia, por no decir por la doble moral de las políticas macroeconómicas, produce aquellas crisis en el mundo en desarrollo, que precipitan la ingobernabilidad en muchas naciones. Cuando la economía en su forma neoliberal se apodera de los procesos de globalización, termina manipulando el poder político de los Estados e instrumentaliza el derecho rompiendo el vínculo de solidaridad propio de la sociedad civil, agudizando la inequidad, el desempleo y la pobreza, causas últimas de toda violencia política.
La lucha por un sentido libertario, cultural y democrático del desarrollo a escala mundial es el valor orientador de los movimientos solidarios en contra de las políticas unilaterales de globalización. Ellos organizan “la resistencia a la globalización hegemónica” y formulan alternativas, que reconociendo la diversidad, fijen la dignidad humana en valores superiores a los precios del mercado. La contradicción sólo puede ser disuelta en el diálogo entre las dos globalizaciones para que se pase de la retórica cínica de las concesiones vacías a la elaboración de un renovado contrato social global garantizado por una nueva arquitectura política democrática global (cfr. Riera Montesinos, 2001: 319-323).
Allí donde una fenomenología trascendental no alcanza a reconocer al otro en el conflicto, una teoría crítica de la tolerancia obliga a partir de una intersubjetividad detrascendentalizada capaz de disensos y también de acuerdos. Esto nos permitirá reconstruir la tolerancia a la base, como condición de posibilidad, del proceso dialogal de reconocimiento del otro en su dignidad moral y de formación de sociedades capaces de solucionar políticamente los conflictos, sin que tengan que ser negados autoritariamente, incluyendo el de la tolerancia misma como alternativa democrática a la violencia y acceso político a todo lo que hoy se ha dado en llamar “terrorismo”: se abren las puertas del diálogo a quienes son intolerantes, porque ya no pueden tolerar más el ser excluidos.
En su reciente libro Tolerancia en el conflicto. Historia, contenido y actualidad de un concepto conflictivo, sugiere Rainer Forst (Forst, 2003: 744) un diálogo entre Rawls y Habermas para aclarar tanto el sentido moral como el sentido político de la tolerancia. Una teoría discursiva de la tolerancia, a la base del pluralismo razonable, descubre la complementariedad necesaria entre la propuesta estructural del liberalismo político, aporte indiscutible de J. Rawls, y la fuerza de la democracia participativa, el énfasis habermasiano, como origen del Estado de derecho. Lo importante es ver cómo la complementariedad necesita del diálogo.
Para aclarar el lugar de la política deliberativa como fuente de legitimidad del derecho moderno, basados una y otro en una ética de mínimos, es necesario urgir hasta sus límites el sentido del pluralismo, propuesto por John Rawls en su Liberalismo político, al preguntar por la posibilidad “de una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales profundamente divididos por doctrinas razonables, aunque incompatibles, de índole religiosa, filosófica y moral”. La convivencia de diversas doctrinas omnicomprensivas profundamente opuestas aunque razonables se logra si todas ellas aceptan, para seguir teniendo sentido, la concepción política de un régimen constitucional (Rawls, 1993: XVIII). Ésta no sólo ha sido la alternativa a las guerras de religión, sino que debería serlo a todas las guerras, incluyendo explícitamente hoy las guerras preventivas, las que se emprenden contra posibles terrorismos y por democracias abstractas que se niegan en el momento mismo de emprender “las cruzadas” por su implantación.
Como es bien sabido, la solución se da a partir de un pluralismo razonable, en el que las doctrinas omnicomprensivas se reconocen unas a otras, al dialogar sobre ellas para lograr un consenso entrecruzado sobre aquellos mínimos que fundan la justicia como equidad en el liberalismo político y no ya en alguno de los metarrelatos y cosmovisiones, en las que se originan todos los procesos de entendimiento. Pero todo esto presupone tolerancia, que permita abrirse a los demás y que a la vez motive el diálogo en búsqueda de acuerdos. Los mínimos que se alcancen en el diálogo intercultural conformarían el núcleo de la Constitución que se daría una sociedad para buscar su ordenamiento con base en derecho. Este es el sentido de un diálogo que no se agota en su función estratégica sino que busca llegar a la raíz del conflicto para anticiparse a la intolerancia de la violencia.
La larga, compleja y fascinante historia del diálogo entre religiones constituye un paradigma que permite comprender por qué se justifica dialogar y en qué consiste su razonabilidad. El reconocimiento de que no es razonable ser obligado a compartir determinada cosmovisión porque no es justo obligar a alguien a creer en lo que no cree, pone de manifiesto la superioridad del principio de autonomía reconocido recíproca y universalmente. El conflicto surge cuando quienes, por no pertenecer a la misma cultura, no comparten los mismos criterios y se empeñan en que sólo los propios son los únicos válidos. Para superar esta situación la teoría del discurso propone la apertura comprensiva a otras culturas y modos de ver el mismo mundo.
En efecto, las estructuras comunicacionales de la sociedad permiten vincular el pluralismo razonable y el consenso sobre mínimos como etapas necesarias de un proceso dialogal, de participación política. De hecho, en el mundo de la vida como horizonte ilimitado de contextos en los que se origina nuestra interrelación social, nivel hermenéutico de la comunicación, donde comprender otras culturas no me obliga a identificarme con ellas, se tejen las redes de la sociedad en el más originario sentido de lo público. El compromiso valorativo y los sentimientos morales que se expresan en este nivel de la comunicación, no sólo no son obstáculo epistemológico (como parece temerlo el liberalismo) para reconocer a otros y respetar sus máximos, para entonces dilucidar aquellos mínimos en los que deberíamos coincidir. La sensibilidad social que valora, comprende y compromete, antes que obstáculo, es fuerza motivacional necesaria para la participación política (como lo reclama acertadamente el comunitarismo). En este reino de la diferencia, donde en un buen sentido ‘todo vale’ menos la violencia como principio de acción, el pluralismo razonable me permite reconocer al otro como diferente y como interlocutor válido, es decir, como quien en igualdad de derechos y desde perspectivas diversas, dialoga en favor de concepciones del bien y de la vida que enriquezcan la reciprocidad y la cooperación social. El punto de partida para la constitución del Estado de derecho democrático es sin lugar a dudas una concepción tan compleja de sociedad que en ella quepan todos con sus diversas concepciones del bien, de la moral y de la vida, con sus dioses y demonios, costumbres y tradiciones. Es el triunfo de la tolerancia política contra toda forma de terrorismo, al ser éste ‘resuelto’ dialogalmente en sus causas: las de la exclusión de la sociedad, al ser negados los derechos económicos, sociales y culturales básicos para el ejercicio de la ciudadanía; y las causas del terrorismo de Estado empotradas en el ejercicio autoritario del poder.
Un segundo momento de la comunicación, provocado por la multiplicidad de puntos de vista del primer nivel, es el que puede conducir a acuerdos con base en las mejores razones y motivos. Aquí se despliega en toda su riqueza la política deliberativa como resultado del diálogo: ésta consigue en el mundo de la vida, que también es fuente inagotable de recursos para validar lo ‘correcto’ y lo “objetivo” del juicio moral, el que tanto los consensos como los disensos no sólo tengan la fuerza de convicción propia del diálogo, sino en el mismo acto el poder ético motivacional propio de la voluntad comprometida con el acuerdo ciudadano no coactivo. La democracia participativa es a la vez vida de la sociedad, al reconstruir la solidaridad en actitud intercultural, y procedimiento para llegar libremente, gracias a procesos, negociaciones y debates a consensos y disensos de relevancia política, jurídica y constitucional.
Conclusión: el diálogo entre el creer y el saber
Las situaciones conflictivas se radicalizan hoy de tal forma que no parecen dejar alternativa a la lucha contra todo lo que llaman terrorismo; hemos mostrado, sin embargo, que la tolerancia política y moral puede prevenir situaciones violentas, revitalizando el diálogo y la democracia para dar legitimidad al Estado de derecho.
La intolerancia de la violencia pone de manifiesto hoy la intolerancia del poder a escala mundial. Éste es el mayor conflicto en el que se encuentra hoy el diálogo en todos los niveles. Muchos de los problemas nacionales se relacionan cada vez más con la conflictividad globalizada de las drogas, del tráfico de armas, de las inequidades del mercado mundial y de la banca internacional. No importa cómo se disimulen estos conflictos en medio de la lucha contra el terrorismo. En este choque de civilizaciones, al que Jürgen Habermas sólo parece encontrarle solución si se lo instala en una “sociedad postsecular” (Habermas, 2001), en la que sea posible comprendernos las culturas como culturas radicalmente diferentes entre “el creer y el saber”, es necesario volver a dialogar para traducirnos, entendernos y poder llegar a colaborar para evitar el terrorismo generalizado.
El encuentro del entonces todavía Cardenal Joseph Ratzinger (me ahorro los epítetos que muchos quisieran oír acerca del defensor de la fe) con Jürgen Habermas el 19 de enero del 2004 en la Academia Católica de Baviera (Habermas y Ratzinger, 2004b) o, si se quiere, como dicen, “en la cueva del león” (Schnädelbach, 2004), nos estimula a fomentar la tolerancia moral y el diálogo intercultural entre el creer y el saber. Tema del debate: “Fundamentos morales prepolíticos de un Estado libre”. El Cardenal reconoció en toda su relevancia el fenómeno del multiculturalismo mediante un diálogo entre razón y religión, entendida también ésta interculturalmente. Se trata de un paso adelante nada desdeñable en la tradición teológica del Vaticano, que debería ser criterio en regiones en las que la religión sigue siendo sinónimo de intolerancia moral en ámbitos muy relevantes de la vida en sociedad. El filósofo cree poder superar esta posición, ya de por sí bastante abierta al diálogo tratándose de tema tan debatido en la tradición católica, volviendo precisamente a un mundo de la vida en el que diversos metarrelatos, también la tradición ilustrada y secularizante de la modernidad, compiten por dar sentido a las diversas formas de vida. Un Estado democrático que busque fomentar la convivencia, también entre los diversos Estados, no sólo se nutre de los contenidos y motivaciones de diferentes tradiciones culturales, sino que debe promover, sobre todo mediante la educación, el diálogo entre las diversas concepciones omnicomprensivas.
Sólo así es posible reconocer que el Estado moderno se nutre de presupuestos normativos que provienen de máximos valorativos, tanto religiosos como no religiosos, de visiones omnicomprensivas de la vida, la moral y la religión misma. Es necesario saber traducir estos máximos para enriquecer de contenidos a un Estado de derecho democrático, cuyos recursos de legitimidad están amenazados hoy por una visión reduccionista de la globalización, hipotecada por la economía neoliberal. En el mundo de la vida y en la historia de los pueblos, no pocas veces en formas de religiosidad popular (teología de la liberación), se conservan ideales libertarios, actitudes solidarias, reclamos de justicia, que no sólo renuevan las formas contractuales de la modernidad, sino que preservan la responsabilidad moral, la dignidad de la persona, el sentido de la vida y la solidaridad universal (sentimiento de humanidad), sin los cuales amenaza con debilitarse y marchitarse en la vida pública la normatividad del Estado moderno.
Naturalmente la religión pretende apoderarse de estos valores que no le pertenecen exclusivamente y que tampoco niegan la necesidad de la normatividad del Estado. Esto obliga a una filosofía racionalista, que ha puesto como ideal de la sociedad contemporánea la secularización, a reinventar la conmensurabilidad del creer y el saber inaugurando un renovado sentido del diálogo entre estos dos paradigmas aparentemente contradictorios. La solución no está del lado teórico, dado que fe y razón se empeñan en ser omnicomprensivas. Hay que buscar una solución práctica guiada por el diálogo y la posibilidad de comprensión mutua. Esto llevará a la filosofía no solo a reconocer sus fuentes en las grandes tradiciones de la humanidad, sino a practicar la tolerancia frente a dichas tradiciones, reconociendo primero que el mismo racionalismo es un metarrelato más y aceptando que no sólo las religiones sino otras formas de vida, así sean ellas mismas no musicales religiosamente, están llamadas a motivar a la humanidad por la justicia como equidad, por una cultura del perdón que sea capaz también de perdonar lo imperdonable, por la solidaridad, la convivencia y la cooperación intercultural.
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1.-Introducción: un Occidente escindido por la intolerancia y cerrado al diálogo.
Tolerar la intolerancia (Walzer, 1997: 80-82) es el límite extremo de la tolerancia. La tolerancia abre el horizonte al diálogo aun en situaciones extremas que sólo provocarían intolerancia. Y ciertamente parecería que no se pueda tolerar la intolerancia si por su causa peligra absolutamente la sociedad bien ordenada (Rawls, 1972: N. 35), que es precisamente la más capaz de tolerancia política, tanto desde el punto de vista de la legitimidad como de la factibilidad. El que se siga acudiendo en nombre del mismo Estado de derecho a la intolerancia del terrorismo de Estado, ayer bajo el título de política de “seguridad nacional”, hoy con la promesa de “seguridad democrática”, exige un análisis cuidadoso del sentido mismo de la tolerancia y de su estrecha relación con la democracia en el contexto de una política, que debería tener su fuerza en procesos deliberativos, animados por actitud de diálogo no sólo entre aliados, sino sobre todo entre opositores (Habermas, 1998: 364). Es decir, el fundamento último de la democracia y del Estado de derecho democrático es la participación de todos y su aseguramiento y legitimidad está dado por las condiciones de diálogo en el mundo actual. “El terrorismo internacional muestra más claramente que nunca que vivimos en un mundo en el que las fronteras no pueden ser selladas. Para frenar el terrorismo internacional se requiere cooperación internacional” (Singer, 2004: xiv). Un mundo amenazado como totalidad, sólo puede salvarse como “uno”, estableciendo relaciones entre los diversos pueblos y naciones. Es necesario por tanto cambiar la política del miedo por la política del diálogo.
Buscamos comprender el papel que tiene que jugar la tolerancia en los procesos “discursivos” de la democracia. Éstos han sido caracterizados recientemente por Jürgen Habermas, como solución a los problemas globales de la política internacional en un Occidente escindido por guerras, por amenazas terroristas desde varios bloques de poder, en especial por el protagonismo de un imperio hegemónico, que pretende resolver unilateralmente, desde un moralismo intransigente y un sentido de la política “de amigo/enemigo (pronúnciese ‘terrorista’)”, conflictos que atañen a toda la humanidad.
La ética de la globalización, propuesta hace poco por Peter Singer (2004), exigiría más coherencia por parte de los Estados en el cumplimiento de tareas mundiales en relación con el medio ambiente, con los derechos humanos y con la lucha internacional contra la pobreza. Pero es todavía más grave, cuando una nación cualquiera pretenda declararse a sí misma policía mundial, lo que equivale efectivamente a rechazar la posibilidad de que el mundo sea gobernado por leyes justas, antes que por la imposición de un poder puramente militar.
Desde una posición hobbesiana se busca autoritariamente negar la conflictividad no sólo en el interior de cada país, sino sobre todo en el contexto de las relaciones internacionales y solucionar los problemas violentamente. En cambio, en la perspectiva kantiana de apostarle “perpetuamente” a las posibilidades de paz con base en una constitución para Estados asociados, cuya legitimidad sea la de la democracia incluyente y la de una ciudadanía cosmopolita, se propone como alternativa el diálogo y el paradigma discursivo(Singer, 2004: xiii-xiv). En él, las decisiones serían igualitarias si se fundan en argumentaciones que las justifiquen razonablemente o en procedimientos que permitan tolerar las diferencias y los disensos; tales procesos son inclusivos, porque en ellos deben participar todas las partes; además son procesos que obligan a todos los participantes a tener en cuenta el punto de vista de todos los demás, tolerando las diferencias por más profundas que sean, de suerte que se sopesen los intereses de todos los implicados. En esto consiste el sentido cognitivo de deliberaciones colectivas, en las cuales en el mismo acto confluyen decisiones libres y razones que las justifican. Esto hace deficitaria toda fundamentación ética de un proceder que apele unilateralmente a valores pretendidamente universales por ser los de su propia cultura política (Habermas, 2004: 184).
La opción por un paradigma deliberativo de la política con vocación constitucional, busca anticiparse al juicio apresurado que tiende a señalar toda forma de violencia como terrorismo, es decir como intolerancia no tolerable. Cuando se simplifica y se estigmatiza todo como terrorismo se abandona toda posibilidad de poder interpretar ciertas expresiones del conflicto en aquellos límites de la tolerancia, en los que la violencia política podría comprenderse como cuestionamiento de la democracia real desde el punto de vista de quienes perciben en ella lo contrario de sus promesas. Este puede ser el caso de muchos conflictos de hoy en día, motivados por el autoritarismo, las desigualdades, la pobreza absoluta y las discriminaciones y exclusiones inveteradas.
La confrontación sin límites entre una violencia que se vuelve terrorismo y un Estado de derecho que se vuelve cada vez más arrogante, cierra el camino para encontrarle salidas al callejón en el que se hayan atrapadas algunas de nuestras democracias (Gómez Buendía, 2003). Esta confrontación de intolerancias es una guerra de perdedores. Habría que aprender de ella que la tolerancia es condición esencial de la democracia, ya que construye confianza a partir del reconocimiento de la contingencia, manifiesta en los propios límites y en el otro como diferente; confianza que al mismo tiempo, como manual de convivencia se articula en el diálogo y enseña así a la sociedad formas de cooperación y de participación política para buscar realizar gradualmente la justicia como equidad.
No hace mucho en esta misma ciudad el mexicano Carlos Pereda afirmaba, en diálogo convocado por la UNESCO: “la democracia goza de mala fama”. Hoy tendríamos que decir: no sólo la democracia, su último fundamento, el diálogo, goza de peor fama: en economía, en política y en las relaciones entre los Estados en un mundo globalizado. El sentido de un evento como el que nos reúne es para que el diálogo recobre su fama y el buen nombre, del que ha gozado desde los diálogos de Platón en la época fundacional de la filosofía hasta la teoría de la acción comunicacional de Jürgen Habermas que en nuestros días pretende reivindicarlo no sólo en el ámbito de las ciencias, sino también en el de la filosofía y en especial en la sociedad misma, en la ética y en la política como fundamentos del Estado moderno libre y de un derecho cosmopolita en tiempos de globalización.
Esto nos obliga a reconstruir el sentido del diálogo en la discusión actual en el seno de la filosofía moral, política y del derecho (2.), lo que nos ayudará a descubrir en él el meollo mismo de una ética para ciudadanos, un principio de eticidad como confianza, en cuanto posibilidad de relacionarnos como extraños en el cruce de lo privado y lo público en el diálogo cotidiano(3.) para poder proponernos, en una concepción deliberativa de la política, revitalizar la democracia, la participación ciudadana, las luchas políticas por los derechos humanos y por su condición de posibilidad en términos económicos, sociales y culturales, y propiciar nuevas formas de concertación y cooperación internacional (4.).
2.- El diálogo a partir de las estructuras de la comunicación humana.
Todavía Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología, pensaba que sería posible una renovación de la cultura moderna y un proyecto emancipador a partir de un sujeto responsable capaz de criticar las estructuras sociales y los discursos que las consolidan; igualmente los padres de la Teoría Crítica de la Sociedad, Adorno, Horkheimer y Marcuse pretendían que una crítica radical de una sociedad unidimensional y alienada podría motivar su cambio.
Frente a ellos y para lograr sus propósitos se hace necesario como punto de partida un cambio de paradigma: de la filosofía de la conciencia y de la teoría crítica del conocimiento y de la sociedad, en la que prima la reflexión a la teoría de la acción comunicacional en la que prima el diálogo.
a) El eje de dicho cambio es el mundo de la vida como horizonte de horizontes, lugar de pertenencia obligada, en el que realizamos nuestras vidas, emociones e ideales. Una teoría del actuar comunicacional parte de las personas en su actuar como participantes, en su comprender el mundo y a los demás, buscando acuerdos necesarios cuando la mera comprensión no baste. Se cuestiona la racionalidad monológica de cierta tradición filosófica, asumida por una metodología de las ciencias sociales que dice conocer objetivamente los fenómenos sociales, privilegiando su observación y se propone, en cambio, la participación, una racionalidad dialógica.
b) Al hablar de comunicación estamos pensando en los procesos originarios comunicacionales de los cuales procede lo que comunicamos en forma de “comunicados”, especie de protocolos de acción comunicativa. Se privilegia por tanto un uso comunicativo del lenguaje previo a su sentido más consolidado, con el cual designamos cosas o situaciones. Antes de ello la relación interpersonal nos lleva a utilizar la comunicación entre participantes en procesos de comprensión. Cada quien desde su perspectiva invita a los demás a que expresen su punto de vista subjetivo sobre la misma situación en búsqueda de comprensión de sentido en común y de acuerdos sobre lo objetivo.
c)El sentido crítico del cambio de paradigma consiste en cuestionar las posibilidades para desarrollar el conocimiento en una filosofía de la conciencia, del “diálogo del alma consigo misma”. En este sentido la teoría del actuar comunicacional está de acuerdo con la crítica de los postmodernos a la modernidad. Se reconocen sus reparos a una razón monológica, protagónica, autorreflexiva, pero se considera como solución no un aberrar de la razón, sino dialogizarla, de suerte que en su triple actividad, como comprensión, como argumentación y como aplicación se desarrolle comunicativa, discursiva y pragmáticamente.
d) Gracias al cambio de paradigma, las ciencias sociales y humanas, que se consideran como las que tienen que ver con la génesis del sentido, con la comprensión intersubjetiva y con los acuerdos entre personas, pueden desarrollarse de la manera más originaria como relación social y dar así su aporte a las tareas emancipatorias de la filosofía.
e) Por ello podemos decir que el cambio de paradigma es la detrascendentalización de la razón. Ya no se trata de preguntar por las condiciones de posibilidad del conocimiento a partir de la autorreflexión sobre una razón que constituye, sino que se intenta reconstruir las diferentes formas de conocimiento y de actuar en el mundo de la vida. Si trascendental significaba no tanto un conocimiento de objetos, sino un conocimiento de cómo conocemos los objetos, ahora podemos decir que la comunicación como detrascendentalización de la razón es la actividad mediante la cual conocemos el mundo en el cual se encuentran objetos con los que tenemos que ver quienes participamos y nos realizamos allí como personas.
A partir del cambio de paradigma en búsqueda de una solución dialogal de los problemas, es necesario ante todo un sentido fuerte de tolerancia. Son diversos los significados que se dan al término, desde quienes lo consideran sinónimo de resignación e impunidad, hasta quienes lo señalan como expresión de indiferencia. Un análisis fenomenológico nos clarifica aquellas notas de la tolerancia que constituyen el diálogo en recurso para resolver razonablemente aquellos conflictos que sólo parecieran poderse solucionar con violencia. De hecho nos hemos acostumbrado a reaccionar con intolerancia e inclusive con la fuerza ante lo que nos parece diferente de aquello a lo que nos hemos habituado.
Por el contrario: razonable es la tolerancia porque cuando nos parece que lo más racional es nuestro punto de vista, nos aconseja no sólo no absolutizarlo, sino suspender su intención afirmativa, que nos lleva de la experiencia al juicio, para poder tener también en cuenta el punto de vista del otro, su intencionalidad, tolerarlo como el mío, en el mejor sentido de la epoché fenomenológica, es decir, ni afirmarlo ni negarlo, y sí reconocerlo como posible, si se justifica en un horizonte de reciprocidad con alcance universal en el que se va constituyendo la necesidad de lo que no podría ser objetado razonablemente por nadie. No es un velo de ignorancia en situación originaria, sino la intencionalidad (Hoyos Vásquez, 1976) como responsabilidad, la que justifica la tolerancia como actitud radical de apertura al diálogo.
Frente a la intolerancia, que se nutre de prejuicios, el espíritu de tolerancia busca liberarse de ellos, volviendo en la más originaria actitud de skepsis al puro darse de las cosas mismas, al mundo de la vida, admirando otras percepciones para abrirse a nuevas perspectivas y rehabilitar el sentido fundamentador de la doxa, suspendiendo el juicio hasta tanto no se examinen las razones que lo justifiquen, tanto las propias como las ajenas y las otras de los otros en el horizonte de comprensión y de diálogo en el que se nos da el mundo, el de los objetos y el de las personas, al buscar su sentido y validez tanto objetiva como moral.
Esta constitución subjetivo-relativa de la experiencia y del juicio, es vivencia originaria de tolerancia. La perspectividad de las opiniones me obliga a comprender los contextos que las originan en un horizonte de horizontes preñado de significaciones, evidencias y valores. El cerrar el acceso a la multiplicidad de lo diverso, buscando cierta seguridad en las tradiciones o en las propias habitualidades, empobrece el conocimiento y los motivos para la acción. Una fenomenología del mundo social nos permite comprender la conflictividad de los conflictos si reconocemos lo subjetivo-relativo de nuestras visiones del mundo. Del mundo sólo puedo tener perspectivas y el conflicto se da cuando cada cultura se empeña en ser la perspectiva correcta desde la que se tiene completamente el mundo. La intolerancia se explica como consecuencia de la presunta inconmensurabilidad de las culturas no sólo desde el punto de vista epistemológico, sino especialmente desde el valorativo y moral. La solución de los conflictos sociales se busca entonces con la ayuda de una tolerancia calculada como dispositivo para negociar la convivencia no violenta, si no es que se resuelve por la vía de la discriminación con la que estigmatiza normalmente la así llamada tolerancia permisiva. En el extremo opuesto las religiones predican una tolerancia hermenéutica, debilitada como generosidad para con la buena fe de los no creyentes que siguen en su error.
Es necesario, por tanto, comprender al otro en su diferencia y en su autonomía, es decir en su dignidad. Esto nos devela la perspectividad de las perspectivas en las que los otros se nos dan como diferentes. Tal reconocimiento se expresa como reciprocidad. Ni el egoísmo individualista, que se cierra a la diferencia, ni su otro extremo, el altruismo, que quisiera ignorarla, son la solución a los conflictos. En el medio entre ambos, la reciprocidad basada en la tolerancia, actitud que ya en el uso inicial de los pronombres personales, el yo y el tú, se articula en el diálogo, clave de la comprensión y si fuere necesario del acuerdo en medio de consensos y disensos con base en razones y motivos.
De esta forma el diálogo está en el corazón de la acción comunicativa. A partir de la tolerancia nos permite relacionarnos con el otro y con otras culturas para comprenderlas. El diálogo es la clave de toda hermenéutica. Pero también el diálogo es propedéutica para toda argumentación, por cuanto es en él donde se justifican razones y motivos en búsqueda de lo verdadero, lo correcto y lo veraz.
3.- La estructura dialogal de la ética
El diálogo en el corazón del actuar comunicacional es especialmente relevante en el campo de lo social, en el que debemos atribuir sentido cognitivo, no sólo valorativo y motivacional, a la razón práctica para ir afinando la ética y sus criterios de objetividad. Sólo en el desarrollo mismo de la argumentación que busca justificar el juicio moral se gana el sentido de las pretensiones de ‘objetividad’ de la ética como proyecto y como tarea intersubjetiva: “Este mundo (el social), como el ‘reino de los fines’ de Kant, más que algo ya dado es algo que nos es ‘encomendado’” (Habermas, 1998b: 197), precisamente como lo contrafáctico, a partir de lo fáctico que nos develan las ciencias sociales. Por tanto, si el sentido de objetividad de las ciencias viene justificado a partir de argumentos que pretenden verdad mediante sus procedimientos de contrastación, la ‘objetividad’ que se busca con los juicios prácticos que pretenden ser correctos, justificados y legítimos, por no tener una base empírica, no tiene por ello mismo que ser tomada con menos rigor. Su sentido de proyecto (convivencia, reino de los fines, vigencia de los derechos humanos, sentido de ciudadanía no excluyente, universalizable por su alcance en la historia en un sentido cosmopolita) obliga a ampliar la participación de todos aquellos que pudieran ser afectados por las normas: la universalidad de la moral, más que un presupuesto epistémico, es un recurso ontológico y una tarea, que se realiza mediante “la inclusión del otro” (Habermas, 1997) como interlocutor válido, para ser reconocido como participante digno de iguales derechos. Quiere decir que la reciprocidad manifiesta en el diálogo y el diálogo mismo como proceso de entendimiento y reconocimiento mutuo constituyen el sentido de “objetividad” de una moral de alcance universal.
Se busca la convergencia entre la perspectiva de la justicia, propia de la moral, y la perspectiva que deberían asumir ‘todos’ los participantes en diálogos razonables: “Esta convergencia nos hará advertir que el proyecto de un mundo moral que incluye por igual las pretensiones de todas las personas, no es un punto de referencia elegido caprichosamente: por el contrario, se debe a una proyección de los presupuestos generales de comunicación realizables en la argumentación misma” (Habermas, 1998b: 198). Se trata de un sentido de objetividad que depende de las posibilidades de generalizar la participación de todos los implicados con sus diversas visiones y perspectivas del bien y del sentido de la vida, lo que a la vez enriquece el mundo moral como recurso multicultural inagotable. “La explicación de la justicia como ‘consideración igualitaria de los intereses de todos y cada uno’ no está al principio sino al final” (Habermas, 1998b: 202). En este sentido bien podemos decir que el juicio moral, basado en la sensibilidad moral frente a acciones censurables, constituye una especie de necesidad práctica en un horizonte teleológico, abierto por el diálogo, de alcance históricamente ilimitado y sin embargo concreto como toda tarea, en el cual radica su valor originario de ‘objetividad’ y de pertinencia. Este es el sentido de universalidad de la moral kantiana, también como recurso. Por ello la idea de una comunidad regulada moralmente implica la ampliación del mundo social a todos, es decir la inclusión de todos como participantes reales: “todos los hombres se convierten en hermanos (y hermanas)” (Habermas, 2001b: 42)[1]. Se trata, por tanto, de ir tejiendo dialogalmente propuestas que deberían poder ser aceptadas por todos. En esto consiste la democracia misma: en la aproximación contrafáctica y a la vez performativa a las así llamadas condiciones ideales de diálogo.
4.- El diálogo como dispositivo para la solución política del conflicto[2]
Los inicios de este nuevo siglo siguen marcados por guerras: éstas significan no sólo la negación del derecho internacional, es decir de la legitimidad a nivel planetario de las Naciones Unidas, y del más originario sentido de ciudadanía cosmopolita, sino sobre todo la confirmación de lo débiles que son los argumentos morales y las pretensiones de solidaridad y de justicia, especialmente en el ámbito internacional.
Esta cruda realidad nos obliga a recordar lo que ya en 1797 escribiera Kant en la Conclusión a la Doctrina del derecho: “Ahora bien, la razón práctico-moral expresa en nosotros su veto irrevocable: no debe haber guerra; ni guerra entre tú y yo en el estado de naturaleza, ni guerra entre nosotros como Estados que, aunque se encuentran internamente en un estado legal, sin embargo, exteriormente (en su relación mutua) se encuentran en un estado sin ley; -porque éste no es el modo en que cada uno debe procurar su derecho. Por tanto, la cuestión no es ya la de saber si la paz perpetua es algo o es un absurdo, y si nos engañamos en nuestro juicio teórico si suponemos lo primero, sino que hemos de actuar con vistas a su establecimiento como si fuera algo que a lo mejor no es, y elaborar la constitución que nos parezca más idónea para lograrla (tal vez el republicanismo de todos los Estados sin excepción) y acabar con la terrible guerra, que es el fin al que, como su fin principal, han dirigido hasta ahora todos los Estados sin excepción sus disposiciones internas. Y aunque esto último -lo que concierne al cumplimiento de este propósito- quedara como un deseo irrealizable, no nos engañaríamos ciertamente al aceptar la máxima de obrar continuamente en esta dirección: porque esto es un deber; pero tomar como engañosa a la ley moral en nosotros mismos despertaría el repugnante deseo de preferir hallarse privado de razón y verse sometido, según sus principios, junto con las restantes clases de animales, al mismo mecanismo de la naturaleza”(Kant, 1995: 195).
Kant insiste en el sentido del imperativo moral en contra de la guerra y a favor de la paz. No es asunto de posibilidad, de viabilidad empírica, no se trata de un argumento meramente sociológico que pudiera ser derrotado por razones de seguridad nacional o por políticos oportunistas o por una “Realpolitik”. Es un deber de la razón práctica el buscar la paz, así todas las circunstancias y los hechos mismos indicaran que ello no es posible. Se trata, en efecto, de un imperativo, surgido del rechazo de la guerra, expresado como necesidad práctica de que no vuelva a ser así, contando con los valores y la libertad de acción de los ciudadanos.
Algo semejante a la guerra ocurre cuando una globalización incompleta de los mercados, en especial por la falta de coherencia, por no decir por la doble moral de las políticas macroeconómicas, produce aquellas crisis en el mundo en desarrollo, que precipitan la ingobernabilidad en muchas naciones. Cuando la economía en su forma neoliberal se apodera de los procesos de globalización, termina manipulando el poder político de los Estados e instrumentaliza el derecho rompiendo el vínculo de solidaridad propio de la sociedad civil, agudizando la inequidad, el desempleo y la pobreza, causas últimas de toda violencia política.
La lucha por un sentido libertario, cultural y democrático del desarrollo a escala mundial es el valor orientador de los movimientos solidarios en contra de las políticas unilaterales de globalización. Ellos organizan “la resistencia a la globalización hegemónica” y formulan alternativas, que reconociendo la diversidad, fijen la dignidad humana en valores superiores a los precios del mercado. La contradicción sólo puede ser disuelta en el diálogo entre las dos globalizaciones para que se pase de la retórica cínica de las concesiones vacías a la elaboración de un renovado contrato social global garantizado por una nueva arquitectura política democrática global (cfr. Riera Montesinos, 2001: 319-323).
Allí donde una fenomenología trascendental no alcanza a reconocer al otro en el conflicto, una teoría crítica de la tolerancia obliga a partir de una intersubjetividad detrascendentalizada capaz de disensos y también de acuerdos. Esto nos permitirá reconstruir la tolerancia a la base, como condición de posibilidad, del proceso dialogal de reconocimiento del otro en su dignidad moral y de formación de sociedades capaces de solucionar políticamente los conflictos, sin que tengan que ser negados autoritariamente, incluyendo el de la tolerancia misma como alternativa democrática a la violencia y acceso político a todo lo que hoy se ha dado en llamar “terrorismo”: se abren las puertas del diálogo a quienes son intolerantes, porque ya no pueden tolerar más el ser excluidos.
En su reciente libro Tolerancia en el conflicto. Historia, contenido y actualidad de un concepto conflictivo, sugiere Rainer Forst (Forst, 2003: 744) un diálogo entre Rawls y Habermas para aclarar tanto el sentido moral como el sentido político de la tolerancia. Una teoría discursiva de la tolerancia, a la base del pluralismo razonable, descubre la complementariedad necesaria entre la propuesta estructural del liberalismo político, aporte indiscutible de J. Rawls, y la fuerza de la democracia participativa, el énfasis habermasiano, como origen del Estado de derecho. Lo importante es ver cómo la complementariedad necesita del diálogo.
Para aclarar el lugar de la política deliberativa como fuente de legitimidad del derecho moderno, basados una y otro en una ética de mínimos, es necesario urgir hasta sus límites el sentido del pluralismo, propuesto por John Rawls en su Liberalismo político, al preguntar por la posibilidad “de una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales profundamente divididos por doctrinas razonables, aunque incompatibles, de índole religiosa, filosófica y moral”. La convivencia de diversas doctrinas omnicomprensivas profundamente opuestas aunque razonables se logra si todas ellas aceptan, para seguir teniendo sentido, la concepción política de un régimen constitucional (Rawls, 1993: XVIII). Ésta no sólo ha sido la alternativa a las guerras de religión, sino que debería serlo a todas las guerras, incluyendo explícitamente hoy las guerras preventivas, las que se emprenden contra posibles terrorismos y por democracias abstractas que se niegan en el momento mismo de emprender “las cruzadas” por su implantación.
Como es bien sabido, la solución se da a partir de un pluralismo razonable, en el que las doctrinas omnicomprensivas se reconocen unas a otras, al dialogar sobre ellas para lograr un consenso entrecruzado sobre aquellos mínimos que fundan la justicia como equidad en el liberalismo político y no ya en alguno de los metarrelatos y cosmovisiones, en las que se originan todos los procesos de entendimiento. Pero todo esto presupone tolerancia, que permita abrirse a los demás y que a la vez motive el diálogo en búsqueda de acuerdos. Los mínimos que se alcancen en el diálogo intercultural conformarían el núcleo de la Constitución que se daría una sociedad para buscar su ordenamiento con base en derecho. Este es el sentido de un diálogo que no se agota en su función estratégica sino que busca llegar a la raíz del conflicto para anticiparse a la intolerancia de la violencia.
La larga, compleja y fascinante historia del diálogo entre religiones constituye un paradigma que permite comprender por qué se justifica dialogar y en qué consiste su razonabilidad. El reconocimiento de que no es razonable ser obligado a compartir determinada cosmovisión porque no es justo obligar a alguien a creer en lo que no cree, pone de manifiesto la superioridad del principio de autonomía reconocido recíproca y universalmente. El conflicto surge cuando quienes, por no pertenecer a la misma cultura, no comparten los mismos criterios y se empeñan en que sólo los propios son los únicos válidos. Para superar esta situación la teoría del discurso propone la apertura comprensiva a otras culturas y modos de ver el mismo mundo.
En efecto, las estructuras comunicacionales de la sociedad permiten vincular el pluralismo razonable y el consenso sobre mínimos como etapas necesarias de un proceso dialogal, de participación política. De hecho, en el mundo de la vida como horizonte ilimitado de contextos en los que se origina nuestra interrelación social, nivel hermenéutico de la comunicación, donde comprender otras culturas no me obliga a identificarme con ellas, se tejen las redes de la sociedad en el más originario sentido de lo público. El compromiso valorativo y los sentimientos morales que se expresan en este nivel de la comunicación, no sólo no son obstáculo epistemológico (como parece temerlo el liberalismo) para reconocer a otros y respetar sus máximos, para entonces dilucidar aquellos mínimos en los que deberíamos coincidir. La sensibilidad social que valora, comprende y compromete, antes que obstáculo, es fuerza motivacional necesaria para la participación política (como lo reclama acertadamente el comunitarismo). En este reino de la diferencia, donde en un buen sentido ‘todo vale’ menos la violencia como principio de acción, el pluralismo razonable me permite reconocer al otro como diferente y como interlocutor válido, es decir, como quien en igualdad de derechos y desde perspectivas diversas, dialoga en favor de concepciones del bien y de la vida que enriquezcan la reciprocidad y la cooperación social. El punto de partida para la constitución del Estado de derecho democrático es sin lugar a dudas una concepción tan compleja de sociedad que en ella quepan todos con sus diversas concepciones del bien, de la moral y de la vida, con sus dioses y demonios, costumbres y tradiciones. Es el triunfo de la tolerancia política contra toda forma de terrorismo, al ser éste ‘resuelto’ dialogalmente en sus causas: las de la exclusión de la sociedad, al ser negados los derechos económicos, sociales y culturales básicos para el ejercicio de la ciudadanía; y las causas del terrorismo de Estado empotradas en el ejercicio autoritario del poder.
Un segundo momento de la comunicación, provocado por la multiplicidad de puntos de vista del primer nivel, es el que puede conducir a acuerdos con base en las mejores razones y motivos. Aquí se despliega en toda su riqueza la política deliberativa como resultado del diálogo: ésta consigue en el mundo de la vida, que también es fuente inagotable de recursos para validar lo ‘correcto’ y lo “objetivo” del juicio moral, el que tanto los consensos como los disensos no sólo tengan la fuerza de convicción propia del diálogo, sino en el mismo acto el poder ético motivacional propio de la voluntad comprometida con el acuerdo ciudadano no coactivo. La democracia participativa es a la vez vida de la sociedad, al reconstruir la solidaridad en actitud intercultural, y procedimiento para llegar libremente, gracias a procesos, negociaciones y debates a consensos y disensos de relevancia política, jurídica y constitucional.
Conclusión: el diálogo entre el creer y el saber
Las situaciones conflictivas se radicalizan hoy de tal forma que no parecen dejar alternativa a la lucha contra todo lo que llaman terrorismo; hemos mostrado, sin embargo, que la tolerancia política y moral puede prevenir situaciones violentas, revitalizando el diálogo y la democracia para dar legitimidad al Estado de derecho.
La intolerancia de la violencia pone de manifiesto hoy la intolerancia del poder a escala mundial. Éste es el mayor conflicto en el que se encuentra hoy el diálogo en todos los niveles. Muchos de los problemas nacionales se relacionan cada vez más con la conflictividad globalizada de las drogas, del tráfico de armas, de las inequidades del mercado mundial y de la banca internacional. No importa cómo se disimulen estos conflictos en medio de la lucha contra el terrorismo. En este choque de civilizaciones, al que Jürgen Habermas sólo parece encontrarle solución si se lo instala en una “sociedad postsecular” (Habermas, 2001), en la que sea posible comprendernos las culturas como culturas radicalmente diferentes entre “el creer y el saber”, es necesario volver a dialogar para traducirnos, entendernos y poder llegar a colaborar para evitar el terrorismo generalizado.
El encuentro del entonces todavía Cardenal Joseph Ratzinger (me ahorro los epítetos que muchos quisieran oír acerca del defensor de la fe) con Jürgen Habermas el 19 de enero del 2004 en la Academia Católica de Baviera (Habermas y Ratzinger, 2004b) o, si se quiere, como dicen, “en la cueva del león” (Schnädelbach, 2004), nos estimula a fomentar la tolerancia moral y el diálogo intercultural entre el creer y el saber. Tema del debate: “Fundamentos morales prepolíticos de un Estado libre”. El Cardenal reconoció en toda su relevancia el fenómeno del multiculturalismo mediante un diálogo entre razón y religión, entendida también ésta interculturalmente. Se trata de un paso adelante nada desdeñable en la tradición teológica del Vaticano, que debería ser criterio en regiones en las que la religión sigue siendo sinónimo de intolerancia moral en ámbitos muy relevantes de la vida en sociedad. El filósofo cree poder superar esta posición, ya de por sí bastante abierta al diálogo tratándose de tema tan debatido en la tradición católica, volviendo precisamente a un mundo de la vida en el que diversos metarrelatos, también la tradición ilustrada y secularizante de la modernidad, compiten por dar sentido a las diversas formas de vida. Un Estado democrático que busque fomentar la convivencia, también entre los diversos Estados, no sólo se nutre de los contenidos y motivaciones de diferentes tradiciones culturales, sino que debe promover, sobre todo mediante la educación, el diálogo entre las diversas concepciones omnicomprensivas.
Sólo así es posible reconocer que el Estado moderno se nutre de presupuestos normativos que provienen de máximos valorativos, tanto religiosos como no religiosos, de visiones omnicomprensivas de la vida, la moral y la religión misma. Es necesario saber traducir estos máximos para enriquecer de contenidos a un Estado de derecho democrático, cuyos recursos de legitimidad están amenazados hoy por una visión reduccionista de la globalización, hipotecada por la economía neoliberal. En el mundo de la vida y en la historia de los pueblos, no pocas veces en formas de religiosidad popular (teología de la liberación), se conservan ideales libertarios, actitudes solidarias, reclamos de justicia, que no sólo renuevan las formas contractuales de la modernidad, sino que preservan la responsabilidad moral, la dignidad de la persona, el sentido de la vida y la solidaridad universal (sentimiento de humanidad), sin los cuales amenaza con debilitarse y marchitarse en la vida pública la normatividad del Estado moderno.
Naturalmente la religión pretende apoderarse de estos valores que no le pertenecen exclusivamente y que tampoco niegan la necesidad de la normatividad del Estado. Esto obliga a una filosofía racionalista, que ha puesto como ideal de la sociedad contemporánea la secularización, a reinventar la conmensurabilidad del creer y el saber inaugurando un renovado sentido del diálogo entre estos dos paradigmas aparentemente contradictorios. La solución no está del lado teórico, dado que fe y razón se empeñan en ser omnicomprensivas. Hay que buscar una solución práctica guiada por el diálogo y la posibilidad de comprensión mutua. Esto llevará a la filosofía no solo a reconocer sus fuentes en las grandes tradiciones de la humanidad, sino a practicar la tolerancia frente a dichas tradiciones, reconociendo primero que el mismo racionalismo es un metarrelato más y aceptando que no sólo las religiones sino otras formas de vida, así sean ellas mismas no musicales religiosamente, están llamadas a motivar a la humanidad por la justicia como equidad, por una cultura del perdón que sea capaz también de perdonar lo imperdonable, por la solidaridad, la convivencia y la cooperación intercultural.
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* Este artículo es publicado con la autorización del autor.
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**Guillermo Hoyos Vásquez, Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia, Santa Fe de Bogotá y actualmente Director del Instituto de Estudios Sociales y Culturales, PENSAR, de la Universidad Javeriana de Bogotá. Doctor en Filosofía por la Universidad de Colonia (Alemania) en 1973. Decano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, de 1988 a 1990. Miembro del consejo del Programa Nacional de Ciencias Humanas y Sociales de COLCIENCIAS. Autor de diversas publicaciones y director de proyectos de investigación sobre Ética, Política y Filosofía. Ha participado en proyectos y congresos en Europa. Además, colabora con la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura –OEI- en los programas de Ciencia, Tecnología y Sociedad –CTS-, y de Educación en Valores.