Gustavo Pereira
Helena Modzelewski**
Universidad de la República (Uruguay)
Tengo un sueño, de que mis cuatro hijos un día vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter. [...] donde niñas y niños negros podrán darse la mano con niñas y niños blancos y caminar juntos como hermanas y hermanos.[1]
Muchos de nosotros abrigamos similares sueños. Podría decirse que es un sueño de la humanidad, y que no sólo abarca más etnias que las mencionadas por Martin Luther King, sino que también incluye a diferentes estratos sociales, religiones y opciones sexuales. Para materializarse, ese sueño requiere de la identificación de los mejores medios, y uno de los más formidables con que contamos es la educación ciudadana entendida en sus dimensiones local y global, y basada en el reconocimiento del otro.
1. Educación cívica y hermenéutica crítica
Una larga tradición que comienza con Hegel y que incluye a pensadores provenientes de diferentes áreas del saber tales como Gadamer, Buber, Habermas o Apel en el campo de la filosofía, así como fundadores de la teoría social como G. H. Mead o Durkheim, y figuras como Piaget y Kohlberg en el área de la psicología, coinciden en que el sujeto se constituye en términos de reconocimiento recíproco, es decir, que alguien constituye su identidad solamente en tanto que reconoce a otro, que a su vez lo reconoce. Este reconocimiento recíproco es la clave para la construcción de una ética que pueda sentar las bases para una ciudadanía local y global, y que tiene como tarea principal asegurar el reconocimiento de todo ser humano como persona, y por lo tanto como digno de consideración y respeto. Si esto se lograra, estaríamos dando un gran paso para acabar con la discriminación de cualquier tipo, la racial, la de género, la religiosa y sobre todo una que es poco mencionada en el “nuevo catecismo” de lo éticamente correcto de los organismos internacionales: “la aporafobia, el desprecio al pobre, al débil, al que no tiene qué ofrecer, con qué negociar, qué dar a cambio.”[2]
En este camino a recorrer a través de un proyecto de educación cívica es imprescindible identificar las mejores herramientas que permitan asegurar la transmisión de valores según los cuales todos en tanto que humanos sean igualmente considerados y respetados, de tal modo que al ser cada persona un fin en sí mismo nada justifique su instrumentalización.
Una educación cívica deberá necesariamente recorrer el camino que va del extrañamiento al reconocimiento del otro y para ello se deberá asumir como característica distintiva de este proceso a la reflexión concebida como una crítica sobre la tradición y los valores dominantes; esta reflexión no tiene por qué siempre romper con ellos, pero siempre está en condiciones de cuestionarlos y de no aceptarlos como un hecho dado. Este proceso asumiría las características de lo que Gadamer entiende por fusión de horizontes, según lo cual la tarea de reflexión crítica, así entendida, implica la comprensión de la tradición abordada desde la situación presente del intérprete que se sitúa en la misma tradición pero en una posición de distanciamiento que permite la introducción de una nueva perspectiva crítica. [3]
Por otra parte, esta educación ciudadana en clave de hermenéutica crítica introduce el reconocimiento recíproco como el supuesto más importante de su operativa, ya que para toda interpretación es necesario contar con dos seres dotados de competencia comunicativa que se reconocen mutuamente en su capacidad para argumentar. A su vez, en función de las condiciones de simetría que el reconocimiento recíproco requiere, se impone como rasgo distintivo una radical apertura a la alteridad que introduce toda la particularidad y diferencia que afecta a cada posible involucrado. En consecuencia, una educación cívica bajo estas coordenadas implica que temas tales como la homosexualidad, las diferencias de género, las particularidades de los discapacitados, el sufrimiento del pobre, entre otros, deben ser fuertemente tematizados como forma de asegurar lo más básico para una reflexión ciudadana: la inclusión del otro. Finalmente, esta perspectiva debe ser entendida en sus términos radicales, por lo que debe exceder a la localidad para asentarse en lo global; las crecientes posibilidades de interconexión de nuestro mundo demandan cada vez más de esta radical inclusión de la alteridad como clave para el enriquecimiento humano y como base para el entendimiento. Una ciudadanía intercultural, en otras palabras, se hace imprescindible.
En consonancia con esta perspectiva, el objetivo de la educación cívica deberá ser educar la mirada de los ciudadanos para poder reconocer la humanidad en aquellas dimensiones en que suele ser negada. Es un proceso que apunta a acostumbrar al ciudadano a reconocer al otro que ha sido tradicionalmente negado, y que en consecuencia pretende reeducarlo. De esta forma, a partir de esta nueva mirada inclusiva tanto de la marginación económica encarnada en la pobreza como de minorías étnicas, sexuales y religiosas, se asegurará el reconocimiento del otro y su igual dignidad.
2. La literatura y el reconocimiento del otro
El proceso de extrañamiento-reconocimiento a recorrer en todo proyecto de educación ciudadana debe asegurar la identificación con aquel que es extraño, ajeno y que por lo tanto podría llegar a ser objeto de un tratamiento no igualitario. La clave para asegurar este tránsito es encontrar herramientas que propicien una relación empática con el extraño de tal manera de poder sentir su sufrimiento, su marginación o su infelicidad como la propia, como algo que podríamos vivir, como una posibilidad real dentro del campo de posibilidades que afectan a quienes efectivamente reconocemos y que por ello consideramos dignos de un tratamiento igualitario.
Las narraciones en general y la literatura en particular son una de esas herramientas que permiten recorrer el proceso de extrañamiento al reconocimiento del otro, y en este rasgo distintivo reside su utilidad para cualquier proyecto de educación ciudadana. Las características de las obras literarias invitan al lector a colocarse en la posición del otro y a adquirir sus experiencias; su interpelación del lector les posibilita ser eslabones entre el lector y los personajes, activando las emociones y la imaginación, que conducen a ver de cerca muchas cosas que fuera de este espacio nos son ajenas. A través de la literatura se accede al más básico punto en común de todos los seres humanos: nuestra condición de seres libres e iguales. Obviando el color de la piel, la religión, la posición socio-económica, la literatura llega a conmover por medio de la manifestación de lo que compartimos como humanidad: los sentimientos, la conciencia, la razón. Por lo tanto, la literatura tiene como característica relevante para una ética global de reconocimiento recíproco el ser capaz de posibilitar el tránsito del extrañamiento al reconocimiento, al permitir acceder a través de la imaginación a la vida de otras personas que podrían haber sido nosotros mismos.
Al camino que nos conduce a la literatura como medio óptimo para la generación de estas relaciones empáticas se llega después de excluir como posible alternativa a cualquier tipo de aproximación racional entendida en términos de ajuste de medios a fines. El reconocimiento del otro bajo estas perspectivas se encuentra bloqueado, ya que este tipo de enfoques justifican la cosificación e instrumentalización del otro en tanto eso habilite a una optimización de fines.
El poder empático que oficia de mediador en el tránsito del extrañamiento al reconocimiento requiere de la introducción de la imaginación, que es la que posibilita al sujeto colocarse en el lugar del otro e incorporar su situación como propia. Por lo tanto, este movimiento que va del extrañamiento al reconocimiento debe superar nuestras propias actitudes objetivantes que tienden a cosificar al otro y que incluso pueden ser alimentadas por cierto tipo de acercamientos que lo reducen a un objeto. Por ejemplo, nuestra subjetividad se enfrenta con serios obstáculos para el reconocimiento en el tratamiento tradicional que hace la economía utilitarista de las personas o en el distanciamiento propio de las obras de ciencias sociales. Una aproximación histórica o sociológica a una situación de marginación o discriminación tiende a presentar las situaciones en términos descriptivos y eso, en tanto que deja las emociones al margen, genera un distanciamiento que opera como un obstáculo para el reconocimiento. Sin embargo, la literatura, al promover la identificación del lector con los personajes a través de las reacciones emocionales, tiende a derribar estos obstáculos generando un fuerte proceso de identificación y reconocimiento del otro.
Lo distintivo de las narraciones en general y en particular de la novela, es que apelan a un lector implícito que comparte con los personajes un trasfondo de expectativas que les posibilita generar fuertes lazos de identificación y empatía con ellos, que a la vez producen un fuerte proceso de integración.[4] Estas narraciones introducen al lector en el mundo cotidiano de los personajes, que se constituyen en su objeto de interés y de profunda comprensión, y acercan al lector a lo que es común y próximo y que debido a la extrañeza de ese universo suele ser ignorado y rechazado. A través de estos relatos somos testigos cercanos de lo que afecta a estos personajes que presentan una vida compleja llena de obstáculos y oportunidades, inmersa en un mundo cualitativamente rico e irreductible en su diversidad. El movimiento del extrañamiento al reconocimiento que las narraciones propician se encuentra determinado tanto por el acceso al universo narrativo a través de la riqueza de la individualidad de sus personajes y su vida cotidiana, como por “su empeño por no describir los hechos de la vida desde una perspectiva externa de distanciamiento –como si fueran los actos y movimientos de piezas mecánicas- sino desde dentro, como investidos de la compleja significación que los seres humanos atribuyen a sus propias vidas.”[5] Este proceso nos conduce a reconocer la igual humanidad y la igual dignidad de hombres y mujeres de otras partes del mundo, de clases sociales diferentes, que han realizado opciones sexuales diferentes a las nuestras o que tienen creencias religiosas distintas. De manera tal vez más clara y conmovedora expresa Toni Morrison este reconocimiento en su novela Beloved, a través de la forma en que la protagonista nombra su deseo de identidad: “Quiero que me toques por mi lado interno y me llames por mi nombre.”[6]
Pero además de las características intrínsecas de las narraciones que posibilitan el pasaje del extrañamiento al reconocimiento, es necesaria una condición inherente al propio sujeto que experimenta este proceso y es la asunción de la propia insuficiencia, de la propia posibilidad de ser afectado como el otro. Es este hecho el que posibilita el ingreso de emociones que propician el surgimiento de sentimientos empáticos, y de ahí el reconocimiento. El supuesto de la vulnerabilidad de la vida humana y de la necesidad de bienes externos para tener una buena vida, es lo que habilita al surgimiento de la identificación con la desgracia ajena en tanto que es una posibilidad para el propio afectado.
Esta vulnerabilidad es lo que genera un fuerte sentimiento de empatía con los diferentes personajes de una novela y lo que propicia el reconocimiento. Este tránsito puede ser ilustrado a partir de un par de autores que presentaremos a continuación y cuyas novelas pautan el poder de generar reconocimiento a través de la compasión que producen el amor paternal y la indigencia.
2.1 El amor paternal en Chinua Achebe
El primero de estos casos es Chinua Achebe y su novela Todo se desmorona[7], situada en la Nigeria precolonial y que tiene por protagonista a Okonkwo, un hombre joven que aspira a convertirse en un guerrero respetado en las nueve aldeas de su comunidad para recuperar así su 'honor' personal, que se encuentra en entredicho por la pereza y consecuente pobreza de su padre.
Al comenzar la lectura de la novela y enfrentarse con descripciones de las costumbres de la tribu de Okonkwo, el lector se siente alejado de ese sentimiento de pertenencia, de compenetración con la historia y sus personajes que solemos experimentar al leer una novela. El distanciamiento y la indiferencia son la consecuencia de acceder a una realidad radicalmente diferente a la nuestra; las costumbres y rituales tribales colocan al lector fuera de la novela, objetivándola como un mero observador. Este choque cultural tiende a eliminar lo que se espera al leer literatura; se espera verse reflejado en situaciones que pueden sucedernos, aun cuando nunca nos hayan ocurrido, y en tanto que las costumbre tribales están lejos de nuestra realidad posible el lector tiende a transformarse en observador, y como observador funciona de manera similar a la de un antropólogo, estudiando una cultura que le es ajena.
Sin embargo, hay dos partes en la novela, entre otras, que son realmente conmovedoras, generando compasión, empatía y reconocimiento. Una de ellas es cuando Okonkwo debe matar a Ikemefuna, un muchacho que él mismo ha criado como si fuera su propio hijo, pero quien de hecho representaba una ofrenda de una aldea vecina en desagravio por el asesinato de una mujer de la aldea de Okonkwo, y como manera de evitar la guerra. El otro momento generador de compasión y reconocimiento es en el cual una de las esposas de Okonkwo, Ekwefi, persigue a una sacerdotisa que se ha llevado a su hija al santuario de un dios, aun cuando ella sabe que podría ser severamente castigada por dicho dios si fuera descubierta.
El episodio de Ikemefuna está narrado en pocas palabras y un lenguaje austero, lo cual resulta ser mucho más poderoso.
Oyó a Ikemefuna gritar, “Padre, me matan!” mientras corría hacia él. Aturdido por el miedo, Okonkwo desenvainó su machete y terminó de matarlo. Temía ser considerado débil.[8]
La austeridad del relato del episodio lo vuelve aun más aterrante; sin embargo, el comportamiento posterior de Okonkwo nos deja ver el conflicto a su interior entre las reglas tribales impuestas por la tradición y sus sentimientos, en los dos días siguientes a la muerte del muchacho (...)
Okonkwo no probó comida durante los dos días después de la muerte de Ikemefuna. Tomaba vino de palmera desde la mañana a la noche, y sus ojos eran rojos y furibundos, como los ojos de una rata que ha sido agarrada por la cola y estrellada contra el suelo.[9]
Si bien no se nombra ningún sentimiento en esta descripción, las imágenes son lo suficientemente elocuentes como para identificar al lector con las emociones del personaje, torturado por el desenlace trágico que ha protagonizado.
El otro episodio es la persecución de Ekwefi y es igualmente conmovedora. Ezinma es su única hija, la única que ha sobrevivido a tantos abortos involuntarios y a tantas criaturas muertas poco tiempo después de nacer. Tomando esto en cuenta, puede entenderse claramente su reacción cuando al acercarse la sacerdotisa a Okonkwo, le pide a la niña y “(...) a la mención del nombre de Ezinma, Ekwefi tensó el cuello bruscamente, como un animal que ha olfateado la muerte en el aire. Su corazón saltaba dolorosamente dentro de ella.”[10]
Cuando al final la sacerdotisa se lleva a la niña sin que nadie pueda oponerse, ni siquiera Okonkwo, so pena de la ira de los dioses, Ekwefi decide seguirlas para proteger a su hija en caso de peligro. El miedo que siente hacia los dioses es claro, aunque su instinto maternal es evidentemente más poderoso que cualquier temor:
Parada, mirando la oscuridad circular que las había tragado, las lágrimas brotaron a borbotones de sus ojos, y se juró a sí misma que si oyera a Ezinma llorar correría dentro de la cueva para defenderla contra todos los dioses del mundo. Moriría con ella.[11]
Finalmente la niña es devuelta a su madre y ésta comprueba que no solamente ella sino también su padre Okonkwo estaba velando por su integridad, dispuestos ambos a enfrentarse a todo, hasta a los mismos dioses para defenderla.
A través de estos dos emotivos momentos nuestra perspectiva objetivante de observadores ante una cultura y tradición ajena se ve fuertemente modificada para generar compasión, empatía y reconocimiento. En ambos momentos nos sentimos profundamente afectados por el sufrimiento de un padre y por la decisión de una madre de defender a su hija frente a todo. El reconocimiento surge en esta dimensión porque la paternidad es algo abierto a nuestro universo de posibilidades y por lo tanto sentimos que podemos ser Okonkwo o Ekwefi, desapareciendo las diferencias temporales y culturales entre ellos y nosotros, y quedando solamente nuestra compartida condición humana, primitiva e intacta abierta a todas las posibilidades que nos vuelven seres vulnerables, finitos y necesitados de reconocimiento. Esta posibilidad de ser uno de los personajes es la clave para la generación de un lenguaje común entre los personajes y el lector, y que es un rasgo distintivo de la obra literaria y en particular de la novela, que permite que las historias se vuelvan conmensurables y entendibles, que permitan acceder a la interioridad desde el exterior.
2.2 La indigencia a través de Paul Auster
El otro acercamiento a considerar es el que realiza Paul Auster en El Palacio de la Luna[12] y en El país de las últimas cosas[13]. En ambas novelas Auster nos acerca a la indigencia, una realidad muy diferente a la de Achebe en el sentido de que no nos resulta tan ajena como una tribu de África ya que podemos verla en nuestras ciudades todos los días, pero que, justamente por eso, por el acostumbramiento que produce el contacto casi permanente con esa realidad, suele convertirnos en insensibles. Las ciudades de América Latina, cada vez más golpeadas por la desigualdad, son en aumento habitadas por seres que mendigan en las esquinas, revuelven la basura y se acurrucan en portales para pasar la noche. Ya nadie se acerca a ellos, ya ni siquiera se los mira con fastidio o pena, como podía ocurrir en el pasado. Forman parte de nuestro paisaje citadino. Y eso es lo que nos vuelve insensibles, indiferentes ante lo que esta gente puede llegar a sentir respecto al estilo de vida que llevan. Se llega a creer que viven de esa manera por elección, o al menos que están tan acostumbrados a ello que ya no les molesta. Esta actitud impasible lleva a su consecuencia más peligrosa, el conservadurismo, la justificación del estado de cosas a través de algo así como una necesidad natural, en definitiva a la cancelación de toda posibilidad de cambiar las cosas.
Pero veamos cómo ilumina Auster esta realidad. Su personaje en El Palacio de la Luna, Marco Fogg, se deja caer en la indigencia por la desidia que lo domina una vez que su único familiar, el tío que le servía de referente, fallece. Si bien no es muy clara la causa por la cual un joven universitario se niega a salir a buscar una manera de ganarse la vida, y eso hace un poco más difícil la empatía total con el personaje, al focalizarnos en los eventos que van marcando su caída el lector llega a comprender varias instancias que da por sentado en la vida real.
El alimentarse de los residuos es uno de los incidentes más atroces que las grandes ciudades han incorporado con insensibilidad. Auster nos recuerda que el vagabundo que lo hace es un ser humano que al igual que el lector siente asco y vergüenza al comer de la basura, y en virtud de ello reproduce en el lector tales sentimientos.
Tardé un tiempo en adaptarme, pero una vez que acepté la idea de llevarme a la boca algo que ya había tocado la boca de otro, encontré un sinfín de comida a mi alrededor. [...] Para combatir mis remilgos empecé a ponerles nombres graciosos a los cubos de basura. Les llamaba restaurantes cilíndricos, cenas de la suerte, paquetes de asistencia municipal, cualquier cosa que me evitara decir lo que realmente eran.[14]
La humanidad vuelve a situarse en el vagabundo de la novela, que puede ser cualquier vagabundo que se nos cruza en la calle. Una vergüenza subrepticia se va apoderando del lector, que de pronto comprende que no por ser vagabundo encuentra su estilo de vida como algo normal.
El olor a mugre de los indigentes también encuentra una fuerte manifestación en Marco Fogg, el personaje de Auster. Una mañana en que la lluvia lo había empapado, decidió entrar a la sala de lectura de la biblioteca pública confiando en que el calor que hacía allí dentro contribuyera a secarle la ropa. Esto ocurrió tal como él lo había esperado, aunque con una consecuencia desagradable que no había previsto: la ropa comenzó a oler, con ese olor característico de los vagabundos.
Era como si todos los pliegues y arrugas de las prendas hubiesen decidido de repente contarle sus secretos al mundo. Esto no me había sucedido nunca antes y me horrorizó descubrir que un olor tan nocivo pudiera venir de mi persona. [...] Seguí hojeando las páginas de la Encyclopaedia Britannica, con la esperanza de que nadie lo notara, pero estos ruegos no fueron escuchados. Un anciano sentado frente a mí alzó la cabeza de su periódico y comenzó a olfatear el aire, luego me miró, con cara de asco. Por un momento estuve tentado de levantarme de un salto y reprenderle por su grosería, pero comprendí que me faltaba la energía necesaria. Antes de darle la oportunidad de decir nada, me puse en pie y me fui.[15]
El lector, puesto junto con el narrador en el lugar de la persona que hiede, comprende con compasión y, lo que es más, empatía que el mal olor de un vagabundo no es una ofensa hacia los demás miembros de la sociedad por parte del indigente, sino que es experimentado como una vergüenza de la que es difícil librarse si no se tiene un hogar decoroso donde quitarse la ropa, darse una ducha, vestirse con ropa limpia, lavar la que estaba sucia, esperar a que esté seca. Pensándolo así, una misión tan sencilla como mantenerse higienizado es bastante compleja si no se tiene un techo estable ni dinero para comprar más mudas de ropa. La posible acusación de desidia desaparece de la mente del lector al comprender la dificultad de realizar hechos cotidianos tan simples si se carece de posesiones que tantas veces se dan por sentadas. Estas posesiones de hecho no vienen con el individuo, sino que requieren dinero y, en consecuencia, una cierta adaptación al sistema social en el que se vive, adaptación de la que algunos individuos, si bien no la mayoría, bien pueden carecer.
El otro texto de Auster que nos interesa mostrar como posible medio para la reeducación de la mirada respecto de la pobreza, es El país de las últimas cosas. Allí hay algunos pasajes que chocan porque dirigen la atención del lector hacia aspectos de la vida de personas viviendo bajo la línea de pobreza que, si bien no son insólitos ni increíbles, difícilmente al lector se le habrían ocurrido antes.
La diferencia más notoria entre El Palacio de la Luna y la presente novela está en el realismo que una y otra ofrecen. Mientras aquélla está ambientada en un New York contemporáneo y fácilmente rastreable a través de los lugares mencionados, ésta retrata una ciudad en los confines del mundo, atemporal, aislada del resto de las naciones, que no tiene nombre ni ubicación en el mapa, a donde raramente llegan visitantes y de la cual nadie puede escapar. El lector encuentra dificultosa la identificación con esta realidad, ya que es muy poco probable que alguien se encuentre en una situación de ese tipo.
Sin embargo, el personaje se nos hace más cercano que Marco Fogg, ya que mientras Marco caía en la indigencia por una especie de desidia que el lector promedio calificaría de perezosa e inaceptable, Anna, quien escribe la larga carta en la que consiste toda la extensión de El país de las últimas cosas, es una joven completamente normal de una sociedad occidental opulenta, con las características e inquietudes que cualquier joven real de esa edad seguramente tiene. En su carta, ella pone de manifiesto pequeños atisbos de su vida anterior:
Estoy segura de que te dará risa; recordarás cómo eran las cosas en casa: la cocinera, la criada, la ropa limpia doblada y colocada en los cajones de mi cómoda cada viernes. Nunca tuve que mover un dedo, tenía el mundo entero a mis pies y jamás le di ninguna importancia; lecciones de piano, clases de arte, veranos en el campo junto al lago, viajes al extranjero con mis amigos.[16]
Es cierto que no todos los lectores se sentirán identificados con esa vida demasiado cómoda de Anna, pero lo que sí es verdad es que en el momento de leer acerca de su nueva vida en el país sin nombre, no sentimos que ella sea una persona marginada desde siempre y que por esa razón deba “estar habituada” a ese tipo de vida, y mucho menos que lo merezca como consecuencia de sus actos como puede llegar a ser el caso con Marco Fogg, sino que, junto con ella, somos capaces de vivir con sorpresa y repulsión el proceso descendente ante el cual ella nada puede hacer. A través de los ojos de Anna, el lector comprende la importancia de ciertos detalles de la vida de una persona que se dedica a la recolección de basura, a los que con seguridad antes jamás habría prestado atención y que por su propia cuenta nunca habría comprendido si no fuese guiado por la mano del novelista. Pormenores como el siguiente:
El instrumento preferido para transportar la basura es el carro de supermercado, similar a aquellos que tenemos allí, en casa. [...] Un vehículo más grande resultaría demasiado pesado para transportar cuando se llenara y uno más pequeño requeriría demasiados viajes al depósito. [...] Como consecuencia, estos carros tienen una gran demanda y el primer objetivo de un recogedor de basura es conseguir uno. [...] incluso si logras conseguir el carro, debes procurar mantenerlo en buen estado, las calles estropean muchísimo el equipo y hay que tener especial cuidado con las ruedas.[17]
Un nuevo mundo se abre ante los ojos del lector. Un mundo que, si bien desagradable e improbable por lo general para quien tiene acceso al libro donde estos hechos se relatan, al estar contados por alguien que sí compartiría en cierta medida el mismo universo del lector, llegan a conmoverlo, como si la carta fuera escrita para él mismo. A partir de ese momento, el proceso iniciado es prácticamente irreversible: difícilmente podrá el lector sensible mirar a una persona sumida en la pobreza juntando basura en algún precario vehículo rodado, sin recordar a Anna y pensar en la dificultad que conseguir o construir aquel carro debe de haber implicado, sin pensar que la vida de ese mísero individuo depende de ese vehículo y en la tragedia que significaría el perder una rueda.
3. Ficción y mundo de la vida
Estos pasajes que hemos presentado tienen una particularidad que nos interesa especialmente. Si bien en el caso de Achebe y el Palacio de la Luna de Auster nos encontramos a grandes rasgos con novelas realistas, esto no es así en El País de las últimas cosas, y sin embargo todos los fragmentos seleccionados generan el mismo efecto empático y compasivo. Esto pretende cuestionar la reducción de las narraciones que realiza Martha Nussbaum a la novela realista como género privilegiado para propiciar el proceso de extrañamiento-reconocimiento. Para sustentar su posición, Nussbaum afirma que la novela realista es concreta como no lo son otros géneros, al presentar formas de necesidad y deseo humanos encarnados en situaciones sociales específicas. Esto es reforzado por el interés de la novela en lo cotidiano, que se convierte en el objeto del interés y la compresión más profunda, lo que permite introducir al lector en lo que le es común y próximo pero que puede ser extraño y rechazado.[18]
Si bien estas razones son compartibles, sostendremos que esta particularidad no es exclusiva de la novela realista, sino que es algo accesible a todos los géneros porque no sólo la generación de empatía entre el mundo del personaje y del lector no es parte de un género especial, sino que es algo inherente a toda la literatura. Para ello apelaremos al concepto de mundo del texto introducido por Ricoeur y claramente sucedáneo del mundo de la vida de Husserl o del ser-en-el mundo de Heidegger.
La particularidad de la obra literaria reside en la modificación del carácter de la referencia –i.e. aquello a lo que la obra se refiere-, puesto que a diferencia de lo que ocurre con el discurso ordinario, en el que siempre es posible apelar a la ostensión, en el texto literario, al ser una ficción, no hay situación común al escritor que lo permita, lo que habilita la posibilidad de que quede suprimida toda referencia a la realidad. Por lo tanto, la literatura asume como su función el atentar contra el mundo, contra su referencia.
La función de la mayor parte de nuestra literatura parece ser la de destruir el mundo. Esto vale para la literatura de ficción –cuento, novela breve, novela, teatro-, pero también para toda la literatura que se puede considerar poética, donde el lenguaje es glorificado por él mismo a expensas de la función referencial del discurso ordinario.[19]
Sin embargo, esto no impide que el discurso se conecte con la realidad, sólo que no a través de la referencia ya anulada por la ficción, sino a través de la introducción del mundo de la vida, que es todo aquello que la literatura no puede dejar de tener en común con el mundo real, porque es desde ese mundo real que la literatura se escribe. Es justamente esta originalidad en la forma de referir la que plantea el problema hermenéutico básico, ya que interpretar consistirá en la explicitación de este mundo de la vida accesible desde el texto, que Ricoeur denomina el mundo del texto.
Como ya mencionamos antes, esta explicitación del mundo a través de la actividad interpretativa siempre se realizará en términos de fusión de horizontes, por lo que siempre el intérprete proyectará su propio horizonte en la interpretación de la obra. Este horizonte, a su vez, requiere para acceder al mundo del texto que se cumpla la condición de la propia vulnerabilidad, ya que nadie que carezca de ella podrá generar las bases para el reconocimiento del otro a través de la empatía y la compasión.
De esta forma es que la literatura, por una característica propia y a través de todos sus géneros, ocupa un lugar de privilegio en los procesos posibilitantes del reconocimiento del otro, y en virtud de ello es una herramienta formidable para la educación ciudadana y un elemento dinamizador de toda discusión pública. Esa característica se extiende a todos sus géneros, propiciando, tanto los relatos fantásticos como los realistas, momentos de apertura del mundo del texto que posibilitan que el procedimiento extrañamiento-reconocimiento se precipite en el lector. De tal forma la novela realista o fantástica, los relatos de ciencia ficción, la tragedia o la comedia se convierten en un aliado de primer orden en esta construcción de ciudadanía cosmopolita que hemos presentado como objetivo. Tal vez el recordar a H. G. Wells, quien en su profética visión en La máquina del tiempo veía al género humano dividido en Morlocks y Eloi temiéndose y devorándose, nos paute la urgencia de esta tarea.
Helena Modzelewski**
Universidad de la República (Uruguay)
Tengo un sueño, de que mis cuatro hijos un día vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter. [...] donde niñas y niños negros podrán darse la mano con niñas y niños blancos y caminar juntos como hermanas y hermanos.[1]
Muchos de nosotros abrigamos similares sueños. Podría decirse que es un sueño de la humanidad, y que no sólo abarca más etnias que las mencionadas por Martin Luther King, sino que también incluye a diferentes estratos sociales, religiones y opciones sexuales. Para materializarse, ese sueño requiere de la identificación de los mejores medios, y uno de los más formidables con que contamos es la educación ciudadana entendida en sus dimensiones local y global, y basada en el reconocimiento del otro.
1. Educación cívica y hermenéutica crítica
Una larga tradición que comienza con Hegel y que incluye a pensadores provenientes de diferentes áreas del saber tales como Gadamer, Buber, Habermas o Apel en el campo de la filosofía, así como fundadores de la teoría social como G. H. Mead o Durkheim, y figuras como Piaget y Kohlberg en el área de la psicología, coinciden en que el sujeto se constituye en términos de reconocimiento recíproco, es decir, que alguien constituye su identidad solamente en tanto que reconoce a otro, que a su vez lo reconoce. Este reconocimiento recíproco es la clave para la construcción de una ética que pueda sentar las bases para una ciudadanía local y global, y que tiene como tarea principal asegurar el reconocimiento de todo ser humano como persona, y por lo tanto como digno de consideración y respeto. Si esto se lograra, estaríamos dando un gran paso para acabar con la discriminación de cualquier tipo, la racial, la de género, la religiosa y sobre todo una que es poco mencionada en el “nuevo catecismo” de lo éticamente correcto de los organismos internacionales: “la aporafobia, el desprecio al pobre, al débil, al que no tiene qué ofrecer, con qué negociar, qué dar a cambio.”[2]
En este camino a recorrer a través de un proyecto de educación cívica es imprescindible identificar las mejores herramientas que permitan asegurar la transmisión de valores según los cuales todos en tanto que humanos sean igualmente considerados y respetados, de tal modo que al ser cada persona un fin en sí mismo nada justifique su instrumentalización.
Una educación cívica deberá necesariamente recorrer el camino que va del extrañamiento al reconocimiento del otro y para ello se deberá asumir como característica distintiva de este proceso a la reflexión concebida como una crítica sobre la tradición y los valores dominantes; esta reflexión no tiene por qué siempre romper con ellos, pero siempre está en condiciones de cuestionarlos y de no aceptarlos como un hecho dado. Este proceso asumiría las características de lo que Gadamer entiende por fusión de horizontes, según lo cual la tarea de reflexión crítica, así entendida, implica la comprensión de la tradición abordada desde la situación presente del intérprete que se sitúa en la misma tradición pero en una posición de distanciamiento que permite la introducción de una nueva perspectiva crítica. [3]
Por otra parte, esta educación ciudadana en clave de hermenéutica crítica introduce el reconocimiento recíproco como el supuesto más importante de su operativa, ya que para toda interpretación es necesario contar con dos seres dotados de competencia comunicativa que se reconocen mutuamente en su capacidad para argumentar. A su vez, en función de las condiciones de simetría que el reconocimiento recíproco requiere, se impone como rasgo distintivo una radical apertura a la alteridad que introduce toda la particularidad y diferencia que afecta a cada posible involucrado. En consecuencia, una educación cívica bajo estas coordenadas implica que temas tales como la homosexualidad, las diferencias de género, las particularidades de los discapacitados, el sufrimiento del pobre, entre otros, deben ser fuertemente tematizados como forma de asegurar lo más básico para una reflexión ciudadana: la inclusión del otro. Finalmente, esta perspectiva debe ser entendida en sus términos radicales, por lo que debe exceder a la localidad para asentarse en lo global; las crecientes posibilidades de interconexión de nuestro mundo demandan cada vez más de esta radical inclusión de la alteridad como clave para el enriquecimiento humano y como base para el entendimiento. Una ciudadanía intercultural, en otras palabras, se hace imprescindible.
En consonancia con esta perspectiva, el objetivo de la educación cívica deberá ser educar la mirada de los ciudadanos para poder reconocer la humanidad en aquellas dimensiones en que suele ser negada. Es un proceso que apunta a acostumbrar al ciudadano a reconocer al otro que ha sido tradicionalmente negado, y que en consecuencia pretende reeducarlo. De esta forma, a partir de esta nueva mirada inclusiva tanto de la marginación económica encarnada en la pobreza como de minorías étnicas, sexuales y religiosas, se asegurará el reconocimiento del otro y su igual dignidad.
2. La literatura y el reconocimiento del otro
El proceso de extrañamiento-reconocimiento a recorrer en todo proyecto de educación ciudadana debe asegurar la identificación con aquel que es extraño, ajeno y que por lo tanto podría llegar a ser objeto de un tratamiento no igualitario. La clave para asegurar este tránsito es encontrar herramientas que propicien una relación empática con el extraño de tal manera de poder sentir su sufrimiento, su marginación o su infelicidad como la propia, como algo que podríamos vivir, como una posibilidad real dentro del campo de posibilidades que afectan a quienes efectivamente reconocemos y que por ello consideramos dignos de un tratamiento igualitario.
Las narraciones en general y la literatura en particular son una de esas herramientas que permiten recorrer el proceso de extrañamiento al reconocimiento del otro, y en este rasgo distintivo reside su utilidad para cualquier proyecto de educación ciudadana. Las características de las obras literarias invitan al lector a colocarse en la posición del otro y a adquirir sus experiencias; su interpelación del lector les posibilita ser eslabones entre el lector y los personajes, activando las emociones y la imaginación, que conducen a ver de cerca muchas cosas que fuera de este espacio nos son ajenas. A través de la literatura se accede al más básico punto en común de todos los seres humanos: nuestra condición de seres libres e iguales. Obviando el color de la piel, la religión, la posición socio-económica, la literatura llega a conmover por medio de la manifestación de lo que compartimos como humanidad: los sentimientos, la conciencia, la razón. Por lo tanto, la literatura tiene como característica relevante para una ética global de reconocimiento recíproco el ser capaz de posibilitar el tránsito del extrañamiento al reconocimiento, al permitir acceder a través de la imaginación a la vida de otras personas que podrían haber sido nosotros mismos.
Al camino que nos conduce a la literatura como medio óptimo para la generación de estas relaciones empáticas se llega después de excluir como posible alternativa a cualquier tipo de aproximación racional entendida en términos de ajuste de medios a fines. El reconocimiento del otro bajo estas perspectivas se encuentra bloqueado, ya que este tipo de enfoques justifican la cosificación e instrumentalización del otro en tanto eso habilite a una optimización de fines.
El poder empático que oficia de mediador en el tránsito del extrañamiento al reconocimiento requiere de la introducción de la imaginación, que es la que posibilita al sujeto colocarse en el lugar del otro e incorporar su situación como propia. Por lo tanto, este movimiento que va del extrañamiento al reconocimiento debe superar nuestras propias actitudes objetivantes que tienden a cosificar al otro y que incluso pueden ser alimentadas por cierto tipo de acercamientos que lo reducen a un objeto. Por ejemplo, nuestra subjetividad se enfrenta con serios obstáculos para el reconocimiento en el tratamiento tradicional que hace la economía utilitarista de las personas o en el distanciamiento propio de las obras de ciencias sociales. Una aproximación histórica o sociológica a una situación de marginación o discriminación tiende a presentar las situaciones en términos descriptivos y eso, en tanto que deja las emociones al margen, genera un distanciamiento que opera como un obstáculo para el reconocimiento. Sin embargo, la literatura, al promover la identificación del lector con los personajes a través de las reacciones emocionales, tiende a derribar estos obstáculos generando un fuerte proceso de identificación y reconocimiento del otro.
Lo distintivo de las narraciones en general y en particular de la novela, es que apelan a un lector implícito que comparte con los personajes un trasfondo de expectativas que les posibilita generar fuertes lazos de identificación y empatía con ellos, que a la vez producen un fuerte proceso de integración.[4] Estas narraciones introducen al lector en el mundo cotidiano de los personajes, que se constituyen en su objeto de interés y de profunda comprensión, y acercan al lector a lo que es común y próximo y que debido a la extrañeza de ese universo suele ser ignorado y rechazado. A través de estos relatos somos testigos cercanos de lo que afecta a estos personajes que presentan una vida compleja llena de obstáculos y oportunidades, inmersa en un mundo cualitativamente rico e irreductible en su diversidad. El movimiento del extrañamiento al reconocimiento que las narraciones propician se encuentra determinado tanto por el acceso al universo narrativo a través de la riqueza de la individualidad de sus personajes y su vida cotidiana, como por “su empeño por no describir los hechos de la vida desde una perspectiva externa de distanciamiento –como si fueran los actos y movimientos de piezas mecánicas- sino desde dentro, como investidos de la compleja significación que los seres humanos atribuyen a sus propias vidas.”[5] Este proceso nos conduce a reconocer la igual humanidad y la igual dignidad de hombres y mujeres de otras partes del mundo, de clases sociales diferentes, que han realizado opciones sexuales diferentes a las nuestras o que tienen creencias religiosas distintas. De manera tal vez más clara y conmovedora expresa Toni Morrison este reconocimiento en su novela Beloved, a través de la forma en que la protagonista nombra su deseo de identidad: “Quiero que me toques por mi lado interno y me llames por mi nombre.”[6]
Pero además de las características intrínsecas de las narraciones que posibilitan el pasaje del extrañamiento al reconocimiento, es necesaria una condición inherente al propio sujeto que experimenta este proceso y es la asunción de la propia insuficiencia, de la propia posibilidad de ser afectado como el otro. Es este hecho el que posibilita el ingreso de emociones que propician el surgimiento de sentimientos empáticos, y de ahí el reconocimiento. El supuesto de la vulnerabilidad de la vida humana y de la necesidad de bienes externos para tener una buena vida, es lo que habilita al surgimiento de la identificación con la desgracia ajena en tanto que es una posibilidad para el propio afectado.
Esta vulnerabilidad es lo que genera un fuerte sentimiento de empatía con los diferentes personajes de una novela y lo que propicia el reconocimiento. Este tránsito puede ser ilustrado a partir de un par de autores que presentaremos a continuación y cuyas novelas pautan el poder de generar reconocimiento a través de la compasión que producen el amor paternal y la indigencia.
2.1 El amor paternal en Chinua Achebe
El primero de estos casos es Chinua Achebe y su novela Todo se desmorona[7], situada en la Nigeria precolonial y que tiene por protagonista a Okonkwo, un hombre joven que aspira a convertirse en un guerrero respetado en las nueve aldeas de su comunidad para recuperar así su 'honor' personal, que se encuentra en entredicho por la pereza y consecuente pobreza de su padre.
Al comenzar la lectura de la novela y enfrentarse con descripciones de las costumbres de la tribu de Okonkwo, el lector se siente alejado de ese sentimiento de pertenencia, de compenetración con la historia y sus personajes que solemos experimentar al leer una novela. El distanciamiento y la indiferencia son la consecuencia de acceder a una realidad radicalmente diferente a la nuestra; las costumbres y rituales tribales colocan al lector fuera de la novela, objetivándola como un mero observador. Este choque cultural tiende a eliminar lo que se espera al leer literatura; se espera verse reflejado en situaciones que pueden sucedernos, aun cuando nunca nos hayan ocurrido, y en tanto que las costumbre tribales están lejos de nuestra realidad posible el lector tiende a transformarse en observador, y como observador funciona de manera similar a la de un antropólogo, estudiando una cultura que le es ajena.
Sin embargo, hay dos partes en la novela, entre otras, que son realmente conmovedoras, generando compasión, empatía y reconocimiento. Una de ellas es cuando Okonkwo debe matar a Ikemefuna, un muchacho que él mismo ha criado como si fuera su propio hijo, pero quien de hecho representaba una ofrenda de una aldea vecina en desagravio por el asesinato de una mujer de la aldea de Okonkwo, y como manera de evitar la guerra. El otro momento generador de compasión y reconocimiento es en el cual una de las esposas de Okonkwo, Ekwefi, persigue a una sacerdotisa que se ha llevado a su hija al santuario de un dios, aun cuando ella sabe que podría ser severamente castigada por dicho dios si fuera descubierta.
El episodio de Ikemefuna está narrado en pocas palabras y un lenguaje austero, lo cual resulta ser mucho más poderoso.
Oyó a Ikemefuna gritar, “Padre, me matan!” mientras corría hacia él. Aturdido por el miedo, Okonkwo desenvainó su machete y terminó de matarlo. Temía ser considerado débil.[8]
La austeridad del relato del episodio lo vuelve aun más aterrante; sin embargo, el comportamiento posterior de Okonkwo nos deja ver el conflicto a su interior entre las reglas tribales impuestas por la tradición y sus sentimientos, en los dos días siguientes a la muerte del muchacho (...)
Okonkwo no probó comida durante los dos días después de la muerte de Ikemefuna. Tomaba vino de palmera desde la mañana a la noche, y sus ojos eran rojos y furibundos, como los ojos de una rata que ha sido agarrada por la cola y estrellada contra el suelo.[9]
Si bien no se nombra ningún sentimiento en esta descripción, las imágenes son lo suficientemente elocuentes como para identificar al lector con las emociones del personaje, torturado por el desenlace trágico que ha protagonizado.
El otro episodio es la persecución de Ekwefi y es igualmente conmovedora. Ezinma es su única hija, la única que ha sobrevivido a tantos abortos involuntarios y a tantas criaturas muertas poco tiempo después de nacer. Tomando esto en cuenta, puede entenderse claramente su reacción cuando al acercarse la sacerdotisa a Okonkwo, le pide a la niña y “(...) a la mención del nombre de Ezinma, Ekwefi tensó el cuello bruscamente, como un animal que ha olfateado la muerte en el aire. Su corazón saltaba dolorosamente dentro de ella.”[10]
Cuando al final la sacerdotisa se lleva a la niña sin que nadie pueda oponerse, ni siquiera Okonkwo, so pena de la ira de los dioses, Ekwefi decide seguirlas para proteger a su hija en caso de peligro. El miedo que siente hacia los dioses es claro, aunque su instinto maternal es evidentemente más poderoso que cualquier temor:
Parada, mirando la oscuridad circular que las había tragado, las lágrimas brotaron a borbotones de sus ojos, y se juró a sí misma que si oyera a Ezinma llorar correría dentro de la cueva para defenderla contra todos los dioses del mundo. Moriría con ella.[11]
Finalmente la niña es devuelta a su madre y ésta comprueba que no solamente ella sino también su padre Okonkwo estaba velando por su integridad, dispuestos ambos a enfrentarse a todo, hasta a los mismos dioses para defenderla.
A través de estos dos emotivos momentos nuestra perspectiva objetivante de observadores ante una cultura y tradición ajena se ve fuertemente modificada para generar compasión, empatía y reconocimiento. En ambos momentos nos sentimos profundamente afectados por el sufrimiento de un padre y por la decisión de una madre de defender a su hija frente a todo. El reconocimiento surge en esta dimensión porque la paternidad es algo abierto a nuestro universo de posibilidades y por lo tanto sentimos que podemos ser Okonkwo o Ekwefi, desapareciendo las diferencias temporales y culturales entre ellos y nosotros, y quedando solamente nuestra compartida condición humana, primitiva e intacta abierta a todas las posibilidades que nos vuelven seres vulnerables, finitos y necesitados de reconocimiento. Esta posibilidad de ser uno de los personajes es la clave para la generación de un lenguaje común entre los personajes y el lector, y que es un rasgo distintivo de la obra literaria y en particular de la novela, que permite que las historias se vuelvan conmensurables y entendibles, que permitan acceder a la interioridad desde el exterior.
2.2 La indigencia a través de Paul Auster
El otro acercamiento a considerar es el que realiza Paul Auster en El Palacio de la Luna[12] y en El país de las últimas cosas[13]. En ambas novelas Auster nos acerca a la indigencia, una realidad muy diferente a la de Achebe en el sentido de que no nos resulta tan ajena como una tribu de África ya que podemos verla en nuestras ciudades todos los días, pero que, justamente por eso, por el acostumbramiento que produce el contacto casi permanente con esa realidad, suele convertirnos en insensibles. Las ciudades de América Latina, cada vez más golpeadas por la desigualdad, son en aumento habitadas por seres que mendigan en las esquinas, revuelven la basura y se acurrucan en portales para pasar la noche. Ya nadie se acerca a ellos, ya ni siquiera se los mira con fastidio o pena, como podía ocurrir en el pasado. Forman parte de nuestro paisaje citadino. Y eso es lo que nos vuelve insensibles, indiferentes ante lo que esta gente puede llegar a sentir respecto al estilo de vida que llevan. Se llega a creer que viven de esa manera por elección, o al menos que están tan acostumbrados a ello que ya no les molesta. Esta actitud impasible lleva a su consecuencia más peligrosa, el conservadurismo, la justificación del estado de cosas a través de algo así como una necesidad natural, en definitiva a la cancelación de toda posibilidad de cambiar las cosas.
Pero veamos cómo ilumina Auster esta realidad. Su personaje en El Palacio de la Luna, Marco Fogg, se deja caer en la indigencia por la desidia que lo domina una vez que su único familiar, el tío que le servía de referente, fallece. Si bien no es muy clara la causa por la cual un joven universitario se niega a salir a buscar una manera de ganarse la vida, y eso hace un poco más difícil la empatía total con el personaje, al focalizarnos en los eventos que van marcando su caída el lector llega a comprender varias instancias que da por sentado en la vida real.
El alimentarse de los residuos es uno de los incidentes más atroces que las grandes ciudades han incorporado con insensibilidad. Auster nos recuerda que el vagabundo que lo hace es un ser humano que al igual que el lector siente asco y vergüenza al comer de la basura, y en virtud de ello reproduce en el lector tales sentimientos.
Tardé un tiempo en adaptarme, pero una vez que acepté la idea de llevarme a la boca algo que ya había tocado la boca de otro, encontré un sinfín de comida a mi alrededor. [...] Para combatir mis remilgos empecé a ponerles nombres graciosos a los cubos de basura. Les llamaba restaurantes cilíndricos, cenas de la suerte, paquetes de asistencia municipal, cualquier cosa que me evitara decir lo que realmente eran.[14]
La humanidad vuelve a situarse en el vagabundo de la novela, que puede ser cualquier vagabundo que se nos cruza en la calle. Una vergüenza subrepticia se va apoderando del lector, que de pronto comprende que no por ser vagabundo encuentra su estilo de vida como algo normal.
El olor a mugre de los indigentes también encuentra una fuerte manifestación en Marco Fogg, el personaje de Auster. Una mañana en que la lluvia lo había empapado, decidió entrar a la sala de lectura de la biblioteca pública confiando en que el calor que hacía allí dentro contribuyera a secarle la ropa. Esto ocurrió tal como él lo había esperado, aunque con una consecuencia desagradable que no había previsto: la ropa comenzó a oler, con ese olor característico de los vagabundos.
Era como si todos los pliegues y arrugas de las prendas hubiesen decidido de repente contarle sus secretos al mundo. Esto no me había sucedido nunca antes y me horrorizó descubrir que un olor tan nocivo pudiera venir de mi persona. [...] Seguí hojeando las páginas de la Encyclopaedia Britannica, con la esperanza de que nadie lo notara, pero estos ruegos no fueron escuchados. Un anciano sentado frente a mí alzó la cabeza de su periódico y comenzó a olfatear el aire, luego me miró, con cara de asco. Por un momento estuve tentado de levantarme de un salto y reprenderle por su grosería, pero comprendí que me faltaba la energía necesaria. Antes de darle la oportunidad de decir nada, me puse en pie y me fui.[15]
El lector, puesto junto con el narrador en el lugar de la persona que hiede, comprende con compasión y, lo que es más, empatía que el mal olor de un vagabundo no es una ofensa hacia los demás miembros de la sociedad por parte del indigente, sino que es experimentado como una vergüenza de la que es difícil librarse si no se tiene un hogar decoroso donde quitarse la ropa, darse una ducha, vestirse con ropa limpia, lavar la que estaba sucia, esperar a que esté seca. Pensándolo así, una misión tan sencilla como mantenerse higienizado es bastante compleja si no se tiene un techo estable ni dinero para comprar más mudas de ropa. La posible acusación de desidia desaparece de la mente del lector al comprender la dificultad de realizar hechos cotidianos tan simples si se carece de posesiones que tantas veces se dan por sentadas. Estas posesiones de hecho no vienen con el individuo, sino que requieren dinero y, en consecuencia, una cierta adaptación al sistema social en el que se vive, adaptación de la que algunos individuos, si bien no la mayoría, bien pueden carecer.
El otro texto de Auster que nos interesa mostrar como posible medio para la reeducación de la mirada respecto de la pobreza, es El país de las últimas cosas. Allí hay algunos pasajes que chocan porque dirigen la atención del lector hacia aspectos de la vida de personas viviendo bajo la línea de pobreza que, si bien no son insólitos ni increíbles, difícilmente al lector se le habrían ocurrido antes.
La diferencia más notoria entre El Palacio de la Luna y la presente novela está en el realismo que una y otra ofrecen. Mientras aquélla está ambientada en un New York contemporáneo y fácilmente rastreable a través de los lugares mencionados, ésta retrata una ciudad en los confines del mundo, atemporal, aislada del resto de las naciones, que no tiene nombre ni ubicación en el mapa, a donde raramente llegan visitantes y de la cual nadie puede escapar. El lector encuentra dificultosa la identificación con esta realidad, ya que es muy poco probable que alguien se encuentre en una situación de ese tipo.
Sin embargo, el personaje se nos hace más cercano que Marco Fogg, ya que mientras Marco caía en la indigencia por una especie de desidia que el lector promedio calificaría de perezosa e inaceptable, Anna, quien escribe la larga carta en la que consiste toda la extensión de El país de las últimas cosas, es una joven completamente normal de una sociedad occidental opulenta, con las características e inquietudes que cualquier joven real de esa edad seguramente tiene. En su carta, ella pone de manifiesto pequeños atisbos de su vida anterior:
Estoy segura de que te dará risa; recordarás cómo eran las cosas en casa: la cocinera, la criada, la ropa limpia doblada y colocada en los cajones de mi cómoda cada viernes. Nunca tuve que mover un dedo, tenía el mundo entero a mis pies y jamás le di ninguna importancia; lecciones de piano, clases de arte, veranos en el campo junto al lago, viajes al extranjero con mis amigos.[16]
Es cierto que no todos los lectores se sentirán identificados con esa vida demasiado cómoda de Anna, pero lo que sí es verdad es que en el momento de leer acerca de su nueva vida en el país sin nombre, no sentimos que ella sea una persona marginada desde siempre y que por esa razón deba “estar habituada” a ese tipo de vida, y mucho menos que lo merezca como consecuencia de sus actos como puede llegar a ser el caso con Marco Fogg, sino que, junto con ella, somos capaces de vivir con sorpresa y repulsión el proceso descendente ante el cual ella nada puede hacer. A través de los ojos de Anna, el lector comprende la importancia de ciertos detalles de la vida de una persona que se dedica a la recolección de basura, a los que con seguridad antes jamás habría prestado atención y que por su propia cuenta nunca habría comprendido si no fuese guiado por la mano del novelista. Pormenores como el siguiente:
El instrumento preferido para transportar la basura es el carro de supermercado, similar a aquellos que tenemos allí, en casa. [...] Un vehículo más grande resultaría demasiado pesado para transportar cuando se llenara y uno más pequeño requeriría demasiados viajes al depósito. [...] Como consecuencia, estos carros tienen una gran demanda y el primer objetivo de un recogedor de basura es conseguir uno. [...] incluso si logras conseguir el carro, debes procurar mantenerlo en buen estado, las calles estropean muchísimo el equipo y hay que tener especial cuidado con las ruedas.[17]
Un nuevo mundo se abre ante los ojos del lector. Un mundo que, si bien desagradable e improbable por lo general para quien tiene acceso al libro donde estos hechos se relatan, al estar contados por alguien que sí compartiría en cierta medida el mismo universo del lector, llegan a conmoverlo, como si la carta fuera escrita para él mismo. A partir de ese momento, el proceso iniciado es prácticamente irreversible: difícilmente podrá el lector sensible mirar a una persona sumida en la pobreza juntando basura en algún precario vehículo rodado, sin recordar a Anna y pensar en la dificultad que conseguir o construir aquel carro debe de haber implicado, sin pensar que la vida de ese mísero individuo depende de ese vehículo y en la tragedia que significaría el perder una rueda.
3. Ficción y mundo de la vida
Estos pasajes que hemos presentado tienen una particularidad que nos interesa especialmente. Si bien en el caso de Achebe y el Palacio de la Luna de Auster nos encontramos a grandes rasgos con novelas realistas, esto no es así en El País de las últimas cosas, y sin embargo todos los fragmentos seleccionados generan el mismo efecto empático y compasivo. Esto pretende cuestionar la reducción de las narraciones que realiza Martha Nussbaum a la novela realista como género privilegiado para propiciar el proceso de extrañamiento-reconocimiento. Para sustentar su posición, Nussbaum afirma que la novela realista es concreta como no lo son otros géneros, al presentar formas de necesidad y deseo humanos encarnados en situaciones sociales específicas. Esto es reforzado por el interés de la novela en lo cotidiano, que se convierte en el objeto del interés y la compresión más profunda, lo que permite introducir al lector en lo que le es común y próximo pero que puede ser extraño y rechazado.[18]
Si bien estas razones son compartibles, sostendremos que esta particularidad no es exclusiva de la novela realista, sino que es algo accesible a todos los géneros porque no sólo la generación de empatía entre el mundo del personaje y del lector no es parte de un género especial, sino que es algo inherente a toda la literatura. Para ello apelaremos al concepto de mundo del texto introducido por Ricoeur y claramente sucedáneo del mundo de la vida de Husserl o del ser-en-el mundo de Heidegger.
La particularidad de la obra literaria reside en la modificación del carácter de la referencia –i.e. aquello a lo que la obra se refiere-, puesto que a diferencia de lo que ocurre con el discurso ordinario, en el que siempre es posible apelar a la ostensión, en el texto literario, al ser una ficción, no hay situación común al escritor que lo permita, lo que habilita la posibilidad de que quede suprimida toda referencia a la realidad. Por lo tanto, la literatura asume como su función el atentar contra el mundo, contra su referencia.
La función de la mayor parte de nuestra literatura parece ser la de destruir el mundo. Esto vale para la literatura de ficción –cuento, novela breve, novela, teatro-, pero también para toda la literatura que se puede considerar poética, donde el lenguaje es glorificado por él mismo a expensas de la función referencial del discurso ordinario.[19]
Sin embargo, esto no impide que el discurso se conecte con la realidad, sólo que no a través de la referencia ya anulada por la ficción, sino a través de la introducción del mundo de la vida, que es todo aquello que la literatura no puede dejar de tener en común con el mundo real, porque es desde ese mundo real que la literatura se escribe. Es justamente esta originalidad en la forma de referir la que plantea el problema hermenéutico básico, ya que interpretar consistirá en la explicitación de este mundo de la vida accesible desde el texto, que Ricoeur denomina el mundo del texto.
Como ya mencionamos antes, esta explicitación del mundo a través de la actividad interpretativa siempre se realizará en términos de fusión de horizontes, por lo que siempre el intérprete proyectará su propio horizonte en la interpretación de la obra. Este horizonte, a su vez, requiere para acceder al mundo del texto que se cumpla la condición de la propia vulnerabilidad, ya que nadie que carezca de ella podrá generar las bases para el reconocimiento del otro a través de la empatía y la compasión.
De esta forma es que la literatura, por una característica propia y a través de todos sus géneros, ocupa un lugar de privilegio en los procesos posibilitantes del reconocimiento del otro, y en virtud de ello es una herramienta formidable para la educación ciudadana y un elemento dinamizador de toda discusión pública. Esa característica se extiende a todos sus géneros, propiciando, tanto los relatos fantásticos como los realistas, momentos de apertura del mundo del texto que posibilitan que el procedimiento extrañamiento-reconocimiento se precipite en el lector. De tal forma la novela realista o fantástica, los relatos de ciencia ficción, la tragedia o la comedia se convierten en un aliado de primer orden en esta construcción de ciudadanía cosmopolita que hemos presentado como objetivo. Tal vez el recordar a H. G. Wells, quien en su profética visión en La máquina del tiempo veía al género humano dividido en Morlocks y Eloi temiéndose y devorándose, nos paute la urgencia de esta tarea.
* Este artículo es publicado con la autorización de los autores.
** Gustavo Pereira y Helena Modzelewski son investigadores de la Universidad de la República y pertenecen al grupo interdisciplinario “Etica, justicia y economía”, http://www.fhuce.edu.uy/academica/filosofia/filPractica/InvEJE/index.html
[1] Martin Luther King, Jr., “Discurso en el Lincoln Memorial, Washington D.C. el 28 de agosto de 1963”, en The Peaceful Warrior, Pocket Books, NY 1968. (Todas las traducciones en este artículo son de Helena Modzelewski).
[2] Adela Cortina, Hasta un pueblo de demonios, Madrid, Taurus, 1998, p. 53.
[3] Cfr. Hans Georg Gadamer, Verdad y método, vol. I, Salamanca, Sígueme, 1997, p. 377.
[4] Cfr, Martha Nussbaum, Justicia poética, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1997, p. 32.
[5] Ibid., p. 60.
[6] Toni Morrison, Beloved , New York, Penguin Books, 1987, p.116.
[7] Chinua Achebe, Things Fall Apart, Oxford, Heinemann, 1958.
[8] Ibid. p. 54.
[9] Ibid p.55.
[10] Ibid. p. 88.
[11] Ibid. p. 95.
[12] Paul Auster, El Palacio de la Luna, Anagrama, Barcelona, 1996.
[13] Paul Auster, El país de las últimas cosas, Anagrama, Barcelona, 1994.
[14] P. Auster, El Palacio de la luna, p. 71.
[15] Ibid. p. 78-79.
[16] P. Auster, El país de las últimas cosas, p.71.
[17] Ibid. p. 44-45.
[18] M. Nussbaum, Justicia poética, p. 35-36.
[19] Paul Ricoeur, Del texto a la acción, México, FCE, 2000, p. 107.