La era de la violencia idealista*

Rafael del Águila**


... en lo más poblado están las fieras.
Baltasar Gracián

Un siglo despiadado
Se ha escrito que el siglo xx ha sido el peor siglo de nuestra historia conocida. El más brutal, despiadado y terrible. Para quien aún tenga dudas sobre esta afirmación ahí van algunos datos. La Primera Guerra Mundial, en nombre de diversas patrias, dejó más de 8 millones y medio de muertos en las trincheras y 10 millones entre la población civil (de entonces a acá, inconteniblemente, las guerras han sido cada vez más “civilizadas”, es decir, han tendido crecientemente a matar civiles: en las guerras actuales el porcentaje de muertos civiles sobre el total quizá llegue a serdel 90%).
En los primeros años del siglo xx, más de un millón y medio de armenios fueron objeto de un genocidio por parte de los turcos. En la URSS la revolución del año 1917 y la subsiguiente guerra civil dejaron tras de sí cinco millones de muertos; las represiones inmediatamente posteriores y las hambrunas organizadas sobre territorios desafectos añadieron a esas cifras al menos otros 10 millones más. El desarrollo posterior del “archipiélago Gulag” en nombre de la emancipación humana elevó esas cifras en varias decenas de millones. Claro que la Guerra Civil espa-ñola, pletórica de brutalidad y asesinatos, añadió también unos cuantos grados más a la crueldad y la muerte en Europa. Pero aún estaba por llegar lo peor. La Segunda Guerra Mundial costó 35 millones de vidas y, lo que quizá fue todavía más estremecedor, inauguró la etapa de los exterminios étnicos sistemáticos, burocratizados y organizados con total frialdad y al calor del ideal de la eugenesia racial: más de seis millones de judíos, además de homosexuales, discapacitados o deficientes mentales, pasaron por sus pulcras cámaras de gas. Esto por no hablar de lo que ocurrió en los campos auspiciados por el imperio japonés, donde, como en los campos nazis, se llevaron a cabo interesantes experimentos científicos con seres humanos. Claro que los aliados también bombardearon a la población civil en Alemania con el objetivo de aterrorizar al enemigo, y a ellos se debió el uso “disuasorio” de la bomba atómica, ese moderno crimen cometido desde la lejanía. Ciertamente, quien tenía conocimiento de las guerras coloniales en, digamos, África, ya sabía de algunas de esas cosas. En este caso, las cifras de exterminio son menos seguras (ya se sabe... siempre hay problemas con la contabilidad imperial) aun cuando no menos estremecedoras. Hemos continuado después con la proliferación de guerras étnicas, aunque siempre que se ha podido se ha tratado de superar a las originales: en Camboya, por ejemplo, dos millones de personas (un cuarto de su población) son exterminadas por los jemeres rojos; o bien, si se prefiere, en la región africana de Los Grandes Lagos, hace no mucho, alrededor de un millón de personas fueron exterminadas “a machete” en poco más de un par de semanas. Todo un récord “artesano”.
A este panorama se han añadido abundantes dictaduras feroces (digamos, en el Cono Sur o en Corea del Norte), masacres brutales rayanas en el genocidio (en Bosnia, Guatemala o El Salvador, por ejemplo), dictaduras disfrazadas que asesinan a miembros de la oposición o periodistas díscolos (como en la Rusia de Vladímir Putin), proliferación nuclear ligada a conflictos locales (en India y Pakistán), y guerras civiles de exterminio y caos (digamos, en Sudán o en Somalia), hasta que hemos llegado finalmente a la extensión del terrorismo global indiscriminado, suicida y apocalíptico, ahora en nombre de la religión. Por no hablar de la más reciente y muy democrática guerra en Irak, aún activa cuando escribo estas líneas, y cuyas cifras de muertos y heridos asustan. Eric Hobsbawn estimó hace ya algún tiempo la cifra global de muertos violentamente durante el siglo xx en 187 millones (1). A mí, francamente, me parece una contabilidad extremadamente conservadora.
Esta proliferación de muerte, violencia y brutalidad resulta, sin duda, terrorífica. Conviene, en este sentido, no dejar enfriar la indignación por las cifras. Porque siempre está la tentación de olvidar que hablamos de personas. Y esa fría tendencia es muy fuerte entre nosotros. Ya lo dijo quien sabía de estas cosas: “un muerto es una tragedia; un millón, una estadística” (Stalin). Y dado que “las estadísticas no sangran”(2), debemos cuidar por nues- tra cuenta de no olvidar el dolor humano concreto y real que esas cifras reflejan y ocultan al tiempo. Un dolor que los relatos contenidos en novelas o películas, siempre apegados a lo particular, al detalle personal y humano, nos ayudan a recuperar.
Pero, más allá de la magnitud del horror, lo que nos deja estupefactos muchas veces es cómo ha tenido lugar todo esto: en medio de sociedades extremadamente refinadas, en nombre de altos ideales, llevado a cabo por personas normales. El exterminio sistemático y consciente de poblaciones no es una anécdota, sino que ocupa un lugar de honor en el terror a nosotros mismos que este siglo ha inaugurado. Theodor Adorno se preguntaba si era posible hacer poesía después de Auschwitz; Hannah Arendt, si no habíamos asistido, pasmados, al surgimiento de lo imposible en el mundo. Ambos apuntan al mismo lugar. Tras aquello que Auschwitz representa ya no nos queda sentido, ya no es posible teodicea ni antropodicea alguna. Ya no es aceptable mantener la fe en que dios o la naturaleza o la razón o la historia darán sentido al horror, lo colocarán en una narración consoladora, significativa, balsámica, que explicará el terrible pasado y nos preparará para el futuro. Ya no podemos decir que ese exterminio, brutal y despiadado, encontrará sentido en el plan de una providencia benévola, en las fases liberadoras de un progreso humano racional, en los propósitos de una naturaleza benigna, en los proyectos de una historia emancipadora, que darán significado y coherencia al dolor y al mal del mundo. Esta barbarie nos ha llevado al límite. En realidad nos revela una posibilidad humana que no queremos ver: nuestra culpabilidad, desde luego, pero también la falta de toda medida política o moral. Primo Levi lo comenta: nuestro metro moral ha mutado. Como le dijo un guardia del campo de concentración: “Aquí no hay porqués” (3). Y, por si alguien tiene dudas, tampoco los hubo en el gulag. Ni “porqués” ni “para qués”(4). Porque se trata de aniquilamiento, de borrado de la víctima, de destrucción absoluta de su singularidad (5).
Pero esa experiencia nihilista que los victimarios escupen a las víctimas encerradas en los campos (y que sólo busca perpetrar en ellos una crueldad más: la del sinsentido absoluto de su sufrimiento) no puede ser la que adoptemos nosotros. Por el contrario, es nuestro deber llegar a una comprensión del horror. Supongo que es innecesario decir que aquí comprender no es perdonar, explicar no es excusar, entender no es condonar. Los primeros (comprender, explicar, entender) pertenecen a la hermenéutica del sentido histórico y al deber de interpretación política de todos los ciudadanos. Los segundos (perdonar, excusar, condonar) son parte de una perspectiva moral que no creo aplicable a estos casos. O, lo diré más personalmente, que me niego en absoluto a aplicar a estos casos.
Así pues, ¿qué sentido y qué procedencia puede tener esta colección de horrores? ¿Cómo explicar los casos quizá más extremos, como son los genocidios y los campos de exterminio? No se trata de hacer competiciones de crueldad y muerte entre comunistas, nacionalsocialistas u otros victimarios. Pero tenemos que diferenciar. Explicar sus “razones”, la legitimidad a la que apelan, las causas que les mueven, los ideales que les definen. Veamos un ejemplo de la importancia que tiene diferenciar para comprender.
Millones de personas fueron exterminadas bajo los nazis o los comunistas; sin embargo, aunque moralmente ambos exterminios son repugnantes, también son distintos. Hay, en primer lugar, disparidades en el número de víctimas. Aquí ganaría el comunismo internacional, aunque sólo sea porque tuvo más tiempo (70 años frente a 12 años) y más extensión geográfica (en cuatro de los cinco continentes han existido o existen regímenes comunistas, frente a la concentración en Europa de los regímenes nacionalsocialistas) (6). El resultado de la comparación parece ser el siguiente: 85-100 millones de víctimas de los comunistas frente a 20-30 millones sacrificados por los nazis (7).
En segundo lugar, existen también importantes contrastes en la justificación del asesinato masivo. En un caso se trataba de acabar con los enemigos de clase. En el otro, de eliminar a todos los enemigos raciales. Esto tuvo impacto en las prácticas de los campos: unos eran campos de trabajo esclavo donde se trabajaba hasta la muerte, otros campos de seres subhumanos (Untermenschen) (8) a los que esperaba el exterminio.
En tercer lugar, lo anterior produce diferencias en la concepción de los campos. Aunque ambos buscaban producción y explotación de la mano de obra esclavizada, hay significativas disparidades. En un caso se trata de utilizar los trabajos forzados como forma de castigo y muerte para los individuos y grupos que disienten, para los traidores, para los colaboracionistas, para los contrarrevolucionarios, para los enemigos de clase. En el otro, se trata de limpieza étnica y exterminio genocida, aplicados de manera “altruista”, rutinaria y sistemática, para las razas inferiores, los judíos, los gitanos, los discapacitados, los homosexuales...
Ciertamente hay casos mixtos. La ya citada Camboya bajo los jemeres rojos ostenta varios récords, entre ellos aunar la perspectiva racista y xenófoba con la perspectiva del enemigo de clase. De ahí, quizá, su eficacia en el exterminio (9).
Por lo demás, estos procesos no son meras cifras o conceptos. No son sólo imágenes que flotan en el vacío. Hubo quien movió mediante la palabra, quien se movilizó, quien perpetró, quien organizó, quien aplaudió, quien miró para otro lado... Hubo asesinos, administradores, torturadores, científicos, juristas, políticos, testigos, gente “normal” que buscaba un porvenir en medio del horror... No hay aquí únicamente estructuras o burocracias o sistemas. Hay personas concretas que tomaron decisiones concretas con fe fanática en los ideales o interés banal en el negocio. No me cabe duda de que sin los fanáticos idealistas los banales obedientes no existen. Pero tampoco de que aquéllos requieren de éstos para mantenerse.

Los ideales y la gente corriente
Las élites contribuyen decisivamente a la conformación de las ideologías dentro de contextos sociales, culturales, políticos y lingüísticos específicos. Esto es, sus proyectos y sus creencias se desarrollan dentro de una determinada sociedad, de un determinado grupo de valores compartidos, de una estructura dada de distribución del poder y de un discurso hegemónico específico. Si esto es cierto, también lo es lo contrario, a saber: las élites son el resultado de una compleja variedad de contextos en los que la ideología tiene a menudo poder organizativo.
Los fenómenos extremos mantienen esta complejidad en su explicación, y difícilmente puede sostenerse que son simplemente el “producto” de un solo factor; por ejemplo, resultado de la manipulación de los ciudadanos y el ejercicio desalmado del poder de una élite tiránica. En este tipo de fenómenos hay algo más que un grupo de malvados psicópatas, con poder omnímodo, asesinando a unos ciudadanos y engañando a los demás. Mucho me temo que estas brutalidades políticas proceden del corazón mismo de las creencias humanas. De la fe ciega en ciertos principios, de la ideología consoladora, de los grandes proyectos de ingeniería social. Los ideales constituyen el cemento que sirve para unir las piezas de los exterminios.
Y, junto a esa conexión con altos fines, surge, además, otra terrible noticia. De repente advertimos que estamos ante una violencia asesina sostenida y apoyada, no únicamente por malvados arquetípicos, sino por la gente corriente, por gente como nosotros. Pues no eran distintos de nosotros quienes miraron para otro lado, y los que aún hoy lo hacen (en el País Vasco, en Oriente Medio, en la confortable Europa, en los –se diga lo que se diga– extremadamente seguros Estados Unidos). Los colaboradores no fueron, ni son, muy diferentes a las personas corrientes, a la “buena gente” que nos rodea. También estaban (y están) quienes colaboraron gustosos en la barbarie con el objetivo de mejorar sus posibilidades profesionales, los que aplaudieron el horror justo antes de hacer un arrumaco a sus pequeños. ¿Qué pudo ocurrir? ¿Es que la gente normal no se daba cuenta de que lo imposible estaba teniendo lugar? (Rousset). ¿Es que los crímenes se rutinizaron y banalizaron como el mal mismo? (Arendt). ¿Es que “no hay crueldad o vileza de las que las buenas gentes no sean capaces”? (Weil) (10).
En efecto, los aparatos represivos de las dictaduras totalitarias o de los movimientos genocidas son parte de la sociedad, no una abstracción. Sus integrantes son usualmente reclutados entre los policías, los militantes y simpatizantes o los ciudadanos que aspiran a un buen puesto de trabajo. En algunos casos, desde luego, muchos de ellos tienen experiencia sobrada en la persecución de disidentes (es lógico pensar que en este trabajo la experiencia es un grado). Pero son personas ordinarias, quizá brutalizadas por las circunstancias en las que han vivido anteriormente pero que finalmente han convertido en mera rutina la violencia y la crueldad. No es extraño encontrar testimonios de orgullo por las tareas realizadas. En los momentos álgidos de estos regímenes, en el cenit de los movimientos de brutalidad y muerte, la pertenencia a ciertas unidades es un símbolo de estatus, genera respeto y miedo, les coloca por encima de la gente corriente... que es lo que en realidad siempre han sido y siguen siendo.
A este respecto, hay datos estremecedores. Ciertamente militares, policías o funcionarios de prisiones constituían la mayoría del personal en los campos de concentración nazis. Pero la penetración de la ideología racista del nacionalsocialismo en ciertos ámbitos profesionales (jurídicos, médicos, educativos) hace que entre los perpetradores directos del exterminio abundaran profesionales de esas disciplinas. Y juristas, médicos y profesores no eran sólo asesinos de despacho, como, por otro lado, el asunto de los experimentos médicos debería aclararnos (11). ¿Es que todo el mundo enloqueció?
Hay, sin duda, psicópatas entre todos ellos. Gente patológicamente inclinada a la violencia que comete actos sobrecogedores. Pero, en el contexto adecuado, esos actos son cometidos rutinariamente por personas a las que consideraríamos perfectamente normales desde una perspectiva psicológica. Además de los perpetradores, abundan los malvados “banales”, por utilizar la caracterización de Hannah Arendt (12). Malvados que “hacen su trabajo”, que se enfrentan maquinalmente a las más horribles acciones, que colaboran gustosos a la consecución de un orden burocrático limpio y organizado. Malvados perfectamente normales (13).
Por lo demás, la vida cotidiana, excepto en ciertos barrios, excepto para ciertas minorías, excepto para ciertos grupos, es normal entre la gente normal. Y sólo de vez en cuando destellos de la realidad brutal penetran en el apacible mundo manipulado y confortable que les rodea. Ciertamente, cuando son testigos de alguna cosa horrible, se ven obligados a poner al día unos cuantos argumentos implacables capaces de justificar la bestialidad o la injusticia. Muchos pudieron, y pueden, vivir tranquilamente sin ver el estallido de una bomba, las amenazas a los vecinos, la policía política arrastrando a un detenido, los enflaquecidos prisioneros del campo de concentración cercano... sin sentir miedo porque ellos, los que ven estas cosas y no hacen nada, son normales. Si hay suerte y uno no es parte de los grupos, estigmatizados como enemigos (judío, contrarrevolucionario, bosnio, tutsi) lo más probable es que el ciudadano corriente sienta un prudente respeto y quizá incluso cierta aprobación por el régimen de terror.
Los conocidos experimentos de Stanley Milgram (14) han venido a corroborar estas tesis. Los actos crueles no los realizan individuos psicópatas o bestiales, sino hombres y mujeres corrientes, buenos ciudadanos obedientes a la autoridad (15). Es llamativo, y esto es lo que Milgram demuestra, cómo son las personas que odian el delito y la transgresión de la ley las más inclinadas a cometer actos inmorales si se lo pide una autoridad que les ofrece razones y a la que se sienten subordinados. Si esto es así, la inhumanidad tiene que ver con las circunstancias sociales y políticas, no con la existencia de una clase diferenciada de personas despiadadas que somete a multitud de inocentes a sus caprichos homicidas. La generación de crueldad es social y política.
El experimento citado parece corroborarlo. Los sujetos que se incorporan a él son perfectamente normales, reciben un salario por participar y creen que es bueno ayudar a desarrollar nuestro saber científico. Se les dice que todo el experimento forma parte de un proyecto para descubrir formas de aprendizaje más eficientes. Cuando los que están aprendiendo cometen un error, los sujetos deben aplicarles una descarga eléctrica, y con cada error la descarga es mayor. Cuando se les dijo que tomaran a la fuerza las manos de los implicados para someterles al castigo poniéndoselas sobre una placa de metal, sólo un 30% siguió cumpliendo las órdenes. Cuando se les pidió sólo que movieran una palanca desde cierta distancia, el porcentaje de obediencia subió a un 40%. Cuando las víctimas se ocultaron tras una pared, aunque sus gritos de dolor eran audibles, el porcentaje alcanzó un 65%. Y, finalmente, cuando los experimentadores ordenaban al sujeto que realizara un acto previo a mover la palanca (por ejemplo, pulsar un botón para que otro aplicara la descarga), 37 de 40 implicados lo hicieron hasta alcanzar el nivel que en el cuadro de mandos decía “muy peligroso xx”.
Desde luego, ojos que no ven, corazón que no siente. El alejamiento de la víctima es importante para perpetrar el acto de sevicia. Pero además, parece que toda crueldad se facilita si hay una orden de la autoridad competente, una justificación global del experimento (el avance de la ciencia) y si entre nosotros y el acto se interpone una cadena de mando intermedia. Y hay que confesar que en la sociedad contemporánea la organización racional burocrática del trabajo hace precisamente eso: el que ocupa una posición de poder da una orden y sumerge la acción en una cadena de mando en la que cada uno es una pieza de un mecanismo, donde “se limita” a recibir órdenes de arriba y no contempla el final del proceso sino desde la lejanía. La distancia física y psíquica, además de colectiva y respaldada por la autoridad, lo facilita todo. La obediencia de la buena gente prima.
Y poco a poco, imperceptiblemente, el sujeto va siendo atrapado por grados sucesivamente más altos de crueldad ejercida sobre otros. A partir de un momento, si se negaran a obedecer, los sujetos sentirían que traicionan algo, empezando por sí mismos, pues se dirían: “si ahora me niego, ¿por qué no me negué antes? Además, alguien con autoridad habrá pensado ya en el sentido que tiene todo el proceso, lo que me exime de pensar autónomamente en lo que ocurre”. La organización política, jerárquica y burocratizada del poder exonera a los implicados de toda responsabilidad.
Y lo realmente llamativo es que cuando en otro momento del experimento se dan instrucciones a los experimentadores (es decir, a los médicos que tienen la autoridad y coordinan los ensayos), cuando se les indica que muestren abiertamente su desacuerdo y discutan una orden, todo cambia. Repentinamente la obediencia desaparece y la práctica totalidad de los sujetos se niega a continuar con el experimento. Cuando alguien con autoridad protesta contra el “sistema”, los demás le siguen. Un verdadero ejemplo del poder del ejemplo, del valor de la disidencia, de la importancia del pluralismo. Hasta el momento, la identificación con quien sufre el dolor había sido bloqueada por la distancia respecto de la víctima, la autoridad que situaba a los demás en un lugar preciso de la cadena de mando, y, no lo olvidemos, la contribución a una experiencia científica importante para la colectividad: el avance de la ciencia y de los procesos educativos... Los ideales siempre aparecen en algún momento del impulso a la acción, del encallecimiento moral, de la justificación. Incluso enterrados en mera obediencia, ésta acaba conectándose con la necesidad de orden y de limpieza de intenciones, lo que bien mirado es un ideal más.
Así pues, no olvidemos que, en estos fenómenos extremos, no vale culpar exclusivamente a los que mandan o a los fanáticos que dirigen. Siempre han estado ahí los cómplices voluntarios, creyentes en la bondad de los objetivos, que no buscan con su colaboración en la crueldad más que un pequeño gesto de la autoridad competente que les haga sentirse parte del proyecto, parte de los aceptados y a resguardo de cualquier problema. Que persiguen una sonrisa de connivencia del poder, un sentido de pertenencia al grupo, una sensación de seguridad, una fe que tranquilice sus conciencias. Que paralelamente piensan que ciertas acciones, ciertos escarmientos, ciertas crueldades son necesarios, e incluso deseables, si lo que está en juego es el progreso científico o el orden o la revolución o la comunidad ideal. La represión que se ejerce paulatinamente empieza a verse en términos de ecuanimidad, los lenguajes cambian y todos acaban subyugados por la jerga dominante (16). Cambiar al pueblo, convertirlo, llevarlo a ser perfecto mediante la manipulación en manos de los guías, la implantación pronta de los grandes objetivos liberadores, la generación de un cambio histórico, biológico, un salto hacia la armonía total, la justicia transparente, el principio de la historia humana... Los movimientos o los regímenes más brutales del siglo obtienen finalmente apoyo popular. La represión se disfraza de justicia y acaba generándose a través tanto de la presión desde abajo como de las políticas diseñadas desde arriba. Es decir, todo sucede como si la violencia reflejara la voluntad del pueblo llano y sencillo de protegerse de sus enemigos “interiores”. Por eso mismo la brutalidad es motivo de jactancia para los victimarios.
Los principios de acción política reivindicados por los líderes parecen legitimarlo todo. Los horrores cometidos se transmutan en divinas palabras de orgullo con la misión. En 1943 Himmler se dirigía a las SS y les aseguraba que el genocidio era una “gloriosa página de nuestra historia”. Al final de su vida Molotov consideraba el terror estalinista como plenamente justificado para obtener los fines de la revolución. Este modelo funciona suavemente en los movimientos o los regímenes totalitarios, tanto da, y acaba incorporando, mediante el asentimiento, a grandes masas de la población. El terror se convierte en representativo (17). Si ustedes prefieren la descripción de estos fenómenos de la mano de alguien que los conocía bien, conviene que lean a Vasili Grossman (18). Bajo los regímenes totalitarios, la mayor parte de la población se mostraba dispuesta a “obedecer hipnóticamente” las indicaciones de las autoridades. Estaban también los “fanáticos ideológicos”, los “sanguinarios” que disfrutaban con las matanzas y los que buscaban beneficio o “rapiña”. Pero la mayoría de la gente, que no participaba de manera directa en la violencia e incluso podía sentirse a ratos “horrorizada”, sin embargo “apoyaba” o “votaba”, cuando tenía ocasión, las campañas de exterminio, extendiendo al respecto una suerte de unanimidad social. “Masas ingentes” de seres humanos eran testigos de la masacre de inocentes sin conmoverse demasiado. Se debían al proyecto totalitario, a los poderosos guías que garantizaban su logro. Es, pues, justo señalar que la “sumisión” de los ciudadanos define estos procesos. “La sumisión extrema… es un hecho irrebatible”. Incluso la sumisión de las propias víctimas, rendidas a su suerte. Todo engendraba sumisión en los totalitarismos. Tanto “la esperanza como la desesperación”.
Los movimientos terroristas (laicos o religiosos) utilizan profusamente jergas similares a las totalitarias y, en ocasiones, también consiguen apoyos mayoritarios como respaldo. Lo mismo parece suceder con los imperialistas. En todos los casos, se trata de recrear un nuevo universo moral y político en cuyo seno todo quede legitimado y justificado. Las acciones más terribles se realizan en nombre del pueblo, de su emancipación, de su autenticidad, de su libertad ideal, de su salvación. La autoridad y la ideología se imponen.
Quizá un ejemplo límite a este respecto pueda encontrarse en la proliferación contemporánea de campos de concentración. Sus primeras apariciones a manos de los españoles en la guerra de Cuba o de los ingleses en la guerra de los bóers señalan su origen conceptual: estado de guerra más colonialismo. Una amplia variedad se extendió desde entonces: campos de trabajo, campos de exterminio o, más recientemente, campos de internamiento ilegales para terroristas. No afirmo en absoluto que todos estos campos sean lo mismo. No lo son, aunque todos se justifiquen en necesidades políticas ineludibles que se conectan a su vez con los altos fines que se persiguen.
Pero ¿cómo explicar el grado de inhumanidad de los campos de trabajo soviéticos, de los campos nazis? Como ya sabemos, ambos usaron el trabajo esclavo para incrementar la producción, por un lado, y para acabar con millones de opositores políticos, de clase o raciales. Esto es horrible, intolerable y repugnante, pero vemos una lógica tras ello. La lógica de la riqueza y del poder omnímodo explica, que no justifica, esa barbarie. Pero hay algo más que resulta inexplicable en estas crueldades. Durante la guerra no disminuyó el ritmo de muertes en los campos, pese a las pérdidas económicas que eso pudiera producir. Es más, en el caso nazi crecieron los campos de exterminio aumentando exponencialmente los gastos, desviando el presupuesto necesario al esfuerzo de guerra, desperdiciando fuerza militar y un largo etcétera antiutilitario. Hannah Arendt se sorprende, con razón, de este carácter profundamente irracional, en términos de supervivencia bélica. Cuenta que en el frente del Este existía prioridad de paso de los trenes que conducían a los heridos en el frente hacia hospitales alemanes. Algo que parece militar y humanamente muy razonable. Pues bien, esa prioridad nunca fue tenida en cuenta cuando esos trenes de heridos se cruzaban con los trenes de la muerte que conducían a los judíos hacia los campos de exterminio (19). Ciertamente, los campos no eran únicamente producto de las circunstancias o de la utilidad, ni una expresión metafísica de terror puro: eran la consecuencia directa de la fuerza ideológica, del poder destructivo de los ideales.

El poder de los ideales, el poder de la ideología
Ante estas descripciones del horror hay quien opina que deberíamos pasar página de una vez por todas. Que nosotros no somos así o que no estamos ya ahí. Que lo que nos separa de los malvados es evidente. Que nosotros somos demócratas y nada tenemos que ver con esas cosas. Que de nada sirve encenagarse en el recuerdo de las atrocidades de nuestra historia, y que deberíamos buscar en el olvido una salida al terror paralizante que nos producen esas descripciones. Yo creo, más bien, con un disidente búlgaro, Jeliou Jelev, que antes de pasar página hay que leerla (20). Y leerla es forzarnos a hacer aquello de lo que Simone Weil decía que los hombres ni amábamos ni nos imponíamos sin violentarnos: alimentar el esfuerzo crítico (21).
No se trata, como ya se ha indicado, de comprender estos procesos para condonar las responsabilidades de asesinos y colaboradores. No es el caso explicar los vínculos con las profundas creencias o con la normalidad para justificar el horror como necesario o inevitable.
Tampoco se trata de ratificar prejuicios. De pensar que los malos hacen de malos mientras los buenos (nosotros, naturalmente) hacemos de buenos. Se trata de investigar mirando de frente al mundo y a nuestras realidades, por mucho que esto nos desconcierte a ratos o nos haga sufrir por las pérdidas a las que apunta. Porque habremos de mirar de frente a la manera políticamente incorrecta en la que el mal del mundo se liga, ciertamente, a lo que odiamos (o decimos odiar): tiranía, abuso,muerte, pero acaso también a algunas de las cosas que amamos (o decimos amar) más profundamente que ninguna otra: emancipación, autenticidad, democracia.
Tendemos a creer, equivocadamente, que lo que el mundo necesita para desembarazarse del mal son ideales y racionalidad. Buenos ideales racionales. Valores y creencias que nos indiquen la dirección que debemos tomar, que den sentido a nuestros esfuerzos y a nuestras luchas, que configuren un mundo “verdaderamente humano”. Y así, el florecimiento de buenos fines para la acción es lo único que debería importarnos. El problema, tendemos a pensar, son los descreídos y los hipócritas, aquéllos que rellenan la ausencia de sentido con una ambición sin límites para perseguir de manera egoísta y sin escrúpulos su propio beneficio. Los descreídos hacen proliferar el mal porque borran nuestros valores y, entonces, nada nos queda sino la seca utilidad, el estrecho interés, el provecho egoísta, la conveniencia bastarda, la ventaja injustificable, la fuerza desnuda, el poder ilegítimo. La maldad aparece en el mundo, prolifera y se extiende, profundiza sus raíces y horada el suelo de nuestra convivencia porque somos demasiado cobardes, egoístas o dé- biles para implantar un mundo perfecto. Porque nos rendimos a políticas de poder y de fuerza sin guía ni convicción alguna. Y, sin embargo, si lográramos hacer aparecer la moral, la bondad, la racionalidad y los valores en medio de la insatisfactoria política de intereses prevaleciente, entonces, sin duda, todo se arreglaría.
Hay una curiosa descripción de Jean Jacques Rousseau que tiene relación con esto, aun cuando no comparte el diagnóstico. Según él, la perversidad humana está directamente provocada por un alejamiento de ciertas inclinaciones benevolentes y naturales que todos poseemos. La compasión y la piedad para con los otros nos es connatural a los humanos. No obstante, la perversidad prevalece. Según Rousseau la única explicación plausible a estos hechos es que la maldad se genera y se extiende mediante el uso de la razón, que enfría los vínculos concretos de la piedad y los sustituye por sofisticadas cadenas argumentativas más y más abstractas y alejadas del mundo real, al tiempo que multiplica el egoísmo de cada cual. Porque “es la razón la que engendra el amor propio y la reflexión la que lo fortifica”. Por eso si los hombres son perversos, peores serían si fueran sabios, esto es, perfectamente racionales. La corrupción y la depravación han corroído nuestras almas porque la racionalidad, fría y calculadora, abstracta y ávida, ha avanzado. Aprendimos estrategias racionales para satisfacer nuestros caprichos y ahí cabe localizar la proliferación del mal: en el egoísmo descarnado, en la frialdad individualista, en la gélida indiferencia para con los otros, en la ausencia completa de compasión y de piedad con lo concreto porque poseemos un gran plan general sobre el que argumentar. La irrupción de la razón supone la retirada de ciertos sentimientos “naturales”, cercanos, inmediatos, que nos protegían del mal. Ahora sólo quedan ante nosotros crueldad, racionalidad, abstracción, lejanía. Con un ánimo que nos hace recordar algunas páginas de la Escuela de Frankfurt, Rousseau afirma:
“Sólo los peligros de la sociedad entera turban el sueño tranquilo del filósofo y lo arrancan de su lecho. Se puede degollar impunemente a un semejante bajo su ventana; no tiene más que taparse los oídos y argumentar un poco para impedir a la naturaleza, que se revuelve en él, identificarse con ese a quien se asesina” (22).
“Argumentar un poco”, ésa es la clave. Y esa argumentación nos tranquilizará y nos alejará de la hipocresía para convertirnos en nuevos creyentes en algo grande, en algo que concierna verdaderamente a “la sociedad entera” y no sólo a un pobre y absurdo ser humano degollado en concreto. Los grandes objetivos hacen su aparición. Nos maliciamos su trampa cuando advertimos que gran parte de la barbarie que hemos descrito anteriormente no se debe en absoluto a la falta de objetivos o ideales, sino a su sobrecogedora abundancia. Porque todos los victimarios no son precisamente descreídos sino lo contrario. Es evidente que tampoco son precisamente escépticos aquéllos que abrazan credos religiosos fundamentalistas en cuyo nombre asesinan, o quienes creen en la extensión de la democracia al mundo mediante guerra y violencia (23).
Aunque a veces hay quien sugiere que sí lo son. Que, en realidad, todos ellos son hipócritas ciegos de ambición que única- mente persiguen, mediante el crimen, su propia conveniencia. Que Stalin nunca creyó en nada sino en sí mismo, como Hitler o Pol Pot o Milosevic o Ben Laden o Josu Ternera o sus cómplices. Pero esta idea de hipocresía como único origen del mal político extremo no me parece demasiado convincente. Toda política de poder posee un ideal al que servir. Toda razón de Estado desemboca en razón de religión o de autenticidad nacional o de cuidado racial o de emancipación humana o de proliferación de la democracia. Los males políticos extremos requieren legitimidad, no sólo silencio u ocultación (por mucho que se esfuercen también por conseguirlos). Y, quizá, las creencias profundas ayuden a convivir con los actos horribles mejor que el descreimiento. La relación entre el creyente y sus convicciones favorece en determinados credos la aceptación de la violencia. Después de todo, somos ani- males gregarios y la justificación legitimadora, cualquiera que sea la forma que adopte, es un rasgo de nuestra convivencia (24).
En realidad, como supo ver Nietzsche (25), hoy en día, o acaso siempre, los que mandan, los que ordenan, los que dirigen no saben hacerlo sin adoptar el aire de ser meros ejecutores de órdenes más antiguas, más elevadas, más importantes, fundamentales, de hecho, para la existencia humana misma. No es precisamente la ausencia de creencias lo que genera el exceso, la implacabilidad o el horror. Es su sobreabundancia. Por dios, por la patria, por la nación oprimida, por la identidad excluida, por la autenticidad aplastada, por la emancipación de la miseria, por la verdadera religión, por la ciencia del hombre, por la raza, por el futuro, por el pasado, por la santa tradición, por la dignidad humana, por la prosperidad y el mercado, por los derechos humanos, por la democracia perfecta... las coartadas para las carnicerías proliferan. El mundo bulle con ellas. No hay política de poder que no se apoye en un gran ideal para justificar sus horrores. Las sofisticadas maquinarias de dominio de los siglos xx y xxi, sus complejas ruedas y conexiones, se engrasan con ideales. Alexis de Tocqueville lo decía con ironía: hemos descubierto que “hay en el mundo tiranías legítimas y santas injusticias siempre que se ejerzan en nombre del pueblo” (26). Robert Musil lo escribió con elegancia: “Sólo los criminales se atreven hoy día a hacer daño a los demás hombres sin filosofar”(27).
Y de repente caemos en la cuenta de que Ben Laden mata por la fe en sus creencias, y de que lo mismo sucede con los terroristas etarras o con los terroristas islámicos del 11-M en Madrid (28). Pero, y eso nos desconcierta un tanto, también advertimos que no muy diferente es el argumento de la derecha cristiana y de los neoconservadores estadounidenses cuando justifican la guerra de Irak. O el que trata de dar sentido a los crímenes de Estado de Vladímir Putin (la lucha contra el terrorismo despiadado que asesina niños). Dios, la ley islámica o la democracia perfecta del pueblo elegido o la providencia divina o la nación o el futuro radiante de armonía universal o la seguridad perfecta o la lucha contra el mal absoluto que representan nuestros enemigos son la clase de grandes ideales que hallamos recurrentemente en la base del asesinato.
Ideales implacables
Lo que en otro lugar (29) he llamado pensamiento implacable supone, precisamente, una alianza estremecedora entre los ideales y el horror. Y tal alianza, me parece, es producto sobre todo de la búsqueda de coherencia legitimante, de fuerza para el propio proyecto, de justificación para las propias transgresiones, de poder para la propia posición. También de seguridad mental frente a un mundo contingente y frente a las terribles acciones que en él hay que emprender para “asegurarse”. El miedo al vacío, a la falta de sentido, al caos, surge en paralelo al miedo al mundo, al golpe de la realidad sobre nosotros. Y, entonces, provoca inseguridad. A su vez, la inseguridad produce espanto, lo que moviliza hacia una forma de reflexión que nos “asegure”, aun cuando esa seguridad a la postre resulte bastante más espantosa que el espanto mismo. La implacabilidad en la acción no proviene de la hipocresía, sino de la profundidad de la creencia, de la importancia del ideal, combinados con el miedo a perder creencias y principios y a perderse con ellos.
¿Cuál es el origen de ese vínculo de implacabilidad que hace proliferar los males más extremos junto a los más refinados y atractivos proyectos? Hay varias respuestas a esa pregunta. Comparto la de Alexander Solzhenitsyn:
“Con los malvados shakesperianos bastaba una decena de cadáveres para ahogar la imaginación y la fuerza de espíritu. Eso les pasaba por carecer de ideología. ¡La ideología! He aquí lo que pro- porciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. La ideología es la teoría social que le permite blanquear sus actos ante sí mismo y ante los demás y oír, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se apoyaron en el cristianismo; los conquistadores en la mayor gloria de la patria; los colonizadores en la civilización; los nazis en la raza; los jacobinos y los bolcheviques en la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras” (30).
Hemos de abandonar la idea de que los ideales son una suerte de coartada, un mero instrumento buscado por su eficiencia, pero en realidad no creído, ni asumido como tal, por el tirano que los pone en marcha. Lo más estremecedor del texto de Solzhenitsyn es precisamente la sinceridad que destila el vínculo de las profundas creencias con la capacidad para asesinar en masa. Se trata de saber, nos decía Albert Camus (31), si la inocencia en el momento en que actúa no puede evitar matar. Hay una aspiración a la inocencia en la vinculación sin grietas con un gran proyecto de implantación de ciertos absolutos en el mundo. Y es de esa inocencia de donde procede el horror definitivo: la fuerza para el mal. Una fuerza que nos hace pensar, con Cioran, que “si se pusiera en un platillo de la balanza el mal que los “puros” han derramado sobre el mundo y en el otro el mal proveniente de los hombres sin principios y sin escrúpulos, es el primer platillo el que inclinaría la balanza”(32).
Porque los hombres proyectan en sus ideas “sus llamas y sus demencias”. Y entonces, transformadas en creencias, consuman “el paso de la lógica a la epilepsia” e inauguran las “farsas sangrientas” en nombre de su pureza (33).
Al comienzo de su libro, Barrington Moore comenta que la idea de “pureza moral” está en la base misma de los movimientos que han dejado más profundas cicatrices en siglos recientes: fascismos, comunismos, imperialismos (34). La pureza es extremadamente peligrosa. Todo funciona como una suerte de retórica mágica que transmuta a los idealistas en airados profetas. Buena gente dispuesta a convertirnos en buenos mediante el látigo. Ya lo dejó escrito Savater con agudeza: estos tipos, a fuerza de ser buenos, son los peores de todos (35). Es como si aquéllos que quieren eludir las políticas frías e hipócritas hubieran de pagar un alto precio por caldearlas y para hacerlo acabaran cayendo en brazos de fuerzas incontrolables y entregándose a ellas ciegamente. Ciertamente, si el poder no es inocente, tampoco lo es la inocencia.
Ocurre que los ideales multiplican las oportunidades de ejercer el mal sobre otros seres humanos manteniendo, sin embargo, la buena conciencia. Ciertas constelaciones ideológicas, esto es, los proyectos cerrados y dogmáticos de explicación y transformación del mundo, sirven de base a los males políticos, no los eliminan. Dan potencia justificadora a la transgresión, no la prohíben. Ofrecen solaz y consuelo, coartadas sutiles para la matanza, no imperativos para evitarla.
Sin duda, esos proyectos tratan de establecer un mundo mejor. Son vistos por muchos como el más serio intento político de implantar el bien en el mundo. Y, a veces, de implantar una sociedad no sólo más justa o mejor ordenada, sino perfecta. Los grandes principios nos acompañan para ofrecernos tanto impulso como garantías, tanto explicaciones como un profundo sentido para nuestros actos y nuestras palabras. Los ideales nos alejan del nihilismo, de la falta de criterios. Nos ofrecen elementos de juicio, medida para la legitimidad de las acciones. Nos dotan de objetivos vitales y de planes vivenciales. Y, junto a todo esto, al parecer, también nos empujan a la justificación del horror, si este horror se presenta como necesario para la realización de tan altos fines.
Pero ¿no hay diferencia entre las creencias mismas? ¿No consiste nuestro error en creer en ciertos objetivos y no en otros (mejores)? Es decir, ¿no se explicaría el mal del siglo porque creímos en los ideales equivocados? ¿Porque, en realidad, todo depende no de la creencia en unos ideales, sino del tipo de ideales en los que creamos? A la postre, ¿no se reduce este asunto a que debemos creer lo correcto? Pese a las apariencias, lo cierto es que no.
Es verdad que, como los objetivos eugenésicos nazis o racistas nos resultan repugnantes en sí mismos, tendemos a creer que en realidad no son ideales en absoluto, y que las creencias repugnantes son responsables de las acciones repugnantes. Así que todo se arreglaría si creyéramos lo correcto (digamos, si no fuéramos nazis o racistas). Pero casos tan disímiles como la emancipación comunista, la autenticidad identitaria o la extensión de la democracia parecen no encajar aquí. En la base de estas variantes, hay un buen puñado de ideas ilustradas que incluso hoy apelan fuertemente a nosotros. Nadie discutiría, me parece, la importancia de la lucha contra la explotación o la miseria o el proyecto de una sociedad que respete las diferencias o la enorme trascendencia que tendría la universalización de la democracia en el mundo. No obstante, esos valores no ayudaron a hacer más humanos a muchos de los movimientos que se empeñaron en implantarlos, sino que simplemente constituyeron una pieza clave en la justificación de políticas criminales. Es decir, los buenos fines sirvieron aquí para justificar la más completa falta de piedad con lo concreto (las personas reales) en vista de lo importante que era lograr lo abstracto (los planes políticos de liberación de la humanidad, del reino de la diferencia o de la democracia).
Pero hay más. Comentaba Jorge Santayana (36) que el fanático redobla sus esfuerzos según va olvidando sus objetivos. La concentración fanática en los medios aleja la preocupación por los fines. Y ese alejamiento ni es casual ni nos permite desembarazarnos del peso de nuestras convicciones. Lo cierto es que ese alejamiento supone un ingente esfuerzo de recreación de la realidad. Manipulación o propaganda son conceptos que se nos quedan muy cortos para describir el proceso. Crear realidad es ahora el más alto fin de la acción política. El único fin político legítimo. Y este objetivo queda justificado, de nuevo, por la potencia con que se engarza con los prístinos fines del futuro. Porque esos fines se alejan, según este discurso implacable, únicamente en apariencia. Todo se transmuta: la creación de realidad mediante el terror promete la verdad mediante la mentira, la liberación total mediante la total sumisión. “El comunismo está ya en el horizonte”, decía un chiste en la Rusia soviética, “esto es, en una línea imaginaria que se aleja de nosotros según caminamos hacia ella”.
La palabra que nos debía educar y liberar nos hace torpes, dependientes y malvados en este medio políticamente transmutado. Estamos ante la patologización de la palabra, ante la doble enfermedad del dogmatismo y el fanatismo. Dogmatismo y fanatismo, “una especie de inflamación absoluta de los significados”, en hermosa expresión de Ferlosio (37), se presentan entonces como los grandes protagonistas de estas derivas implacables de nuestras convicciones.
“Pero si esto es así, si el vínculo entre ideales y maldad se localiza en dogmatismo y fanatismo, entonces hay que cuidarse mucho de la manera en que asumimos y creemos nuestras creencias más queridas. Hemos de tomarnos muy en serio nuestros principios y, sobre todo, cómo los creemos. Porque no importa que la creencia del dogmático y del fanático se nos presente como profunda y profusamente vinculada al bien, e incluso al bien absoluto. Como decía nuestro clásico, “aun en las virtudes hay peligro” (38). ¿A qué puede deberse tal cosa? Nietzsche cree tener una respuesta: “Todos los ideales son peligrosos porque rebajan y estigmatizan lo real”(39).
Tendemos a pensar que la realidad es el origen mismo de los males políticos. Que en ella encontramos la injusticia, la dominación, la violencia, la muerte. Que los proyectos idealistas nos sirven para bregar con ese mundo y tratar de transformarlo en algo mejor. La realidad es, pues, mala; nuestros principios, buenos.La conclusión a lo que llevamos dicho es, creo, diferente: los ideales son peligrosos. Y lo son porque su potencia justifica cualquier transgresión, pero igualmente porque, bajo ciertas circunstancias, su cumplimiento nos empuja hacia la violencia.
Dice Santos Juliá (40) que un católico español escribía en el año 1936: “Donde existe un ideal fuerte, verdadero o falso, surge una mística y, tras ella, la violencia”. La firme creencia, pues, empuja a la violencia porque nada es más urgente que convertirla en mística de la perfección absoluta y tras ello desencadenar una política implacable capaz de atraerla al mundo. Paradójicamente, y así las cosas, nada es tan proclive a convertirse en el origen de todos los vicios como la virtud misma (41).
Hablando de los expertos en ideas, hablando de los intelectuales, André Glucksmann comentaba que su droga dura es la propensión a erigirse en “organizadores del apocalipsis”(42). Opresores sin ejército, como les llamaba Robert Musil (43), que aspiran a encerrar al mundo en un sistema perfecto y sin fisuras, cerrado y maravilloso, para someterlo después a cirugía extrema si resulta necesario. “Cultura de jardín”, como la calificaba Ernst Gellner (44), que vive de amputar lo que sobra, de eliminar lo que no se ajusta al molde prefijado de los sueños dogmáticos del que sabe de estas cosas.
De modo que, de nuevo paradójicamente, aquí el riesgo no es el pesimismo de la inacción o la insatisfacción por la inseguridad de la acción contingente e incierta. Aquí el riesgo es el optimismo, la creencia en el proyecto y en su realización inmediata. Heidegger se hace nazi cuando es optimista, cuando cree que la tendencia a la decadencia del mundo es reversible y que la alternativa nazi es un modo viable de hacerle frente (45). Igualmente, Sartre se hace estalinista cuando es optimista, cuando cree que el movimiento comunista puede transformar el mundo y superar sus injusticias, y lo cree sin fisuras ni vacilaciones. El peligro está en los optimistas armados de ideales, de una teoría consoladora, y dispuestos a legitimar implacablemente los medios transgresores necesarios para su realización.
* Este articulo es publicado con autorizacion del autor.
Apareció en "Claves de razón práctica" y reproduce el primer capitulo del ultimo libro del autor: "Crítica de las ideologías: el peligro de los ideales".
** Rafael del Águila es Catedrático de Ciencia política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. Director del Centro de Teoría Política (CTP). Ha sido profesor visitante en la University of California (Berkeley), la Universidad Veracruzana (México), el Asia Europe Institute (University Malaya) y en el Istituto Universitario Europeo (Florencia). Asimismo ha impartido diversos cursos y seminarios para los programas españoles de Delaware University y Boston University y ha sido profesor de los cursos de doctorado de diversas universidades españolas (UAM, UPF, UB, USC, UPV, etc), de la Universidad Veracruzana (México), de la University of Malaya (Kuala Lumpur-Malaysia), etc. Ha editado Richard Rorty: Escritos Políticos y Manual de Ciencia Política, coeditado La democracia en sus textos. Ha escrito La senda del mal. Política y razón de Estado (Taurus 2000) y Sócrates furioso: el pensador y la ciudad (Anagrama, Barcelona, 2004), La república de Maquiavelo (Tecnos, Madrid, 2006, en coautoría con S. Chaparro) y Crítica de las ideologías: el peligro de los ideales.

Notas
1 Citado en J. Keane: Violence and Democracy, Cambridge University Press, Cambridge, 2004, pág. 16.
2 Véase A. Koestler: The Yogi and the Commisar and Other Essays, Coller Books, Nueva York, 1961, pág. 88.
3 Véase S. Neiman: Evil in Modern Thought, Princeton University Press, Princeton, 2002, págs. 238 y siguientes, 255 y siguientes, etcétera. También P. Levi: I somersi e i salvati, Enaudi, Turín, 1986, pág. 57. Sobre el genocidio en general, Ch. Delacampagne: De l’indifference. Essai sur la banalisation du mal, Éditions Odile Jacob, París, 1998, págs. 47 y siguientes, 83 y siguientes, etcétera.
4 Véase, por ejemplo, M. Amis: Koba the Dread,Vintage, Londres, 2002, págs. 75 y siguientes [Koba el Temible, v.c. A. P. Moya, Anagrama, Barcelona, 2004].
5 Véase C. Sánchez: “Hannah Arendt: acerca de la violencia”, Cuadernos de Alzate, 36, 2007.
6 Véase S. Courtois, et al.: El libro negro del comunismo, v.c. C. Vidal, Planeta, Barcelona, 1998.
7 Véase M. Malia: “Nazism-Communism: Delineating the Comparison”, en H. Dubiel y G. Motzkin (eds.): The Lesser Evil: Moral Approaches to Genocide Practices, Routledge, Londres y Nueva York, 2004.
8 Véase T. Todorov: “The Uses and Abuses of Comparison”, en H. Dubiel y G. Motzkin (eds.): The Lesser Evil, op. cit.,pág. 33.
9 Véase B. Kiernan: The Pol-Pot Regime: Race, Power and Genocide in Cambodia Under the Khmer Rouge, 1975-1979, Yale University Press, New Haven, 1996.
10 Véanse D. Rousset: El universo concentracionario, v.c. M. Mújica, Anthropos, Barcelona, 2004; H. Arendt: Eichmann en Jerusalén, v.c. C. Ribalta, Lumen, Barcelona, 2003; S. Weil: Echar raíces, v.c. J. González Pont y J. R. Capella, Trotta, Madrid, 1996, pág. 98.
11 Véase M. Mann: The Dark Side of Democracy. Explaining Ethnic Cleansing, Cambridge University Press, Cambridge, 2006, págs. 233 y siguientes.
12 Véase H. Arendt: Eichmann en Jerusalén,op. cit.
13 Véase, por ejemplo, D. J. Goldhagen: Los verdugos voluntarios de Hitler, v.c. J. Fibla, Taurus, Madrid, 1998.
14 Véase S. Milgram: Obediencia a la autoridad: un punto de vista experimental, v.c. X. Goitia Munitxa, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2007. En general sigo a Z. Bauman: Modernidad y Holocausto, v.c. A. Mendoza, Sequitur, Madrid, 1997, págs. 208 y siguientes.
15 Véase H. Arendt: Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1998.
16 Un ejemplo estremecedor en los diarios de V. Klemperer: LTI: La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, v.c. A. Kovacsis, Círculo de Lectores, Barcelona, 2005.
17 Véase R. Overy: The Dictators. Hitler’s Germany and Stalin’s Russia, Penguin Books, Londres, 2005, págs. 180, 209-217, 604 y siguientes, cétera [Dictadores: la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin, v.c. J. Beltrán, Tusquets, Barcelona, 2006].
18 Sobre esto y las citas entrecomilladas que siguen, véase Vasili Grossman: Vida y destino, v.c. M. Rebón, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007, págs. 260-264.
19 Véase H. Arendt: Eichmann en Jerusalén, op. cit.
20 Citado en T. Todorov: Mémoire du mal, tentation du bien. Enquête sur le siècle, Robert Laffont, París, 2000, pág. 18 [Memoria del mal, tentación del bien, Península, Barcelona, 2002].
21 Véase S. Weil: Echar raíces, op. cit., pág. 113.
24 Sobre estos asuntos véanse A. Blanco: “El avasallamiento del sujeto”, Claves de Razón Práctica, 144, julio-agosto 2004 y A. Blanco: “Individuo, desindividuación e ideología: los fundamentos de la patología grupal”, en A. Blanco y otros (eds.), op. cit.
25 Véase F. Nietzsche: Más allá del bien y del mal, v.c. A. Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1977, párr. 199.
26 Véase A. de Tocqueville: La democracia en América I, v.c. D. Sánchez Aleo, Alianza, Madrid, 1980, volumen I, libro II, cap. 10.
27 Véase R. Musil: El hombre sin atributos I, v.c. J. Sáez, Seix Barral, Barcelona, 1972, pág. 235.
22 Véase J. J. Rousseau: “Discurso sobre las artes y las ciencias” y “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres”, ambos en Del contrato social - Discursos, v.c. M. Armiño, Alianza, Madrid, 1988, págs. 152 y siguientes, 159, la cita textual en 238-239.
23 Véanse A. Elorza, M. Ballester y E. Borreguero: “Terrorismo y religión”, en A. Blanco, R. del Águila y J. Sabucedo: Madrid 11-M. Un análisis del mal y sus consecuencias,Trotta, Madrid, 2005; De la Corte: “Sobre Leviatanes, demonios y mártires. Procesos de legitimación del terrorismo islamista”, ibid.
30 Véase A. Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag (1918-1956), v.c. E. Fernández Vernet, Tusquets, Barcelona, 1998, pág. 210.
31 Véase A. Camus: El hombre rebelde, Obras 3, J. M. Guelbenzu, (ed.), v.c. L. Echévarri, Alianza, Madrid, 1996].
32 Véase E. M. Cioran: Breviario de podredumbre, v.c. F. Savater, Taurus, Madrid, 1972, pág. 111.
33 Ibid., pág. 21.
34 Véase B. Moore Jr.: Pureza moral y pensamiento en la historia, v.c. I. Hierro, Paidós, Barcelona, 2001.
28 Sobre el caso etarra véase F. Reinares: Patriotas de la muerte, Taurus, Madrid, 2000. Sobre el terrorismo islamista, véase F. Reinares y A. Elorza: El nuevo terrorismo islamista. Del 11-S al 11-M, Temas de Hoy, Madrid, 2004.
29 Véase R. del Águila: La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, Madrid, 2000.
35 Véase F. Savater: Malos y malditos, Alfaguara, Madrid, 1996, pág. 35.
37 Véase R. Sánchez Ferlosio: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Destino, Barcelona, 1995, pág. 57.
38 Véase D. Saavedra Fajardo: Idea de un príncipe político cristiano representado en cien empresas, Academia Alfonso X el Sabio, Murcia-Madrid, 1995, empresa XLVII.
39 Véase F. Nietzsche: El nihilismo: escritos póstumos, v.c. G. Mayos, Península, Barcelona, 1998, pág. 29.
40 Citado en S. Juliá: “Violencia política en España: ¿fin de una larga historia?”, en S. Juliá (ed.): Violencia política en la España del siglo xx, Taurus, Madrid, 2000, pág. 11. Santos Juliá comenta que, por aquel entonces, “el mundo al que se aspiraba, se soñara con el futuro o con el pasado, se llegara a él por una revolución o una restauración, no alumbraría sin dolores de parto”, ibíd.
41 Véase P. Sloterdijk: El pensador en escena. El materialismo de Nietzsche, v.c. G. Cano, Pre-textos, Valencia, 2000, pág. 104.
42 Véase A. Glucksmann: La estupidez: ideologías del postmodernismo, v.c. R. Berdagué, Península, Barcelona, 1997, pág. 202.
43 Véase R. Musil, El hombre sin atributos I, op. cit., pág. 308.
44 Véase E. Gellner: Naciones y nacionalismo, v.c. J. Setó, Alianza, Madrid, 2003.
45 Véase B. H. Lévy: El siglo de Sartre, v.c. J. Vivanco, BSA, Barcelona, 2001, pág. 186.
36 Citado en M. Amis: Koba the Dread, op. cit., pág. 178.