Mg. Miguel Ángel Polo Santillán *
UNMSM
“El hombre sin ley ni justicia es el peor de los animales.”
Aristóteles
Introducción
Luego de la década autoritaria y violenta de los 90, el resultado pretende ser el olvido y la continuidad. Aunque hay quienes quieren moralizar el país, este mensaje en valores no encuentra acogida debido a que no toca la fibra de nuestras instituciones sociales ni de sus prácticas. En lugar de promover el debate sobre cuestiones morales fundamentales, se prefiere seguir en las prácticas que nos llevaron a la misma inmoralidad de los 90. Tenemos que debatir las mismas bases de nuestra moral social que no nos permiten avanzar hacia una ética cívica. No es tanto el relativismo moral como las costumbres que conforman formas de vida, que en lugar de promover el desarrollo intelectual y moral, producen egoísmos y desencuentros que desarticulan la sociedad.
En este artículo pretendo reflexionar sobre nuestra moral social, sirviéndome del transporte como metáfora. El transporte público es tanto un problema social como una buena metáfora para hablar de la condición moral de nuestra sociedad; con este término incluiremos también el comportamiento de los peatones. El transporte en nuestra capital se ha vuelto un gran problema social, pero que no solamente hace referencia a la falta de planificación técnica ni decisión política. Con el problema del transporte también podemos leer nuestra cultura y nuestra moral, por lo tanto, nuestros problemas morales. Esta reflexión se mueve tanto en el plano político, social como personal, factores que podemos distinguir pero interrelacionados, presentes todos ellos en el trasfondo moral. Con ello, la intención final es revisar y replantear nuestras erradas concepciones morales, uno de los graves obstáculos de nuestro estancamiento social. Pero como nuestra condición social es tan compleja, no pretendemos haber tocado todos los factores relevantes de nuestra moral. Quedará suficiente espacio para seguir pensado este fenómeno complejo.
El toreo peatonal de la ley
Comencemos con una experiencia cotidiana: Mediodía. La policía de tránsito permite el pase del transporte por la carretera central. Los peatones tienen que esperar (o deberían) que la policía autorice el cruce de los peatones, pero impulsados no sé por qué instinto, comienzan a cruzar. Tienen que hacer a veces como cuatro paradas antes de cruzar definitivamente, mejor dicho, lo que hacen es “torear” los vehículos que vienen. De veinticinco personas que querían pasar, se han arriesgado quince. Y sin exagerar, hombres de diferentes condiciones y características: jóvenes, adultos, señoras con sus hijos menores, etc. Los observo y me pregunto ¿qué los lleva a moverse casi al unísono? ¿Impaciencia? ¿Ganar al tiempo? ¿Asuntos importantes? ¿Alguna urgencia? ¿Simplemente desafiar el peligro? ¿Instinto tanático? Cualquiera sea la respuesta, también manifiesta una tensión entre vida personal y autoridad pública. Por eso, también tiene que ver con la forma como entendemos las normas y la autoridad, es un asunto de violación de la ley, en este caso encarnada por la autoridad del policía. A partir de ahí quiero reflexionar sobre nuestro incumplimiento de la ley.
¿De dónde deriva la ley? Generalmente creemos que desde los demás (individuos pasados o presentes) hacia mí. Si hubo un contrato, otros lo decidieron. La ley es entonces sentida como algo externo, claro que el presupuesto de este sentimiento es la dualidad individuo-sociedad. Trazo mis límites en mi corporalidad y mi vida mental, fuera de ello no soy “yo”. La externalidad de la ley hace que la vivamos como imposición, obligación y sospecha. ¿Cómo no sospechar de ella cuando a través de nuestra historia las leyes han servido como armas de dominio de un grupo sobre otro? Volveremos sobre ello. Pero se requiere pensar de nuevo la fuente de la ley y aprender a discernir entre distintos tipos de leyes.
La ley puede ser interpretada de tres maneras diferentes. En primer lugar, las leyes pueden ser entendidas como expresión natural del hombre y la sociedad. Las leyes resultan siendo condiciones naturales de nuestra existencia, razón por la cual Sócrates se negó a escapar de la cárcel[1]. En segundo lugar, la ley como una condición formal, dada por hombres libres, que hace posible todo contrato social[2]. Desde este punto de vista, no podemos vivir desde los simples hechos y acciones, requerimos de leyes formales que protejan los derechos de los individuos. En tercer lugar, desde la perspectiva del individualismo moderno, la ley como algo externo, un instrumento externo de presión social y de dominio exterior para controlar nuestros instintos tanáticos. Parece que ninguna de estas formas de entender la ley funciona en nuestra mentalidad y sus formas de vida sociales, especialmente en las ciudades. Requerimos recrear el sentido de las leyes que revaloren tanto la comunidad, la libertad personal y la justicia. Es en ese encuentro que la ley puede tener un sentido renovado. Como veremos más adelante, las leyes sociales básicas contienen distinciones cualitativas morales, es decir, distinciones sobre lo que está bien o mal, si una acción es justa o no, correcta o no. Las leyes resultan de esas distinciones previas. De esa manera, el no respetar las normas de tránsito significa que no reconocemos o no queremos asumir dichas distinciones morales, es decir, que todo vale.
Cotidianamente debemos aprender a discernir entre los distintos tipos de leyes, no es lo mismo una norma de tránsito o el derecho a la libertad de reunión que una ley que autoriza explotar petróleo. Hay leyes que sustentan a las demás, que en las sociedades democráticas se encuentran plasmadas en la constitución política, cuyo sustento moral son los derechos humanos. Sin embargo, en distintos tipos de leyes, éstas expresan distinciones morales previas. El hecho que en nuestro país cada gobierno quiera reformular la constitución política ya es un indicador de nuestra inestabilidad moral y la falta de conciencia en la necesidad de establecer patrones morales claros y estables. Sin embargo, el principal problema de la “ley de leyes” ha sido que la ciudadanía no se siente identificada en esa carta magna, ella no expresa sus intereses, existiendo una brecha entre legalidad y cotidianeidad. ¿Cómo disminuir esa brecha? No hacer de la constitución un asunto de expertos, de técnicos ni de políticos, sino requiere convocar a la sociedad civil y abrir un debate sobre lo que realmente queremos los peruanos, dialogar para encontrar esos mínimos comunes en los cuales podamos reconocernos. Mientras no seamos conscientes de cuáles son nuestros bienes fundamentales, todo proyecto será una ilusión. Sin identificarnos con esos bienes fundamentales, cada uno querrá imponer sus bienes particulares a los demás. Si una comunidad política no sabe cuál es su finalidad última ni su jerarquía de bienes, entonces no tendrá identidad ni trabajará para un proyecto común.
Sin embargo, dada nuestra escasa tradición de debate moral, alguien podría preguntar: ¿podremos ponernos de acuerdo? Más aún, ¿por qué requerimos leyes? ¿Por qué necesitamos derechos? ¿No es mejor que cada uno haga lo que quiere? Un principio práctico y orientador que puede satisfacer nuestro espíritu de sospecha puede ser valorar la ley en tanto que tienda a una mejor interrelación social y cuidado personal. Por ejemplo, cruzar con el automóvil cuando está en rojo, o violar las normas de un concurso público para favorecer a allegados, o manejar en estado de ebriedad, o colocar a determinadas personas por favores personales o políticos, va en contra de ese principio. De lo contrario, la “protesta” y la “desobediencia civil” son siempre puertas abiertas ante las leyes injustas y arbitrarias, así como ante las violaciones de las leyes. Mientras haya leyes políticas que vayan en contra de las distinciones básicas previas, la desobediencia civil se convierte en un arma de la ciudadanía.
Autoridad, ni amo ni padre
La ley requiere de cierta autoridad. Así como la ley es concebida de distinta manera, también la autoridad es vista y sentida de distintas maneras. Una de las formas negativas que los peruanos vemos a la autoridad es como alguien que tiene poder al cual hay que desafiar. Una interpretación parecida es asumir la autoridad con una mentalidad paternalista. Solemos ver como los transportistas violan las reglas, no respetan las señales ni los semáforos, salvo cuando amenaza la presencia de la autoridad. Y cuando conversan con la autoridad suelen actuar de modo infantil: “jefecito, disculpe”, “mi capitán, la señora quiso bajar”, etc. Como cuando ante la presencia del padre, el niño de abstiene de hacer sus travesuras o se disculpa de ellos. La imagen represiva de la autoridad hace que descuidemos nuestra actividad y que la misma pierda su sentido orientador.
Esta visión negativa de la autoridad no permite ver que toda autoridad requiere nuestra autorización. En otras palabras, si no nos interesa la vida ni su dignidad, entonces nos importa muy poco autorizar a alguien ser vigilante de la vida social. La autoridad sin nuestra autorización (lo que le da legitimidad) carece de sentido. Por eso, aunque el policía no haya autorizado el cruce, nosotros cruzamos porque nos es indiferente la autoridad para nuestras vidas. Aunque el burócrata sabe que hay inspectores o supervisores, comete sus fechorías porque no siente a la autoridad como expresión suya ni como agente necesario para las actividades sociales, sino como enemigo al cual hay que vencerlo. Mientras el profesor sabe que no es controlado, hace lo que mejor le parece, es decir, pasar el tiempo.
Esa misma visión negativa de la autoridad es asumida por aquellos que la representan. ¿No ha visto Ud. a los patrulleros y motocicletas de la policía faltando las reglas de tránsito? ¿O policías que en plena campaña de moralización institucional siguen recibiendo coimas? Y es que la misma autoridad cree que está autorizada para faltar a la ley. La ley es para los demás, no para quien tiene algún poder. Lo mismo ocurre con funcionarios y políticos que teniendo alguna autoridad, creen que ello les permite faltar a las reglas. Más aún, utilizan su autoridad para elaborar sus propias reglas a la medida de sus propios intereses. Y es que asocian autoridad con poder y no con servicio ni con una finalidad común. Es el mismo sentimiento de poder y superioridad que sienten algunos chóferes cuando manejan, sin respetar ni normas ni peatones. Estar al volante les da poder, que les permite competir con otros, sin atención a las personas que viajan. Dicho sentimiento de poder bloquea nuestra percepción de fragilidad de la vida humana.
Máquinas versus personas
Un aspecto que suele no tenerse en cuenta es que cuando violamos la ley generalmente no pensamos que eso afecta a los demás. El sujeto que cruza la calle cuando no está autorizado, falta el respeto al conductor que tiene la autorización de pasar, pone en riesgo al otro y a sí mismo. Sin embargo, el cumplimiento de la ley no es un asunto entre mi “yo” y la “ley”, sino un asunto interpersonal.
Otra forma de tratar el mismo asunto es pensar que el cumplimiento de la ley tiene que ver con el otro y no con uno mismo. Así, la ley es para el otro ¾para el que tiene vehículo¾, no para nosotros, los transeúntes. Es el otro el que debe cumplir la ley, uno no se siente involucrado. La ley es extraña a nuestras vidas individuales, hasta llega a ser un obstáculo. No es un factor a tener en nuestros proyectos individuales, sólo cuentan los propios intereses.
Desde hace unos años se están sancionando a los conductores que no cuentan con cinturón de seguridad ni por hacer que sus copilotos también lo tenga. Pero en la práctica encontramos una burla. Buena parte de cinturones de seguridad están malogrados. ¿No hemos visto a chóferes de “custers” que sólo tienen cruzados los cinturones sin llegar a abrocharlos? El cinturón no cumple su función real sino que ahora tiene otra función: evitar las multas. Asimismo, los choferes hacen que sus copilotos sólo crucen sus cinturones. ¿Qué poco respeto existe por la vida del otro y por la propia? Importan más las apariencias que la realidad. Claro, ¿qué podemos esperar en un mundo donde la realidad se ha transformado en apariencia y ésta es creada por nuestra subjetividad?
Estar al frente conduciendo una máquina da a las personas con poca autoestima una sensación de poder. Son dueños de la máquina, del poder, por eso, lo que hagan dentro de su movilidad es expresión de su voluntad de poder: música con volumen alto, tocar el claxon a cada momento, movilidad en mal estado y hasta han cometido violaciones dentro de su “feudo”. Por eso, las relaciones que establece un conductor de tránsito son generalmente son relaciones de poder. Las peleas físicas y verbales de los conductores con los pasajeros, transeúntes y otros conductores son claros ejemplos. Estas relaciones de poder son las mismas que establecemos en nuestro mundo social, especialmente citadino. La violencia que sufren las esposas por parte de sus maridos, la indiferencia de los funcionarios frente a las necesidades ciudadanas, el cobrar coimas para agilizar un trámite, la imposición de trabajo adicional a los empleados los cuales tienen que aceptar por temor a ser despedidos, la negativa de los conductores y cobradores a dejar subir a los estudiantes de colegio, la intimidación a sus víctimas con palabras soeces por parte de los delincuentes, etc. ¿Cómo poder transformar estas relaciones de poder en relaciones humanas? Gran problema que tenemos como sociedad, especialmente porque esas relaciones también han sido agudizadas por una tradición militar en el gobierno y por la pobreza constante de grandes sectores sociales. ¿Cómo revertir esta tendencia? Gran parte es reconociendo el sentido de la acción, es decir, el para qué hacemos tal cosa. El transporte público es para dar un servicio a las personas, atender una necesidad que tienen. Pensar en eso es pensar en qué tipo de servicio damos, qué hacemos para alcanzar eso lo mejor posible. Sin embargo, cuando lo que interesa es el dinero del día, ya no importa la calidad de servicio. Ese mismo razonamiento se puede aplicar a las actividades sociales. La otra parte de ese cambio consiste en rescatar la otra historia, la historia civil de lucha moral por parte de madres, jóvenes, iglesias, comunidades campesinas, que no se rinden ante las tendencias negativas. Afirmar la otra historia para ver que es posible otras relaciones entre los seres humanos (solidarios, tolerantes, comprensivos) y poder enfrentar esas circunstancias.[3]
Rojo y ámbar, ¿por qué no?
Desde el colegio se nos enseña que el rojo en el semáforo significa detenerse, mientras que el ámbar es ir disminuyendo la velocidad, ser precavido. Pero, ¿no vemos casi todos los días que eso no se respeta? La libertad de los individuos se afirma más ante la violación de la ley. ¿Qué hace posible la libertad? Desde la perspectiva liberal, que el estado garantice el respeto de mínimos legales sobre los cuales puede extenderse la libertad del individuo. Desde la perspectiva comunitarista, la libertad individual es posible porque la comunidad y sus horizontes de sentido son previos al individuo, condición de toda individualidad y libertad. En ambos casos, la libertad individual requiere de condiciones no individuales para su realización.
¿Existe otra posibilidad de fundamentar la libertad del individuo? Ha habido quienes han pensado que la condición no viene de fuera, sino de las posibilidades infinitas de cada individuo, tanto a nivel de su razón como de su deseo e imaginación. Por eso, el científico, el hedonista y el artista no admiten ser apresados en normas morales o políticas. En cualquier caso, se trata de la afirmación moderna de la voluntad infinita del hombre. Esta postura tiene presupuestos que contradicen su misma postura: para que el individuo exprese su voluntad infinita requiere del reconocimiento social de dicha libertad, porque de lo contrario el mismo individuo se convertiría en instrumento de otros individuos, lo cual anularía su libertad. Aunque teóricamente insostenible, esta postura está presente en las formas de vida moderna.
Esa libertad misma puede expresarse en el nihilismo. Quizá estamos aburridos de nuestra existencia individual, por eso sentir que estamos vivos, sentir esa sensación de ser ganadores en un mundo de tanta competencia, sentir que el otro no nos puede ganar, etc., todo eso experimentando el peligro. Sin embargo, los factores subjetivos pueden ser tan variados.
Experimentamos de forma degradada la libertad, porque la afirmamos pero no queremos asumir las consecuencias de nuestras acciones. Sentimos que libertad y responsabilidad son categorías irreconciliables. ¿Cuántas veces no hemos visto que luego de los accidentes de tránsito los conductores suelen darse a la fuga si tienen la primera oportunidad? Ni siquiera las policías femeninas de tránsito se han escapado a estas personas irresponsables. Ser detenido por una infracción y darse a la fuga atropellando a la policía es cometer una triple falta, y con ellas se mezclan tanto las sanciones legales como morales. Más aún, atropellar a una persona y darse a la fuga es una fuerte experiencia de inhumanidad: escasa o nula conciencia del daño y de culpa, además de una falta de compasión. Las mismas características se presentan en las acciones de los delincuentes, tanto de los asesinos de taxistas como de los ladrones de los recursos públicos.
¿Dónde está el paradero?
¿Se ha puesto a pensar dónde está el paradero realmente? Pues lamentablemente donde queremos, es decir, en cualquier parte: en medio de la cuadra, en la siguiente esquina, en medio de la pista, encima de la acera, etc. Los verdaderos paraderos son fierros oxidados que estorban en la calle o sólo son espacios de publicidad. Otra vez hemos cambiado la función de las cosas.
Que el paradero esté en cualquier lugar puede servirnos para hablar de los valores. Nuestra tradición contiene valores, pero ellos son adornos o cosas pasadas de moda que casi nadie hace caso. Cada uno vive con sus propios valores sin importar los valores compartidos. No queremos asumir un marco común de referencia para poder orientar nuestras acciones. Cada uno dice dónde bajar y subir sin importar el orden social o cósmico. Y es que pensamos que creer en un orden es poner en riesgo nuestra libertad y creatividad. Así, creemos que el conductor debe parar donde nosotros queremos que pare y no donde debe parar.
Los paraderos oxidados se parecen a nuestros valores oxidados, pero no están gastados por el uso sino justamente por la falta de uso. Que nuestras tradiciones tienen valores fundantes es indudable, el problema es que ni siquiera logramos tomar conciencia de ellos y vivir de acuerdo a ellos. ¿Qué nos impide seguir nuestros valores más fundamentales? ¿Qué le impide a los conductores y ciudadanos parar y bajar donde están los paraderos? ¿Será la misma existencia desarticulada de tradiciones culturales con valores diferentes? Si es eso, requerimos espacios civilizados de encuentros, para resolver nuestros posibles conflictos o para encontrar nuestros mínimos comunes que permitan una convivencia pacífica y la realización de proyectos personales y/o comunitarios.
Al olvidar la necesidad de valores comunes, optamos por los valores personales, los intereses individuales que desarticulan la vida moral, pero no por ser individuales sino por no reconocer ni al otro ni los valores comunes con el otro. En nuestro país no funciona la creencia moderna de que el desarrollo de la libertad individual produzca beneficios para todos. No sé si es porque hemos degradado las formas modernas como la libertad individual (que nunca fue pensada para agredir al otro) o se debe a la viveza criolla que siempre gozó de la libertad de aprovecharse si se le presenta la menor oportunidad. Quizá sea ambas cosas: la viveza criolla encontró justificación en la libertad liberal.
Baches, huecos, desmontes...
Buena parte de las pistas de nuestra Lima están en pésimo estado. Encontramos huecos, baches y hasta desmontes. Todos los transportes se sirven de ellas pero pocos quieren asumir su cuidado. “Es asunto de la autoridad”, pensamos. Hasta no han faltado personas que han encontrado un modo de ganar dinero en el parchado de pistas.
Nuestras fibras morales a veces se parecen a estas pistas limeñas. No hay ni hábitos que permitan continuidad de nuestras cualidades morales ni asumimos responsabilidades colectivas para construir esas estructuras morales. Sólo encontramos personas “bien intencionadas” que lo único que pueden hacer es “parchar” nuestra condición moral. De estos baches morales somos responsables todos, padres de familia, maestros, medios de comunicación, Estado, clases sociales, empresarios, etc. Hemos creído que podíamos vivir y lograr lo que deseamos sin tener en cuenta nuestras “pistas morales”, lo tomamos sólo como un medio que simplemente está ahí y que si hay “baches morales” es culpa de los otros. Ahora debemos percatarnos y ser más conscientes de que parte del sistema del tránsito son las pistas, es decir, que no podemos vivir humanamente sin tener en cuenta nuestra estructura moral social.
¿Ha transitado por la avenida Nicolás Ayllón? Parece una tierra de nadie, olvidada tanto por pobladores como por autoridades. Los comerciantes hacen sus negocios y al final de la jornada dejan todo sucio, esperando que otros limpien. ¿Por qué no mantienen limpios sus espacios de manera organizada? Hasta la suciedad del pasado ahora es parte de la pista. Lo mismo se repite en otras calles limeñas. La forma como mantenemos nuestro espacio es un buen indicador (aunque no el único) de nuestras fibras morales.
Asientos reservados
Casi todos los transportes públicos tienen asientos reservados para mujeres gestantes, madres con bebés, minusválidos y ancianos. Sea con letras o mediante dibujos los asientos están señalados. Sin embargo, pocas veces he visto ceder estos asientos, salvo si el mismo cobrador los pide. No se trata de una simple norma de cortesía, sino de normas dirigidas a ciudadanos que requieren actos de solidaridad para seguir con sus modos de vida. Es decir, son normas que señalan mínimas condiciones humanas de convivencia.
Normas claras y acciones contrarias a ellas son parte de nuestra hipocresía moral. Esta hipocresía toma muchas formas: saber lo que está bien y hacer lo contrario, reconocer las leyes como justas y obrar olvidándolas, discursos floridos y acciones ocultas, hasta la separación entre el poder político (como toda una red de leyes, relaciones y negocios) y la sociedad es una expresión de la hipocresía nacional[4]. ¿Cuántas veces no hemos escuchado a los políticos decir que están para servir al pueblo? Sin embargo, es un secreto a voces que los intereses de los partidos, los negociados, las presiones de los grupos de poder, las ganas de llenarse los bolsillos, entre otras cosas, pasan a ser las prácticas habituales. “Por Dios y por la plata” refleja muy bien esa oculta aspiración de algunos políticos. Dios para que limpie sus malas conciencias después de aprovecharse de los recursos del Estado.
Las formas de vida
Socialmente también estamos condicionados a no respetar la ley. No creo que sólo se trate de que los peruanos seamos desorganizados e irresponsables. Existe un factor más fuerte. La experiencia republicana ha dejado su huella en la mente colectiva del pueblo peruano: la ley es para los que tienen poder económico o político. ¿Por qué hemos de respetar la ley cuando al final los poderosos son los que salen ganando? En esas condiciones, en un país de mayoría pobre, ¿por qué respetar la ley cuando no se ha vuelto parte del imaginario colectivo? Las acciones de las generaciones pasadas se han vuelto formas de vida presentes.
Tenemos una mezcla chicha de distintos órdenes. El orden premoderno, tanto andino como colonial, se ha mezclado con el orden moderno, pero el resultado no es una “creación heroica” sino un “caos chicha”. Los conductores manejan como les viene en gana sin respetar señales, los transeúntes orinan donde les viene la necesidad, inescrupulosos sujetos botan basura y desmonte en plena vía publica ocasionando un caos vehicular, los vendedores no cuidan el espacio público en el que están trabajando, etc. Las acciones, la ley y las instituciones se dan en esta mezcla de órdenes culturales.
Todo esto hace imposible la formación de una democracia real, es decir, con justicia social. Requerimos actos de verdadera justicia, donde la ley se muestre imparcial, de lo contrario seguiremos combinando democracia con autoritarismo. Ilusamente creeremos ¾tanto los gobernantes como los ciudadanos¾ que la ley debe imponerse y de ese modo crear orden y tranquilidad.
Gobernantes y sociedad civil tienen gran responsabilidad. Si bien es cierto que, aunque no se quiera reconocer, los gobernantes se convierten en modelos que dejan una impronta que se manifiesta en la vida social, la sociedad civil debe constituirse en mayor protagonista. Los políticos en el poder no sólo son responsables de la correcta administración del Estado, sino de la salud moral de la población. Pero frente a un estado injusto, los ciudadanos tenemos que organizar nuestras propias seguridades, bienestar material y resistencias contra la injusticia del poder político. Si hay barrios de delincuentes donde ellos se apoyan y resisten a la autoridad, ¿por qué los ciudadanos no podemos tomar más iniciativas para tener espacios públicos, formas de vida más seguras y decentes? Ello requiere recuperar nuestro sentido de pertenencia a los espacios en los que vivimos, espacios familiares, barriales, sociales, laborales y políticos. Porque sin sentirnos ligados vitalmente a estos espacios no sentiremos la necesidad de vivir solidariamente.
Nuestro país está politizado, en el siguiente sentido. Con político quiero decir toda actividad que parte de los partidos políticos en torno al poder estatal. Todo gira alrededor de las actividades de los políticos: los medios tienen como tema central a la política (actividades, problemas, escándalos, etc., de los funcionarios públicos, la política como espectáculo), todo problema social encuentra solución en la política, los partidos políticos ocupan las organizaciones sociales, etc. De ese modo, la sociedad civil se ve subordinada al poder político. Sólo los delincuentes escapan a dicho poder (hasta cuando necesite de sus servicios). Requerimos expandir, crear, fortalecer y enriquecer los espacios públicos de la sociedad civil, donde el mismo poder político sienta que su poder realmente depende de la voluntad general. Sin duda, esto pasa por superar muchos de nuestros problemas morales.
Logos que funda el ethos
La recuperación de estos lazos vitales pasa por comprender que el marco moral requiere palabra y encuentro con el otro. En uno de los párrafos más valiosos de la filosofía práctica que se haya escrito, Aristóteles nos dice lo siguiente: “...el hombre es entre lo animales el único que tiene palabra (logos)...Pero la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto, y lo propio del hombre con respecto a los demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y de las otras cualidades semejantes, y la participación común en estas percepciones es lo que constituye la familia y la ciudad.”[5]
Dejando de lado su comparación con los animales, porque sería meternos en problemas etológicos, quisiera resaltar lo siguiente:
a) El hombre es un animal con logos, término griego que significa tanto palabra como razón. Es con la palabra que nos hacemos racionales, pero una palabra que se comparte, que se dirige a otro que nos escucha. Por ello mismo, la palabra griega legein (hablar) derivaba de logos.
b) Hablar para aprender a pensar racionalmente, pero no primariamente sobre cuestiones abstractas y formales, sino palabra racional que nos permite distinguir y ponernos de acuerdo sobre lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo inconveniente y sobre todas las demás cualidades morales. Esto se hace imprescindible en una sociedad multicultural como la nuestra, es decir, dialogando, comunicando nuestras creencias, necesidades e intereses es que podemos entendernos y encontrar dichas cualidades comunes, que no anulen nuestras diferencias sino posibiliten su convivencia.
c) El conjunto de estos significados morales es lo que nos hace encontrarnos y conformar una familia, una comunidad política, una humanidad. Es decir, sin acuerdos morales sustantivos como sobre lo bueno y lo justo no puede haber comunidad humana alguna. En otras palabras, las normas de una ciudad presuponen dichas distinciones cualitativas, las cuales heredamos pero que requieren ser revitalizadas (encontrarles renovadas fundamentaciones o cambiarlas) por las nuevas generaciones.
Palabra racional-ethos-comunidad se encuentran enlazados en el tejido de nuestras vidas sociales, tanto en sus instituciones como en sus prácticas. Lo cual supone que en las situaciones de inmoralidad social, estos factores se encuentran desarticulados. Los simples llamados a la moralización, que no toman en cuenta estos tres factores, tienen poca importancia.
Un ejemplo de esa desarticulación. Un viernes a la diez de la mañana fui testigo de la siguiente situación. Una señora quería bajar de la custer cruzando la avenida, es decir, en un lugar donde no hay paradero. El conductor cruzó y no paró, siguió hasta la esquina. La señora protestó: “¡He avisado con tiempo. No me pueden dejar donde ustedes quieran!”. Mientras el conductor replicó: “Señora, ahí no hay paradero”. Así que ella bajó en la esquina protestando. Y en la siguiente esquina un señor dijo: “Bajan en la esquina”, es decir, en un lugar donde hay paradero. Y el conductor no paró y lo hizo cruzando la pista, donde no hay paradero. El sujeto bajó sin protestar. Esta historia es interesante por varias razones: i) muestra la incoherencia de nuestras prácticas, decimos una cosa y hacemos otra, en situaciones normales; ii) la palabra se vuelve irracional cuando no respeta mínimas reglas ni tiene en cuenta finalidad alguna; iii) las relaciones basadas en el poder tienden a corromper las relaciones. El conductor tiene el poder y cree que puede hacer lo que quiera.
La sociedad civil tiene que poner en debate sus presupuestos morales. ¿Cuáles son nuestras finalidades? ¿Qué finalidades son dignas para que sirvan de orientación de nuestras vidas sociales? ¿Qué queremos realmente como comunidad civil? ¿Qué estilos de vida son coherentes con las finalidades? ¿Qué virtudes personales y públicas debemos cultivar para ser consecuentes con esos valores? ¿Qué impiden revisar nuestros presupuestos morales? ¿Qué impiden realizar nuestras creencias morales? El primer gran obstáculo es la indiferencia y ello quizá pueda vencerse con una mirada que vaya más allá de nuestras cuatro paredes físicas o mentales.
Estado moralizador y moralización del estado
Cada cierto tiempo escuchamos a los políticos decir: “tenemos que moralizar el país”, parece similar a los empresarios del transporte público cuando en sus paros dicen: “queremos mejorar el trasporte de la ciudad”. Parece ser una declaración bien intencionada. Sin embargo, ¿quién moraliza a los demás?, ¿quién moraliza a los moralizadores?, ¿quién tiene "autoridad moral" para moralizar?, ¿se quiere cambiar la estructura social inmoral o a los inmorales?
Cuando la inmoralidad forma parte de las "sociedades civilizadas", del "orden vigente", se retroalimenta y reproduce. Cuando la inmoralidad escapa al control de las autoridades y atenta contra lo establecido, entonces viene la intención de moralizar. Si es por eso que se busca moralizar, entonces seguimos dentro del juego de la hipocresía. ¿Qué se quiere decir con “moralizar”? ¿Se trata sólo para actividades públicas o políticas?, ¿puede el Estado intervenir en la moralización de los ciudadanos, especialmente cuando se cree que la moral es asunto privado?, ¿tendremos que vivir en esa inevitable dualidad?
Desde los presupuestos aristotélicos, la moralización requiere revisar nuestras configuraciones morales, por lo tanto hablar sobre nuestras percepciones morales, poner en evidencia nuestras “ontologías morales” que no nos permiten convivir sensatamente. Nuestro caos moral (en el sentido de que no tenemos ni siquiera verdaderos acuerdos morales mínimos. Y cuando los hay, como en el Acuerdo Nacional, el gobierno los ignora) está presente en la forma como hemos organizado nuestra sociedad, con instituciones parasitarias que sostienen prácticas inmorales. No tengo duda que esto es uno de los factores de nuestras limitaciones del bienestar material, es decir, que el producto son las desigualdades económicas y las injusticias. Las instituciones sociales y políticas juegan un rol importante en el mantenimiento, realización o corrupción de la moral social.
La experiencia nacional ha mostrado el poder corruptor del Estado, ¿cómo este Estado puede dejar de serlo? Las propuestas sólo han mirado a la reducción del mismo, lo cual tiene ventajas organizativas y económicas, pero no necesariamente moral. El Estado tiene que asumir la tarea no sólo de colaborar con la moralización de la sociedad sino de sus propias instituciones. Pero como el Estado es de una sociedad, ésta debe tener un rol protagónico. La sociedad civil también tiene la tarea de moralizar el Estado, mediante formas como la vigilancia de las acciones estatales en diferentes rubros. El poder corruptor del Estado puede disminuirse con la acción de la sociedad civil. Así, frente a campañas estatales por el deber ciudadano, deberían promoverse desde la sociedad civil campañas por el deber político. Y no se rata de vigilarse mutuamente por sospecha, sino porque el asunto político es un asunto público, donde está en juego hasta la vida y la dignidad de los ciudadanos.
Estructuras y relaciones sociales
En la vida social hay un cruce e interacción de estructuras sociales y vida personal. La estructura social son las diferentes formas en que se ha organizado la sociedad, en nuestra experiencia nacional marcada por lo estatal. Lo interesante es que nuestras estructuras sociales y políticas continúan formas premodernas y modernas de organización marcadas por una falta de perspectiva u horizonte común. La idea de bien común no forma parte de la vida de nuestras instituciones públicas. Claro ejemplo son la desarticulación académica entre las universidades entre sí, cada uno defendiendo su feudo y sin interesarse por las necesidades reales del país. Todo es dejado a la oferta y a la demanda en el mercado de la educación superior. Y habiendo un proyecto o varios de una nueva ley universitaria, ¿por qué no se inicia el debate con los sectores implicados? ¿Intereses? Vaya usted a saber quienes impiden eso. Lo cierto es que no se actúa teniendo en cuenta el bienestar de la colectividad, las necesidades nacionales. Otra vez se defienden sólo los feudos.
Con instituciones así, las prácticas que contienen dichas instituciones terminan siendo corrompidas, como la coima al policía de tránsito, los pagos indebidos de empresas ganadoras de licitaciones a las autoridades respectivas, la lucha de grupos de poder de tantas instituciones para mantener sus privilegios, etc. Pierden el sentido de la actividad, la realización del bien interno de la práctica, convirtiéndola en un espacio de logros personales (estatus social, fama, prestigio, dinero) y de privilegio de grupos (¿dónde quedó la idea moderna de igualdad de oportunidades si los cargos son ocupados por allegados de autoridades o para mantener el poder de los grupos políticos?). Así la palabra se corrompe, los discursos morales sirven para encubrir nuestros intereses personales o grupales, con ello la moral de la hipocresía se hace costumbre.
Las prácticas se corrompen, se vuelven habituales y no son cuestionadas. Por eso es razonable pensar que Fujimori, Montesinos y compañía no corrompieron a la sociedad y al Estado peruano, ellos ya estaban corrompidos. Lo que sí han hecho es extender y profundizar la corrupción. Eso debe llevarnos a repensar sobre el sentido de nuestras instituciones sociales y las prácticas contenidas en ellas. Se habla demasiado de la reforma del estado y nunca se ve su inicio.
Pero el poder de una estructura social sólo funciona si la cultura que la mantiene se ha interiorizado en las personas que participan en ella. Este es el otro lado que no debe olvidarse: el ethos personal, la forma de ser y actuar, es decir, de vivir. Este ethos requiere formación, educación, pero ha sido de poca preocupación de las familias, los medios de comunicación y de las instituciones educativas. Podemos ser excelentes profesionales y técnicos, pero tener un ethos muy pobre. Algunos creen que con poca intervención exterior, el sujeto gana mayor libertad, pero, ¿existe tal abismo entre la sociedad y el individuo? No lo creemos. Aristóteles, basado en la lógica del todo y la parte, sostenía que lo más importante es el todo, y que la parte es tal de un todo. Ponía el ejemplo del cuerpo y la mano, ésta última sólo tiene sentido en el cuerpo. Mientras que la modernidad sobrevalorizó las partes, los individuos, ya que de su suma hay una totalidad. La totalidad se subordina a las partes. En el siglo XX, la física cuántica ha enseñando que en cada parte está el todo. Por lo que sostenemos que la vida personal no es individual ni debe estar subordinada a la totalidad, sino unitotal, centro particular de encuentro de infinitas interacciones. Quiere decir que si tenemos una lectura individualista de nuestras acciones, ellas estarán sometidas a cálculos individuales o quizá grupales, pero siempre perdiendo el horizonte el bien común.
Por ejemplo, una persona puede ser respetada y culta, intachable, un buen padre de familia, pero ha aceptado la división entre los diversos seres humanos como los nacionalismos, las ideologías separatistas, las creencias racistas, intereses económicos o políticos egoístas, todo lo cual le permite mantener las causas de la inmoralidad social. ¿Dónde están los límites ontológicos entre su individualidad y la sociedad? No se trata de anular la vida personal por la invasión de los intereses sociales, ni desconocer la dimensión social para una libertad sin límites. Reconocer y respetar esas dimensiones humanas es tan indispensable para una vivencia armónica. Sin embargo, lo que he querido subrayar en este artículo es la necesidad de promover la participación ciudadana en los asuntos que les interesa y desde ese encuentro con múltiples intereses y creencias ir creando nuevas relaciones interpersonales, nuevos lazos sociales y políticos, es decir, una ética cívica.
* Este artículo comenzó a escribirse en el 2005.
“El hombre sin ley ni justicia es el peor de los animales.”
Aristóteles
Introducción
Luego de la década autoritaria y violenta de los 90, el resultado pretende ser el olvido y la continuidad. Aunque hay quienes quieren moralizar el país, este mensaje en valores no encuentra acogida debido a que no toca la fibra de nuestras instituciones sociales ni de sus prácticas. En lugar de promover el debate sobre cuestiones morales fundamentales, se prefiere seguir en las prácticas que nos llevaron a la misma inmoralidad de los 90. Tenemos que debatir las mismas bases de nuestra moral social que no nos permiten avanzar hacia una ética cívica. No es tanto el relativismo moral como las costumbres que conforman formas de vida, que en lugar de promover el desarrollo intelectual y moral, producen egoísmos y desencuentros que desarticulan la sociedad.
En este artículo pretendo reflexionar sobre nuestra moral social, sirviéndome del transporte como metáfora. El transporte público es tanto un problema social como una buena metáfora para hablar de la condición moral de nuestra sociedad; con este término incluiremos también el comportamiento de los peatones. El transporte en nuestra capital se ha vuelto un gran problema social, pero que no solamente hace referencia a la falta de planificación técnica ni decisión política. Con el problema del transporte también podemos leer nuestra cultura y nuestra moral, por lo tanto, nuestros problemas morales. Esta reflexión se mueve tanto en el plano político, social como personal, factores que podemos distinguir pero interrelacionados, presentes todos ellos en el trasfondo moral. Con ello, la intención final es revisar y replantear nuestras erradas concepciones morales, uno de los graves obstáculos de nuestro estancamiento social. Pero como nuestra condición social es tan compleja, no pretendemos haber tocado todos los factores relevantes de nuestra moral. Quedará suficiente espacio para seguir pensado este fenómeno complejo.
El toreo peatonal de la ley
Comencemos con una experiencia cotidiana: Mediodía. La policía de tránsito permite el pase del transporte por la carretera central. Los peatones tienen que esperar (o deberían) que la policía autorice el cruce de los peatones, pero impulsados no sé por qué instinto, comienzan a cruzar. Tienen que hacer a veces como cuatro paradas antes de cruzar definitivamente, mejor dicho, lo que hacen es “torear” los vehículos que vienen. De veinticinco personas que querían pasar, se han arriesgado quince. Y sin exagerar, hombres de diferentes condiciones y características: jóvenes, adultos, señoras con sus hijos menores, etc. Los observo y me pregunto ¿qué los lleva a moverse casi al unísono? ¿Impaciencia? ¿Ganar al tiempo? ¿Asuntos importantes? ¿Alguna urgencia? ¿Simplemente desafiar el peligro? ¿Instinto tanático? Cualquiera sea la respuesta, también manifiesta una tensión entre vida personal y autoridad pública. Por eso, también tiene que ver con la forma como entendemos las normas y la autoridad, es un asunto de violación de la ley, en este caso encarnada por la autoridad del policía. A partir de ahí quiero reflexionar sobre nuestro incumplimiento de la ley.
¿De dónde deriva la ley? Generalmente creemos que desde los demás (individuos pasados o presentes) hacia mí. Si hubo un contrato, otros lo decidieron. La ley es entonces sentida como algo externo, claro que el presupuesto de este sentimiento es la dualidad individuo-sociedad. Trazo mis límites en mi corporalidad y mi vida mental, fuera de ello no soy “yo”. La externalidad de la ley hace que la vivamos como imposición, obligación y sospecha. ¿Cómo no sospechar de ella cuando a través de nuestra historia las leyes han servido como armas de dominio de un grupo sobre otro? Volveremos sobre ello. Pero se requiere pensar de nuevo la fuente de la ley y aprender a discernir entre distintos tipos de leyes.
La ley puede ser interpretada de tres maneras diferentes. En primer lugar, las leyes pueden ser entendidas como expresión natural del hombre y la sociedad. Las leyes resultan siendo condiciones naturales de nuestra existencia, razón por la cual Sócrates se negó a escapar de la cárcel[1]. En segundo lugar, la ley como una condición formal, dada por hombres libres, que hace posible todo contrato social[2]. Desde este punto de vista, no podemos vivir desde los simples hechos y acciones, requerimos de leyes formales que protejan los derechos de los individuos. En tercer lugar, desde la perspectiva del individualismo moderno, la ley como algo externo, un instrumento externo de presión social y de dominio exterior para controlar nuestros instintos tanáticos. Parece que ninguna de estas formas de entender la ley funciona en nuestra mentalidad y sus formas de vida sociales, especialmente en las ciudades. Requerimos recrear el sentido de las leyes que revaloren tanto la comunidad, la libertad personal y la justicia. Es en ese encuentro que la ley puede tener un sentido renovado. Como veremos más adelante, las leyes sociales básicas contienen distinciones cualitativas morales, es decir, distinciones sobre lo que está bien o mal, si una acción es justa o no, correcta o no. Las leyes resultan de esas distinciones previas. De esa manera, el no respetar las normas de tránsito significa que no reconocemos o no queremos asumir dichas distinciones morales, es decir, que todo vale.
Cotidianamente debemos aprender a discernir entre los distintos tipos de leyes, no es lo mismo una norma de tránsito o el derecho a la libertad de reunión que una ley que autoriza explotar petróleo. Hay leyes que sustentan a las demás, que en las sociedades democráticas se encuentran plasmadas en la constitución política, cuyo sustento moral son los derechos humanos. Sin embargo, en distintos tipos de leyes, éstas expresan distinciones morales previas. El hecho que en nuestro país cada gobierno quiera reformular la constitución política ya es un indicador de nuestra inestabilidad moral y la falta de conciencia en la necesidad de establecer patrones morales claros y estables. Sin embargo, el principal problema de la “ley de leyes” ha sido que la ciudadanía no se siente identificada en esa carta magna, ella no expresa sus intereses, existiendo una brecha entre legalidad y cotidianeidad. ¿Cómo disminuir esa brecha? No hacer de la constitución un asunto de expertos, de técnicos ni de políticos, sino requiere convocar a la sociedad civil y abrir un debate sobre lo que realmente queremos los peruanos, dialogar para encontrar esos mínimos comunes en los cuales podamos reconocernos. Mientras no seamos conscientes de cuáles son nuestros bienes fundamentales, todo proyecto será una ilusión. Sin identificarnos con esos bienes fundamentales, cada uno querrá imponer sus bienes particulares a los demás. Si una comunidad política no sabe cuál es su finalidad última ni su jerarquía de bienes, entonces no tendrá identidad ni trabajará para un proyecto común.
Sin embargo, dada nuestra escasa tradición de debate moral, alguien podría preguntar: ¿podremos ponernos de acuerdo? Más aún, ¿por qué requerimos leyes? ¿Por qué necesitamos derechos? ¿No es mejor que cada uno haga lo que quiere? Un principio práctico y orientador que puede satisfacer nuestro espíritu de sospecha puede ser valorar la ley en tanto que tienda a una mejor interrelación social y cuidado personal. Por ejemplo, cruzar con el automóvil cuando está en rojo, o violar las normas de un concurso público para favorecer a allegados, o manejar en estado de ebriedad, o colocar a determinadas personas por favores personales o políticos, va en contra de ese principio. De lo contrario, la “protesta” y la “desobediencia civil” son siempre puertas abiertas ante las leyes injustas y arbitrarias, así como ante las violaciones de las leyes. Mientras haya leyes políticas que vayan en contra de las distinciones básicas previas, la desobediencia civil se convierte en un arma de la ciudadanía.
Autoridad, ni amo ni padre
La ley requiere de cierta autoridad. Así como la ley es concebida de distinta manera, también la autoridad es vista y sentida de distintas maneras. Una de las formas negativas que los peruanos vemos a la autoridad es como alguien que tiene poder al cual hay que desafiar. Una interpretación parecida es asumir la autoridad con una mentalidad paternalista. Solemos ver como los transportistas violan las reglas, no respetan las señales ni los semáforos, salvo cuando amenaza la presencia de la autoridad. Y cuando conversan con la autoridad suelen actuar de modo infantil: “jefecito, disculpe”, “mi capitán, la señora quiso bajar”, etc. Como cuando ante la presencia del padre, el niño de abstiene de hacer sus travesuras o se disculpa de ellos. La imagen represiva de la autoridad hace que descuidemos nuestra actividad y que la misma pierda su sentido orientador.
Esta visión negativa de la autoridad no permite ver que toda autoridad requiere nuestra autorización. En otras palabras, si no nos interesa la vida ni su dignidad, entonces nos importa muy poco autorizar a alguien ser vigilante de la vida social. La autoridad sin nuestra autorización (lo que le da legitimidad) carece de sentido. Por eso, aunque el policía no haya autorizado el cruce, nosotros cruzamos porque nos es indiferente la autoridad para nuestras vidas. Aunque el burócrata sabe que hay inspectores o supervisores, comete sus fechorías porque no siente a la autoridad como expresión suya ni como agente necesario para las actividades sociales, sino como enemigo al cual hay que vencerlo. Mientras el profesor sabe que no es controlado, hace lo que mejor le parece, es decir, pasar el tiempo.
Esa misma visión negativa de la autoridad es asumida por aquellos que la representan. ¿No ha visto Ud. a los patrulleros y motocicletas de la policía faltando las reglas de tránsito? ¿O policías que en plena campaña de moralización institucional siguen recibiendo coimas? Y es que la misma autoridad cree que está autorizada para faltar a la ley. La ley es para los demás, no para quien tiene algún poder. Lo mismo ocurre con funcionarios y políticos que teniendo alguna autoridad, creen que ello les permite faltar a las reglas. Más aún, utilizan su autoridad para elaborar sus propias reglas a la medida de sus propios intereses. Y es que asocian autoridad con poder y no con servicio ni con una finalidad común. Es el mismo sentimiento de poder y superioridad que sienten algunos chóferes cuando manejan, sin respetar ni normas ni peatones. Estar al volante les da poder, que les permite competir con otros, sin atención a las personas que viajan. Dicho sentimiento de poder bloquea nuestra percepción de fragilidad de la vida humana.
Máquinas versus personas
Un aspecto que suele no tenerse en cuenta es que cuando violamos la ley generalmente no pensamos que eso afecta a los demás. El sujeto que cruza la calle cuando no está autorizado, falta el respeto al conductor que tiene la autorización de pasar, pone en riesgo al otro y a sí mismo. Sin embargo, el cumplimiento de la ley no es un asunto entre mi “yo” y la “ley”, sino un asunto interpersonal.
Otra forma de tratar el mismo asunto es pensar que el cumplimiento de la ley tiene que ver con el otro y no con uno mismo. Así, la ley es para el otro ¾para el que tiene vehículo¾, no para nosotros, los transeúntes. Es el otro el que debe cumplir la ley, uno no se siente involucrado. La ley es extraña a nuestras vidas individuales, hasta llega a ser un obstáculo. No es un factor a tener en nuestros proyectos individuales, sólo cuentan los propios intereses.
Desde hace unos años se están sancionando a los conductores que no cuentan con cinturón de seguridad ni por hacer que sus copilotos también lo tenga. Pero en la práctica encontramos una burla. Buena parte de cinturones de seguridad están malogrados. ¿No hemos visto a chóferes de “custers” que sólo tienen cruzados los cinturones sin llegar a abrocharlos? El cinturón no cumple su función real sino que ahora tiene otra función: evitar las multas. Asimismo, los choferes hacen que sus copilotos sólo crucen sus cinturones. ¿Qué poco respeto existe por la vida del otro y por la propia? Importan más las apariencias que la realidad. Claro, ¿qué podemos esperar en un mundo donde la realidad se ha transformado en apariencia y ésta es creada por nuestra subjetividad?
Estar al frente conduciendo una máquina da a las personas con poca autoestima una sensación de poder. Son dueños de la máquina, del poder, por eso, lo que hagan dentro de su movilidad es expresión de su voluntad de poder: música con volumen alto, tocar el claxon a cada momento, movilidad en mal estado y hasta han cometido violaciones dentro de su “feudo”. Por eso, las relaciones que establece un conductor de tránsito son generalmente son relaciones de poder. Las peleas físicas y verbales de los conductores con los pasajeros, transeúntes y otros conductores son claros ejemplos. Estas relaciones de poder son las mismas que establecemos en nuestro mundo social, especialmente citadino. La violencia que sufren las esposas por parte de sus maridos, la indiferencia de los funcionarios frente a las necesidades ciudadanas, el cobrar coimas para agilizar un trámite, la imposición de trabajo adicional a los empleados los cuales tienen que aceptar por temor a ser despedidos, la negativa de los conductores y cobradores a dejar subir a los estudiantes de colegio, la intimidación a sus víctimas con palabras soeces por parte de los delincuentes, etc. ¿Cómo poder transformar estas relaciones de poder en relaciones humanas? Gran problema que tenemos como sociedad, especialmente porque esas relaciones también han sido agudizadas por una tradición militar en el gobierno y por la pobreza constante de grandes sectores sociales. ¿Cómo revertir esta tendencia? Gran parte es reconociendo el sentido de la acción, es decir, el para qué hacemos tal cosa. El transporte público es para dar un servicio a las personas, atender una necesidad que tienen. Pensar en eso es pensar en qué tipo de servicio damos, qué hacemos para alcanzar eso lo mejor posible. Sin embargo, cuando lo que interesa es el dinero del día, ya no importa la calidad de servicio. Ese mismo razonamiento se puede aplicar a las actividades sociales. La otra parte de ese cambio consiste en rescatar la otra historia, la historia civil de lucha moral por parte de madres, jóvenes, iglesias, comunidades campesinas, que no se rinden ante las tendencias negativas. Afirmar la otra historia para ver que es posible otras relaciones entre los seres humanos (solidarios, tolerantes, comprensivos) y poder enfrentar esas circunstancias.[3]
Rojo y ámbar, ¿por qué no?
Desde el colegio se nos enseña que el rojo en el semáforo significa detenerse, mientras que el ámbar es ir disminuyendo la velocidad, ser precavido. Pero, ¿no vemos casi todos los días que eso no se respeta? La libertad de los individuos se afirma más ante la violación de la ley. ¿Qué hace posible la libertad? Desde la perspectiva liberal, que el estado garantice el respeto de mínimos legales sobre los cuales puede extenderse la libertad del individuo. Desde la perspectiva comunitarista, la libertad individual es posible porque la comunidad y sus horizontes de sentido son previos al individuo, condición de toda individualidad y libertad. En ambos casos, la libertad individual requiere de condiciones no individuales para su realización.
¿Existe otra posibilidad de fundamentar la libertad del individuo? Ha habido quienes han pensado que la condición no viene de fuera, sino de las posibilidades infinitas de cada individuo, tanto a nivel de su razón como de su deseo e imaginación. Por eso, el científico, el hedonista y el artista no admiten ser apresados en normas morales o políticas. En cualquier caso, se trata de la afirmación moderna de la voluntad infinita del hombre. Esta postura tiene presupuestos que contradicen su misma postura: para que el individuo exprese su voluntad infinita requiere del reconocimiento social de dicha libertad, porque de lo contrario el mismo individuo se convertiría en instrumento de otros individuos, lo cual anularía su libertad. Aunque teóricamente insostenible, esta postura está presente en las formas de vida moderna.
Esa libertad misma puede expresarse en el nihilismo. Quizá estamos aburridos de nuestra existencia individual, por eso sentir que estamos vivos, sentir esa sensación de ser ganadores en un mundo de tanta competencia, sentir que el otro no nos puede ganar, etc., todo eso experimentando el peligro. Sin embargo, los factores subjetivos pueden ser tan variados.
Experimentamos de forma degradada la libertad, porque la afirmamos pero no queremos asumir las consecuencias de nuestras acciones. Sentimos que libertad y responsabilidad son categorías irreconciliables. ¿Cuántas veces no hemos visto que luego de los accidentes de tránsito los conductores suelen darse a la fuga si tienen la primera oportunidad? Ni siquiera las policías femeninas de tránsito se han escapado a estas personas irresponsables. Ser detenido por una infracción y darse a la fuga atropellando a la policía es cometer una triple falta, y con ellas se mezclan tanto las sanciones legales como morales. Más aún, atropellar a una persona y darse a la fuga es una fuerte experiencia de inhumanidad: escasa o nula conciencia del daño y de culpa, además de una falta de compasión. Las mismas características se presentan en las acciones de los delincuentes, tanto de los asesinos de taxistas como de los ladrones de los recursos públicos.
¿Dónde está el paradero?
¿Se ha puesto a pensar dónde está el paradero realmente? Pues lamentablemente donde queremos, es decir, en cualquier parte: en medio de la cuadra, en la siguiente esquina, en medio de la pista, encima de la acera, etc. Los verdaderos paraderos son fierros oxidados que estorban en la calle o sólo son espacios de publicidad. Otra vez hemos cambiado la función de las cosas.
Que el paradero esté en cualquier lugar puede servirnos para hablar de los valores. Nuestra tradición contiene valores, pero ellos son adornos o cosas pasadas de moda que casi nadie hace caso. Cada uno vive con sus propios valores sin importar los valores compartidos. No queremos asumir un marco común de referencia para poder orientar nuestras acciones. Cada uno dice dónde bajar y subir sin importar el orden social o cósmico. Y es que pensamos que creer en un orden es poner en riesgo nuestra libertad y creatividad. Así, creemos que el conductor debe parar donde nosotros queremos que pare y no donde debe parar.
Los paraderos oxidados se parecen a nuestros valores oxidados, pero no están gastados por el uso sino justamente por la falta de uso. Que nuestras tradiciones tienen valores fundantes es indudable, el problema es que ni siquiera logramos tomar conciencia de ellos y vivir de acuerdo a ellos. ¿Qué nos impide seguir nuestros valores más fundamentales? ¿Qué le impide a los conductores y ciudadanos parar y bajar donde están los paraderos? ¿Será la misma existencia desarticulada de tradiciones culturales con valores diferentes? Si es eso, requerimos espacios civilizados de encuentros, para resolver nuestros posibles conflictos o para encontrar nuestros mínimos comunes que permitan una convivencia pacífica y la realización de proyectos personales y/o comunitarios.
Al olvidar la necesidad de valores comunes, optamos por los valores personales, los intereses individuales que desarticulan la vida moral, pero no por ser individuales sino por no reconocer ni al otro ni los valores comunes con el otro. En nuestro país no funciona la creencia moderna de que el desarrollo de la libertad individual produzca beneficios para todos. No sé si es porque hemos degradado las formas modernas como la libertad individual (que nunca fue pensada para agredir al otro) o se debe a la viveza criolla que siempre gozó de la libertad de aprovecharse si se le presenta la menor oportunidad. Quizá sea ambas cosas: la viveza criolla encontró justificación en la libertad liberal.
Baches, huecos, desmontes...
Buena parte de las pistas de nuestra Lima están en pésimo estado. Encontramos huecos, baches y hasta desmontes. Todos los transportes se sirven de ellas pero pocos quieren asumir su cuidado. “Es asunto de la autoridad”, pensamos. Hasta no han faltado personas que han encontrado un modo de ganar dinero en el parchado de pistas.
Nuestras fibras morales a veces se parecen a estas pistas limeñas. No hay ni hábitos que permitan continuidad de nuestras cualidades morales ni asumimos responsabilidades colectivas para construir esas estructuras morales. Sólo encontramos personas “bien intencionadas” que lo único que pueden hacer es “parchar” nuestra condición moral. De estos baches morales somos responsables todos, padres de familia, maestros, medios de comunicación, Estado, clases sociales, empresarios, etc. Hemos creído que podíamos vivir y lograr lo que deseamos sin tener en cuenta nuestras “pistas morales”, lo tomamos sólo como un medio que simplemente está ahí y que si hay “baches morales” es culpa de los otros. Ahora debemos percatarnos y ser más conscientes de que parte del sistema del tránsito son las pistas, es decir, que no podemos vivir humanamente sin tener en cuenta nuestra estructura moral social.
¿Ha transitado por la avenida Nicolás Ayllón? Parece una tierra de nadie, olvidada tanto por pobladores como por autoridades. Los comerciantes hacen sus negocios y al final de la jornada dejan todo sucio, esperando que otros limpien. ¿Por qué no mantienen limpios sus espacios de manera organizada? Hasta la suciedad del pasado ahora es parte de la pista. Lo mismo se repite en otras calles limeñas. La forma como mantenemos nuestro espacio es un buen indicador (aunque no el único) de nuestras fibras morales.
Asientos reservados
Casi todos los transportes públicos tienen asientos reservados para mujeres gestantes, madres con bebés, minusválidos y ancianos. Sea con letras o mediante dibujos los asientos están señalados. Sin embargo, pocas veces he visto ceder estos asientos, salvo si el mismo cobrador los pide. No se trata de una simple norma de cortesía, sino de normas dirigidas a ciudadanos que requieren actos de solidaridad para seguir con sus modos de vida. Es decir, son normas que señalan mínimas condiciones humanas de convivencia.
Normas claras y acciones contrarias a ellas son parte de nuestra hipocresía moral. Esta hipocresía toma muchas formas: saber lo que está bien y hacer lo contrario, reconocer las leyes como justas y obrar olvidándolas, discursos floridos y acciones ocultas, hasta la separación entre el poder político (como toda una red de leyes, relaciones y negocios) y la sociedad es una expresión de la hipocresía nacional[4]. ¿Cuántas veces no hemos escuchado a los políticos decir que están para servir al pueblo? Sin embargo, es un secreto a voces que los intereses de los partidos, los negociados, las presiones de los grupos de poder, las ganas de llenarse los bolsillos, entre otras cosas, pasan a ser las prácticas habituales. “Por Dios y por la plata” refleja muy bien esa oculta aspiración de algunos políticos. Dios para que limpie sus malas conciencias después de aprovecharse de los recursos del Estado.
Las formas de vida
Socialmente también estamos condicionados a no respetar la ley. No creo que sólo se trate de que los peruanos seamos desorganizados e irresponsables. Existe un factor más fuerte. La experiencia republicana ha dejado su huella en la mente colectiva del pueblo peruano: la ley es para los que tienen poder económico o político. ¿Por qué hemos de respetar la ley cuando al final los poderosos son los que salen ganando? En esas condiciones, en un país de mayoría pobre, ¿por qué respetar la ley cuando no se ha vuelto parte del imaginario colectivo? Las acciones de las generaciones pasadas se han vuelto formas de vida presentes.
Tenemos una mezcla chicha de distintos órdenes. El orden premoderno, tanto andino como colonial, se ha mezclado con el orden moderno, pero el resultado no es una “creación heroica” sino un “caos chicha”. Los conductores manejan como les viene en gana sin respetar señales, los transeúntes orinan donde les viene la necesidad, inescrupulosos sujetos botan basura y desmonte en plena vía publica ocasionando un caos vehicular, los vendedores no cuidan el espacio público en el que están trabajando, etc. Las acciones, la ley y las instituciones se dan en esta mezcla de órdenes culturales.
Todo esto hace imposible la formación de una democracia real, es decir, con justicia social. Requerimos actos de verdadera justicia, donde la ley se muestre imparcial, de lo contrario seguiremos combinando democracia con autoritarismo. Ilusamente creeremos ¾tanto los gobernantes como los ciudadanos¾ que la ley debe imponerse y de ese modo crear orden y tranquilidad.
Gobernantes y sociedad civil tienen gran responsabilidad. Si bien es cierto que, aunque no se quiera reconocer, los gobernantes se convierten en modelos que dejan una impronta que se manifiesta en la vida social, la sociedad civil debe constituirse en mayor protagonista. Los políticos en el poder no sólo son responsables de la correcta administración del Estado, sino de la salud moral de la población. Pero frente a un estado injusto, los ciudadanos tenemos que organizar nuestras propias seguridades, bienestar material y resistencias contra la injusticia del poder político. Si hay barrios de delincuentes donde ellos se apoyan y resisten a la autoridad, ¿por qué los ciudadanos no podemos tomar más iniciativas para tener espacios públicos, formas de vida más seguras y decentes? Ello requiere recuperar nuestro sentido de pertenencia a los espacios en los que vivimos, espacios familiares, barriales, sociales, laborales y políticos. Porque sin sentirnos ligados vitalmente a estos espacios no sentiremos la necesidad de vivir solidariamente.
Nuestro país está politizado, en el siguiente sentido. Con político quiero decir toda actividad que parte de los partidos políticos en torno al poder estatal. Todo gira alrededor de las actividades de los políticos: los medios tienen como tema central a la política (actividades, problemas, escándalos, etc., de los funcionarios públicos, la política como espectáculo), todo problema social encuentra solución en la política, los partidos políticos ocupan las organizaciones sociales, etc. De ese modo, la sociedad civil se ve subordinada al poder político. Sólo los delincuentes escapan a dicho poder (hasta cuando necesite de sus servicios). Requerimos expandir, crear, fortalecer y enriquecer los espacios públicos de la sociedad civil, donde el mismo poder político sienta que su poder realmente depende de la voluntad general. Sin duda, esto pasa por superar muchos de nuestros problemas morales.
Logos que funda el ethos
La recuperación de estos lazos vitales pasa por comprender que el marco moral requiere palabra y encuentro con el otro. En uno de los párrafos más valiosos de la filosofía práctica que se haya escrito, Aristóteles nos dice lo siguiente: “...el hombre es entre lo animales el único que tiene palabra (logos)...Pero la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto, y lo propio del hombre con respecto a los demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y de las otras cualidades semejantes, y la participación común en estas percepciones es lo que constituye la familia y la ciudad.”[5]
Dejando de lado su comparación con los animales, porque sería meternos en problemas etológicos, quisiera resaltar lo siguiente:
a) El hombre es un animal con logos, término griego que significa tanto palabra como razón. Es con la palabra que nos hacemos racionales, pero una palabra que se comparte, que se dirige a otro que nos escucha. Por ello mismo, la palabra griega legein (hablar) derivaba de logos.
b) Hablar para aprender a pensar racionalmente, pero no primariamente sobre cuestiones abstractas y formales, sino palabra racional que nos permite distinguir y ponernos de acuerdo sobre lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo inconveniente y sobre todas las demás cualidades morales. Esto se hace imprescindible en una sociedad multicultural como la nuestra, es decir, dialogando, comunicando nuestras creencias, necesidades e intereses es que podemos entendernos y encontrar dichas cualidades comunes, que no anulen nuestras diferencias sino posibiliten su convivencia.
c) El conjunto de estos significados morales es lo que nos hace encontrarnos y conformar una familia, una comunidad política, una humanidad. Es decir, sin acuerdos morales sustantivos como sobre lo bueno y lo justo no puede haber comunidad humana alguna. En otras palabras, las normas de una ciudad presuponen dichas distinciones cualitativas, las cuales heredamos pero que requieren ser revitalizadas (encontrarles renovadas fundamentaciones o cambiarlas) por las nuevas generaciones.
Palabra racional-ethos-comunidad se encuentran enlazados en el tejido de nuestras vidas sociales, tanto en sus instituciones como en sus prácticas. Lo cual supone que en las situaciones de inmoralidad social, estos factores se encuentran desarticulados. Los simples llamados a la moralización, que no toman en cuenta estos tres factores, tienen poca importancia.
Un ejemplo de esa desarticulación. Un viernes a la diez de la mañana fui testigo de la siguiente situación. Una señora quería bajar de la custer cruzando la avenida, es decir, en un lugar donde no hay paradero. El conductor cruzó y no paró, siguió hasta la esquina. La señora protestó: “¡He avisado con tiempo. No me pueden dejar donde ustedes quieran!”. Mientras el conductor replicó: “Señora, ahí no hay paradero”. Así que ella bajó en la esquina protestando. Y en la siguiente esquina un señor dijo: “Bajan en la esquina”, es decir, en un lugar donde hay paradero. Y el conductor no paró y lo hizo cruzando la pista, donde no hay paradero. El sujeto bajó sin protestar. Esta historia es interesante por varias razones: i) muestra la incoherencia de nuestras prácticas, decimos una cosa y hacemos otra, en situaciones normales; ii) la palabra se vuelve irracional cuando no respeta mínimas reglas ni tiene en cuenta finalidad alguna; iii) las relaciones basadas en el poder tienden a corromper las relaciones. El conductor tiene el poder y cree que puede hacer lo que quiera.
La sociedad civil tiene que poner en debate sus presupuestos morales. ¿Cuáles son nuestras finalidades? ¿Qué finalidades son dignas para que sirvan de orientación de nuestras vidas sociales? ¿Qué queremos realmente como comunidad civil? ¿Qué estilos de vida son coherentes con las finalidades? ¿Qué virtudes personales y públicas debemos cultivar para ser consecuentes con esos valores? ¿Qué impiden revisar nuestros presupuestos morales? ¿Qué impiden realizar nuestras creencias morales? El primer gran obstáculo es la indiferencia y ello quizá pueda vencerse con una mirada que vaya más allá de nuestras cuatro paredes físicas o mentales.
Estado moralizador y moralización del estado
Cada cierto tiempo escuchamos a los políticos decir: “tenemos que moralizar el país”, parece similar a los empresarios del transporte público cuando en sus paros dicen: “queremos mejorar el trasporte de la ciudad”. Parece ser una declaración bien intencionada. Sin embargo, ¿quién moraliza a los demás?, ¿quién moraliza a los moralizadores?, ¿quién tiene "autoridad moral" para moralizar?, ¿se quiere cambiar la estructura social inmoral o a los inmorales?
Cuando la inmoralidad forma parte de las "sociedades civilizadas", del "orden vigente", se retroalimenta y reproduce. Cuando la inmoralidad escapa al control de las autoridades y atenta contra lo establecido, entonces viene la intención de moralizar. Si es por eso que se busca moralizar, entonces seguimos dentro del juego de la hipocresía. ¿Qué se quiere decir con “moralizar”? ¿Se trata sólo para actividades públicas o políticas?, ¿puede el Estado intervenir en la moralización de los ciudadanos, especialmente cuando se cree que la moral es asunto privado?, ¿tendremos que vivir en esa inevitable dualidad?
Desde los presupuestos aristotélicos, la moralización requiere revisar nuestras configuraciones morales, por lo tanto hablar sobre nuestras percepciones morales, poner en evidencia nuestras “ontologías morales” que no nos permiten convivir sensatamente. Nuestro caos moral (en el sentido de que no tenemos ni siquiera verdaderos acuerdos morales mínimos. Y cuando los hay, como en el Acuerdo Nacional, el gobierno los ignora) está presente en la forma como hemos organizado nuestra sociedad, con instituciones parasitarias que sostienen prácticas inmorales. No tengo duda que esto es uno de los factores de nuestras limitaciones del bienestar material, es decir, que el producto son las desigualdades económicas y las injusticias. Las instituciones sociales y políticas juegan un rol importante en el mantenimiento, realización o corrupción de la moral social.
La experiencia nacional ha mostrado el poder corruptor del Estado, ¿cómo este Estado puede dejar de serlo? Las propuestas sólo han mirado a la reducción del mismo, lo cual tiene ventajas organizativas y económicas, pero no necesariamente moral. El Estado tiene que asumir la tarea no sólo de colaborar con la moralización de la sociedad sino de sus propias instituciones. Pero como el Estado es de una sociedad, ésta debe tener un rol protagónico. La sociedad civil también tiene la tarea de moralizar el Estado, mediante formas como la vigilancia de las acciones estatales en diferentes rubros. El poder corruptor del Estado puede disminuirse con la acción de la sociedad civil. Así, frente a campañas estatales por el deber ciudadano, deberían promoverse desde la sociedad civil campañas por el deber político. Y no se rata de vigilarse mutuamente por sospecha, sino porque el asunto político es un asunto público, donde está en juego hasta la vida y la dignidad de los ciudadanos.
Estructuras y relaciones sociales
En la vida social hay un cruce e interacción de estructuras sociales y vida personal. La estructura social son las diferentes formas en que se ha organizado la sociedad, en nuestra experiencia nacional marcada por lo estatal. Lo interesante es que nuestras estructuras sociales y políticas continúan formas premodernas y modernas de organización marcadas por una falta de perspectiva u horizonte común. La idea de bien común no forma parte de la vida de nuestras instituciones públicas. Claro ejemplo son la desarticulación académica entre las universidades entre sí, cada uno defendiendo su feudo y sin interesarse por las necesidades reales del país. Todo es dejado a la oferta y a la demanda en el mercado de la educación superior. Y habiendo un proyecto o varios de una nueva ley universitaria, ¿por qué no se inicia el debate con los sectores implicados? ¿Intereses? Vaya usted a saber quienes impiden eso. Lo cierto es que no se actúa teniendo en cuenta el bienestar de la colectividad, las necesidades nacionales. Otra vez se defienden sólo los feudos.
Con instituciones así, las prácticas que contienen dichas instituciones terminan siendo corrompidas, como la coima al policía de tránsito, los pagos indebidos de empresas ganadoras de licitaciones a las autoridades respectivas, la lucha de grupos de poder de tantas instituciones para mantener sus privilegios, etc. Pierden el sentido de la actividad, la realización del bien interno de la práctica, convirtiéndola en un espacio de logros personales (estatus social, fama, prestigio, dinero) y de privilegio de grupos (¿dónde quedó la idea moderna de igualdad de oportunidades si los cargos son ocupados por allegados de autoridades o para mantener el poder de los grupos políticos?). Así la palabra se corrompe, los discursos morales sirven para encubrir nuestros intereses personales o grupales, con ello la moral de la hipocresía se hace costumbre.
Las prácticas se corrompen, se vuelven habituales y no son cuestionadas. Por eso es razonable pensar que Fujimori, Montesinos y compañía no corrompieron a la sociedad y al Estado peruano, ellos ya estaban corrompidos. Lo que sí han hecho es extender y profundizar la corrupción. Eso debe llevarnos a repensar sobre el sentido de nuestras instituciones sociales y las prácticas contenidas en ellas. Se habla demasiado de la reforma del estado y nunca se ve su inicio.
Pero el poder de una estructura social sólo funciona si la cultura que la mantiene se ha interiorizado en las personas que participan en ella. Este es el otro lado que no debe olvidarse: el ethos personal, la forma de ser y actuar, es decir, de vivir. Este ethos requiere formación, educación, pero ha sido de poca preocupación de las familias, los medios de comunicación y de las instituciones educativas. Podemos ser excelentes profesionales y técnicos, pero tener un ethos muy pobre. Algunos creen que con poca intervención exterior, el sujeto gana mayor libertad, pero, ¿existe tal abismo entre la sociedad y el individuo? No lo creemos. Aristóteles, basado en la lógica del todo y la parte, sostenía que lo más importante es el todo, y que la parte es tal de un todo. Ponía el ejemplo del cuerpo y la mano, ésta última sólo tiene sentido en el cuerpo. Mientras que la modernidad sobrevalorizó las partes, los individuos, ya que de su suma hay una totalidad. La totalidad se subordina a las partes. En el siglo XX, la física cuántica ha enseñando que en cada parte está el todo. Por lo que sostenemos que la vida personal no es individual ni debe estar subordinada a la totalidad, sino unitotal, centro particular de encuentro de infinitas interacciones. Quiere decir que si tenemos una lectura individualista de nuestras acciones, ellas estarán sometidas a cálculos individuales o quizá grupales, pero siempre perdiendo el horizonte el bien común.
Por ejemplo, una persona puede ser respetada y culta, intachable, un buen padre de familia, pero ha aceptado la división entre los diversos seres humanos como los nacionalismos, las ideologías separatistas, las creencias racistas, intereses económicos o políticos egoístas, todo lo cual le permite mantener las causas de la inmoralidad social. ¿Dónde están los límites ontológicos entre su individualidad y la sociedad? No se trata de anular la vida personal por la invasión de los intereses sociales, ni desconocer la dimensión social para una libertad sin límites. Reconocer y respetar esas dimensiones humanas es tan indispensable para una vivencia armónica. Sin embargo, lo que he querido subrayar en este artículo es la necesidad de promover la participación ciudadana en los asuntos que les interesa y desde ese encuentro con múltiples intereses y creencias ir creando nuevas relaciones interpersonales, nuevos lazos sociales y políticos, es decir, una ética cívica.
* Este artículo comenzó a escribirse en el 2005.
[1] Recordemos la prosopopeya de las leyes de Sócrates en el Critón, cuando las leyes le dicen que ir contra ellas es ir contra la patria y que a ésta última se debe respetar más que a los padres o a uno mismo. De esa forma, las leyes están dentro de todo el entramado socio-personal, ir contra ellas es ir contra la comunidad misma. Alguien puede preguntar: ¿y si las leyes son malas? No hay en esa época una idea de la “objeción de conciencia”, sin embargo, existía la posibilidad, por lo menos en la Atenas democrática, de defenderse ante los tribunales, cosa que Sócrates hizo y perdió. Eso abre otros problemas: ¿hasta qué punto los jueces aplican la ley imparcialmente, sólo guiados por la ley? ¿no estaban ellos influenciados por la condición de decadencia que vivía Atenas y por los influyentes acusadores?
[2] Esta es la versión moderna y liberal que viene desde Locke hasta nuestros días. Dworkin, filósofo liberal, sostiene que el gobierno debe ser neutral con respeto a la buena vida. HAMPSHIRE, S. (compilador). Moral pública y privada. México, FCE, p. 148.
[3] En el plano del transporte, las instituciones encargadas de dar el brevete o autorización para conducir deberían ofrecer cursos de derechos humanos, de humanización en el servicio de transporte, compartir experiencias ganadas en otros países en ese rubro, de principios éticos mínimos que deberían respetar, para disminuir la visión del transportista de asumir su trabajo sólo como un negocio personal convirtiendo a los pasajeros en meros medios de sus intereses de lucro, además para que tengan una percepción distinta del peatón.
[4] Jorge G. LLOSA sostiene que eso nos viene desde la colonia, donde la metrópoli elaboraba leyes, a veces mesuradas y justicieras, y en América eran letra muerta. Así, se acataba pero no se cumplía. “Más hubiera valido la ausencia de las leyes “protectoras” o de la franca rebeldía. Ello hubiera permitido las definiciones y los saludables enfrentamientos.” La dificultad de ser latinoamericano. La Paz, Universidad Nacional Mayor de San Andrés, 1976, p. 61.
[5] Política, I, I. Subrayado nuestro.