Javier Aldama Pinedo*
Resumen
Este trabajo se ocupa de la importancia que asigna Alasdair MacIntyre a la tradición en la historia de la ética. El estudio de este tema se inicia con la sociedad heroica griega, se pasa luego a ver el surgimiento de la filosofía moral y la constitución de la moral clásica tradicional, la misma que establece una línea de continuidad con otras tradiciones. Esta secuencia queda interrumpida por el proyecto de la Ilustración.
Palabras clave: Crítica a la Ilustración, moral tradicional, aristotelismo, ética, tomismo.
Introducción
En su propuesta ética, Alasdair MacIntyre asigna un lugar privilegiado a lo que denomina “tradición”. La palabra que nos indica que uno es parte de lo que ha heredado y de un pasado específico, aquello que está presente en alguna medida en cada hombre y por lo que se es parte de una historia. “Es central que el pasado no sea algo nunca rechazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comentario y respuesta al pasado, en el cual el pasado, si es necesario y posible, se corrija y trascienda, pero de tal modo que se deje abierto el presente para que sea a su vez corregido y trascendido por algún futuro punto de vista más adecuado” (MacIntyre, 1987: 185 [s.n.]). Habría que advertir, sin embargo, que con esto MacIntyre no considera que toda cosa presente sea susceptible de ser superada en el futuro.
La tradición se vincula a la práctica[1] y ésta siempre tiene historia, lo que sea una práctica dependerá de la manera como se transmite; de igual modo, el razonamiento se produce en el contexto de un modo de pensar. Las tradiciones vivas incorporan continuidades en conflicto, conllevan discusiones históricamente desarrolladas y socialmente incorporadas; parte de esta discusión se refiere a los bienes que constituyen esa tradición y ésta es una búsqueda generacional; el esfuerzo individual se circunscribe a un contexto determinado. Lo que mantiene y hace fuerte a las tradiciones es el ejercicio de las virtudes pertinentes; en cambio, lo que las hace caer y desintegrarse es la carencia de estas virtudes. Las tradiciones vivas, como narraciones aún no completadas, nos enfrentan al futuro, cuyo carácter determinable, a su vez, se deriva del pasado[2].
1. Tradición
La tradición a la que nos vamos a referir es específicamente la de la investigación intelectual vinculada al plano moral. Toda investigación para comenzar, valorar, aceptar y rechazar argumentos requiere partir de una tradición y cada tradición en sus estados de desarrollo puede brindar una justificación racional de sus tesis centrales. No hay racionalidad en cuanto tal, sino una racionalidad vinculada a un cierto contexto. Las tradiciones comparten criterios entre sí, en algunos puntos se oponen radicalmente y también puede haber temas que existen en una tradición, pero no en otra.
MacIntyre reconoce que esta propuesta se enfrenta a dos retos: el relativismo, que niega la posibilidad del debate y la opción racional entre tradiciones rivales, y el perspectivismo, que cuestiona la posibilidad de validez para aceptar la verdad de algunas proposiciones desde una tradición. Ambos retos comparten algunas premisas e incluso se presentan juntos como partes de un mismo argumento; se trata de posturas posilustradas, contrarias a las concepciones ilustradas de verdad y racionalidad. En parte esto se vincula al prejuicio que interpreta a la tradición como algo oscurantista.
La racionalidad de una tradición, como investigación, se constituye por un tipo de progreso que se logra en una secuencia de estados. Primero, la investigación parte de alguna condición de pura contingencia histórica “desde las creencias, las instituciones y las prácticas de alguna comunidad particular que constituyen algo dado. Dentro de semejante comunidad, la autoridad habría sido conferida sobre ciertos textos y ciertas voces…Todas estas comunidades, en mayor o menor grado, siempre están en estado de cambio”. (MacIntyre, 1994b: 337)
El primer estado es acrítico. El segundo estado se encuentra con incoherencias en el sistema de creencias y, se enfrenta a nuevas situaciones que plantean nuevas interrogantes, que pueden revelar la falta de recursos en las prácticas y creencias establecidas.
El tercer estado se presenta como un conjunto de reformulaciones y revaloraciones para responder a lo inadecuado y superar las limitaciones. En este tercer estado, se da la contrastación entre creencias antiguas y nuevas, y se descubre la falta de correspondencia. Las creencias y juicios falsos no son un fracaso de los objetos (de la realidad), sino de la mente, es ella la que necesita corregirse.
Sin embargo, en cualquier tema de investigación constituido por la tradición puede cesar el progreso y tornarse los métodos estériles, no pudiendo ya las respuestas rivales contestarse aceptablemente; cuando esta disolución de certezas se presenta, se está frente a una crisis epistemológica. La solución a ésta exige una teoría que cumpla con tres condiciones: ser un modo radicalmente nuevo y enriquecido de explicación, ser una explicación de lo que está causando la esterilidad o incoherencia de la anterior teoría, y tener alguna continuidad fundamental con lo definido hasta el presente.
Consideramos que en el planteamiento de MacIntyre se postula la forja de una “gran tradición”, a la que también se podría denominar “la gran tradición occidental” (expresión que sospechamos no sería de su aceptación). La misma tendría su punto de partida en la sociedad heroica griega y se extendería hasta los siglos XIII y XIV; posteriormente, se iría produciendo el descuido y el olvido de los fundamentos que legitiman una postura ética; esta crisis, aún no resuelta, se manifestaría a partir de la Ilustración. Todo esto sugiere un retomar la “gran tradición”, un volver la mirada hacia atrás; pero no para repetirlo, sino para reinterpretar desde la gran tradición el quehacer del presente.
2. De la sociedad heroica a la aparición de la filosofía moral
En las sociedades heroicas, cada individuo tiene un papel dado y un rango en un sistema bien definido de roles. El hombre es lo que hace, juzgar a un hombre es juzgar sus acciones, y las virtudes son las cualidades que mantiene un hombre libre en su rol. El valor importa no sólo para el individuo, sino como cualidad necesaria para mantener una estirpe y una comunidad; además, una virtud enlaza con otras, por ejemplo, la valentía con la astucia; pero también el valiente es alguien en quien se puede confiar y esto es importante para la amistad. Interpretar las virtudes en las sociedades heroicas sólo es adecuado si se hace la interpretación en el contexto de su estructura social.
El contraste más notorio entre el yo moderno y el yo heroico es que este último no puede apartarse de su identidad, de su posición, se es responsable hasta la muerte de lo que el lugar y el rol que tiene en su sociedad le exige.
A diferencia de la sociedad heroica, en la sociedad clásica ya no hay coherencia en el lenguaje valorativo, por ejemplo, en el Filoctetes de Sófocles, la astucia de Odisea es puesta en cuestión por Neoptólemo: hay un enfrentamiento entre dos concepciones incompatibles de lo que es una conducta honorable, o en Antígona donde chocan las demandas de la familia y las de la polis. Y es que el punto de referencia ya no es el grupo de parentesco, sino la ciudad-estado y la democracia ateniense en particular. En el caso ateniense, el problema moral se ha vuelto complejo, tocar el tema de las virtudes es encontrarse con modelos con los que se puede cuestionar la misma existencia de la comunidad, y se puede preguntar si esta o aquella práctica es justa; la cuestión sobre la relación entre ser un buen ciudadano y ser un buen hombre se convierte en decisiva.
En la colección de poemas atribuidos a Teognis de Megara (s. VI a.C.) se encuentran cambios en el sentido de •γαθός y κακός “parecen significar noble de nacimiento y plebeyo o algún equivalente semejante” (MacIntyre, 1994a: 19). La •ρετή de un hombre se refiere ahora a un elemento personal, los predicados valorativos empiezan a referirse a disposiciones independientes de la función social, ahora cualquiera puede ser •γαθός practicando la δικαισύνη (la justicia), a la vez, no sólo el significado de •γαθός sino de la misma δικαιοσύνη se ha vuelto inestable. Esto revela el derrumbe de un orden moral único, que habría estado establecido desde los tiempos homéricos hasta incluso el mismo siglo VI a.C.
El divorcio entre νόμος (la convención) y la φύσυς (la naturaleza) ya es tema de debate en el s. V a.C. El intento de asignar un conjunto coherente de significados al vocabulario valorativo y el de explicar cómo vivir bien en una ciudad-estado es asumido por los sofistas. La interpretación sofista del hombre es que detrás de cada hombre convencional (aceptante de la convención: νόμος) hay un hombre natural (regido por la naturaleza: φύσυς), este último hombre carece de normas morales, es premoral y no moral. La •ρετή para el sofista se ha convertido en éxito a obtener mediante el arte (τέχνη) de la retórica.
Sócrates se vio enfrentado a estas innovaciones, pero también a los conservadores en moral, cuyo vocabulario moral había perdido coherencia. Sócrates plantearía que la virtud es conocimiento.
La tesis de MacIntyre es que el carácter moral de la vida griega se había convertido en problemático en el s. V a.C., debido a que el empleo de los términos morales ya no era claro ni consistente. Esta situación exigía una investigación para describir los conceptos morales ambiguos, pero útiles en la práctica. Esta tarea será asumida por los sucesores de Sócrates.
3. Aristóteles y la constitución de la tradición moral clásica
Aristóteles con su interpretación de las virtudes constituye la tradición clásica del pensamiento moral occidental. La Ética a Nicómaco busca ser la voz racional de los mejores ciudadanos de la mejor polis. Empieza refiriéndose al «bien», cada práctica apunta a algo bueno, «lo bueno» es aquello a lo que el ser humano característicamente tiende. El hombre, como miembro de una especie, tiene una naturaleza específica y ésta tiene, a su vez, ciertos propósitos y fines que tienden hacia un télos determinado. Se define así al bien en términos de características específicas. La ética aristotélica presupone, de esta manera, su biología metafísica.
El bien humano es local, se relaciona a una polis, pero, también es cósmico y universal. Lo que resulta ser el bien para el hombre es la eudaimonía: el estado de estar bien y hacer el bien.
“Las virtudes son precisamente las cualidades cuya posesión hará al individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia ese telos (sic)” (MacIntyre, 1987: 188). Sin embargo, si bien el ejercicio de las virtudes es necesario para lograr la vida feliz, no la asegura.
Lo inmediato a la práctica de la virtud es una elección, a la que sigue la acción buena; actuar virtuosamente es actuar desde una inclinación formada en el cultivo de las virtudes. Además, el auténtico virtuoso actúa sobre la base de un juicio verdadero y racional. Todo esto supone la capacidad de juzgar y hacer lo correcto en el lugar, en el momento y en la forma correcta: adoptar un juicio no es una aplicación mecánica de ciertas normas.
Las leyes son generales, la acción moral es particular; esto significa que hay casos en los que ninguna fórmula es válida por adelantado. En tales situaciones, procede actuar kata ton orthon logon (de acuerdo con la recta razón), lo cual supone juzgar sobre el más o el menos, usar la noción del punto medio.
La virtud central es la de la phrónesis. “Phrónesis, como sophrosyne, es originariamente un término aristocrático de alabanza. Caracteriza a quien sabe lo que es debido, y que tiene orgullo el reclamar lo que se le debe. De modo más general, viene a significar alguien que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. La phrónesis es una virtud intelectual; pero es la virtud intelectual sin la cual no puede ejercerse ninguna de las virtudes de carácter. La distinción de Aristóteles entre esas dos clases de virtud se realiza en principio contrastando las maneras en que se adquieren; las virtudes intelectuales se adquieren por medio de la enseñanza, las virtudes de carácter por medio del ejercicio habitual” (MacIntyre, 1987: 194-195). En Aristóteles, la inteligencia y la excelencia de carácter no pueden separarse, como Platón, Aristóteles cree en la unidad de las virtudes. El gozo es algo que acompaña —como un efecto— al logro de la excelencia en una actividad, pero no es lo central.
En el razonamiento práctico, se usa de un silogismo práctico cuya conclusión es una clase concreta de acción, de tal manera que este silogismo “puede servir para declarar las condiciones necesarias de la acción humana inteligible y hacerlo de modo tal que valga reconocidamente para cualquier cultura humana” (MacIntyre, 1987: 203).
El razonamiento práctico presenta cuatro elementos esenciales: (1)
los deseos y metas del agente, supuestos en el razonamiento, sin estos no hay contexto para el razonamiento; (2) la premisa mayor, un aserto que pretende hacer o buscar lo bueno; (3) la premisa menor, afirmación de que este es un caso de la clase requerida; y (4) la conclusión, que es la acción.
Finalmente, la educación moral en Aristóteles supone la educación de las pasiones, según la persecución de lo que la razón teorética identifica como télos, mientras que lo que corresponde al razonamiento práctico es la acción correcta en un momento y lugar determinado.
4. Agustín y los textos clave
MacIntyre plantea en el caso de la cultura agustiniana una relación biunívoca entre los textos clave y sus lectores: (1) solo aprendiendo lo que los textos tienen que enseñar se puede llegar a leerlos correctamente y (2) solo leyendo correctamente se puede aprender lo que los textos tienen que enseñar. Para esto se requiere de un maestro y de la confianza obediente en la interpretación del maestro. El lector tiene que haber desarrollado ciertas actitudes y disposiciones, ciertas virtudes antes de saber por qué son virtudes; el ordenamiento interno requiere confianza obediente en la autoridad del maestro y en la tradición del comentario interpretativo.
Los textos clave son los de la Sagrada Escritura, la lectura de estos textos “es parte de la historia de la que hablan esos mismos textos. El lector, de este modo, se descubre a sí mismo dentro de las Escrituras. El documento paradigmático de semejante descubrimiento fueron las Confesiones de Agustín, y ha sido, por cierto, Agustín quien ha formulado de forma clásica la doctrina de la comprensión que llego a impregnar la tradición medieval, concepción platónica a la que Agustín dio forma cristiana”. (MacIntyre, 1992: 116)
Agustín es un neoplatónico, pero se diferencia de Plotino en que no considera que el entendimiento y los deseos se muevan de modo natural hacia el Bien, fundamento del conocimiento y del cual manan los bienes inferiores. La voluntad que los dirige al principio es perversa, por tanto, requiere de una nueva dirección que la haga confiar obedientemente en un maestro, de tal modo que la mente sea guiada hacia el descubrimiento de sus propios recursos y de lo que está más allá de ella. Entonces, la fe en la autoridad debe preceder a la comprensión racional y la voluntad requiere, a su vez, de humildad para la educación o auto educación. “…Al aprender nos movemos, pues, hacia los primeros principios, y no partimos de ellos; y sólo descubrimos la verdad en la medida en que descubrimos la conformidad de los particulares con las formas en relación con las cuales se hacen inteligibles estos particulares, relación que sólo aprehende la mente iluminada por Dios. La justificación racional es, pues, esencialmente retrospectiva”. (MacIntyre, 1992: 118)
A causa de la dificultad para entender los textos, se hizo necesario el desarrollo de una tradición de interpretación y comentario, que toma como modelos los comentarios que hicieron Agustín y Jerónimo de la Escritura, de esta manera ciertos temas adquieren el carácter de quaestiones, “todo pasaje de un texto podría tener más de un sentido: un sentido puramente histórico, un sentido moral o tropológico, un sentido alegórico o místico y, en algunos escritores, un cuarto sentido, un sentido anagógico o espiritualmente educativo. Diversos escritores articularon de modos distintos esta doctrina de los tres o de los cuatro sentidos. Pero el núcleo de la doctrina impuso un amplio acuerdo”. (Ibíd.)
El sentido en los escritores medievales no tiene que ver con expresiones individuales aisladas de contexto, ni con frases como tales, sino con unidades de discurso que se pueden caracterizar en función de los géneros literarios, y que se dirigen a auditorios que comparten creencias fundamentales, así como una visión compartida del universo.
De todas maneras, la multiplicidad de sentidos generó desacuerdos interpretativos y controversias, problema que va a ser afrontado por la investigación doctrinal del s. XII. La heterogeneidad de las fuentes filosóficas de la Antigüedad que se descubren en este siglo , así como la multiplicación de las quaestiones y del nuevo género surgido debido a las contribuciones de los gramáticos y los comentadores: las distinctiones, propició la posibilidad de una radical disensión intelectual aún dentro del marco impuesto por el agustinismo. Esto en alguna medida se dio con Abelardo, quien intentó poner el platonismo del s. XII en el marco agustiniano, y desafió la autoridad establecida.
Abelardo en polémica contra Guillermo de Champeaux hace una distinción nítida “entre el intellectus universalis, la captación cotidiana por parte de la mente de las propiedades comunes de esos objetos que agrupa un nomen universale, y la aprehensión de las naturalezas esenciales de las cosas presentes en la mente de Dios. El perfeccionamiento de la comprensión de la mente consiste en un movimiento hacia la comprensión de lo auténticamente universal, pero no depara de suyo un conocimiento de las esencias verdaderas”. (MacIntyre, 1992: 124-125)
De un modo directo, considera MacIntyre que la narración de la Escritura refleja la narración de la historia bíblica y que Dios es autor de ambas; por tanto, Dios es el intérprete autorizado de sus significados. La mente humana llega a captar las cosas que ya son inteligibles (antes que una mente las capte); si la mente puede captar las cosas es por la luz que Dios le procura.
Hacia el s. XII, el agustinismo se vio apremiado a proporcionar la base y el marco intelectual para un tipo de educación dirigido a los seglares como a nuevos tipos de clero; lo que se va a ver realizado en la Universidad de París. Pero, a la vez, se enfrenta al reto del redescubrimiento de la filosofía de Aristóteles, de pronto quedó en cuestión si al esquema agustiniano podía integrarse todo tipo de conocimiento secular nuevo o antiguo. La ciencia aristotélica expuesta por los comentadores islámicos trata como parte de su corpus textos científicos que atribuían a las ciencias naturales un contenido y una importancia ajena a la formulada por el agustinismo; además “Aristóteles proporcionaba explicaciones de lo que es una ciencia, de lo que es la investigación y del telos (sic) de toda investigación, que estaban notablemente reñidas con la versión agustiniana del platonismo, sobre todo por no dejar sitio ni tener necesidad, en su explicación de la génesis del conocimiento, de la iluminación divina. De modo que, en ciertos aspectos, parecía darse el caso de que el esquema agustiniano sólo podía ser verdadero si era falso el aristotélico, y viceversa”. (MacIntyre, 1992: 139 [s.n.])
5. El tomismo como síntesis y superación de tradiciones
El mérito que MacIntyre reconoce al Aquinate es haber conseguido sintetizar las tradiciones aristotélica y agustiniana y, además, haber logrado superarlas.
En los siglos XI y XII, las investigaciones filosóficas eran asistemáticas y los estudios teológicos afilosóficos; en el sg. XIII, en las universidades recién fundadas, se hacen disponibles los textos de Aristóteles, acompañados de interpretaciones y comentarios islámicos. Algunos de estos textos parecen irreconciliables con la doctrina cristiana y, en especial, con temas de la teología agustiniana (como la eternidad del universo y la inmortalidad del alma). Tomás de Aquino tuvo la fortuna de ser alumno de Alberto Magno, quien reaviva la teología agustiniana, recuperando su contenido filosófico, además optó Alberto por presentar a Aristóteles en sus propios términos sin distorsionarlo desde el comienzo con algún comentario interpretativo, reservándose sus opiniones para un momento posterior.
Agustín había puesto de relieve la voluntad o más exactamente la mala voluntas en la explicación de las acciones morales. En el vocabulario moral del latín medieval, se usa de tres términos claves: intentio, synderesis, y conscientia. Abelardo influenciado por Agustín “argumentaba que las acciones en sí mismas son moralmente indiferentes y que han de llamarse buenas o malas en virtud de si la intentio del agente se conforma o no a la ley divina” (MacIntyre, 1994b:187 [s.n.]). Las discusiones en el s. XII acerca de cómo la voluntad puede ser mala a menudo llevaban a la discusión sobre la synderesis y la conscientia, este término era la traducción latina de syneidesis. La distinción entre conscientia y synderesis surge de los comentarios de San Jerónimo con respecto a la conducta de Caín, en quien considera que al efectuar sus obras malas seguía teniendo conciencia, es decir, sabía que obraba mal (synderesis), aquí se presenta una capacidad inextinguible; esto tenía que diferenciarse del conocimiento del bien y del mal que sí puede extinguirse (conscientia). Es decir, se trata del caso de los que obran mal y que con el tiempo se habitúan a efectuar este tipo de acciones, estos, en cierta forma, anulan en sus mentes la captación del bien y el mal.
El Aquinate, habiendo aceptado de Aristóteles su versión de la razón práctica y de Agustín su desarrollo de la doctrina paulina de la voluntad humana deficiente, considera la synderesis como la disposición natural que nos permite la aprehensión más básica de los preceptos morales, esta es infalible. No se apela así a ninguna cualidad psicológica de evidencia o a intuición alguna, pero la aplicación de los principios fundamentales a una situación particular requiere de otras capacidades. Al conjunto de capacidades que nos permite actuar moralmente aquí y ahora o en ciertas circunstancias determinadas lo denomina el Aquinate: conscientia, esta sí es falible; sin embargo, hay casos en que no puede errar: cuando deduce inmediatamente de un principio verdadero afirmado por la synderesis y donde no hay lugar para el error al pasar de la premisa a la conclusión. La inferencia que MacIntyre presenta como ejemplo es: Si «Dios ha de ser amado por todo el mundo», entonces «Dios ha de ser amado por mí».
El Aquinate acepta de Aristóteles (1) la relación teórica y práctica de los bienes subordinados al bien supremo, (2) el proceso de deliberación y (3) la organización del razonamiento. De Grosseteste y Alberto toma el Aquinate el término electio, como traducción de prohaieris de Aristóteles, término que nombra lo que resulta de la deliberación y expresa la conclusión del agente con respecto al bien. Lo caracteriza como Aristóteles: un deseo racional, pero toma el componente de la acción como un acto de la voluntad —de una voluntad libre en cuanto actúa sobre la base de juicios contingentes con respecto al bien o al mal— que siempre está abierta a algún juicio contingente alternativo y no siempre a un juicio ponderado de la razón.
“Así se introduce la voluntas de Agustín en el esquema de Aristóteles, y no sólo en el punto de la prohairesis. La voluntad es siempre movida a la acción por el intelecto” (MacIntyre, 1994b: 192). Cuando el intelecto juzga un fin como bueno, un acto de la voluntad se dirige hacia ese fin, a este acto el Aquinate lo denomina «intentio». Éste puede dirigirse hacia aquello que está por elegirse de inmediato como fin o hacia una variedad de fines; gracias a la presencia de la intentio se distingue un verdadero acto de voluntad de lo que es un mero deseo. Además, la voluntad también tiene que consentir en los medios que toma como apropiados el intelecto en el proceso de deliberación. El usus de la voluntad se presenta, en cambio, cuando la voluntad echa mano de los recursos de la razón para hacerse eficaz en relación a sus fines. Mientras Aristóteles advierte que una variedad de bienes particulares no pueden ser por alguna razón u otras el télos humano; el Aquinate no sólo se queda aquí, sino advierte que el fin último no puede lograrse en la vida presente o en el poder mundano. Incluso, la investigación teórica ofrece un conocimiento inadecuado de nuestro fin último; la vida práctica es una vida de investigación de cada uno de nosotros y de nuestro bien y en cada fase tiene un conocimiento de aquello que es nuestro bien adecuado para ir hacia delante. Entonces, lo que al comienzo nos proporcionan la synderesis y la conscientia son principios necesarios “cuyo contenido y aplicación se entienden cada vez más adecuadamente en el curso de nuestra educación y auto-educación en las virtudes” (MacIntyre, 1994b: 195). De esta manera, la vida moral se inicia con reglas estructuradas para orientar la voluntad y los deseos hacia un bien que proporcionan un criterio de dirección correcta (rectitudo).
La práctica de las virtudes morales es básica para la adquisición de su conocimiento; por cierto, existe un conocimiento que se adquiere no por investigación racional, sino por experiencia, al haber dirigido nuestra voluntad por esa virtud.
En cuanto a la ley natural, obedecer sus preceptos es algo más que simplemente evitar hacer lo que se prohíbe o lo que se manda; además, nos proporciona una razón para vencer las razones motivacionales que se opongan, y lo hace en un contexto en que más de un aspecto de nuestro bien está en juego. Para que una acción sea buena necesita adecuarse a cuatro consideraciones: (1) la actividad se juzga como buena en relación a un tipo de actividad, (2) la persona tiene que usar lo que le es propio, (3) de la acción no puede seguirse una consecuencia dañina per accidens, (4) la acción es buena en la medida que su causa sea del tipo de bien relevante para el individuo o los individuos ejecutores, para que una acción sea mala basta que falle una de las consideraciones.
Los preceptos de la ley natural están divididos en los primeros principios genuinamente universales que no admiten excepción alguna y las conclusiones secundarias que se siguen de ellos. No existen reglas para aplicar las reglas, los factores en los casos individuales son indeterminados y variables.
El juicio referente a los casos individuales ha de dejarse a la prudentia de cada quien y, aunque la prudentia tiene como campo lo particular, puede educarse por la reflexión general. Es la prudentia (phronesis) la virtud sin la cual el juicio y la acción en ciertas ocasiones carecerían de recursos más allá de lo básico que le brinda la synderesis; por la prudentia, comprendemos la relevancia de los preceptos de la ley natural en situaciones particulares y nos orientamos hacia la acción correcta con respecto a todos los demás aspectos de lo que sea bueno o malo.
El Aquinate también sigue a Aristóteles cuando clasifica la prudencia en: (1) aquello que concierne al propio bien, (2) lo que concierne a los bienes de la casa y, (3) lo que concierne al bien común de la comunidad política y social; pero, se diferencia de Aristóteles en que la prudentia tiene una dimensión teológica, incluso cuando se ejerce como virtud natural.
Aristóteles advertía que la virtud corregía la prohairesis y que es la prudentia la que dirige bien la electio, “pero la prudentia junto con las demás virtudes y reforzadas por ellas. El Aquinate, curiosamente, sigue a Platón y a Cicerón en lugar de Aristóteles al utilizar el esquema de las cuatro virtudes cardinales como clave para las relaciones de las virtudes morales entre sí, y esto es mucho más llamativo puesto que adoptó la definición de virtud de Aristóteles (Comentario a la Ética II, lec. 7), integrándola con la de San Agustín en un relato singular (S.T. I-IIae, 55, 1, 2 y 6). El Aquinate expone y explica el esquema de las cuatro virtudes fundamentales considerando cómo las virtudes pueden clasificarse primero en términos del principio formal de cada una, lo que cada de una de ellas es, y en segundo lugar en términos del objeto del que trata cada una. Resulta que las dos clasificaciones coinciden. La prudencia es un ejercicio de la razón y a la vez tiene que ver con cómo la razón tiene que obrar en la práctica. La justicia es una aplicación de la razón a la conducta y concierne con cómo la voluntad puede dirigirse racionalmente hacia la conducta correcta. La templanza es el freno de las pasiones contrarias a la razón, y su objeto es «el apetito concupiscible» que nos urge a actuar contrariamente a la razón, mientras que la valentía es la firmeza en las pasiones para lo que la razón requiere, cuando el miedo al peligro o a las dificultades nos urgen del modo contrario, y su objeto es «el apetito irascible» que así surge (S.T. Ia-IIae, 61, 2)”. (MacIntyre, 1994b: 198)
6. El fracaso del proyecto ilustrado
Las argumentaciones de ilustrados como Hume, Smith, Kant y otros fracasan porque comparten características derivadas de un trasfondo común histórico, de un esquema de creencias morales que se había hecho incoherente. Estas creencias compartidas provenían de su pasado cristiano, estaban además de acuerdo con el carácter de la moral y que debía haber una justificación racional de la misma. Sus premisas se refieren a un rasgo o a rasgos de la naturaleza humana y a las reglas, a su vez, estas se refieren a la naturaleza humana; para Hume, por ejemplo, lo relevante de la naturaleza humana son las pasiones. La argumentación iría así de las premisas referidas a la naturaleza humana a las conclusiones acerca de la autoridad de las reglas y preceptos morales.
La forma general del esquema moral que es el antepasado de estas concepciones es el que llegó a dominar en Europa desde el s. XII, aproximadamente, la estructura de este esquema es la que Aristóteles analizó en la Ética a Nicómaco, el esquema tiene tres elementos: (1) la concepción de una naturaleza ineducada, (2) los preceptos de una ética racional y (3) cómo sería la naturaleza humana si realizará su télos. La ética es la ciencia que nos hace capaces de pasar de ser naturaleza ineducada a naturaleza realizada, el esquema fue ampliado, enriquecido, pero no alterado, al ser colocado en el marco de creencias teístas como la del Aquinate; entonces los preceptos ya no sólo fueron entendidos como mandatos teleológicos, sino como expresiones de una ley divinamente ordenada, la tabla de virtudes y vicios también fue modificado y el concepto de pecado se añadió al concepto aristotélico de error; mientras la versión teísta de la moral clásica predominó: “Decir lo que alguien debe hacer es también y al mismo tiempo decir que curso de acción, en las circunstancias dadas, guiará eficazmente hacia el verdadero fin del hombre y decir lo que exige la ley, ordenada por Dios, y comprendida por la razón. Las sentencias morales se usan entonces dentro de este marco para sustentar pretensiones verdaderas o falsas”. (MacIntyre, 1987:77)
La moral clásica tuvo su punto de quiebre con el ingreso en escena del protestantismo y el catolicismo janseanista, entonces se presenta una nueva concepción de la razón, ya esta no puede dar ninguna auténtica comprensión del verdadero fin del hombre, ahora la razón es incapaz de corregir nuestras pasiones[3]. Pero, se conserva la oposición entre el cómo es el hombre y el cómo podría ser (si realizara su télos).
Es Pascal, quien se percata que la concepción de la razón protestante-jansenista coincide en buena medida con la concepción de la nueva ciencia y de la nueva filosofía del s. XVII; la razón no comprende esencias o pasos de la potencia al acto. “La razón es cálculo; puede asentar verdades de hecho y relaciones matemáticas pero nada más. En el dominio de la práctica puede hablar solamente de medios. Debe callar acerca de los fines”. (Ibíd.)
Los filósofos de la Ilustración se oponen a cualquier visión teleológica de la naturaleza humana, a cualquier visión esencialista del hombre que defina su propio fin. Ésta es la razón para MacIntyre del porqué del fracaso de la Ilustración en su proyecto de encontrar una base para la moral.
La ética, teórica o práctica, para MacIntyre consiste, como ya hemos visto, en llevar al hombre de un estadio ineducado hacia su verdadero fin; al eliminarse la noción de una naturaleza esencial humana y con esto la noción del télos humano, quedan los otros dos elementos en una relación que se torna oscura, queda una visión de una naturaleza humana ineducada y un conjunto de mandatos desvinculados de su contexto teleológico. Entendidos de esta manera, los mandatos de la moral y la naturaleza humana, se presenta por parte de la naturaleza mencionada una fuerte tendencia a desobedecer, por esto se intentó encontrar una base racional para las creencias morales. Así los ilustrados heredaron “fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, cómo no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban” (MacIntyre, 1987: 79). Aunque, páginas más adelante, MacIntyre rectifica en algo esta primera afirmación, es decir, acepta que sí pudieron reconocer en algo esta imposibilidad, en especial Kant, quien en el segundo libro de la Crítica de la razón práctica reconoce que sin un segmento teleológico el proyecto total de la moral se vuelve ininteligible y esto lo presenta como «un supuesto previo de la razón práctica pura».
Separar la moral de este trasfondo teleológico es ya no tener moral, o es cambiar radicalmente su carácter; y esto se deja notar en los escritos de los filósofos morales del s. XVIII, “en sus argumentaciones negativas se acercaban cada vez más a una versión no restringida del argumento de que no existe razonamiento válido que partiendo de premisas enteramente fácticas permita llegar a conclusiones valorativas o morales. Es decir, que se aproximan a un principio que, una vez aceptado, se constituye en el epitafio de todo su proyecto. Hume todavía expresa este argumento más en forma de duda que de aserto positivo” (MacIntyre, 1987: 80). Cuando observa que en los sistemas morales (del pasado) se hace una transición de sentencias referidas a Dios y a la naturaleza humana hacia juicios morales. “El mismo principio general, no expresado ya como una pregunta, sino como afirmación, aparece en la insistencia de Kant en cuanto a que los mandatos de la ley moral no pueden ser derivados de ningún conjunto de proposiciones acerca de la felicidad humana o la voluntad de Dios”. (Ibíd.)
Posteriormente, se llega “a formular la tesis de que ninguna conclusión moral se sigue válidamente de un conjunto de premisas factuales como «verdad lógica»” (Ibíd.). MacIntyre se opone especialmente a esta tesis, observando que hay varios tipos de razonamiento válido en cuya conclusión puede aparecer algún elemento no presente en las premisas, como ocurre en el ejemplo de A.N. Prior: “De «él es un capitán de barco» se infiere válidamente que «él debe hacer todo aquello que un capitán de barco debe hacer»”. Esto muestra que la tesis en cuestión postula un principio lógico general, sin restricciones, del cual se hace depender todo, lo que es incorrecto, y que como mínimo es una verdad gramatical el que de una premisa «es» puede, a veces, llegarse a una conclusión «debe».
La propuesta que plantea MacIntyre es que “se puede afirmar un principio cuya validez deriva, no de un principio lógico general, sino del significado de los términos clave empleados” (MacIntyre, 1987: 81). Así de premisas factuales como «este reloj es impreciso marcando el tiempo», o «es demasiado pesado para llevarlo» se sigue la conclusión valorativa «éste es un mal reloj»; o de «él consigue una cosecha mejor por acre que cualquier otro granjero», o «él gana todos los primeros premios en las ferias de agricultura» se sigue la conclusión válida «él es un buen granjero». En estos casos, se hace uso de conceptos funcionales, «reloj» y «granjero» se refieren al propósito y función que característicamente se espera cumpla un reloj o un granjero. “Por ello cualquier razonamiento basado en premisas que afirman que se satisfacen los criterios adecuados a una conclusión que afirma que «esto es un buen tal y tal», donde «tal y tal» recae sobre un sujeto definido mediante un concepto funcional, será una argumentación válida que lleva de premisas factuales a una conclusión valorativa”. (MacIntyre, 1987: 82)
La argumentación tradicional clásica aristotélica, en cualquiera de sus versiones, comprende como mínimo el concepto de hombre “entendido como poseedor de una naturaleza esencial y de un propósito o función esenciales” (MacIntyre, 1987: 83); hombre se refiere a buen hombre, así como reloj se refiere a un buen reloj; pero “el uso de «hombre» como concepto funcional es más antiguo que Aristóteles y no deriva inicialmente de la biología metafísica de Aristóteles. Radica en las formas de vida social a que prestan expresión los teóricos de la tradición clásica. Con arreglo a esta tradición, ser un hombre es desempeñar una serie de papeles,...Sólo cuando el hombre se piensa como individuo previo y separado de todo papel, «hombre» deja de ser un concepto funcional”. (Ibíd.)
Todo esto supone cambios en el significado de algunos términos morales clave, así como en sus relaciones de encadenamiento y sobretodo en los modismos morales; el principio «ninguna conclusión debe de premisas es» se convierte en “una verdad sin fisuras para filósofos cuya cultura sólo posee el vocabulario moral empobrecido”, resultante de lo ocurrido desde el s. XVIII. Lo que ha sido tomado como una verdad lógica es signo de una deficiencia profunda de conciencia histórica que informaba y que aún ahora afecta a la filosofía moral. “Por ello su proclamación inicial fue en sí misma un acontecimiento histórico crucial. Señala la ruptura final con la tradición clásica y el fracaso decisivo del proyecto dieciochesco de justificar la moral dentro del contexto formado por fragmentos heredados, pero ya incoherentes, sacados fuera de su tradición”. (Ibíd.)
Conclusiones
Resumen
Este trabajo se ocupa de la importancia que asigna Alasdair MacIntyre a la tradición en la historia de la ética. El estudio de este tema se inicia con la sociedad heroica griega, se pasa luego a ver el surgimiento de la filosofía moral y la constitución de la moral clásica tradicional, la misma que establece una línea de continuidad con otras tradiciones. Esta secuencia queda interrumpida por el proyecto de la Ilustración.
Palabras clave: Crítica a la Ilustración, moral tradicional, aristotelismo, ética, tomismo.
Introducción
En su propuesta ética, Alasdair MacIntyre asigna un lugar privilegiado a lo que denomina “tradición”. La palabra que nos indica que uno es parte de lo que ha heredado y de un pasado específico, aquello que está presente en alguna medida en cada hombre y por lo que se es parte de una historia. “Es central que el pasado no sea algo nunca rechazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comentario y respuesta al pasado, en el cual el pasado, si es necesario y posible, se corrija y trascienda, pero de tal modo que se deje abierto el presente para que sea a su vez corregido y trascendido por algún futuro punto de vista más adecuado” (MacIntyre, 1987: 185 [s.n.]). Habría que advertir, sin embargo, que con esto MacIntyre no considera que toda cosa presente sea susceptible de ser superada en el futuro.
La tradición se vincula a la práctica[1] y ésta siempre tiene historia, lo que sea una práctica dependerá de la manera como se transmite; de igual modo, el razonamiento se produce en el contexto de un modo de pensar. Las tradiciones vivas incorporan continuidades en conflicto, conllevan discusiones históricamente desarrolladas y socialmente incorporadas; parte de esta discusión se refiere a los bienes que constituyen esa tradición y ésta es una búsqueda generacional; el esfuerzo individual se circunscribe a un contexto determinado. Lo que mantiene y hace fuerte a las tradiciones es el ejercicio de las virtudes pertinentes; en cambio, lo que las hace caer y desintegrarse es la carencia de estas virtudes. Las tradiciones vivas, como narraciones aún no completadas, nos enfrentan al futuro, cuyo carácter determinable, a su vez, se deriva del pasado[2].
1. Tradición
La tradición a la que nos vamos a referir es específicamente la de la investigación intelectual vinculada al plano moral. Toda investigación para comenzar, valorar, aceptar y rechazar argumentos requiere partir de una tradición y cada tradición en sus estados de desarrollo puede brindar una justificación racional de sus tesis centrales. No hay racionalidad en cuanto tal, sino una racionalidad vinculada a un cierto contexto. Las tradiciones comparten criterios entre sí, en algunos puntos se oponen radicalmente y también puede haber temas que existen en una tradición, pero no en otra.
MacIntyre reconoce que esta propuesta se enfrenta a dos retos: el relativismo, que niega la posibilidad del debate y la opción racional entre tradiciones rivales, y el perspectivismo, que cuestiona la posibilidad de validez para aceptar la verdad de algunas proposiciones desde una tradición. Ambos retos comparten algunas premisas e incluso se presentan juntos como partes de un mismo argumento; se trata de posturas posilustradas, contrarias a las concepciones ilustradas de verdad y racionalidad. En parte esto se vincula al prejuicio que interpreta a la tradición como algo oscurantista.
La racionalidad de una tradición, como investigación, se constituye por un tipo de progreso que se logra en una secuencia de estados. Primero, la investigación parte de alguna condición de pura contingencia histórica “desde las creencias, las instituciones y las prácticas de alguna comunidad particular que constituyen algo dado. Dentro de semejante comunidad, la autoridad habría sido conferida sobre ciertos textos y ciertas voces…Todas estas comunidades, en mayor o menor grado, siempre están en estado de cambio”. (MacIntyre, 1994b: 337)
El primer estado es acrítico. El segundo estado se encuentra con incoherencias en el sistema de creencias y, se enfrenta a nuevas situaciones que plantean nuevas interrogantes, que pueden revelar la falta de recursos en las prácticas y creencias establecidas.
El tercer estado se presenta como un conjunto de reformulaciones y revaloraciones para responder a lo inadecuado y superar las limitaciones. En este tercer estado, se da la contrastación entre creencias antiguas y nuevas, y se descubre la falta de correspondencia. Las creencias y juicios falsos no son un fracaso de los objetos (de la realidad), sino de la mente, es ella la que necesita corregirse.
Sin embargo, en cualquier tema de investigación constituido por la tradición puede cesar el progreso y tornarse los métodos estériles, no pudiendo ya las respuestas rivales contestarse aceptablemente; cuando esta disolución de certezas se presenta, se está frente a una crisis epistemológica. La solución a ésta exige una teoría que cumpla con tres condiciones: ser un modo radicalmente nuevo y enriquecido de explicación, ser una explicación de lo que está causando la esterilidad o incoherencia de la anterior teoría, y tener alguna continuidad fundamental con lo definido hasta el presente.
Consideramos que en el planteamiento de MacIntyre se postula la forja de una “gran tradición”, a la que también se podría denominar “la gran tradición occidental” (expresión que sospechamos no sería de su aceptación). La misma tendría su punto de partida en la sociedad heroica griega y se extendería hasta los siglos XIII y XIV; posteriormente, se iría produciendo el descuido y el olvido de los fundamentos que legitiman una postura ética; esta crisis, aún no resuelta, se manifestaría a partir de la Ilustración. Todo esto sugiere un retomar la “gran tradición”, un volver la mirada hacia atrás; pero no para repetirlo, sino para reinterpretar desde la gran tradición el quehacer del presente.
2. De la sociedad heroica a la aparición de la filosofía moral
En las sociedades heroicas, cada individuo tiene un papel dado y un rango en un sistema bien definido de roles. El hombre es lo que hace, juzgar a un hombre es juzgar sus acciones, y las virtudes son las cualidades que mantiene un hombre libre en su rol. El valor importa no sólo para el individuo, sino como cualidad necesaria para mantener una estirpe y una comunidad; además, una virtud enlaza con otras, por ejemplo, la valentía con la astucia; pero también el valiente es alguien en quien se puede confiar y esto es importante para la amistad. Interpretar las virtudes en las sociedades heroicas sólo es adecuado si se hace la interpretación en el contexto de su estructura social.
El contraste más notorio entre el yo moderno y el yo heroico es que este último no puede apartarse de su identidad, de su posición, se es responsable hasta la muerte de lo que el lugar y el rol que tiene en su sociedad le exige.
A diferencia de la sociedad heroica, en la sociedad clásica ya no hay coherencia en el lenguaje valorativo, por ejemplo, en el Filoctetes de Sófocles, la astucia de Odisea es puesta en cuestión por Neoptólemo: hay un enfrentamiento entre dos concepciones incompatibles de lo que es una conducta honorable, o en Antígona donde chocan las demandas de la familia y las de la polis. Y es que el punto de referencia ya no es el grupo de parentesco, sino la ciudad-estado y la democracia ateniense en particular. En el caso ateniense, el problema moral se ha vuelto complejo, tocar el tema de las virtudes es encontrarse con modelos con los que se puede cuestionar la misma existencia de la comunidad, y se puede preguntar si esta o aquella práctica es justa; la cuestión sobre la relación entre ser un buen ciudadano y ser un buen hombre se convierte en decisiva.
En la colección de poemas atribuidos a Teognis de Megara (s. VI a.C.) se encuentran cambios en el sentido de •γαθός y κακός “parecen significar noble de nacimiento y plebeyo o algún equivalente semejante” (MacIntyre, 1994a: 19). La •ρετή de un hombre se refiere ahora a un elemento personal, los predicados valorativos empiezan a referirse a disposiciones independientes de la función social, ahora cualquiera puede ser •γαθός practicando la δικαισύνη (la justicia), a la vez, no sólo el significado de •γαθός sino de la misma δικαιοσύνη se ha vuelto inestable. Esto revela el derrumbe de un orden moral único, que habría estado establecido desde los tiempos homéricos hasta incluso el mismo siglo VI a.C.
El divorcio entre νόμος (la convención) y la φύσυς (la naturaleza) ya es tema de debate en el s. V a.C. El intento de asignar un conjunto coherente de significados al vocabulario valorativo y el de explicar cómo vivir bien en una ciudad-estado es asumido por los sofistas. La interpretación sofista del hombre es que detrás de cada hombre convencional (aceptante de la convención: νόμος) hay un hombre natural (regido por la naturaleza: φύσυς), este último hombre carece de normas morales, es premoral y no moral. La •ρετή para el sofista se ha convertido en éxito a obtener mediante el arte (τέχνη) de la retórica.
Sócrates se vio enfrentado a estas innovaciones, pero también a los conservadores en moral, cuyo vocabulario moral había perdido coherencia. Sócrates plantearía que la virtud es conocimiento.
La tesis de MacIntyre es que el carácter moral de la vida griega se había convertido en problemático en el s. V a.C., debido a que el empleo de los términos morales ya no era claro ni consistente. Esta situación exigía una investigación para describir los conceptos morales ambiguos, pero útiles en la práctica. Esta tarea será asumida por los sucesores de Sócrates.
3. Aristóteles y la constitución de la tradición moral clásica
Aristóteles con su interpretación de las virtudes constituye la tradición clásica del pensamiento moral occidental. La Ética a Nicómaco busca ser la voz racional de los mejores ciudadanos de la mejor polis. Empieza refiriéndose al «bien», cada práctica apunta a algo bueno, «lo bueno» es aquello a lo que el ser humano característicamente tiende. El hombre, como miembro de una especie, tiene una naturaleza específica y ésta tiene, a su vez, ciertos propósitos y fines que tienden hacia un télos determinado. Se define así al bien en términos de características específicas. La ética aristotélica presupone, de esta manera, su biología metafísica.
El bien humano es local, se relaciona a una polis, pero, también es cósmico y universal. Lo que resulta ser el bien para el hombre es la eudaimonía: el estado de estar bien y hacer el bien.
“Las virtudes son precisamente las cualidades cuya posesión hará al individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia ese telos (sic)” (MacIntyre, 1987: 188). Sin embargo, si bien el ejercicio de las virtudes es necesario para lograr la vida feliz, no la asegura.
Lo inmediato a la práctica de la virtud es una elección, a la que sigue la acción buena; actuar virtuosamente es actuar desde una inclinación formada en el cultivo de las virtudes. Además, el auténtico virtuoso actúa sobre la base de un juicio verdadero y racional. Todo esto supone la capacidad de juzgar y hacer lo correcto en el lugar, en el momento y en la forma correcta: adoptar un juicio no es una aplicación mecánica de ciertas normas.
Las leyes son generales, la acción moral es particular; esto significa que hay casos en los que ninguna fórmula es válida por adelantado. En tales situaciones, procede actuar kata ton orthon logon (de acuerdo con la recta razón), lo cual supone juzgar sobre el más o el menos, usar la noción del punto medio.
La virtud central es la de la phrónesis. “Phrónesis, como sophrosyne, es originariamente un término aristocrático de alabanza. Caracteriza a quien sabe lo que es debido, y que tiene orgullo el reclamar lo que se le debe. De modo más general, viene a significar alguien que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. La phrónesis es una virtud intelectual; pero es la virtud intelectual sin la cual no puede ejercerse ninguna de las virtudes de carácter. La distinción de Aristóteles entre esas dos clases de virtud se realiza en principio contrastando las maneras en que se adquieren; las virtudes intelectuales se adquieren por medio de la enseñanza, las virtudes de carácter por medio del ejercicio habitual” (MacIntyre, 1987: 194-195). En Aristóteles, la inteligencia y la excelencia de carácter no pueden separarse, como Platón, Aristóteles cree en la unidad de las virtudes. El gozo es algo que acompaña —como un efecto— al logro de la excelencia en una actividad, pero no es lo central.
En el razonamiento práctico, se usa de un silogismo práctico cuya conclusión es una clase concreta de acción, de tal manera que este silogismo “puede servir para declarar las condiciones necesarias de la acción humana inteligible y hacerlo de modo tal que valga reconocidamente para cualquier cultura humana” (MacIntyre, 1987: 203).
El razonamiento práctico presenta cuatro elementos esenciales: (1)
los deseos y metas del agente, supuestos en el razonamiento, sin estos no hay contexto para el razonamiento; (2) la premisa mayor, un aserto que pretende hacer o buscar lo bueno; (3) la premisa menor, afirmación de que este es un caso de la clase requerida; y (4) la conclusión, que es la acción.
Finalmente, la educación moral en Aristóteles supone la educación de las pasiones, según la persecución de lo que la razón teorética identifica como télos, mientras que lo que corresponde al razonamiento práctico es la acción correcta en un momento y lugar determinado.
4. Agustín y los textos clave
MacIntyre plantea en el caso de la cultura agustiniana una relación biunívoca entre los textos clave y sus lectores: (1) solo aprendiendo lo que los textos tienen que enseñar se puede llegar a leerlos correctamente y (2) solo leyendo correctamente se puede aprender lo que los textos tienen que enseñar. Para esto se requiere de un maestro y de la confianza obediente en la interpretación del maestro. El lector tiene que haber desarrollado ciertas actitudes y disposiciones, ciertas virtudes antes de saber por qué son virtudes; el ordenamiento interno requiere confianza obediente en la autoridad del maestro y en la tradición del comentario interpretativo.
Los textos clave son los de la Sagrada Escritura, la lectura de estos textos “es parte de la historia de la que hablan esos mismos textos. El lector, de este modo, se descubre a sí mismo dentro de las Escrituras. El documento paradigmático de semejante descubrimiento fueron las Confesiones de Agustín, y ha sido, por cierto, Agustín quien ha formulado de forma clásica la doctrina de la comprensión que llego a impregnar la tradición medieval, concepción platónica a la que Agustín dio forma cristiana”. (MacIntyre, 1992: 116)
Agustín es un neoplatónico, pero se diferencia de Plotino en que no considera que el entendimiento y los deseos se muevan de modo natural hacia el Bien, fundamento del conocimiento y del cual manan los bienes inferiores. La voluntad que los dirige al principio es perversa, por tanto, requiere de una nueva dirección que la haga confiar obedientemente en un maestro, de tal modo que la mente sea guiada hacia el descubrimiento de sus propios recursos y de lo que está más allá de ella. Entonces, la fe en la autoridad debe preceder a la comprensión racional y la voluntad requiere, a su vez, de humildad para la educación o auto educación. “…Al aprender nos movemos, pues, hacia los primeros principios, y no partimos de ellos; y sólo descubrimos la verdad en la medida en que descubrimos la conformidad de los particulares con las formas en relación con las cuales se hacen inteligibles estos particulares, relación que sólo aprehende la mente iluminada por Dios. La justificación racional es, pues, esencialmente retrospectiva”. (MacIntyre, 1992: 118)
A causa de la dificultad para entender los textos, se hizo necesario el desarrollo de una tradición de interpretación y comentario, que toma como modelos los comentarios que hicieron Agustín y Jerónimo de la Escritura, de esta manera ciertos temas adquieren el carácter de quaestiones, “todo pasaje de un texto podría tener más de un sentido: un sentido puramente histórico, un sentido moral o tropológico, un sentido alegórico o místico y, en algunos escritores, un cuarto sentido, un sentido anagógico o espiritualmente educativo. Diversos escritores articularon de modos distintos esta doctrina de los tres o de los cuatro sentidos. Pero el núcleo de la doctrina impuso un amplio acuerdo”. (Ibíd.)
El sentido en los escritores medievales no tiene que ver con expresiones individuales aisladas de contexto, ni con frases como tales, sino con unidades de discurso que se pueden caracterizar en función de los géneros literarios, y que se dirigen a auditorios que comparten creencias fundamentales, así como una visión compartida del universo.
De todas maneras, la multiplicidad de sentidos generó desacuerdos interpretativos y controversias, problema que va a ser afrontado por la investigación doctrinal del s. XII. La heterogeneidad de las fuentes filosóficas de la Antigüedad que se descubren en este siglo , así como la multiplicación de las quaestiones y del nuevo género surgido debido a las contribuciones de los gramáticos y los comentadores: las distinctiones, propició la posibilidad de una radical disensión intelectual aún dentro del marco impuesto por el agustinismo. Esto en alguna medida se dio con Abelardo, quien intentó poner el platonismo del s. XII en el marco agustiniano, y desafió la autoridad establecida.
Abelardo en polémica contra Guillermo de Champeaux hace una distinción nítida “entre el intellectus universalis, la captación cotidiana por parte de la mente de las propiedades comunes de esos objetos que agrupa un nomen universale, y la aprehensión de las naturalezas esenciales de las cosas presentes en la mente de Dios. El perfeccionamiento de la comprensión de la mente consiste en un movimiento hacia la comprensión de lo auténticamente universal, pero no depara de suyo un conocimiento de las esencias verdaderas”. (MacIntyre, 1992: 124-125)
De un modo directo, considera MacIntyre que la narración de la Escritura refleja la narración de la historia bíblica y que Dios es autor de ambas; por tanto, Dios es el intérprete autorizado de sus significados. La mente humana llega a captar las cosas que ya son inteligibles (antes que una mente las capte); si la mente puede captar las cosas es por la luz que Dios le procura.
Hacia el s. XII, el agustinismo se vio apremiado a proporcionar la base y el marco intelectual para un tipo de educación dirigido a los seglares como a nuevos tipos de clero; lo que se va a ver realizado en la Universidad de París. Pero, a la vez, se enfrenta al reto del redescubrimiento de la filosofía de Aristóteles, de pronto quedó en cuestión si al esquema agustiniano podía integrarse todo tipo de conocimiento secular nuevo o antiguo. La ciencia aristotélica expuesta por los comentadores islámicos trata como parte de su corpus textos científicos que atribuían a las ciencias naturales un contenido y una importancia ajena a la formulada por el agustinismo; además “Aristóteles proporcionaba explicaciones de lo que es una ciencia, de lo que es la investigación y del telos (sic) de toda investigación, que estaban notablemente reñidas con la versión agustiniana del platonismo, sobre todo por no dejar sitio ni tener necesidad, en su explicación de la génesis del conocimiento, de la iluminación divina. De modo que, en ciertos aspectos, parecía darse el caso de que el esquema agustiniano sólo podía ser verdadero si era falso el aristotélico, y viceversa”. (MacIntyre, 1992: 139 [s.n.])
5. El tomismo como síntesis y superación de tradiciones
El mérito que MacIntyre reconoce al Aquinate es haber conseguido sintetizar las tradiciones aristotélica y agustiniana y, además, haber logrado superarlas.
En los siglos XI y XII, las investigaciones filosóficas eran asistemáticas y los estudios teológicos afilosóficos; en el sg. XIII, en las universidades recién fundadas, se hacen disponibles los textos de Aristóteles, acompañados de interpretaciones y comentarios islámicos. Algunos de estos textos parecen irreconciliables con la doctrina cristiana y, en especial, con temas de la teología agustiniana (como la eternidad del universo y la inmortalidad del alma). Tomás de Aquino tuvo la fortuna de ser alumno de Alberto Magno, quien reaviva la teología agustiniana, recuperando su contenido filosófico, además optó Alberto por presentar a Aristóteles en sus propios términos sin distorsionarlo desde el comienzo con algún comentario interpretativo, reservándose sus opiniones para un momento posterior.
Agustín había puesto de relieve la voluntad o más exactamente la mala voluntas en la explicación de las acciones morales. En el vocabulario moral del latín medieval, se usa de tres términos claves: intentio, synderesis, y conscientia. Abelardo influenciado por Agustín “argumentaba que las acciones en sí mismas son moralmente indiferentes y que han de llamarse buenas o malas en virtud de si la intentio del agente se conforma o no a la ley divina” (MacIntyre, 1994b:187 [s.n.]). Las discusiones en el s. XII acerca de cómo la voluntad puede ser mala a menudo llevaban a la discusión sobre la synderesis y la conscientia, este término era la traducción latina de syneidesis. La distinción entre conscientia y synderesis surge de los comentarios de San Jerónimo con respecto a la conducta de Caín, en quien considera que al efectuar sus obras malas seguía teniendo conciencia, es decir, sabía que obraba mal (synderesis), aquí se presenta una capacidad inextinguible; esto tenía que diferenciarse del conocimiento del bien y del mal que sí puede extinguirse (conscientia). Es decir, se trata del caso de los que obran mal y que con el tiempo se habitúan a efectuar este tipo de acciones, estos, en cierta forma, anulan en sus mentes la captación del bien y el mal.
El Aquinate, habiendo aceptado de Aristóteles su versión de la razón práctica y de Agustín su desarrollo de la doctrina paulina de la voluntad humana deficiente, considera la synderesis como la disposición natural que nos permite la aprehensión más básica de los preceptos morales, esta es infalible. No se apela así a ninguna cualidad psicológica de evidencia o a intuición alguna, pero la aplicación de los principios fundamentales a una situación particular requiere de otras capacidades. Al conjunto de capacidades que nos permite actuar moralmente aquí y ahora o en ciertas circunstancias determinadas lo denomina el Aquinate: conscientia, esta sí es falible; sin embargo, hay casos en que no puede errar: cuando deduce inmediatamente de un principio verdadero afirmado por la synderesis y donde no hay lugar para el error al pasar de la premisa a la conclusión. La inferencia que MacIntyre presenta como ejemplo es: Si «Dios ha de ser amado por todo el mundo», entonces «Dios ha de ser amado por mí».
El Aquinate acepta de Aristóteles (1) la relación teórica y práctica de los bienes subordinados al bien supremo, (2) el proceso de deliberación y (3) la organización del razonamiento. De Grosseteste y Alberto toma el Aquinate el término electio, como traducción de prohaieris de Aristóteles, término que nombra lo que resulta de la deliberación y expresa la conclusión del agente con respecto al bien. Lo caracteriza como Aristóteles: un deseo racional, pero toma el componente de la acción como un acto de la voluntad —de una voluntad libre en cuanto actúa sobre la base de juicios contingentes con respecto al bien o al mal— que siempre está abierta a algún juicio contingente alternativo y no siempre a un juicio ponderado de la razón.
“Así se introduce la voluntas de Agustín en el esquema de Aristóteles, y no sólo en el punto de la prohairesis. La voluntad es siempre movida a la acción por el intelecto” (MacIntyre, 1994b: 192). Cuando el intelecto juzga un fin como bueno, un acto de la voluntad se dirige hacia ese fin, a este acto el Aquinate lo denomina «intentio». Éste puede dirigirse hacia aquello que está por elegirse de inmediato como fin o hacia una variedad de fines; gracias a la presencia de la intentio se distingue un verdadero acto de voluntad de lo que es un mero deseo. Además, la voluntad también tiene que consentir en los medios que toma como apropiados el intelecto en el proceso de deliberación. El usus de la voluntad se presenta, en cambio, cuando la voluntad echa mano de los recursos de la razón para hacerse eficaz en relación a sus fines. Mientras Aristóteles advierte que una variedad de bienes particulares no pueden ser por alguna razón u otras el télos humano; el Aquinate no sólo se queda aquí, sino advierte que el fin último no puede lograrse en la vida presente o en el poder mundano. Incluso, la investigación teórica ofrece un conocimiento inadecuado de nuestro fin último; la vida práctica es una vida de investigación de cada uno de nosotros y de nuestro bien y en cada fase tiene un conocimiento de aquello que es nuestro bien adecuado para ir hacia delante. Entonces, lo que al comienzo nos proporcionan la synderesis y la conscientia son principios necesarios “cuyo contenido y aplicación se entienden cada vez más adecuadamente en el curso de nuestra educación y auto-educación en las virtudes” (MacIntyre, 1994b: 195). De esta manera, la vida moral se inicia con reglas estructuradas para orientar la voluntad y los deseos hacia un bien que proporcionan un criterio de dirección correcta (rectitudo).
La práctica de las virtudes morales es básica para la adquisición de su conocimiento; por cierto, existe un conocimiento que se adquiere no por investigación racional, sino por experiencia, al haber dirigido nuestra voluntad por esa virtud.
En cuanto a la ley natural, obedecer sus preceptos es algo más que simplemente evitar hacer lo que se prohíbe o lo que se manda; además, nos proporciona una razón para vencer las razones motivacionales que se opongan, y lo hace en un contexto en que más de un aspecto de nuestro bien está en juego. Para que una acción sea buena necesita adecuarse a cuatro consideraciones: (1) la actividad se juzga como buena en relación a un tipo de actividad, (2) la persona tiene que usar lo que le es propio, (3) de la acción no puede seguirse una consecuencia dañina per accidens, (4) la acción es buena en la medida que su causa sea del tipo de bien relevante para el individuo o los individuos ejecutores, para que una acción sea mala basta que falle una de las consideraciones.
Los preceptos de la ley natural están divididos en los primeros principios genuinamente universales que no admiten excepción alguna y las conclusiones secundarias que se siguen de ellos. No existen reglas para aplicar las reglas, los factores en los casos individuales son indeterminados y variables.
El juicio referente a los casos individuales ha de dejarse a la prudentia de cada quien y, aunque la prudentia tiene como campo lo particular, puede educarse por la reflexión general. Es la prudentia (phronesis) la virtud sin la cual el juicio y la acción en ciertas ocasiones carecerían de recursos más allá de lo básico que le brinda la synderesis; por la prudentia, comprendemos la relevancia de los preceptos de la ley natural en situaciones particulares y nos orientamos hacia la acción correcta con respecto a todos los demás aspectos de lo que sea bueno o malo.
El Aquinate también sigue a Aristóteles cuando clasifica la prudencia en: (1) aquello que concierne al propio bien, (2) lo que concierne a los bienes de la casa y, (3) lo que concierne al bien común de la comunidad política y social; pero, se diferencia de Aristóteles en que la prudentia tiene una dimensión teológica, incluso cuando se ejerce como virtud natural.
Aristóteles advertía que la virtud corregía la prohairesis y que es la prudentia la que dirige bien la electio, “pero la prudentia junto con las demás virtudes y reforzadas por ellas. El Aquinate, curiosamente, sigue a Platón y a Cicerón en lugar de Aristóteles al utilizar el esquema de las cuatro virtudes cardinales como clave para las relaciones de las virtudes morales entre sí, y esto es mucho más llamativo puesto que adoptó la definición de virtud de Aristóteles (Comentario a la Ética II, lec. 7), integrándola con la de San Agustín en un relato singular (S.T. I-IIae, 55, 1, 2 y 6). El Aquinate expone y explica el esquema de las cuatro virtudes fundamentales considerando cómo las virtudes pueden clasificarse primero en términos del principio formal de cada una, lo que cada de una de ellas es, y en segundo lugar en términos del objeto del que trata cada una. Resulta que las dos clasificaciones coinciden. La prudencia es un ejercicio de la razón y a la vez tiene que ver con cómo la razón tiene que obrar en la práctica. La justicia es una aplicación de la razón a la conducta y concierne con cómo la voluntad puede dirigirse racionalmente hacia la conducta correcta. La templanza es el freno de las pasiones contrarias a la razón, y su objeto es «el apetito concupiscible» que nos urge a actuar contrariamente a la razón, mientras que la valentía es la firmeza en las pasiones para lo que la razón requiere, cuando el miedo al peligro o a las dificultades nos urgen del modo contrario, y su objeto es «el apetito irascible» que así surge (S.T. Ia-IIae, 61, 2)”. (MacIntyre, 1994b: 198)
6. El fracaso del proyecto ilustrado
Las argumentaciones de ilustrados como Hume, Smith, Kant y otros fracasan porque comparten características derivadas de un trasfondo común histórico, de un esquema de creencias morales que se había hecho incoherente. Estas creencias compartidas provenían de su pasado cristiano, estaban además de acuerdo con el carácter de la moral y que debía haber una justificación racional de la misma. Sus premisas se refieren a un rasgo o a rasgos de la naturaleza humana y a las reglas, a su vez, estas se refieren a la naturaleza humana; para Hume, por ejemplo, lo relevante de la naturaleza humana son las pasiones. La argumentación iría así de las premisas referidas a la naturaleza humana a las conclusiones acerca de la autoridad de las reglas y preceptos morales.
La forma general del esquema moral que es el antepasado de estas concepciones es el que llegó a dominar en Europa desde el s. XII, aproximadamente, la estructura de este esquema es la que Aristóteles analizó en la Ética a Nicómaco, el esquema tiene tres elementos: (1) la concepción de una naturaleza ineducada, (2) los preceptos de una ética racional y (3) cómo sería la naturaleza humana si realizará su télos. La ética es la ciencia que nos hace capaces de pasar de ser naturaleza ineducada a naturaleza realizada, el esquema fue ampliado, enriquecido, pero no alterado, al ser colocado en el marco de creencias teístas como la del Aquinate; entonces los preceptos ya no sólo fueron entendidos como mandatos teleológicos, sino como expresiones de una ley divinamente ordenada, la tabla de virtudes y vicios también fue modificado y el concepto de pecado se añadió al concepto aristotélico de error; mientras la versión teísta de la moral clásica predominó: “Decir lo que alguien debe hacer es también y al mismo tiempo decir que curso de acción, en las circunstancias dadas, guiará eficazmente hacia el verdadero fin del hombre y decir lo que exige la ley, ordenada por Dios, y comprendida por la razón. Las sentencias morales se usan entonces dentro de este marco para sustentar pretensiones verdaderas o falsas”. (MacIntyre, 1987:77)
La moral clásica tuvo su punto de quiebre con el ingreso en escena del protestantismo y el catolicismo janseanista, entonces se presenta una nueva concepción de la razón, ya esta no puede dar ninguna auténtica comprensión del verdadero fin del hombre, ahora la razón es incapaz de corregir nuestras pasiones[3]. Pero, se conserva la oposición entre el cómo es el hombre y el cómo podría ser (si realizara su télos).
Es Pascal, quien se percata que la concepción de la razón protestante-jansenista coincide en buena medida con la concepción de la nueva ciencia y de la nueva filosofía del s. XVII; la razón no comprende esencias o pasos de la potencia al acto. “La razón es cálculo; puede asentar verdades de hecho y relaciones matemáticas pero nada más. En el dominio de la práctica puede hablar solamente de medios. Debe callar acerca de los fines”. (Ibíd.)
Los filósofos de la Ilustración se oponen a cualquier visión teleológica de la naturaleza humana, a cualquier visión esencialista del hombre que defina su propio fin. Ésta es la razón para MacIntyre del porqué del fracaso de la Ilustración en su proyecto de encontrar una base para la moral.
La ética, teórica o práctica, para MacIntyre consiste, como ya hemos visto, en llevar al hombre de un estadio ineducado hacia su verdadero fin; al eliminarse la noción de una naturaleza esencial humana y con esto la noción del télos humano, quedan los otros dos elementos en una relación que se torna oscura, queda una visión de una naturaleza humana ineducada y un conjunto de mandatos desvinculados de su contexto teleológico. Entendidos de esta manera, los mandatos de la moral y la naturaleza humana, se presenta por parte de la naturaleza mencionada una fuerte tendencia a desobedecer, por esto se intentó encontrar una base racional para las creencias morales. Así los ilustrados heredaron “fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, cómo no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban” (MacIntyre, 1987: 79). Aunque, páginas más adelante, MacIntyre rectifica en algo esta primera afirmación, es decir, acepta que sí pudieron reconocer en algo esta imposibilidad, en especial Kant, quien en el segundo libro de la Crítica de la razón práctica reconoce que sin un segmento teleológico el proyecto total de la moral se vuelve ininteligible y esto lo presenta como «un supuesto previo de la razón práctica pura».
Separar la moral de este trasfondo teleológico es ya no tener moral, o es cambiar radicalmente su carácter; y esto se deja notar en los escritos de los filósofos morales del s. XVIII, “en sus argumentaciones negativas se acercaban cada vez más a una versión no restringida del argumento de que no existe razonamiento válido que partiendo de premisas enteramente fácticas permita llegar a conclusiones valorativas o morales. Es decir, que se aproximan a un principio que, una vez aceptado, se constituye en el epitafio de todo su proyecto. Hume todavía expresa este argumento más en forma de duda que de aserto positivo” (MacIntyre, 1987: 80). Cuando observa que en los sistemas morales (del pasado) se hace una transición de sentencias referidas a Dios y a la naturaleza humana hacia juicios morales. “El mismo principio general, no expresado ya como una pregunta, sino como afirmación, aparece en la insistencia de Kant en cuanto a que los mandatos de la ley moral no pueden ser derivados de ningún conjunto de proposiciones acerca de la felicidad humana o la voluntad de Dios”. (Ibíd.)
Posteriormente, se llega “a formular la tesis de que ninguna conclusión moral se sigue válidamente de un conjunto de premisas factuales como «verdad lógica»” (Ibíd.). MacIntyre se opone especialmente a esta tesis, observando que hay varios tipos de razonamiento válido en cuya conclusión puede aparecer algún elemento no presente en las premisas, como ocurre en el ejemplo de A.N. Prior: “De «él es un capitán de barco» se infiere válidamente que «él debe hacer todo aquello que un capitán de barco debe hacer»”. Esto muestra que la tesis en cuestión postula un principio lógico general, sin restricciones, del cual se hace depender todo, lo que es incorrecto, y que como mínimo es una verdad gramatical el que de una premisa «es» puede, a veces, llegarse a una conclusión «debe».
La propuesta que plantea MacIntyre es que “se puede afirmar un principio cuya validez deriva, no de un principio lógico general, sino del significado de los términos clave empleados” (MacIntyre, 1987: 81). Así de premisas factuales como «este reloj es impreciso marcando el tiempo», o «es demasiado pesado para llevarlo» se sigue la conclusión valorativa «éste es un mal reloj»; o de «él consigue una cosecha mejor por acre que cualquier otro granjero», o «él gana todos los primeros premios en las ferias de agricultura» se sigue la conclusión válida «él es un buen granjero». En estos casos, se hace uso de conceptos funcionales, «reloj» y «granjero» se refieren al propósito y función que característicamente se espera cumpla un reloj o un granjero. “Por ello cualquier razonamiento basado en premisas que afirman que se satisfacen los criterios adecuados a una conclusión que afirma que «esto es un buen tal y tal», donde «tal y tal» recae sobre un sujeto definido mediante un concepto funcional, será una argumentación válida que lleva de premisas factuales a una conclusión valorativa”. (MacIntyre, 1987: 82)
La argumentación tradicional clásica aristotélica, en cualquiera de sus versiones, comprende como mínimo el concepto de hombre “entendido como poseedor de una naturaleza esencial y de un propósito o función esenciales” (MacIntyre, 1987: 83); hombre se refiere a buen hombre, así como reloj se refiere a un buen reloj; pero “el uso de «hombre» como concepto funcional es más antiguo que Aristóteles y no deriva inicialmente de la biología metafísica de Aristóteles. Radica en las formas de vida social a que prestan expresión los teóricos de la tradición clásica. Con arreglo a esta tradición, ser un hombre es desempeñar una serie de papeles,...Sólo cuando el hombre se piensa como individuo previo y separado de todo papel, «hombre» deja de ser un concepto funcional”. (Ibíd.)
Todo esto supone cambios en el significado de algunos términos morales clave, así como en sus relaciones de encadenamiento y sobretodo en los modismos morales; el principio «ninguna conclusión debe de premisas es» se convierte en “una verdad sin fisuras para filósofos cuya cultura sólo posee el vocabulario moral empobrecido”, resultante de lo ocurrido desde el s. XVIII. Lo que ha sido tomado como una verdad lógica es signo de una deficiencia profunda de conciencia histórica que informaba y que aún ahora afecta a la filosofía moral. “Por ello su proclamación inicial fue en sí misma un acontecimiento histórico crucial. Señala la ruptura final con la tradición clásica y el fracaso decisivo del proyecto dieciochesco de justificar la moral dentro del contexto formado por fragmentos heredados, pero ya incoherentes, sacados fuera de su tradición”. (Ibíd.)
Conclusiones
1. MacIntyre presenta una explicación ética de orden histórico y conceptual, dentro del orden histórico está comprendido lo sociológico. Su punto de partida es la sociedad heroica, en esta los conceptos morales se refieren no a cualidades abstractas o impersonales, sino se trata de conceptos funcionales referidos a roles bien definidos, asumidos tanto por los individuos como exigidos por el contexto social; pero esta sociedad cambia y al cambiar cambian los conceptos, volviéndose imprecisos y ambiguos. Esto es lo que se nota, por ejemplo, en los siglos VI y V a.C. en el mundo griego. El nuevo contexto es la polis, en relación a esta se produce el planteamiento clásico y tradicional del pensamiento moral: la ética aristotélica. Con el cristianismo se hace parte del pensamiento moral las enseñanzas bíblicas, pero estas, a su vez, requieren de un intérprete autorizado, esta nueva tradición se inicia con Agustín. En el s. XII, sin embargo, y con motivo del redescubrimiento de Aristóteles, hay un choque de dos tradiciones, quien logra superar este conflicto, integrando ambas tradiciones en una sola es el Aquinate; el planteamiento tradicional en la moral se mantiene con total dominio sobre la mentalidad occidental hasta que el protestantismo y el catolicismo janseanista plantean un rumbo diferente.
2. Un nuevo rumbo para la ética viene con el proyecto ilustrado, que pretende fundamentar la ética basándose en una razón que solo se fija en los medios o en el cálculo, y que solo toma dos elementos de la ética aristotélica: una naturaleza humana ineducada y los preceptos o normas morales, dejando de lado el télos y la naturaleza esencial del hombre; esto hace que todos los intentos de este tipo hayan sido infructuosos, generando un debate interminable, y un predominio de lo subjetivo o lo emotivo en las éticas modernas. MacIntyre es especialmente contrario a la tesis de la ética moderna de que no se puede inferir válidamente un debe de un es, es decir, que no se puede inferir una conclusión valorativa de premisas fácticas, su propuesta es un tipo de inferencia basada en conceptos funcionales.
3. La posición filosófica político-moral de MacIntyre es la de un ultra conservador, en cuyo discurso se muestra una fuerte añoranza por las sociedades estamentales y una defensa cerrada y muy bien documentada del catolicismo tradicional, por esto no es de extrañar su apología de la autoridad eclesiástica y su firme creencia de que es dispuesta por Dios. El aspecto más destacable de su propuesta es que advierte que cualquier interpretación filosófica, sociológica o ética es incorrecta, si está descontextualizada.
* Este artículo es publicado con autorización del autor
[1] “…MacIntyre no define las virtudes, como lo hace Aristóteles y toda la tradición que le sigue, como aquellas disposiciones que nos capacitan para realizar en comunidad de manera excelente al ser-humano en cuanto tal, sino como las disposiciones que nos capacitan para realizar excelentemente determinadas actividades, que llama “prácticas”. Entiende por “práctica” una actividad cooperativa que no está dirigida instrumentalmente a un bien exterior a ella, sino que se efectúa por ella misma (…).
MacIntyre resalta sin duda el hecho de que el concepto de las “prácticas” (que no ha sido definido de modo particularmente claro) no es en y por sí suficiente, sino que es preciso añadir dos dimensiones más,(…): primero, las “prácticas” deben acomodarse a un todo de la vida, y segundo, se debe vigilar que las instituciones en las que se ejercitan sean portadoras de tradiciones”. (Tugendhat, 1997: 211-212)
[2] Jean Porter observa que After Virtue establece un programa para futuros trabajos (Whose Justice? Which Rationality?, Three Rival Versions of Moral Enquiry) , aunque este programa no permanecerá inalterable en su desarrollo. En el planteamiento de After Virtue es de notar que el núcleo conceptual de la virtud que unifica la tradición de las virtudes éticas se construye en tres etapas: a) un trasfondo al que denomina MacIntyre “práctica”, b) un relato al que denomina “orden narrativo de una simple vida humana” y c) la tradición moral. Cada etapa supone la anterior, pero no ocurre lo contrario. Lo que caracteriza a la práctica es su orientación a bienes intrínsecos, pero las prácticas en sí mismas no son virtudes. La segunda etapa supone concebir la vida humana como una totalidad unificada, entonces nuestras vidas como una totalidad se mantienen juntas por una unidad narrativa, lo cual es central para la identidad del individuo; además, la unidad narrativa de una vida individual es teleológica. En cuanto a las tradiciones, estas proveen la etapa final necesaria para el desarrollo del concepto de virtud, porque comprenden a comunidades de indagación que, a su vez, requieren virtudes para continuar existiendo. Cf. Porter, Jean “Tradition in the Recent Work of Alasdair MacIntyre” en Murphy, 2003: 39-41.
[3] “Curiosamente, tanto los neoconservadores como los viejos conservadores á la MacIntyre contemplan nuestros momentos como la etapa última de una historia, que empezó en una época dorada y nos condujo más tarde, por un «pecado», a una situación apocalíptica como la caída del Imperio romano. Sólo que en el bosquejo veteranoconservador de MacIntyre la Edad de Oro lo es de un lenguaje moral pleno de sentido, ya que los deberes morales vienen racionalmente exigidos por un télos a que el hombre aspira y el individuo sabe que virtudes debe incorporar para mantener viva la comunidad en la que cobra su propia identidad. La «caída» se produce a lo largo de la Modernidad, cuando la razón deja de percibir los fines, desde los que era racional exigir deberes, y cuando el individuo cambia su identidad concreta comunitaria, por esa «identidad abstracta» que le presta el universalismo moderno: ser sujeto de deberes y derechos, ciudadano del mundo”. (Cortina, 1990:130)
Referencias bibliográficas
CORTINA, Adela (1990): Ética sin moral. Editorial Tecnos, Madrid.
MACINTYRE, Alasdair (1994a): Historia de la ética. Ediciones Paidós Ibérica,
S.A., Barcelona, título original: A Short History of
Ethics (1966), traducción de Roberto Juan Walton.
— (1994b): Justicia y racionalidad. Ediciones Internacionales
Universitarias, Eiunsa, S.A., Barcelona, título original:
Whose justice? Which rationality? (1988), traducción
de Alejo G. Sisón.
— (1987): Tras la virtud. Editorial Crítica, Barcelona, título
original: After Virtue (1984), traducción de Amelia
Valcárcel.
— (1992): Tres versiones rivales de la ética. Ediciones RIALP,
S.A., Madrid, título original: Three Rival Versions of
Moral Enquiry (1990), traducción de Rogelio Rovira.
MURPHY, Mark C. [Editor] (2003): Alasdair MacIntyre, Cambridge University Press,
New York.
TUGENDHAT, Ernst (1997): Lecciones de ética. Barcelona. Gedisa, título
original: Vorlesungen über Ethik (1993), traducción de
Luis Román Rabanaque
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