Mundialización Y Multiculturalismo

Alfonso Ibáñez (*)



Desde el punto de vista cultural, la globalizacón puede interpretarse fundamentalmente de dos maneras opuestas: o bien como un proceso hacia una sociedad global que esté constituida por una única cultura; o bien como la construcción de una sociedad planetaria en la que participen las diversas culturas del mundo, en un proceso en el que cada una enriquezca a la sociedad global y al mismo tiempo se beneficie del intercambio y de la cooperación con las otras
(León Olivé 1999:16)



El escenario de la aldea global
La tan mentada “globalización” de la economía y las comunicaciones es un fenómeno que viene de lejos, inherente al despliegue de la modernidad capitalista desde la conquista de América. Incluso se puede debatir ahora en torno a su configuración y etapas de expansión en el tiempo y en el espacio. Pero lo importante es que en los últimos decenios el proceso de globalización de lo local y de relocalización de lo global, se ha hecho más contundente y acelerado con la extraordinaria movilidad del capital financiero y de las imágenes microelectrónicas, sobre todo al término de la bipolaridad del mundo que suponía la “guerra fría”. Ello nos impele
a releer nuestra situación, nuestra manera de “estar en el mundo”, con una conciencia más planetaria.

Ya que la disyuntiva que planteaba José Carlos Mariátegui en su tiempo parece ser más cierta que nunca: “El problema de hoy es mundial. Ningún pueblo puede hallar su salud separándose de los otros. O salvarse juntos o desaparecer juntos”(Mariátegui 1970:201). En este siglo XXI que comenzamos ya, la aventura humana con todas sus incertidumbres y perplejidades, se juega en lo sucesivo a escala mundial. De ahí la pertinencia de suscitar y fomentar, en todos y cada uno de nosotros, junto con las ciudadanías étnicas, nacionales o regionales, una ciudadanía mundial o planetaria. Nuestro mundo se hace cada vez más ancho y menos ajeno, obligándonos a posesionarnos y movernos también en el escenario planetario. Pues según lo enuncia Vicente Santuc, “como nunca la ‘humanidad’ de los humanos de hoy y de mañana está entregada a nuestras propias manos”(Santuc 1998:195).

Ahora bien, los procesos de globalización e integración de la “economía-mundo” no están desligados de las dinámicas de exclusión y desintegración, que ocurren simultáneamente. Motivo por el cual se ponen de manifiesto nuevas contradicciones y oposiciones en lo económico, como en lo político y cultural. La brecha entre el Norte y el Sur se hace aún más abismal, y el enriquecimiento de una pequeña élite conectada al poder eco-tecno-científico, conlleva el empobrecimiento acrecentado de la mayor parte de la población mundial. Así, por ejemplo, en un reciente informe de las Naciones Unidas se señala que actualmente la fortuna sumada de las 225 familias más adineradas del planeta equivale a lo que posee el 47% más pobre de la población total del mundo, alrededor de 2,500 millones de habitantes.

Por ello, aludiendo a las tesis de Fukuyama, Jacques Derrida exclama: “Hay que decirlo a gritos, en el momento en que algunos se atreven a neoevangelizar en nombre del ideal de una democracia liberal que, por fin, ha culminado en sí misma como en el ideal de la historia humana: jamás la violencia, la desigualdad, la exclusión, la hambruna y, por tanto, la opresión económica han afectado a tantos seres humanos, en la historia de la tierra y de la humanidad”(Derrida 1995:99). De ahí que el globo de la globalización no sea tan espléndido como imaginan algunos, ya que más bien aparece muy maltrecho y hasta perverso, generando otras jerarquías, dependencias y marginaciones. Es que en la “aldea global”, no todos los barrios tienen una participación protagónica y creativa. Al contrario, campean la asimetría y la exclusión.

Por otro lado, la agresiva globalización neoliberal con sus políticas homogeneizantes, que implanta por todas partes, provoca la fragmentación de las identidades culturales y el repliegue defensivo en los fundamentalismos nacionalistas e integrismos políticos y religiosos. Es que el “todo es mercado” genera inseguridad y exacerba las crisis identitarias, despertando “reflejos tribales” en lo individual y colectivo. Por lo demás, como lo explicita Martín Hopenhayn, “se agiganta la brecha entre quienes poseen el dinero y quienes consumen las imágenes... crece simultáneamente una cultura de expectativas de consumo y una cultura de frustración o sublimación de aquéllas”(Hopenhayn 1999:20).

Se abre así un panorama altamente conflictivo que habrá que afrontar, al mismo tiempo, en lo local y en lo global, pensando y actuando articuladamente en lo micro y lo macrosocial. Para ello habrá que encontrar la forma de superar tanto los universalismos abstractos, que con frecuencia se muestran como la imposición de una cultura específica, como los particularismos estrechos y etnocéntricos. Ya que tanto la búsqueda de una sola cultura universal según el patrón de la modernidad capitalista, como el relativismo multicultural, pueden resultar a la postre excluyentes de los demás, negando la pluralidad de formas de vida que, felizmente, todavía existen sobre el planeta Tierra.

¿Una modernidad heterogénea?
El estilo de vida de la modernidad occidental con su afán de dominio racional ilimitado, no es universalizable, porque ello llevaría de inmediato a cruzar los umbrales ecológicos sostenibles de la Tierra, es decir a la autodestrucción. Pero, además, no es deseable por el vaciamiento del sentido que implica el consumismo hedonista y por atentar contra la diversidad cultural de los seres humanos. Frente a la “crisis civilizatoria” que experimentamos hoy día, donde se evidencia la crisis de hegemonía del modo euronorteamericano de humanidad, habría que asumir el desafío de imaginar, pensar y realizar una “utopía de la diversidad”. Un proyecto que signifique otra modernidad donde se respeten y propicien las alteridades sociales, étnicas y culturales, siempre y cuando no se encapsulen en sí mismas y permanezcan abiertas a las demás.

Ello no supone, por tanto, aceptar el “tribalismo” de algunas posturas comunitaristas extremas que festejan la incomunicación intercultural, sino encontrar una nueva manera de vivir-bien-juntos a escala mundial, compartiendo la finitud humana, fomentando los encuentros fecundos, los mestizajes y hasta las hibridaciones étnico-culturales. A condición, claro está, de que no se reduzcan a la “ecualización” estandarizadora de la industria cultural e informativa, que tiende a nivelar los gustos, valores y formas de vida. “Dada la parcial regionalización de la producción –matiza Néstor García Canclini-, atenta hasta cierto punto a la diversidad del mundo, lo más inquietante de la globalización ejecutada por las industrias culturales no es la homogeneización de lo diferente sino la institucionalización comercial de las innovaciones, la crítica y la incertidumbre”(García Canclini 1999:163). De cualquier modo, ante la universalización espuria del mercado, surge la genuina universalidad que podría configurarse en la eclosíón multicultural.

Para ello quizás sea indispensable forjar una racionalidad ético-política planetaria, que reoriente a la razón instrumental del sistema-mundo y posibilite una “buena vida” para todos los pueblos e individuos. Una ética global que defina un núcleo de principios y valores morales compartidos, promoviendo la convivencia cultural mediante nuevos acuerdos sociopolíticos. Una mundialización diferente que no aliente el productivismo exacerbado del “pancapitalismo”, que según muestra Immanuel Wallerstein estaría llegando a sus límites estructurales(Wallerstein 1998:35-64), sino el florecimiento democrático, justo y solidario, de las distintas formas de vida que anhelan alcanzar la felicidad.

Como lo sugiere Francis Guibal, “queda entonces por buscar y por trazar la vía alternativa del ‘uno’ que (se) relaciona y asocia sin confundirse, que se pone en contacto –sin absorberse- con los otros; o sea, el camino de una política cultural concretamente cosmopolita, que dejaría circular el sentido (común) a través de las diversas herencias históricas como a través de las singularidades existenciales nómadas, favoreciendo en la medida de lo posible ‘mestizajes étnicos y culturales’”(Guibal 1995:225). De modo que el reconocimiento del otro implique un colocarse en su propia piel, experiencia de la cual uno no sale nunca indemne, sin sufrir algún tipo de metamorfosis. Ello induciría a proyectar no sólo una utopía de la diversidad, como indicamos antes, sino también una “utopía transcultural” donde el nomadismo de los pasajes interculturales sería mucho más fluido y consistente, suscitando la creación de otras variaciones de la existencia humana hasta ahora desconocidas.

Al respeco, Hopenhayn sostiene que el nuevo deseo libertario de la modernidad estribaría en la promesa de ensanchar el espacio de la subjetividad en la multiplicación del intercambio comunitario: “La utopía transcultural apostaría, pues, a que en la progresiva permeabilidad entre culturas y sensibilidades distintas, resultado del efecto mediático y migratorio, todos vamos desarrollando una suerte de pasión antropológica, donde el conocimiento del otro-radicalmente-distinto nos embarga en el juego de ser otros... Más que respeto multicultural, autorrecreación transcultural”(Hopenhay 1999:24-25). Pero dicha utopía transcultural resulta impensable si no se reducen las desigualdades sociales en el intercambio simbólico, si no se encaran los contrastes entre integración simbólica y desintegración material.

La tarea es entonces inmensa y entraña una gran responsabilidad a nivel personal y global. Antes que nada, habrá que detener la demencial lógica del “nuevo (des)orden mundial”, haciéndonos eco de los neozapatistas de Chiapas que, con su “¡ya basta!” de indignación, reclaman un mundo que abarque muchos mundos y donde sea posible que todos quepamos. En su discurso puntualizan: “Tantos mundos como sea necesario para que cada hombre y mujer tenga una vida digna donde sea, y que cada quién esté satisfecho con lo que su concepto de dignidad significa”(EZLN 1996:70). Ello exige neutralizar la lógica de la acumulación del capital, a fin de poner la economía al servicio de la vida y de la satisfacción de las necesidades humanas, entre ellas las culturales y de plena autorrealización.

En este horizonte y en este esfuerzo por crear un orden social de “post-escasez”, compartido por todos, los pueblos ricos tendrán mucho que aprender de los pueblos pobres, como advierte Anthony Guiddens al referirse al futuro del bienestar y al desarrollo alternativo(Guiddens 1996:181-204), así como los “civilizados” de los “bárbaros”. Y a todos, cada uno desde el lugar donde nos toque estar y actuar, nos corresponde reelaborar nuestra propia identidad en la práctica de una autonomía abierta a los otros, ensayando e inventando la comunicación intercultural, la conjugación del pasado y el futuro, de lo tradicional y lo moderno, de lo local con lo mundial, del conocimiento tecnocientífico con los valores éticos más universalizables. Tal vez así encontremos motivos renovados para la esperanza humana en el nuevo milenio.

El derecho a la diferencia
El proceso de “occidentalización” del mundo hace rato que está en marcha. La globalización de la informática no hace más que apresurar el advenimiento de la “cultura-mundo”, pero ese proceso no está completamente acabado. Más bien suscita desconciertos y resistencias por el desarraigo que propaga, pese a que abre a su vez otras posibilidades. Con razón García Canclini escribe que “la globalización es imaginada con más facilidad para los mercados que para los seres humanos. Otra manera de decirlo es que hemos transitado de la modernidad ilustrada a la modernidad neoliberal”(García Canclini 1999:81). De ahí la importancia de defender ahora el derecho a las diferencias culturales, que permita el despliegue creativo de cada una de ellas. Sin embargo, ese derecho tendría que estar acompañado por el derecho complementario a participar en la construcción de la sociedad nacional y mundial.

Para ello las diversas herencias culturales deberán hacerse de algún modo “autorreflexivas”, animando la propia transformación, sin pérdida de la identidad, en la interacción dialogal con las otras tradiciones. Sucede que la identidad cultural no es una esencia fija e inmutable, sino la imagen de uno mismo que está expuesta siempre al cambio y la innovación, con tal de que sea libremente elegido. Pues como lo sostenía el Amauta peruano, a propósito del movimiento indígena socialista, “la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla”(Mariátegui 1972:117). Ahora mucho más cuando, como explica Guiddens, somos la primera generación que vive en una sociedad totalmente “postradicional”, ya que “en el contexto de un orden universalizador y cosmopolita, las tradiciones se ponen constantemente en contacto, unas con otras, y se ven obligadas a ‘manifestarse’”(Guiddens:1996:90). La compresión del espacio comunicativo pone lado a lado toda la diversidad de tradiciones existentes, forzándolas a “desnudarse” y a argumentar sobre sus fundamentos de valor. Por consiguiente se plantea la pregunta de “¿cómo vamos a vivir?” en un mundo de tradiciones perdidas y naturaleza socializada.

En esta perspectiva, como ya lo insinuamos, habrá que ir más allá de la posición absolutista de los ilustrados que piensan que hay una única razón universal en la que todos tendríamos que coincidir, tarde o temprano. Pero también de la reacción opuesta relativista y de una cierta “posmodernidad”, que lleva a pensar que la racionalidad es tributaria de cada contexto cultural particular. Al respecto resulta muy esclarecedor el “modelo pluralista” que propone León Olivé en su reciente libro, donde piensa las diferentes cosmovisiones y maneras de ser humano, en atención a la diversidad epistemológica y valorativa, sin anular la necesaria comprensión mutua en la convivencia planetaria.

Óptica desde la cual opina que “el progreso de la sociedad futura depende de que logremos recuperar socialmente los valores del respeto al prójimo y a su comunidad, y de que le demos sentido a la noción de humanidad, no sólo como una especie biológica, sino como una auténtica comunidad global, en la que no puede dejar de haber diferencias –entre ellas las culturales- pero donde también existen proyectos comunes acordados entre las diversas partes”(Olivé 1999:36). En efecto, aceptando la pluralidad sociocultural que nos constituye y la posibilidad de actuar cooperativamente, se puede llegar, por el ejercicio de una democracia dialogal, a consensos fundamentales sobre lo que puede ser o significar la dignidad humana, las necesidades básicas o los derechos humanos. Todo ello susceptible de ser revisado y replanteado, una y otra vez, con la participación protagónica de los distintos pueblos y culturas. La democratización dialogante puede contribuir así a instaurar un “cosmopolitismo cultural”, a través de la relación permanente que se establece entre autonomía y solidaridad de los múltiples sujetos sociales.


Democracia y pluralismo
Para finalizar, cabe expresar que el gran desafío de México en el presente, así como de los otros países latinoamericanos, consiste en radicalizar la democracia hasta conseguir una sociedad más igualitaria y un Estado pluricultural, con la intervención decidida de los diferentes actores sociales y políticos, especialmente de los movimientos antisistémicos que son los que dinamizan a la sociedad civil. Precisamente porque esos movimientos, como el feminista, el ecológico o el indígena, son portadores de un imaginario y de unas matrices culturales que no encajan dentro de “la civilización realmente existente”. Como muy bien lo ha señalado Luis Villoro, “el fin de una democracia participativa sería el tránsito del Estado homogéneo a una forma nueva de Estado respetuoso de su diversidad interna. ‘Forjar la patria’ no sería ya tratar de integrar a todos los componentes del país en el mismo molde, sino desarrollar, en una armonía superior, la riqueza de una multiplicidad de variaciones de vida”(Villorio 1998:60). Ya que la democracia no es tanto el triunfo del pueblo, según la reflexión de Alain Touraine, como la subordinación del mundo de las obras, de la técnica y de las instituciones, a la capacidad creadora y transformadora de los individuos y colectividades(Touraine 1994:344).

Sólo así México podrá exigir un sitio legítimo en la sociedad mundial y en la gestación de una verdadera civilización planetaria, que bien pudiera ser el “neosocialismo” del que se atreve a hablar Octavio Ianni cuando afirma que “si puede haber una nueva modalidad de ‘reencantamiento del mundo’, el neosocialismo obviamente estará abierto a la pluralidad de los mundos. No expresará ni realizará sólo una idea sino las condiciones y las posibilidades de transparencia en las relaciones sociales en general”(Ianni 1998:22). Porque como ya lo subrayaba Marx, el valor que interesa no es la riqueza que se persigue en las transacciones mercaniles regidas por la obtención de ganancias económicas, sino que el valor supremo es la misma riqueza humana. Ahora bien, la amplificación de las redes planetarias de la comunicación abren la puerta, como nunca antes, a la globalización de los esfuerzos por transformar el actual estado de cosas, hacia una mundialización de la solidaridad democrática.

Tal alternativa de democracia radical no podrá dejar de ser intercultural y transcultural, profundamente respetuosa de los individuos y los grupos, de sus derechos y libertades. Ello significa que el neosocialismo o el “socialismo posmoderno”, como lo llaman algunos, asumirá formas distintas y descentralizadas, según las iniciativas autogestionarias de los diferentes sujetos que participen en el combate por el advenimiento de un mundo más humano. Pues como lo enfatizan Victor Flores Olea y Abelardo Mariña Flores, “este ‘socialismo posmoderno’ no lucha únicamente contra dictaduras y tiranías, ni contra dominios coloniales e imperialistas. Su ‘adversario’ es algo más sutil: la democracia liberal que ha traicionado sus valores liberadores y que se ha convertido en la ideología y en la divisa de un nuevo tipo de dominación: la del capital global que destruye el hábitat espiritual y cultural de los hombres y, por supuesto, que arruina a la naturaleza, que extrema la pobreza y la riqueza, que impone valores espurios como formas de vida en definitiva aniquiladoras de las capacidades creativas del ser humano”(Flores Olea y Mariña Flores 1999:491). En este sentido, la colectividad mexicana, como todas las demás, tendrá que defender su propia identidad cultural polifacética y creativa, al mismo tiempo que su derecho a participar en la construcción de una globalización alternativa más democrática, inclusiva y diversificada.


Bibliografía

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(*) Alfonso Ibáñez, ha publicado: Mariátegui: Revolución y utopía (1978), Educación Popular y Proyecto Histórico (1988) y en colaboración con Francis Guibal Mariátegui, Hoy (1987) y Agnes Heller: la satisfacción de las necesidades radicales (1989). Fue profesor de filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y miembro de su Instituto de Investigaciones Humanísticas así como de SUR, Casa de Estudios del Socialismo. Actualmente es docente de la Universidad de Guadalajara – México.