Xabier Etxeberria[1]
Nos hallamos a las puertas del año 2.000, lo que está provocando una notable expectación. Para algunos va a ser motivo de fiesta desbordante, para otros una buena ocasión de hacer determinados negocios, para otros un momento especial de balances y perspectivas de futuro, sin que falten tampoco quienes lo liguen con amenazas –y promesas- apocalípticas. ¿Y qué hay en el fondo de todo ello? Aparentemente al menos, una simple fecha temporal. Dentro de poco esas puertas se abrirán para dar paso a un nuevo milenio de la era cristiana.
¿Por qué aplicamos la metáfora de las puertas que se abren, inaugurando una nueva época, a un momento concreto del movimiento constante y aparentemente monótono de astros y estaciones? ¿Por qué la humanidad ha ideado éste y otros tratamientos para lo que percibía como fluir ininterrumpido del tiempo? ¿Ha sido sobre todo por temores y supersticiones propios de mentalidades míticas, de los que hay que salvar sólo sus dimensiones pragmáticas (la utilidad de medir el tiempo) desterrando todo lo demás, o ha sido porque con ello pretendía enfrentarse a un real misterio del tiempo? La actual mentalidad tecnocientífica empuja fuertemente a la primera de las hipótesis. En estas líneas, en cambio, se pretende indagar la consistencia de la segunda, ver si “las puertas que nos abren al año 2.000” contienen una carga simbólica que nos abre al misterio del tiempo, ver si nosotros, ciudadanos de la ciudad secular, podemos transitar aún esa vía, y en qué condiciones críticas, ver en definitiva qué nos puede unir y qué nos puede separar de la experiencia de la temporalidad de nuestros antepasados.
Esta tarea no pretende ser ejercicio académico, pues está animada por la convicción de que la plenitud de nuestra realización está ligada a la capacidad para desbordar las aproximaciones empíricas a dimensiones decisivas de lo humano –como la temporalidad- por medio de acercamientos simbólicos que nos abren a su modo a realidades transempíricas.
1. La experiencia humana del tiempo y sus tensiones
Así como se ha dicho que el ser humano es un ser definido frente a los demás seres por su capacidad de lenguaje, podría decirse también de él que es un ser definido por su experiencia de temporalidad, por saberse un ser temporal. Lo que hace en nosotros posible experimentar el tiempo es nuestra capacidad para sintetizar: 1) las relaciones de sucesión, el antes y el después, que generan el pasado, presente y futuro, y dan al tiempo así concebido una dirección (que, como veremos, podrá ser expresada de modo doble: como la de la flecha o como la del círculo, apareciendo ya de esa manera la metáfora y el símbolo); 2) las relaciones de simultaneidad de los acontecimientos en uno de esos tres tiempos; 3) totalizaciones cuantificadas del “paso del tiempo”: éste, por un lado, tiene una continuidad, una duración, lo que hace evocar la pregunta de si tiene comienzo y fin o es ilimitado y, por otro lado, hace que los seres tengan una duración en el tiempo, más o menos larga; la inclinación a medir estas duraciones es inherente a tal percepción.
Aunque el ser humano ha tardado en conceptualizar con precisión estas condiciones de posibilidad de su experiencia del tiempo, ha vivido esta experiencia desde siempre, y la ha encontrado turbadora, paradójica, sugerente, temible... misteriosa. Su vivencia no ha sido uniforme y ha estado mediada por las creaciones culturales en las que se situaba, pero, centrados especialmente en nuestra propia tradición, podemos resaltar algunos aspectos relevantes de la misma.
En primer lugar, le ha golpeado la ineluctabilidad del tiempo que pasa y su fragilidad ante él. Por un lado, se ha encontrado impotente frente a una sucesión temporal que se le impone, que parece impedirle volver a hacer presente el pasado. Por otro lado, se ha encontrado también impotente ante una duración de su vida extremadamente corta frente a los ciclos del cosmos, y de la que no disponía, haciéndole complicada, insegura y muy limitada la tarea de convertir el futuro deseado y esperado en presente realizado: se ha sentido un ser de deseos ilimitados frustrados por un tiempo limitado, se ha sentido un ser permanentemente “necesitado de tiempo”. ¿Cabe algún remedio ante esta impotencia o debe el hombre resignarse viendo en ella la revelación de la debilidad de su condición?
Este sentirse “enfermo de tiempo” es algo que aparece expresado con gran vigor en diversos salmos: “Me concediste un palmo de vida, mis días no son nada ante Ti; el hombre no dura más que un soplo, se pasea como una sombra, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién” (Sal 38, 5-6). “Los hombres son un rebaño para el abismo (sheol), la Muerte es su pastor y bajan derechos a la tumba, su morada perpetua, en donde se desvanece su figura” (ver salmo 48). A estas imponentes metáforas de la vida humana que la experiencia del tiempo revelaría (palmo, soplo o suspiro, sombra), hay que añadirles otras, como “hierba que se seca” y “polvo”, que ven acrecentada su fragilidad con la ya citada de la muerte como “pastor” que nos conduce a nuestra “morada perpetua”: el sepulcro, el abismo. Ante experiencia tan desnudamente dolorosa de la fugacidad del tiempo de la vida, Israel se irá abriendo al “remedio” de la eternidad, pero no como algo tangible sino como entrada en el misterio. De momento, en estos salmos, el remedio es la oscura confianza en Dios: “Y ahora, Señor, ¿qué aguardo? Mi esperanza eres Tú” (Sal 38); “me sacarás de las garras del abismo” (Sal 48); “aunque sea un soplo, te fijas en mí” (Sal 143).
Avanzar en las vías de salvación y de apertura al misterio es, con todo, algo que se va a tratar más adelante. Sigamos ahora viendo las paradojas y tensiones de la experiencia del tiempo. La fragilidad por el control del pasado y el futuro tiende a vivirse trágicamente, pero no es la única salida posible. El tiempo puede ser visto como destructor (para empezar, de nuestra vida, pero también de otras muchas cosas como recuerdos, afectos, etc.), pero igualmente como constructor. Para resaltar esta ambivalencia, a los salmos anteriores se les puede contraponer un himno hindú que ve al Tiempo (es cierto que a un Tiempo más allá del tiempo divisible y medido) como potencia indivisible y omnipotente que “hace madurar los seres”, envuelve a las criaturas y “vigila cuando todos duermen”. Como si el “pastor” no fuera ya la muerte sino el propio Tiempo. Podemos privilegiar una u otra experiencia, pero es difícil negar que el acercamiento al tiempo las incluye, tensionadamente, a ambas.
La tercera tensión en la experiencia del tiempo emerge de algún modo de la primera. En principio, el fluir temporal tendemos a verlo externo a las cosas y a nosotros mismos, que debemos someternos a su ley inexorable: el tiempo viene a ser una especie de continente universal de todos los acontecimientos que se suceden. En el extremo de la afirmación de su exterioridad podemos hacerlo una “cosa” –que, de todos modos, se nos escapa a la percepción sensorial directa- o, impactados por su poder, divinizarlo más o menos personalizadamente, como ocurre en diversas mitologías. La exterioridad así afirmada resulta de este modo misteriosa, tan misteriosa que podemos incluso preguntarnos si no será irreal. Ante esta última sensación cabe volcarse hacia la propia interioridad, y percibir el tiempo fundamentalmente como una experiencia subjetiva de los humanos, como tiempo vivido en la conciencia.
Surgen así dos concepciones del tiempo que no se armonizan con facilidad: el tiempo del mundo y el tiempo de la vida humana, la inmensa temporalidad cósmica frente a la mínima temporalidad humana. Aunque se plantee medirlos a ambos con la misma unidad, no parecen ir al mismo ritmo. ¿Cuál es el tiempo que debe marcar la pauta? ¿Cabe hablar de exterioridad temporal que nos afecta? ¿Es amiga o distante e inmisericorde?
La cuarta tensión que puede señalarse ha sido ya esbozada. Los humanos nos sentimos sumergidos en la temporalidad que nos constituye y en la que vemos también sumergidas las realidades que conocemos pero, por otro lado, es una constante muy extendida en las más diversas culturas la afirmación de que la realidad última es de algún modo atemporal, incluso de que nuestro destino último es también liberarnos de las garras del tiempo. En estas circunstancias experimentamos el tiempo oponiéndolo a “lo otro del tiempo”, a lo eterno, ya sea que lo afirmemos como realidad estrictamente atemporal, ya sea que lo afirmemos como una especie de Tiempo sin tiempo, o como tiempo infinito. De nuevo, aquí, con ocasión de la experiencia temporal, volvemos a vislumbrar lo divino, aunque ahora por oposición.
Esta oposición está también muy presente en el mundo de los salmos, que no se preocupa tanto de enfrentar tiempo cósmico a tiempo humano cuanto tiempo volátil de las cosas creadas y especialmente de los humanos a tiempo divino: “desde siempre y por siempre, antes de que fuera engendrado el orbe de la tierra, tú eres Dios; para ti mil años son un ayer que pasó” (Sal 89); “nuestros días son como una sombra, tú en cambio reinas siempre” (Sal 101). ¿Cabe afirmar esa Realidad Eterna y a nosotros llamados a ser acogidos en su seno?
Resumiendo, la experiencia paradójica que los humanos hemos tenido del tiempo nos ha empujado a preguntarnos existencialmente sobre él, no sólo a buscar “saber” sino también a buscar cómo “salvarnos” de las trampas que aparecían; y en esa búsqueda los humanos se han topado con lo divino. Se han encontrado así con lo que han visto como misterio que a veces han querido dominar, manipular, y en otras ocasiones se han dejado “coger” por él. Y el modo de expresión y vivencia de ese hallazgo, de esas respuestas culturalmente plurales, ha sido, como no podía ser de otro modo, simbólico-mítico. Nos toca ahora analizar el sentido y alcance de esta simbólica del tiempo, haciendo en su momento una especial referencia a lo que la conexiona con el milenio, para pasar posteriormente a considerar si se sostiene o no en nuestro mundo tecnocientífico y secularizado.
2. Las respuestas simbólico-míticas tradicionales
Acabo de indicar que cuando se vislumbran realidades transempíricas –por ejemplo, en la experiencia del tiempo-, el único modo de expresarlas es el de la vía simbólico-mítica, vía que, por supuesto, es rechazada cuando se ignoran o se niegan esas realidades.
a) Breves precisiones en torno a símbolos y mitos
Para poder presentar adecuadamente esa vía para el caso del tiempo, comencemos por hacer algunas precisiones conceptuales. Siguiendo por mi parte en esta cuestión –de modo abusivamente sintético- a Ricoeur[2], puede decirse que símbolo es “toda estructura de significación en la que un sentido directo, primario, literal, designa además otro sentido indirecto, secundario, figurado, que no puede ser aprehendido más que a través del primero”. De este modo, se establece una comparación o analogía que hay que saber precisar con exactitud: “a diferencia de una comparación que consideramos desde fuera, el símbolo es el movimiento mismo del sentido primario que nos hace participar en el sentido latente y así nos asimila a lo simbolizado sin que podamos dominar intelectualmente la similitud”. Es decir, somos arrastrados al sentido segundo viviendo de un cierto modo el sentido primero (por ejemplo “mancha”, “desviación”, “cautividad”, son grandes símbolos del mal). Por eso precisamente, el símbolo se distingue de la alegoría, en la que el sentido literal sobra cuando ha sido “traducido”[3]. Este juego entre sentido directo y sentido oculto funciona de modo similar en la metáfora, en la que se da un “choque semántico” entre los sentidos hasta entonces asumidos de la palabra y la significación que el usarla como metáfora hace emerger, provocando de ese modo una revelación (un ejemplo de Shakespeare relativo a nuestro tema: “el tiempo es un mendigo”).
Los mitos vienen a ser símbolos secundarios, esto es, desarrollo de símbolos primarios en relatos que articulan personajes, tiempos y espacios no homologables a lo que hoy entendemos por historia y geografía. Consustancial al mito es, de este modo, su dimensión dramática, con sus episodios y sus protagonistas. El mito es así una producción imaginaria plasmada en una narración que tiene fuerza revelante del sentido del drama humano (por ejemplo, y siguiendo con la simbólica del mal –en el que siempre hay drama- el mito de Enuma Elish o el de la Caída de Adán y Eva)[4].
Símbolos, mitos y metáforas tienen un modo específico de abrirnos a la realidad, y a una cierta realidad. La suspensión del sentido primario que se da en ellos supone la suspensión de la referencia directa del lenguaje descriptivo (“caída” como símbolo del mal no significa caída física, aunque tenga que ver con ella), pero eso no supone la destrucción de toda referencia (excepto para el que tiene un prejuicio empirista). Al contrario, es la condición para una nueva referencia, que queda precisamente liberada gracias a la suspensión de la primera. “Del mismo modo, dice Ricoeur, que el sentido literal, destruyéndose por incongruencia [el tiempo no es un mendigo] abre la vía a un sentido metafórico (que hemos llamado nueva pertinencia predicativa), igualmente la referencia literal, al hundirse por inadecuación, libera una referencia metafórica, gracias a la cual el lenguaje poético, a falta de decir ‘lo que es’, dice ‘como qué’ son las cosas últimas, a qué son eminentemente semejantes”. Lo real inaccesible a la descripción directa es así alcanzado analógicamente, símbolos y metáforas (aunque cabe hacer distinciones entre ellos en las que aquí no entro) nos descubren rasgos inéditos de la realidad (sin que se pueda pretender para los mismos, evidentemente, una comprobación empírica). En ello radica su “fuerza heurística”.
b) La simbólica del tiempo
¿Cómo han pretendido alcanzar los humanos ese real inaccesible a la descripción empírica que han vislumbrado en la experiencia temporal? ¿Cómo han respondido a las cuestiones existenciales que, según vimos, les planteaba? Por lo que se acaba de decir, generando una simbólica. Esto supone: 1) que nuestra experiencia del tiempo, en su sentido fuerte, no es vivida directamente sino que está mediada por los sistemas simbólicos de nuestra cultura; 2) que en esta mediación serán importantes tanto los símbolos primarios como las narraciones en sus diversas expresiones; 3) que, continuando con expresiones que no he resaltado hasta ahora, también tendrán relevancia los ritos y celebraciones en los que se vive esa simbólica; 4) que, dado que se trata de creaciones culturales, los sistemas simbólicos que organizan nuestra experiencia temporal participarán de la diversidad de esas creaciones, lo que por un lado debe empujarnos al respeto y por otro a una adecuada interpelación mutua. Aquí me ceñiré, por razones obvias, a la diversidad que se ha generado en lo que hemos acabado llamando tradición occidental, presentándola además de modo muy sintético.
En general, en la tensión entre exterioridad e interioridad del tiempo, el ser humano ha tendido a privilegiar una exterioridad que le desbordaba y a la que debía someter su vivencia interna. Pero esta exterioridad de la sucesión temporal la ha percibido de dos modos: permanentemente repetitiva en ciclos o no repetitiva y lineal. Han surgido así dos símbolos para expresar la experiencia temporal: el círculo y la flecha. Símbolos sólo en la medida en que son más que mera expresión gráfica a la que tendemos hoy a reducirlos. Efectivamente, cuando se viven, el círculo sugiere reiteración constante en la que todo lo que es, y nosotros con ello, está sumergido. La flecha, en cambio, es dirección lineal irreversible, permanente novedad, pero también sugerencia de que hay un principio y un fin. Ambas simbólicas pueden vivirse optimistamente, como sucede en bastantes de sus versiones sacralizadas: el tiempo cícliclo expresa entonces la esperanza de la renovación constante de lo que muere; el tiempo lineal, el avanzar hacia un fin que se ve como plenitud. Pero pueden también vivirse de modo pesimista, hacerse incluso trágicas: en el sentirse atrapados por “la rueda del tiempo” que gira sin cesar y sin sentido, o en el sentirse irremediablemente transportados por la flecha del tiempo durante un segmento de duración precaria y evanescente que conduce irremediablemente a la muerte, a un fin catastrófico.
Es ya tópico, pero tópico criticado, decir que en los griegos existía una concepción circular del tiempo, mientras que los hebreos habrían ideado la concepción lineal. El tiempo cíclico está sugerido en la reiteración de los ciclos de los astros y de los ritmos de las estaciones, a los que siempre se ha unido la experiencia temporal, entre otras razones porque permitía medirla (“reloj cósmico” que marca día/noche, meses, años; pero que sugiere más que la simple medida). Hoy se tiende a decir que, efectivamente, la visión cíclica es dominante en la religión popular y los cultos mistéricos griegos, pero en el mundo de sus pensadores (poetas, historiadores, filósofos) esa concepción sufre una crisis, para abrirse a perspectivas lineales y a respuestas más conceptuales que simbólicas. En cualquier caso, la simbólica circular sigue ahí, con su fuerza de atracción.
Con los hebreos, en cambio, habría irrumpido el tiempo de la línea recta, expresado ya en el relato de creación del Génesis. Como comenta Neher: en un principio, con la creación del cosmos, el tiempo se puso en movimiento, y desde entonces la historia avanza inexorablemente. El tiempo lineal es así el tiempo histórico, pero, si se vive con toda la fuerza del símbolo, el tiempo de una historia cargada de sentido, porque resulta ser el lugar de la intervención salvífica de Dios y el de la responsabilidad ética del hombre, porque avanza hacia un final futuro (la escatología) que plenifica lo que se ha vivido en el pasado (el Exodo). Se ha dicho que en realidad habría como dos flechas: una hacia el pasado que debe animar la memoria y otra hacia el futuro que debe animar la esperanza.
Esto último nos lleva a matizar la linealidad de la concepción hebrea. Sobre la dominancia de la misma y sin romperla, aparecen modulaciones cíclicas: a nivel cultual, el acto fundador que es el Exodo debe ser permanente y cíclicamente renovado con la celebración ritual. Si se leen los capítulos 12 a 15 del Exodo puede verse una síntesis perfecta de lo que aquí se dice: hay una narración fundante que da sentido a un tiempo histórico (la noche de Pascua), pero hay igualmente el mandato de una repetición ritual de la misma que la renueve y la guarde en la memoria, así como un himno final que la celebra y que permite hacerla viva en la experiencia de quienes lo recitan. De todos modos queda claro que nuestro tiempo es el tiempo histórico, el tiempo de la narración, y que éste es el tiempo de la iniciativa salvadora de Dios y de la llamada a acogerla por nuestra parte[5].
El cristianismo hereda en buena medida la vivencia hebrea del tiempo y su expresión simbólica, pero con un cambio fundamental. Como comenta G. Pattaro[6], lo que el Nuevo Testamento dice de la historia se refiere a su articulación a partir del tiempo de Cristo: la historia que él vive aparece como la “plenitud del tiempo”, que realiza todo el pasado y anticipa el futuro; él es el momento determinante para ordenar todos los tiempos. La tensión de la historia así vista consiste en que el kairós central (la muerte y resurrección de Cristo) es pasado, pero su manifestación completa es futuro. La linealidad de este modo subrayada se ve de nuevo matizada por el “tiempo litúrgico”, que se expresa en ritmos de semanas (con “el día del Señor”) y años (con la Pascua de Resurrección), interpretando, significando y celebrando el tiempo crístico mediante el rito y la celebración. Es además este “acontecimiento Jesús de Nazaret” la referencia para el calendario y sus milenios, que luego se comentará.
La experiencia del tiempo no es sólo lo que se experimenta en la percepción del sucederse externo de los acontecimientos. Es también, y en determinados momentos sobre todo, lo que se experimenta como vivencia de la conciencia, como tiempo interno. Volverse sobre él no genera a veces símbolos específicos sobre el tiempo, puede incluso suponer una de las vías de paso de lo simbólico a lo conceptual, pero sí ha generado símbolos y metáforas sobre la vida humana sujeta a ese tiempo (como las que ya vimos de soplo y sombra). En cuanto puente hacia el pensamiento conceptual –con tono marcadamente vital en cualquier caso- es sobre todo San Agustín, en sus Confesiones, el que comienza a transitarlo, al interiorizar decididamente la pregunta por el tiempo y no situar la medida del mismo en el movimiento de los astros sino en la “distensión del alma”, que suscita una discordancia entre tres presentes (el de las cosas pasadas, el de las presentes y el de las futuras), que la “intención” trata constantemente de rehacer con su dialéctica de la memoria del pasado, la atención al presente y la espera del futuro.
Sigamos, con todo en la vía simbólica. Hay diversos modos, a la hora de enfrentarse a la experiencia interior del tiempo que sí tienen que ver fuertemente con ella. En principio, cuando el hombre se ha sentido cogido o por la rueda del tiempo o por su fugacidad en lo que a su propia vida se refiere, ha buscado vías de salvación que ha expresado y vivido simbólicamente. En el mismo San Agustín, al menos en la interpretación de Ricoeur, ello aparece en la tensión que subraya entre tiempo y eternidad, que hace derivar hacia la concentración de la atención en la eternidad y a la jerarquización del tiempo en función del mayor o menor alejamiento de su polo de eternidad. Esta eternidad liberadora no es sólo el futuro que se espera: el hombre puede escuchar la palabra que el Maestro interior no deja de dirigirle y su escucha eleva al tiempo en dirección a la eternidad. Ésta es así algo que se experimenta (lo que parece acontecerle a Agustín en la conversión o el éxtasis de Ostia), aunque sin que quede abolida la condición temporal.
Esta vía mística en la que se vive el desbordar de la condición temporal y su límite, puede ponerse en relación con la “experiencia fundamental” de la que se habla en contextos budistas, el aquí-ahora en el que se halla el eterno presente o el vacío intemporal del eterno ahora. Como condición de posibilidad de la misma está la disolución radical de los deseos insaciables que generan la tristeza y la angustia ante el tiempo, algo que recuerda en buena medida la ascesis de los deseos que proponen los místicos cristianos como preparación para la unión con Dios. Estas vías siguen siendo simbólicas, pero los símbolos que las animan son de suma sobriedad.
Para curarse de la obra y de la fugacidad del tiempo se ha acudido también a vivencias simbólicas fuertemente ritualizadas que, si están ligadas al tiempo cósmico, buscan, como nos recuerda Mircea Eliade remitiéndose también a entornos budistas, remontarse al origen, cuando al estallar el mundo se desencadena el tiempo, para alcanzar el instante paradójico anterior al cual el tiempo no existía porque no se había manifestado nada. O buscan revivir el tiempo mítico primordial en el que sucedieron los acontecimientos sagrados. O, si están ligadas al tiempo histórico, buscan actualizar el acontecimiento fundador.
Entramos con ello en las expresiones rituales que se enfrentan a la penuria del tiempo que pasa actualizando los momentos del tiempo plenitud. En nueva observación de Mircea Eliade, esto nos lleva a afirmar que para el hombre religioso que vive estas simbólicas y ritos el tiempo no es homogéneo ni continuo. Está por un lado el tiempo sagrado, que las fiestas actualizan, y por otro el tiempo profano de duración ordinaria. Con esta distinción se pone en cuestión nada menos que la irreversibilidad del tiempo. “Toda fiesta religiosa, todo tiempo litúrgico, consiste en la reactualización de un acontecimiento sagrado. El tiempo sagrado es, por consiguiente, indefinidamente recuperable. Desde un cierto punto de vista podría decirse que no ‘transcurre’, que no constituye una duración irreversible, que en ciertos aspectos puede equipararse con la Eternidad”[7].
Esta fuerza de actualización se vive de modo diferente en un marco cíclico o en uno lineal del tiempo, pero en ambos casos pone en crisis el tiempo continuo, plenificando la temporalidad entera desde los acontecimientos a los que remite. Y la expresión por excelencia de esta vivencia es la expresión poética de los himnos que la cantan. Así, el tiempo histórico de los hebreos se vivifica, como he indicado antes, en la celebración anual de la Pascua y ésta en la aclamación hímnica. Añado ahora que esta aclamación está sujeta a múltiples modulaciones que responden a las diferentes circunstancias de quien la expresa: el salmo 76 rememorará el Exodo como fuente de esperanza ante la tribulación; otros salmos (77, 80, 105) recordarán la dureza de corazón del pueblo ante las hazañas liberadoras divinas como llamada a la conversión, pues en la reactualización del acontecimiento sagrado se ofrece la oportunidad de transfigurar la propia existencia; habrá por último salmos (104, 135) que, desde la experiencia real de esa actualización, den gracias en el gozo por las maravillas del Exodo, que ponen de manifiesto “que su amor es eterno”, esto es, no sujeto a la fugacidad del tiempo[8].
c) La simbólica del milenio
Por lo que se ha dicho en el punto anterior puede concluirse que la concepción cristiana del tiempo se apoya decididamente en el símbolo primario de la flecha y en los símbolos-relato de la Creación, el Exodo y especialmente la vida, muerte y Resurrección de Cristo, con las modulaciones cíclicas y rituales y las aportaciones de la profecía y la sabiduría que habría que introducir. El tiempo es así un tiempo histórico con una centralidad fundamental: el “acontecimiento Jesús de Nazaret”. Él es precisamente la referencia para los milenios y la carga simbólica que pueden tener, que paso ahora a comentar.
La referencia al año 2.000 remite a tres cosas: un año que comienza, un número de ese año y un calendario en el que se sitúa. El año se nos presenta inicialmente como una medida del tiempo relacionada con el movimiento de los astros y como tal: 1) ligada al tiempo cósmico; 2) ligada al tiempo cíclico. Mircea Eliade subraya que, en la conciencia mítica, el año nuevo, inaugurando un nuevo ciclo temporal, supone la renovación por excelencia, en el fondo, la reiteración de la cosmogonía, de la plenitud del comienzo, hasta el punto de que en muchas religiones el año es visto como la dimensión temporal del cosmos: “el mundo ha pasado”, se llega a decir cuando ha pasado un año.
En nuestro contexto cultural esta vivencia es extraña en buena medida, en parte por la dominancia de la percepción lineal del tiempo, en parte por la secularización. A pesar de lo cual, las celebraciones seculares de fin de año y las llamadas a los balances y los planes de renovación, no dejan de sugerirnos conexiones con ella. Pero si sólo hubiera esa referencia cósmica, más o menos intensamente vivida, el año 2.000 sería como cualquier otro año. Si se nos muestra especialmente relevante es por la “magia” del número, que a su vez implica situarlo en un determinado calendario.
El tiempo del calendario articula, según Ricoeur, los dos polos del tiempo que vamos subrayando: el tiempo cósmico, porque supone el movimiento astral (días, meses, años) y el tiempo humano, porque escapa a la astronomía especialmente en la determinación del punto cero del cómputo. Este punto cero “es un acontecimiento nuevo que rompe con una era anterior y que inaugura un curso diferente de todo lo que le ha precedido”, con lo que no sólo da a los acontecimientos posteriores un sentido nuevo, sino que proyecta incluso su luz sobre los anteriores. El acontecimiento calendario al que remite el año 2.000 es, por supuesto, Jesús de Nazaret. Desde él, la reiteración anual es en realidad la reactualización de ese acontecimiento.
Ante esta constatación se imponen dos observaciones. En primer lugar, eso supone la posibilidad de calendarios múltiples, tantos cuantos actos fundadores relevantes se presenten en las culturas que asumen esta dinámica. En este sentido, no debe olvidarse que el año 2.000 es significativo sólo para quien es significativo contar los años a partir del acontecimiento cristiano. Por ejemplo, para los judíos lo significativo es el “año del mundo” y para los musulmanes el “año de la Hégira”, que en el 2.000 cristiano serán respectivamente el 5.751 y el 1.421. Esto debe tenerse presente contra imposiciones imperialistas. En segundo lugar, puede avanzarse, y de hecho se ha avanzado en el mundo de influencia cristiana, hacia la laicización del punto cero del cómputo: hasta dónde ha llegado esa laicización es algo discutido y variable según las zonas de influencia cristiana[9].
Desde la referencia del acontecimiento Jesús de Nazaret estamos, pues, a las puertas del año 2.000. Y es aquí donde interviene el simbolismo del número, pudiendo hacerlo en varias direcciones. Remitiendo a toques cíclicos dentro de la linealidad, sería el año entre los años, el año por excelencia de cara a la oportunidad de renovación que todo año supone. De algún modo esta oportunidad se acrecentaría en los ciclos de años, como el siglo o especialmente el milenio.
Puede también aumentarse esta potencialidad de renovación con la designación de años como éste como años jubilares. Recordemos cómo se propone en Levítico 25, 8-19 el año jubilar: tras pasar siete semanas de siete años (7 x 7, número de plenitud, 49 años), se santificará el año 50 con la proclamación de la liberación para todos los habitantes y con el retorno de las propiedades a las familias que las hubieran perdido, es decir, volviendo a la situación originaria juzgada buena y justa. No sé si es aventurado establecer una comparación numérica entre el año 50 y el milenio. Éste es el resultado de multiplicar el 10 (10 x 10 x 10), el número perfecto de los pitagóricos (expresado geométricamente como tetratkis)[10]. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que una derivación del simbolismo del milenio es ver en él un número perfecto que expresa una oportunidad particularmente rica de renovación[11].
La otra derivación simbólica es la que relaciona al milenio con la escatología. Aquí el número ya no es una referencia cíclica, aquí mide la dirección lineal histórica para expresar que ésta llega a su fin. Es, por eso, una simbólica acomodada a la concepción lineal del tiempo, en la medida en que la catástrofe que normalmente se anuncia es definitiva y la nueva creación lo es más allá del tiempo.
¿Por qué se ha acudido a designar al milenio como año que marca el fin? En principio, la apocalíptica tiende a periodizar la historia, orientando esa periodización hacia una progresiva degeneración que exige ese final catastrófico que preludia a su vez una regeneración definitiva atemporal. Cuando pretende apoyarse en la Biblia lo hace en textos proféticos que orientan al futuro, en textos específicamente apocalípticos del Antiguo y Nuevo Testamento y en referencias más precisas como la del “día del Señor”, días históricos en los que Dios actúa de modo especial, pero también día final decisivo en el que Dios vendrá para juzgar al mundo y salvar a los justos. No es éste el lugar para afinar el verdadero sentido de la escatología cristiana[12]. Sólo nos toca resaltar cómo ha podido relacionarse ese final con el milenio.
Frustrada la primera expectativa de un final inminente, unos se agarraron al texto evangélico que dice que nadie sabe el día ni la hora. Pero otros intentaron saber por conductos diversos, y alguno de ellos acabará en el milenio. San Agustín, periodizando la historia con enfoque apocalíptico, habla de seis edades históricas a las que le seguirá una séptima en la que el tiempo llegará a su fin. Él se cuida de decir cuándo sucederá eso, pero algunos unieron el salmo 89 (“mil años a tus ojos son como el ayer que pasó, como una vigilia de la noche”) con la interpretación del “séptimo día” como momento del descanso celestial en el que unos entrarán y otros no (Heb 4, 1-11) o con el momento de un nuevo Harmagedon de destrucción, de batalla definitiva entre el Bien y el Mal (Ap 16, 16-21). Por estos y otros conductos fue surgiendo así la idea de que el milenio significaba el fin. Y aunque el fracaso de esta concepción en el paso al segundo milenio que no trajo ese final podía haber acabado con la misma, lo que hizo fue transportarla a otro milenio[13].
Esta orientación apocalíptica de la significación del milenio que, curiosamente, aparece con fuerza más bien pasado el primero de ellos, ha sido condenada por la Iglesia católica, que insiste en el texto de que no sabemos el día ni la hora, ha sufrido también duramente los embates de la mentalidad secular, pero sigue estando presente en determinados ámbitos cristianos (quizá más en América del Norte y del Sur que en Europa, y más bien en contextos de sectas o grupos minoritarios que de Iglesias históricas). Como se verá luego, cae en el error de cosificar el conocimiento simbólico, de pretender convertirlo en conocimiento empírico, cuando es precisamente aquello que debe guiarnos a vislumbrar el conocimiento transempírico.
3. Las respuestas tecnocientíficas
Progresivamente, en el marco de lo que llamamos tradición occidental, va surgiendo una suspicacia y crítica frente al conocimiento simbólico, así como la búsqueda de un modo de conocimiento más estrictamente lógico y empírico. Perspectiva que también se aplicará a los enigmas del tiempo.
Primero es el pensamiento filosófico y su búsqueda del ascetismo del concepto. Aristóteles inaugura esta orientación de modo firme: me doy cuenta, dice, de que “pasa” el tiempo cuando hay un movimiento al que cabe aplicar los conceptos de “antes” y “después”, luego “el tiempo es el número (la medida) del movimiento según el antes y el después”. Aparece así, por cierto, una curiosa circularidad, pues si medimos el movimiento por el tiempo, también medimos el tiempo por el movimiento. La desnudez de esta concepción es evidente, como también la relevancia, que se afirmará progresivamente, de la medida numérica. De todos modos, Aristóteles es consciente de una grave dificultad: “es difícil concebir que participa de la realidad algo [el tiempo] que está hecho de cosas que no existen [pasado y futuro]”. Por eso, pensadores como Agustín, dejando de lado la perspectiva externa del tiempo, acudirán a la experiencia interior, como garante de la continuidad temporal: el tiempo no es lo que “está ahí”, su verdadera “medida”, como ya avancé, radica en el alma: el futuro es lo que se espera, el pasado lo que se recuerda, el presente aquello a lo que se está atento, todo ello presente en nuestro espíritu. Este centramiento en el tiempo vivido tal y como se constituye en y para la conciencia, por oposición al tiempo objetivo, es algo en lo que trabajará fuerte y afinadamente la fenomenología a partir de Husserl. Y mediando entre perspectivas internas y externas, aparecerán otras concepciones conceptuales del tiempo, como la de Kant, que lo define como una de nuestras formas a priori que posibilitan el conocimiento sensible.
De este modo, del conocimiento simbólico-mítico del tiempo se va despegando el logos, pero también lo hace, y especialmente, la ciencia y la técnica. Cuando la ciencia surge con fuerza en el sentido moderno del término, al ser tan relevante la ciencia del movimiento no puede menos que enfrentarse al tiempo, para el que se proponen dos concepciones contrapuestas: 1) la absolutista de Newton, que habla de un tiempo independiente de las cosas a las que contiene, absoluto, verdadero y matemático, que fluye uniformemente, distinguiéndose del tiempo relativo, que es la medida sensible y externa de la duración por medio del movimiento; 2) la relacional de Leibniz, para quien el tiempo es el orden de existencia, de sucesión, de las cosas que no son simultáneas, siendo la duración la magnitud de ese tiempo.
Al margen de esta polémica inicial, lo que está claro es que la ciencia va a centrarse en el tiempo objetivo y en la medición. El tiempo objetivo remite al tiempo del conjunto de las cosas que son. En este sentido, los avances científicos, historificando la evolución del cosmos, nos van a dibujar un origen (el big bang) y un proceso de complejificación y expansión creciente del universo, con hipótesis contradictorias de cara al futuro: ¿expansión y contracción se suceden en una especie de ciclos que no tienen por qué ser estrictamente idénticos -repetición literal de todo-, triunfando así el círculo sobre la flecha, o hay una única expansión que se acaba en una especie de “nada” o “polvo cósmico”?
Ninguna respuesta científica se impone hoy por hoy ante las diversas teorías cosmogónicas, pero cabe resaltar tres conclusiones de ellas: 1) el tiempo cósmico, manifestado por el alejamiento mutuo y progresivo de las galaxias y la edad de los átomos de nuestro sistema solar, se ha alargado hasta inmensidades inimaginables que hacen aún más insignificante la vida humana, incluso la historia de la humanidad, aunque ésta también haya sido alargada; 2) queda aún el misterio en torno al devenir del universo y su duración, pero en sí es un misterio científico, llamado a ser resuelto empíricamente, no espiritual: para la mentalidad científica secular, el cosmos y su tiempo no son divinos ni diabólicos, buenos ni malos, sino neutros, indiferentes; 3) algunos pueden apoyarse en el conocimiento científico para ahondar en las experiencias de contingencia o avanzar hacia un misterio espiritual, pero eso ya no es ciencia.
Si la ciencia es hoy tan importante se debe a que ha entrado en una espiral de potenciación mutua con la técnica. Hoy hay tecnociencia. Lo que ha incidido también en la percepción del tiempo. De cara a éste la técnica va a significar especialmente precisión en la medición, pero esta precisión va a resultar a su vez tan relevante socialmente que acabará por condicionar la propia percepción del tiempo. Tiempo es ahora lo que miden los relojes. El perfeccionamiento de los relojes mecánicos desliga de la astronomía a la medición, haciendo del tiempo una cantidad abstracta que mide el reloj[14].
La relación tiempo/reloj ha acabado por ser decisiva en nuestro contexto cultural. Hottois llega a decir que “se puede contar la historia de occidente en función de la historia del reloj y mostrar que sin éste nuestra civilización contemporánea sería absolutamente inconcebible e impracticable”[15]. Si fueron los chinos los primeros creadores del reloj mecánico, éste fue un invento sin salida hasta que lo crean y desarrollan los europeos hacia 1.300, primero, parece, con intención de afinar la puntualidad de la plegaria monástica de las horas (es decir, en conexión aún con la concepción simbólica), pero pronto despegándose de ello para pasar a ser sobre todo vehículo de los intereses productivos y de la autonomía individual (esto más confusamente, por la conocida “esclavitud del reloj”), los dos grandes pilares de la civilización occidental. No deja de ser sintomático, de cara a la omnipresencia del reloj, que la “puerta” que abrirá el nuevo milenio serán unas manillas y unas campanadas que todos estaremos contemplando, aunque en esta ocasión el reloj vuelva a servir de nuevo a confusas percepciones simbólicas.
Por lo que antecede puede concluirse que una concepción estrictamente tecnocientífica del tiempo resulta quedar desnuda de toda carga simbólica. Pero la simbólica del tiempo no sólo pretendía meternos en su misterio, quería también guiarnos hacia la salvación de las amenazas percibidas. Pues bien, situados en la nueva perspectiva que se pretende ajena a lo simbólico, también la solución a los problemas del tiempo se encuentra en la tecnociencia. De ella se espera que, a lo largo de generaciones, cambie el actual universo amenazante en tecnocosmos controlado por el hombre: que alargue la vida individual, que prolongue el tiempo del que dispone la especie y sus descendientes, que, frente a mensajes apocalípticos, vaya haciendo realidad lo mejor de lo soñado por la ciencia ficción. “Si nos preparábamos a la ciudad de Dios conformándonos con los mandamientos divinos e intentando anticipar desde la ciudad terrestre lo que es lo otro del tiempo y lo que advendrá en la Jerusalén celeste, como mejor nos preparamos a lo aleatorio del devenir del universo no es ocultando la heterocronía y el tiempo del mundo sino tratando de pensarlos y de inventar los posibles tecnológicos”[16].
Los famosos problemas del “efecto 2.000” en los ordenadores pueden tomarse como signo de la tecnificación de nuestra realidad. El único cataclismo que se percibe para la fecha mágica del 2.000 es el de la confusión de la tecnología, de la que, por supuesto, debe salvarnos la propia tecnología[17].
4. Apertura al símbolo desde la “segunda ingenuidad”
Como puede verse, la percepción tecnocientífica del tiempo nos aleja de la concepción simbólico-mítica, al introducirnos sólo en el tiempo de lo empírico, de la previsión racional en función de leyes físicas y estrategias sociales, del cálculo económico. Inunda además de fuerte sospecha a toda otra pretensión de saber y experiencia a partir de la vivencia temporal. A nosotros, hombres y mujeres de esta época tecnocientífica ¿nos toca sólo asumir esta perspectiva o cabe aún la posibilidad –y la conveniencia- de reasumir de un cierto modo la perspectiva simbólica?
Todo depende del modo como entendamos el saber y el actuar tecnocientífico. Si nos parece que es la única manera sólida de relacionarnos con la realidad, de modo tal que toda pretensión de desbordarlo resulta ser una ilusión, entonces el saber simbólico queda clausurado y con él el intento de acercamiento a una realidad otra que la empírica. Si pensamos, en cambio, que la tecnociencia no puede pretender, sin caer en dogmatismo infundado, abarcar toda nuestra relación posible con la verdad y la realidad, entonces volvemos a estar abiertos al mundo simbólico, aunque, ya inevitablemente, tras pasar por las exigencias del mundo científico.
Vuelvo de nuevo al pensamiento de Ricoeur para presentar con más precisión esta cuestión. ¿Cómo cabe articular las desbordantes construcciones mítico-simbólicas con el rigor del pensamiento lógico-científico? En primer lugar, hay que hacer una fenomenología de los símbolos ( en este caso, de los símbolos del tiempo), una descripción de los mismos propia de un observador desinteresado, en la que la resituación de cada símbolo en una totalidad significante y el comparatismo ocupan lugares fundamentales. En segundo lugar, hay que hacer una hermenéutica, enfrentarse a la cuestión de la verdad de los símbolos, y apropiarse de una simbólica determinada (en este caso, optando por uno de los sistemas simbólicos del tiempo, el que se entiende más expresivo de la realidad y más plenificante de lo humano), asumiendo creativamente el círculo hermenéutico que, anselmianamente, se puede formular así: es preciso creer para comprender, es decir, hay que vivir en el aura del sentido interrogado, y hay que comprender para creer, porque no podemos creer más que interpretando. En tercer lugar, hay que pensar a partir del símbolo, convertir la anterior apropiación en apuesta que genera la tarea de ser verificada y saturada en cierto modo de inteligibilidad.
Esta última tarea es delicada, porque hay que hacerla luchando por no perder ni el rigor reflexivo ni la riqueza simbólica. Para ello hay que avanzar, en primer lugar, huyendo tanto de la alegoría (que piensa detrás del símbolo) como de la gnosis (que lo reifica, haciendo mitología dogmática). En segundo lugar, apoyados en el saber lógico-científico, hay que hacer una reflexión desmitologizante, que elimine el falso logos, esto es, las pretensiones explicativas –causales e históricas- de los mitos, pero no para abocar a una desmitificación total, en la que algo fundamental se perdería, sino para liberar el fondo simbólico de los mitos. A través de este doble movimiento se pierde irremisiblemente la primera ingenuidad, la que asume en su literalidad el mito desde la inmediatez de la creencia, pero para tender, en y por la crítica, que resulta ser así restauradora y no reductora, a una segunda ingenuidad.
Esta propuesta de Ricoeur nos permite discernir tres posturas a la hora de enfrentarnos al mundo simbólico: 1) la de la primera ingenuidad, que no asume la crítica ilustrada, que toma al pie de la letra el texto simbólico, para colmo a veces reificándolo como gnosis: es lo que sucede, en la simbólica del tiempo, con los apocalípticos del milenio; 2) la de la crítica lógico-científica, que desmonta como ilusoria la propuesta simbólica, porque carecería de todo valor de verdad y experiencia: este es el caso de quienes niegan toda carga de revelación a las simbólicas del tiempo[18]; generalizada esta postura, hace imposible la fe religiosa; 3) la de la segunda ingenuidad o postcrítica, que asume la crítica ilustrada de los mitos, pero no la pretensión de que el saber lógico-científico es el único modo de tener experiencia de la realidad, viviendo esa crítica como purificación del poder revelador y de experiencia de la simbólica[19].
Vivir el tiempo únicamente desde la fría perspectiva lógico-científica no sólo es reductor, sino en la práctica muy difícil, si no imposible, porque el ser humano es un animal simbólico. Creo que siempre se viven al menos aspectos no religiosos de esta simbólica que nos abren a la dimensión existencial de la temporalidad, que puede formularse, desde el pesimismo ante la brevedad de la vida y la futilidad de nuestros deseos, con la visión del hombre como una “pasión inútil”, en palabras de Sartre, pero que tiene también otras derivaciones como la del “carpe diem”, o la de la asunción serena de la propia contingencia.
Cuando la simbólica temporal, con una carga más densa, nos abre a dimensiones religiosas, aparecen otras posibilidades. Es lo que sucede si optamos, por ejemplo, por la simbólica cristiana de la temporalidad (lo que no excluye el diálogo receptivo con otras simbólicas). Con tal de que lo hagamos, matizo, desde la segunda ingenuidad, que supone huir de dos tentaciones: la del “conservador” que se niega a desmitologizar y la del “progresista” que quiere también desmitificar. Lo primero irracionaliza y a veces cosifica la simbólica, lo segundo, desde el afán racionalizador, la destruye y con ello la revelación que vehicula. Siempre habrá que recordar que la experiencia transempírica está unida a una estructura simbólica que no se puede ignorar, en la que un significado primero, sin ser anulado, se convierte en el significante de otro que se intenta expresar y que sólo se puede lograr a través del primero.
Pues bien, una simbólica cristiana del tiempo desmitologizada pero no desmitificada, no nos da saber empírico sobre el acontecer temporal de las cosas o sobre la realidad que desborda la temporalidad, pero sí nos aporta, entre otras cosas y en el misterio: 1) la esperanza de la plenitud abierta al futuro desde la convicción de que se ha expresado ya en el acontecimiento Jesús de Nazaret; 2) la vivencia en cada uno de nosotros de un segmento temporal dentro del tiempo histórico, que es tiempo de la responsabilidad moral por la instauración del “Reino”, pero de una responsabilidad que es antes que nada acogida de la densa iniciativa divina liberadora y plenificante hacia nosotros; 3) la llamada a articular adecuadamente la memoria de los “acontecimientos fundadores” con la atención al presente y la espera del futuro; 4) la llamada, también, a articular el “tiempo de actuar” con el “tiempo de celebrar”, reactualizando en las celebraciones el tiempo histórico de plenitud y abriéndonos a “lo otro del tiempo”; 5) la llamada, por último, a vivir el progresivo desapego de los deseos cogidos en la precariedad de la temporalidad para prepararnos a esas experiencias religiosas (místicas) que nos hacen “tocar” lo eterno.
El símbolo del milenio, por su parte, queda purificado de toda visión apocalíptica que lo empiriza y lo cosifica, para que quede resaltada: 1) la relevancia de Cristo en todo el proceso temporal de la historia humana e incluso cósmica, la osadía de una fe que asigna la centralidad de todo a un acontecimiento aparentemente insignificante en la inmensidad espacio-temporal del universo, que resulta ser el que la llena de sentido; 2) la oportunidad para ver el paso del milenio como momento de renovación, de jubileo, de retorno de propiedades, esto es, de avance hacia la realización de la fraternidad universal; o de vuelta a los orígenes, esto es, a la fuente evangélica.
Es difícil precisar qué queda de la simbólica cristiana en las celebraciones seculares que se van a hacer con ocasión del cambio de milenio. Porque algo queda, aunque sea de modo latente. En cualquier caso, el cristiano puede pensar que, uniéndose a ellas en lo que tengan de positivo (tanto en la dimensión comprometida como en la festiva), puede a su vez celebrar específicamente con toda su fuerza la vivencia del tiempo que los símbolos de su tradición le aportan, actualizando de ese modo sus riquezas.
[1] Profesor de Etica y derechos humanos en la Universidad de Deusto. Trabaja en cuestiones de educación para la paz, ètica pràctica y nacionalismo. Es coautor del libro La declaración Universal de Derechos humanos en su cincuenta aniversario. Un estudio interdisciplinar (1999) y autor de Ética básica (1995) Perspectivas de la tolerancia (1997), Ética de la acción humanitaria (1999) o Ética de la diferencia (2000).
[2] El lector interesado por su pensamiento en este campo, puede consultar múltiples obras, entre las que cito las siguientes: Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, 1982; estudios recogidos en Le conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, Paris, Seuil, 1969; La metáfora viva, Madrid, Cristiandad, 1980.
[3] A veces, empujados por el afán racionalizador, tendemos a “alegorizar” lo que es símbolo (ya sea símbolo primario o relato simbólico), haciendo que éste pierda su fuerza. Es lo que, como señala Ricoeur, ha tendido a pasar con las interpretaciones que se hacen de las en sí impactantes parábolas de Jesús de Nazaret, llenas de fuerza simbólica: alegorizadas, se convierten en mera estrategia didáctica para que se comprenda una determinada idea, de modo tal que comprendida ésta sobra la estrategia, la parábola.
[4] Esta gran riqueza expresiva de los mitos no le impide a Ricoeur afirmar que están subordinados a los grandes símbolos primarios, porque su composición literaria implica ya un comienzo de racionalización, restrictiva de su riqueza. En este sentido, una tradición será viva para Ricoeur cuando no petrifique sus mitos, cuando sepa abrirse a interpretaciones nuevas, desde la reserva de sentido que son los símbolos primarios. El máximo agostamiento de los símbolos se da, en cambio, en las “segundas racionalizaciones”, propensas al dogmatismo, como la del “pecado original” para los símbolos del mal.
[5] Puede igualmente matizarse la concepción bíblica lineal del tiempo recordando que también aparecen concepciones cíclicas, como la de Qohelet y su “nada nuevo bajo el sol” (1, 1-11), o momentos en que se liga la intervención divina al tiempo cósmico más que al histórico: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos, el día le pasa el mensaje al día...” (Sal 18). En cualquier caso, y como recuerda Ricoeur, el relato y el tiempo del relato bíblicos requieren la mediación del tiempo de los otros géneros literarios para que se revele su verdad: “El modelo del tiempo bíblico se basa en la polaridad entre narración e himno, y en la mediación operada entre ‘contar’ y ‘alabar’ por la ley y su anterioridad temporal, por la profecía y su tiempo escatológico, por la sabiduría y su tiempo inmemorial” (“Temps biblique”, en Archivio di Filosofia , nº 1, 1985, 35)
[6] En VV.AA. Las culturas y el tiempo, Salamanca, Sígueme-UNESCO, 1979.
[7] El interesado por la reflexión de Mircea Eliade puede consultar sus dos obras de divulgación Mito y realidad, Madrid, Guadarrama, 1968, y Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama, 1967.
[8] Léase la eucaristía cristiana con todas estas claves que se van dando y, con las correcciones debidas a su especificidad, sáquense las oportunas consecuencias.
[9] Desde fuera, por ejemplo desde el mundo musulmán, tienden a vernos menos laicizados de lo que pensamos nosotros de nosotros mismos. Cabe señalar, por otro lado, que ha habido un famoso intento de laicización explícita del calendario cristiano, no sin latentes sacralizaciones, por parte de los revolucionarios franceses que, interpretando la Revolución como el paso de las tinieblas del pasado a la luz de la Razón, quisieron convertirla en el punto de referencia de un nuevo calendario, formulando el año 1.793 (instauración de la República) como el año 1 de la nueva era.
[10] Siguiendo la lógica bíblica podría decirse que el jubileo debería ser el año siguiente al período de plenitud, esto es el 2.001, coincidiendo así con otras deducciones del año 2.001 como comienzo del milenio. Frente a ello, la magia del “número redondo” parece imponérsenos.
[11] En este sentido, unir el jubileo del año 2.000 con la reclamación de la condonación de la deuda externa a los países más pobres tiene una conexión intensa con la carga simbólica que aquí se está subrayando.
[12] Hay una síntesis que ilustra bien lo que es el bíblico “día del Señor” en Vocabulario de Teología Bíblica, de Leon-Dufour, editado por Herder.
[13] Milenarismo ha acabado también por ser una denominación para aquellas concepciones de la historia y la transformación social de tintes marcadamente apocalípticos, aunque no tengan en cuenta la fecha concreta del milenio.
[14] Es sintomático a este respecto el cambio de definición del segundo de tiempo, hecho en 1967: deja de ser la 86.400ª fracción del día solar para pasar a ser, con más precisión “la duración de 9.192.631.770 períodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de cesium 133”
[15] En VV.AA. Temps cosmique, histoire humaine, Paris, Vrin, 1996, 180.
[16] M. Weyembergh, en Ibid., 172.
[17] Aunque otros ven precisamente en futuras grandes “confusiones” de la tecnología y en el imperio destructor que posibilita la vía de realización de los apocalipsis anunciados.
[18] Así plantea un antropólogo su estudio de la antropología del tiempo: “En este libro, una de mis intenciones primarias ha sido la de disipar el aura de misterio y paradoja que rodea al tiempo. No es necesario tener un temor reverencial al tiempo que no es más misterioso que cualquier otra faceta de nuestra experiencia del mundo. En particular, espero haber dicho los suficiente para disuadir a cualquiera de embarcarse en el estudio de la antropología del tiempo (especialmente en contextos etnográficos exóticos) como sendero para cierto tipo de liberación del mundo ordinario, familiar” (A. Gell, The Anthropology of Time, Oxford-USA, Berg, 1992, 314).
[19] Pongamos algunos ejemplos. Quienes proscriben en nombre de los relatos bíblicos del Génesis las enseñanzas de Darwin, asumen la simbólica bíblica desde la primera ingenuidad, pero con el agravante de que hay rechazo explícito de diálogo con el pensamiento científico que se conoce. Quienes impactados por la crítica científica les quitan todo valor revelador para el hombre de hoy, considerándolos pura fábula, se quedan en la labor destructora del momento crítico, desmitologizan y desmitifican. Quienes excluyen de ellos toda explicación científica e histórica de la génesis del cosmos y el ser humano pero los viven como vía de revelación de la condición humana y de su relación con lo divino, desmitologizan pero no desmitifican.
Una dinámica parecida, a la que se ofrecen más resistencias en el mundo cristiano, puede plantearse ante ciertos símbolos como el que propone San Pablo en Efesios 5, 21-33, al tomar la vida conyugal como símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia, pero haciendo a su vez a esta unión modelo de la vida conyugal. El matrimonio, que inicialmente es sobre todo un símbolo para entender la estrecha relación entre Cristo y la Iglesia (v. 31-32), acaba por ser concebido a imagen de aquello que simboliza. Esta dinámica circular puede ser enormemente creativa, pero es peligrosa si se literaliza de una cierta manera, si no pasa por la crítica de lo que nos dicen los derechos humanos y las ciencias humanas: dado que Cristo representa al marido, la mujer deberá estar sometida a él, como Cristo a la Iglesia (extremo en el que cae Pablo, v. 24); y dado que en ninguna circunstancia es pensable la ruptura de la relación Cristo/Iglesia, por la garantizada fidelidad de Cristo, se pedirá esa misma indisolubilidad para el matrimonio (“porque un matrimonio soluble no es apto para representar la relación de Cristo con su Iglesia”: Trento). Alguien ha comentado muy bien que con ello una comparación metafórica que permite descubrir profundas realidades y pautas de conducta tanto en la relación Cristo-Iglesia como en la de hombre-mujer, se reconvierte en realidad ontológica, endureciendo hasta el extremo tanto la indisolubilidad como la relación jerarquizada de pareja.
Nos hallamos a las puertas del año 2.000, lo que está provocando una notable expectación. Para algunos va a ser motivo de fiesta desbordante, para otros una buena ocasión de hacer determinados negocios, para otros un momento especial de balances y perspectivas de futuro, sin que falten tampoco quienes lo liguen con amenazas –y promesas- apocalípticas. ¿Y qué hay en el fondo de todo ello? Aparentemente al menos, una simple fecha temporal. Dentro de poco esas puertas se abrirán para dar paso a un nuevo milenio de la era cristiana.
¿Por qué aplicamos la metáfora de las puertas que se abren, inaugurando una nueva época, a un momento concreto del movimiento constante y aparentemente monótono de astros y estaciones? ¿Por qué la humanidad ha ideado éste y otros tratamientos para lo que percibía como fluir ininterrumpido del tiempo? ¿Ha sido sobre todo por temores y supersticiones propios de mentalidades míticas, de los que hay que salvar sólo sus dimensiones pragmáticas (la utilidad de medir el tiempo) desterrando todo lo demás, o ha sido porque con ello pretendía enfrentarse a un real misterio del tiempo? La actual mentalidad tecnocientífica empuja fuertemente a la primera de las hipótesis. En estas líneas, en cambio, se pretende indagar la consistencia de la segunda, ver si “las puertas que nos abren al año 2.000” contienen una carga simbólica que nos abre al misterio del tiempo, ver si nosotros, ciudadanos de la ciudad secular, podemos transitar aún esa vía, y en qué condiciones críticas, ver en definitiva qué nos puede unir y qué nos puede separar de la experiencia de la temporalidad de nuestros antepasados.
Esta tarea no pretende ser ejercicio académico, pues está animada por la convicción de que la plenitud de nuestra realización está ligada a la capacidad para desbordar las aproximaciones empíricas a dimensiones decisivas de lo humano –como la temporalidad- por medio de acercamientos simbólicos que nos abren a su modo a realidades transempíricas.
1. La experiencia humana del tiempo y sus tensiones
Así como se ha dicho que el ser humano es un ser definido frente a los demás seres por su capacidad de lenguaje, podría decirse también de él que es un ser definido por su experiencia de temporalidad, por saberse un ser temporal. Lo que hace en nosotros posible experimentar el tiempo es nuestra capacidad para sintetizar: 1) las relaciones de sucesión, el antes y el después, que generan el pasado, presente y futuro, y dan al tiempo así concebido una dirección (que, como veremos, podrá ser expresada de modo doble: como la de la flecha o como la del círculo, apareciendo ya de esa manera la metáfora y el símbolo); 2) las relaciones de simultaneidad de los acontecimientos en uno de esos tres tiempos; 3) totalizaciones cuantificadas del “paso del tiempo”: éste, por un lado, tiene una continuidad, una duración, lo que hace evocar la pregunta de si tiene comienzo y fin o es ilimitado y, por otro lado, hace que los seres tengan una duración en el tiempo, más o menos larga; la inclinación a medir estas duraciones es inherente a tal percepción.
Aunque el ser humano ha tardado en conceptualizar con precisión estas condiciones de posibilidad de su experiencia del tiempo, ha vivido esta experiencia desde siempre, y la ha encontrado turbadora, paradójica, sugerente, temible... misteriosa. Su vivencia no ha sido uniforme y ha estado mediada por las creaciones culturales en las que se situaba, pero, centrados especialmente en nuestra propia tradición, podemos resaltar algunos aspectos relevantes de la misma.
En primer lugar, le ha golpeado la ineluctabilidad del tiempo que pasa y su fragilidad ante él. Por un lado, se ha encontrado impotente frente a una sucesión temporal que se le impone, que parece impedirle volver a hacer presente el pasado. Por otro lado, se ha encontrado también impotente ante una duración de su vida extremadamente corta frente a los ciclos del cosmos, y de la que no disponía, haciéndole complicada, insegura y muy limitada la tarea de convertir el futuro deseado y esperado en presente realizado: se ha sentido un ser de deseos ilimitados frustrados por un tiempo limitado, se ha sentido un ser permanentemente “necesitado de tiempo”. ¿Cabe algún remedio ante esta impotencia o debe el hombre resignarse viendo en ella la revelación de la debilidad de su condición?
Este sentirse “enfermo de tiempo” es algo que aparece expresado con gran vigor en diversos salmos: “Me concediste un palmo de vida, mis días no son nada ante Ti; el hombre no dura más que un soplo, se pasea como una sombra, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién” (Sal 38, 5-6). “Los hombres son un rebaño para el abismo (sheol), la Muerte es su pastor y bajan derechos a la tumba, su morada perpetua, en donde se desvanece su figura” (ver salmo 48). A estas imponentes metáforas de la vida humana que la experiencia del tiempo revelaría (palmo, soplo o suspiro, sombra), hay que añadirles otras, como “hierba que se seca” y “polvo”, que ven acrecentada su fragilidad con la ya citada de la muerte como “pastor” que nos conduce a nuestra “morada perpetua”: el sepulcro, el abismo. Ante experiencia tan desnudamente dolorosa de la fugacidad del tiempo de la vida, Israel se irá abriendo al “remedio” de la eternidad, pero no como algo tangible sino como entrada en el misterio. De momento, en estos salmos, el remedio es la oscura confianza en Dios: “Y ahora, Señor, ¿qué aguardo? Mi esperanza eres Tú” (Sal 38); “me sacarás de las garras del abismo” (Sal 48); “aunque sea un soplo, te fijas en mí” (Sal 143).
Avanzar en las vías de salvación y de apertura al misterio es, con todo, algo que se va a tratar más adelante. Sigamos ahora viendo las paradojas y tensiones de la experiencia del tiempo. La fragilidad por el control del pasado y el futuro tiende a vivirse trágicamente, pero no es la única salida posible. El tiempo puede ser visto como destructor (para empezar, de nuestra vida, pero también de otras muchas cosas como recuerdos, afectos, etc.), pero igualmente como constructor. Para resaltar esta ambivalencia, a los salmos anteriores se les puede contraponer un himno hindú que ve al Tiempo (es cierto que a un Tiempo más allá del tiempo divisible y medido) como potencia indivisible y omnipotente que “hace madurar los seres”, envuelve a las criaturas y “vigila cuando todos duermen”. Como si el “pastor” no fuera ya la muerte sino el propio Tiempo. Podemos privilegiar una u otra experiencia, pero es difícil negar que el acercamiento al tiempo las incluye, tensionadamente, a ambas.
La tercera tensión en la experiencia del tiempo emerge de algún modo de la primera. En principio, el fluir temporal tendemos a verlo externo a las cosas y a nosotros mismos, que debemos someternos a su ley inexorable: el tiempo viene a ser una especie de continente universal de todos los acontecimientos que se suceden. En el extremo de la afirmación de su exterioridad podemos hacerlo una “cosa” –que, de todos modos, se nos escapa a la percepción sensorial directa- o, impactados por su poder, divinizarlo más o menos personalizadamente, como ocurre en diversas mitologías. La exterioridad así afirmada resulta de este modo misteriosa, tan misteriosa que podemos incluso preguntarnos si no será irreal. Ante esta última sensación cabe volcarse hacia la propia interioridad, y percibir el tiempo fundamentalmente como una experiencia subjetiva de los humanos, como tiempo vivido en la conciencia.
Surgen así dos concepciones del tiempo que no se armonizan con facilidad: el tiempo del mundo y el tiempo de la vida humana, la inmensa temporalidad cósmica frente a la mínima temporalidad humana. Aunque se plantee medirlos a ambos con la misma unidad, no parecen ir al mismo ritmo. ¿Cuál es el tiempo que debe marcar la pauta? ¿Cabe hablar de exterioridad temporal que nos afecta? ¿Es amiga o distante e inmisericorde?
La cuarta tensión que puede señalarse ha sido ya esbozada. Los humanos nos sentimos sumergidos en la temporalidad que nos constituye y en la que vemos también sumergidas las realidades que conocemos pero, por otro lado, es una constante muy extendida en las más diversas culturas la afirmación de que la realidad última es de algún modo atemporal, incluso de que nuestro destino último es también liberarnos de las garras del tiempo. En estas circunstancias experimentamos el tiempo oponiéndolo a “lo otro del tiempo”, a lo eterno, ya sea que lo afirmemos como realidad estrictamente atemporal, ya sea que lo afirmemos como una especie de Tiempo sin tiempo, o como tiempo infinito. De nuevo, aquí, con ocasión de la experiencia temporal, volvemos a vislumbrar lo divino, aunque ahora por oposición.
Esta oposición está también muy presente en el mundo de los salmos, que no se preocupa tanto de enfrentar tiempo cósmico a tiempo humano cuanto tiempo volátil de las cosas creadas y especialmente de los humanos a tiempo divino: “desde siempre y por siempre, antes de que fuera engendrado el orbe de la tierra, tú eres Dios; para ti mil años son un ayer que pasó” (Sal 89); “nuestros días son como una sombra, tú en cambio reinas siempre” (Sal 101). ¿Cabe afirmar esa Realidad Eterna y a nosotros llamados a ser acogidos en su seno?
Resumiendo, la experiencia paradójica que los humanos hemos tenido del tiempo nos ha empujado a preguntarnos existencialmente sobre él, no sólo a buscar “saber” sino también a buscar cómo “salvarnos” de las trampas que aparecían; y en esa búsqueda los humanos se han topado con lo divino. Se han encontrado así con lo que han visto como misterio que a veces han querido dominar, manipular, y en otras ocasiones se han dejado “coger” por él. Y el modo de expresión y vivencia de ese hallazgo, de esas respuestas culturalmente plurales, ha sido, como no podía ser de otro modo, simbólico-mítico. Nos toca ahora analizar el sentido y alcance de esta simbólica del tiempo, haciendo en su momento una especial referencia a lo que la conexiona con el milenio, para pasar posteriormente a considerar si se sostiene o no en nuestro mundo tecnocientífico y secularizado.
2. Las respuestas simbólico-míticas tradicionales
Acabo de indicar que cuando se vislumbran realidades transempíricas –por ejemplo, en la experiencia del tiempo-, el único modo de expresarlas es el de la vía simbólico-mítica, vía que, por supuesto, es rechazada cuando se ignoran o se niegan esas realidades.
a) Breves precisiones en torno a símbolos y mitos
Para poder presentar adecuadamente esa vía para el caso del tiempo, comencemos por hacer algunas precisiones conceptuales. Siguiendo por mi parte en esta cuestión –de modo abusivamente sintético- a Ricoeur[2], puede decirse que símbolo es “toda estructura de significación en la que un sentido directo, primario, literal, designa además otro sentido indirecto, secundario, figurado, que no puede ser aprehendido más que a través del primero”. De este modo, se establece una comparación o analogía que hay que saber precisar con exactitud: “a diferencia de una comparación que consideramos desde fuera, el símbolo es el movimiento mismo del sentido primario que nos hace participar en el sentido latente y así nos asimila a lo simbolizado sin que podamos dominar intelectualmente la similitud”. Es decir, somos arrastrados al sentido segundo viviendo de un cierto modo el sentido primero (por ejemplo “mancha”, “desviación”, “cautividad”, son grandes símbolos del mal). Por eso precisamente, el símbolo se distingue de la alegoría, en la que el sentido literal sobra cuando ha sido “traducido”[3]. Este juego entre sentido directo y sentido oculto funciona de modo similar en la metáfora, en la que se da un “choque semántico” entre los sentidos hasta entonces asumidos de la palabra y la significación que el usarla como metáfora hace emerger, provocando de ese modo una revelación (un ejemplo de Shakespeare relativo a nuestro tema: “el tiempo es un mendigo”).
Los mitos vienen a ser símbolos secundarios, esto es, desarrollo de símbolos primarios en relatos que articulan personajes, tiempos y espacios no homologables a lo que hoy entendemos por historia y geografía. Consustancial al mito es, de este modo, su dimensión dramática, con sus episodios y sus protagonistas. El mito es así una producción imaginaria plasmada en una narración que tiene fuerza revelante del sentido del drama humano (por ejemplo, y siguiendo con la simbólica del mal –en el que siempre hay drama- el mito de Enuma Elish o el de la Caída de Adán y Eva)[4].
Símbolos, mitos y metáforas tienen un modo específico de abrirnos a la realidad, y a una cierta realidad. La suspensión del sentido primario que se da en ellos supone la suspensión de la referencia directa del lenguaje descriptivo (“caída” como símbolo del mal no significa caída física, aunque tenga que ver con ella), pero eso no supone la destrucción de toda referencia (excepto para el que tiene un prejuicio empirista). Al contrario, es la condición para una nueva referencia, que queda precisamente liberada gracias a la suspensión de la primera. “Del mismo modo, dice Ricoeur, que el sentido literal, destruyéndose por incongruencia [el tiempo no es un mendigo] abre la vía a un sentido metafórico (que hemos llamado nueva pertinencia predicativa), igualmente la referencia literal, al hundirse por inadecuación, libera una referencia metafórica, gracias a la cual el lenguaje poético, a falta de decir ‘lo que es’, dice ‘como qué’ son las cosas últimas, a qué son eminentemente semejantes”. Lo real inaccesible a la descripción directa es así alcanzado analógicamente, símbolos y metáforas (aunque cabe hacer distinciones entre ellos en las que aquí no entro) nos descubren rasgos inéditos de la realidad (sin que se pueda pretender para los mismos, evidentemente, una comprobación empírica). En ello radica su “fuerza heurística”.
b) La simbólica del tiempo
¿Cómo han pretendido alcanzar los humanos ese real inaccesible a la descripción empírica que han vislumbrado en la experiencia temporal? ¿Cómo han respondido a las cuestiones existenciales que, según vimos, les planteaba? Por lo que se acaba de decir, generando una simbólica. Esto supone: 1) que nuestra experiencia del tiempo, en su sentido fuerte, no es vivida directamente sino que está mediada por los sistemas simbólicos de nuestra cultura; 2) que en esta mediación serán importantes tanto los símbolos primarios como las narraciones en sus diversas expresiones; 3) que, continuando con expresiones que no he resaltado hasta ahora, también tendrán relevancia los ritos y celebraciones en los que se vive esa simbólica; 4) que, dado que se trata de creaciones culturales, los sistemas simbólicos que organizan nuestra experiencia temporal participarán de la diversidad de esas creaciones, lo que por un lado debe empujarnos al respeto y por otro a una adecuada interpelación mutua. Aquí me ceñiré, por razones obvias, a la diversidad que se ha generado en lo que hemos acabado llamando tradición occidental, presentándola además de modo muy sintético.
En general, en la tensión entre exterioridad e interioridad del tiempo, el ser humano ha tendido a privilegiar una exterioridad que le desbordaba y a la que debía someter su vivencia interna. Pero esta exterioridad de la sucesión temporal la ha percibido de dos modos: permanentemente repetitiva en ciclos o no repetitiva y lineal. Han surgido así dos símbolos para expresar la experiencia temporal: el círculo y la flecha. Símbolos sólo en la medida en que son más que mera expresión gráfica a la que tendemos hoy a reducirlos. Efectivamente, cuando se viven, el círculo sugiere reiteración constante en la que todo lo que es, y nosotros con ello, está sumergido. La flecha, en cambio, es dirección lineal irreversible, permanente novedad, pero también sugerencia de que hay un principio y un fin. Ambas simbólicas pueden vivirse optimistamente, como sucede en bastantes de sus versiones sacralizadas: el tiempo cícliclo expresa entonces la esperanza de la renovación constante de lo que muere; el tiempo lineal, el avanzar hacia un fin que se ve como plenitud. Pero pueden también vivirse de modo pesimista, hacerse incluso trágicas: en el sentirse atrapados por “la rueda del tiempo” que gira sin cesar y sin sentido, o en el sentirse irremediablemente transportados por la flecha del tiempo durante un segmento de duración precaria y evanescente que conduce irremediablemente a la muerte, a un fin catastrófico.
Es ya tópico, pero tópico criticado, decir que en los griegos existía una concepción circular del tiempo, mientras que los hebreos habrían ideado la concepción lineal. El tiempo cíclico está sugerido en la reiteración de los ciclos de los astros y de los ritmos de las estaciones, a los que siempre se ha unido la experiencia temporal, entre otras razones porque permitía medirla (“reloj cósmico” que marca día/noche, meses, años; pero que sugiere más que la simple medida). Hoy se tiende a decir que, efectivamente, la visión cíclica es dominante en la religión popular y los cultos mistéricos griegos, pero en el mundo de sus pensadores (poetas, historiadores, filósofos) esa concepción sufre una crisis, para abrirse a perspectivas lineales y a respuestas más conceptuales que simbólicas. En cualquier caso, la simbólica circular sigue ahí, con su fuerza de atracción.
Con los hebreos, en cambio, habría irrumpido el tiempo de la línea recta, expresado ya en el relato de creación del Génesis. Como comenta Neher: en un principio, con la creación del cosmos, el tiempo se puso en movimiento, y desde entonces la historia avanza inexorablemente. El tiempo lineal es así el tiempo histórico, pero, si se vive con toda la fuerza del símbolo, el tiempo de una historia cargada de sentido, porque resulta ser el lugar de la intervención salvífica de Dios y el de la responsabilidad ética del hombre, porque avanza hacia un final futuro (la escatología) que plenifica lo que se ha vivido en el pasado (el Exodo). Se ha dicho que en realidad habría como dos flechas: una hacia el pasado que debe animar la memoria y otra hacia el futuro que debe animar la esperanza.
Esto último nos lleva a matizar la linealidad de la concepción hebrea. Sobre la dominancia de la misma y sin romperla, aparecen modulaciones cíclicas: a nivel cultual, el acto fundador que es el Exodo debe ser permanente y cíclicamente renovado con la celebración ritual. Si se leen los capítulos 12 a 15 del Exodo puede verse una síntesis perfecta de lo que aquí se dice: hay una narración fundante que da sentido a un tiempo histórico (la noche de Pascua), pero hay igualmente el mandato de una repetición ritual de la misma que la renueve y la guarde en la memoria, así como un himno final que la celebra y que permite hacerla viva en la experiencia de quienes lo recitan. De todos modos queda claro que nuestro tiempo es el tiempo histórico, el tiempo de la narración, y que éste es el tiempo de la iniciativa salvadora de Dios y de la llamada a acogerla por nuestra parte[5].
El cristianismo hereda en buena medida la vivencia hebrea del tiempo y su expresión simbólica, pero con un cambio fundamental. Como comenta G. Pattaro[6], lo que el Nuevo Testamento dice de la historia se refiere a su articulación a partir del tiempo de Cristo: la historia que él vive aparece como la “plenitud del tiempo”, que realiza todo el pasado y anticipa el futuro; él es el momento determinante para ordenar todos los tiempos. La tensión de la historia así vista consiste en que el kairós central (la muerte y resurrección de Cristo) es pasado, pero su manifestación completa es futuro. La linealidad de este modo subrayada se ve de nuevo matizada por el “tiempo litúrgico”, que se expresa en ritmos de semanas (con “el día del Señor”) y años (con la Pascua de Resurrección), interpretando, significando y celebrando el tiempo crístico mediante el rito y la celebración. Es además este “acontecimiento Jesús de Nazaret” la referencia para el calendario y sus milenios, que luego se comentará.
La experiencia del tiempo no es sólo lo que se experimenta en la percepción del sucederse externo de los acontecimientos. Es también, y en determinados momentos sobre todo, lo que se experimenta como vivencia de la conciencia, como tiempo interno. Volverse sobre él no genera a veces símbolos específicos sobre el tiempo, puede incluso suponer una de las vías de paso de lo simbólico a lo conceptual, pero sí ha generado símbolos y metáforas sobre la vida humana sujeta a ese tiempo (como las que ya vimos de soplo y sombra). En cuanto puente hacia el pensamiento conceptual –con tono marcadamente vital en cualquier caso- es sobre todo San Agustín, en sus Confesiones, el que comienza a transitarlo, al interiorizar decididamente la pregunta por el tiempo y no situar la medida del mismo en el movimiento de los astros sino en la “distensión del alma”, que suscita una discordancia entre tres presentes (el de las cosas pasadas, el de las presentes y el de las futuras), que la “intención” trata constantemente de rehacer con su dialéctica de la memoria del pasado, la atención al presente y la espera del futuro.
Sigamos, con todo en la vía simbólica. Hay diversos modos, a la hora de enfrentarse a la experiencia interior del tiempo que sí tienen que ver fuertemente con ella. En principio, cuando el hombre se ha sentido cogido o por la rueda del tiempo o por su fugacidad en lo que a su propia vida se refiere, ha buscado vías de salvación que ha expresado y vivido simbólicamente. En el mismo San Agustín, al menos en la interpretación de Ricoeur, ello aparece en la tensión que subraya entre tiempo y eternidad, que hace derivar hacia la concentración de la atención en la eternidad y a la jerarquización del tiempo en función del mayor o menor alejamiento de su polo de eternidad. Esta eternidad liberadora no es sólo el futuro que se espera: el hombre puede escuchar la palabra que el Maestro interior no deja de dirigirle y su escucha eleva al tiempo en dirección a la eternidad. Ésta es así algo que se experimenta (lo que parece acontecerle a Agustín en la conversión o el éxtasis de Ostia), aunque sin que quede abolida la condición temporal.
Esta vía mística en la que se vive el desbordar de la condición temporal y su límite, puede ponerse en relación con la “experiencia fundamental” de la que se habla en contextos budistas, el aquí-ahora en el que se halla el eterno presente o el vacío intemporal del eterno ahora. Como condición de posibilidad de la misma está la disolución radical de los deseos insaciables que generan la tristeza y la angustia ante el tiempo, algo que recuerda en buena medida la ascesis de los deseos que proponen los místicos cristianos como preparación para la unión con Dios. Estas vías siguen siendo simbólicas, pero los símbolos que las animan son de suma sobriedad.
Para curarse de la obra y de la fugacidad del tiempo se ha acudido también a vivencias simbólicas fuertemente ritualizadas que, si están ligadas al tiempo cósmico, buscan, como nos recuerda Mircea Eliade remitiéndose también a entornos budistas, remontarse al origen, cuando al estallar el mundo se desencadena el tiempo, para alcanzar el instante paradójico anterior al cual el tiempo no existía porque no se había manifestado nada. O buscan revivir el tiempo mítico primordial en el que sucedieron los acontecimientos sagrados. O, si están ligadas al tiempo histórico, buscan actualizar el acontecimiento fundador.
Entramos con ello en las expresiones rituales que se enfrentan a la penuria del tiempo que pasa actualizando los momentos del tiempo plenitud. En nueva observación de Mircea Eliade, esto nos lleva a afirmar que para el hombre religioso que vive estas simbólicas y ritos el tiempo no es homogéneo ni continuo. Está por un lado el tiempo sagrado, que las fiestas actualizan, y por otro el tiempo profano de duración ordinaria. Con esta distinción se pone en cuestión nada menos que la irreversibilidad del tiempo. “Toda fiesta religiosa, todo tiempo litúrgico, consiste en la reactualización de un acontecimiento sagrado. El tiempo sagrado es, por consiguiente, indefinidamente recuperable. Desde un cierto punto de vista podría decirse que no ‘transcurre’, que no constituye una duración irreversible, que en ciertos aspectos puede equipararse con la Eternidad”[7].
Esta fuerza de actualización se vive de modo diferente en un marco cíclico o en uno lineal del tiempo, pero en ambos casos pone en crisis el tiempo continuo, plenificando la temporalidad entera desde los acontecimientos a los que remite. Y la expresión por excelencia de esta vivencia es la expresión poética de los himnos que la cantan. Así, el tiempo histórico de los hebreos se vivifica, como he indicado antes, en la celebración anual de la Pascua y ésta en la aclamación hímnica. Añado ahora que esta aclamación está sujeta a múltiples modulaciones que responden a las diferentes circunstancias de quien la expresa: el salmo 76 rememorará el Exodo como fuente de esperanza ante la tribulación; otros salmos (77, 80, 105) recordarán la dureza de corazón del pueblo ante las hazañas liberadoras divinas como llamada a la conversión, pues en la reactualización del acontecimiento sagrado se ofrece la oportunidad de transfigurar la propia existencia; habrá por último salmos (104, 135) que, desde la experiencia real de esa actualización, den gracias en el gozo por las maravillas del Exodo, que ponen de manifiesto “que su amor es eterno”, esto es, no sujeto a la fugacidad del tiempo[8].
c) La simbólica del milenio
Por lo que se ha dicho en el punto anterior puede concluirse que la concepción cristiana del tiempo se apoya decididamente en el símbolo primario de la flecha y en los símbolos-relato de la Creación, el Exodo y especialmente la vida, muerte y Resurrección de Cristo, con las modulaciones cíclicas y rituales y las aportaciones de la profecía y la sabiduría que habría que introducir. El tiempo es así un tiempo histórico con una centralidad fundamental: el “acontecimiento Jesús de Nazaret”. Él es precisamente la referencia para los milenios y la carga simbólica que pueden tener, que paso ahora a comentar.
La referencia al año 2.000 remite a tres cosas: un año que comienza, un número de ese año y un calendario en el que se sitúa. El año se nos presenta inicialmente como una medida del tiempo relacionada con el movimiento de los astros y como tal: 1) ligada al tiempo cósmico; 2) ligada al tiempo cíclico. Mircea Eliade subraya que, en la conciencia mítica, el año nuevo, inaugurando un nuevo ciclo temporal, supone la renovación por excelencia, en el fondo, la reiteración de la cosmogonía, de la plenitud del comienzo, hasta el punto de que en muchas religiones el año es visto como la dimensión temporal del cosmos: “el mundo ha pasado”, se llega a decir cuando ha pasado un año.
En nuestro contexto cultural esta vivencia es extraña en buena medida, en parte por la dominancia de la percepción lineal del tiempo, en parte por la secularización. A pesar de lo cual, las celebraciones seculares de fin de año y las llamadas a los balances y los planes de renovación, no dejan de sugerirnos conexiones con ella. Pero si sólo hubiera esa referencia cósmica, más o menos intensamente vivida, el año 2.000 sería como cualquier otro año. Si se nos muestra especialmente relevante es por la “magia” del número, que a su vez implica situarlo en un determinado calendario.
El tiempo del calendario articula, según Ricoeur, los dos polos del tiempo que vamos subrayando: el tiempo cósmico, porque supone el movimiento astral (días, meses, años) y el tiempo humano, porque escapa a la astronomía especialmente en la determinación del punto cero del cómputo. Este punto cero “es un acontecimiento nuevo que rompe con una era anterior y que inaugura un curso diferente de todo lo que le ha precedido”, con lo que no sólo da a los acontecimientos posteriores un sentido nuevo, sino que proyecta incluso su luz sobre los anteriores. El acontecimiento calendario al que remite el año 2.000 es, por supuesto, Jesús de Nazaret. Desde él, la reiteración anual es en realidad la reactualización de ese acontecimiento.
Ante esta constatación se imponen dos observaciones. En primer lugar, eso supone la posibilidad de calendarios múltiples, tantos cuantos actos fundadores relevantes se presenten en las culturas que asumen esta dinámica. En este sentido, no debe olvidarse que el año 2.000 es significativo sólo para quien es significativo contar los años a partir del acontecimiento cristiano. Por ejemplo, para los judíos lo significativo es el “año del mundo” y para los musulmanes el “año de la Hégira”, que en el 2.000 cristiano serán respectivamente el 5.751 y el 1.421. Esto debe tenerse presente contra imposiciones imperialistas. En segundo lugar, puede avanzarse, y de hecho se ha avanzado en el mundo de influencia cristiana, hacia la laicización del punto cero del cómputo: hasta dónde ha llegado esa laicización es algo discutido y variable según las zonas de influencia cristiana[9].
Desde la referencia del acontecimiento Jesús de Nazaret estamos, pues, a las puertas del año 2.000. Y es aquí donde interviene el simbolismo del número, pudiendo hacerlo en varias direcciones. Remitiendo a toques cíclicos dentro de la linealidad, sería el año entre los años, el año por excelencia de cara a la oportunidad de renovación que todo año supone. De algún modo esta oportunidad se acrecentaría en los ciclos de años, como el siglo o especialmente el milenio.
Puede también aumentarse esta potencialidad de renovación con la designación de años como éste como años jubilares. Recordemos cómo se propone en Levítico 25, 8-19 el año jubilar: tras pasar siete semanas de siete años (7 x 7, número de plenitud, 49 años), se santificará el año 50 con la proclamación de la liberación para todos los habitantes y con el retorno de las propiedades a las familias que las hubieran perdido, es decir, volviendo a la situación originaria juzgada buena y justa. No sé si es aventurado establecer una comparación numérica entre el año 50 y el milenio. Éste es el resultado de multiplicar el 10 (10 x 10 x 10), el número perfecto de los pitagóricos (expresado geométricamente como tetratkis)[10]. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que una derivación del simbolismo del milenio es ver en él un número perfecto que expresa una oportunidad particularmente rica de renovación[11].
La otra derivación simbólica es la que relaciona al milenio con la escatología. Aquí el número ya no es una referencia cíclica, aquí mide la dirección lineal histórica para expresar que ésta llega a su fin. Es, por eso, una simbólica acomodada a la concepción lineal del tiempo, en la medida en que la catástrofe que normalmente se anuncia es definitiva y la nueva creación lo es más allá del tiempo.
¿Por qué se ha acudido a designar al milenio como año que marca el fin? En principio, la apocalíptica tiende a periodizar la historia, orientando esa periodización hacia una progresiva degeneración que exige ese final catastrófico que preludia a su vez una regeneración definitiva atemporal. Cuando pretende apoyarse en la Biblia lo hace en textos proféticos que orientan al futuro, en textos específicamente apocalípticos del Antiguo y Nuevo Testamento y en referencias más precisas como la del “día del Señor”, días históricos en los que Dios actúa de modo especial, pero también día final decisivo en el que Dios vendrá para juzgar al mundo y salvar a los justos. No es éste el lugar para afinar el verdadero sentido de la escatología cristiana[12]. Sólo nos toca resaltar cómo ha podido relacionarse ese final con el milenio.
Frustrada la primera expectativa de un final inminente, unos se agarraron al texto evangélico que dice que nadie sabe el día ni la hora. Pero otros intentaron saber por conductos diversos, y alguno de ellos acabará en el milenio. San Agustín, periodizando la historia con enfoque apocalíptico, habla de seis edades históricas a las que le seguirá una séptima en la que el tiempo llegará a su fin. Él se cuida de decir cuándo sucederá eso, pero algunos unieron el salmo 89 (“mil años a tus ojos son como el ayer que pasó, como una vigilia de la noche”) con la interpretación del “séptimo día” como momento del descanso celestial en el que unos entrarán y otros no (Heb 4, 1-11) o con el momento de un nuevo Harmagedon de destrucción, de batalla definitiva entre el Bien y el Mal (Ap 16, 16-21). Por estos y otros conductos fue surgiendo así la idea de que el milenio significaba el fin. Y aunque el fracaso de esta concepción en el paso al segundo milenio que no trajo ese final podía haber acabado con la misma, lo que hizo fue transportarla a otro milenio[13].
Esta orientación apocalíptica de la significación del milenio que, curiosamente, aparece con fuerza más bien pasado el primero de ellos, ha sido condenada por la Iglesia católica, que insiste en el texto de que no sabemos el día ni la hora, ha sufrido también duramente los embates de la mentalidad secular, pero sigue estando presente en determinados ámbitos cristianos (quizá más en América del Norte y del Sur que en Europa, y más bien en contextos de sectas o grupos minoritarios que de Iglesias históricas). Como se verá luego, cae en el error de cosificar el conocimiento simbólico, de pretender convertirlo en conocimiento empírico, cuando es precisamente aquello que debe guiarnos a vislumbrar el conocimiento transempírico.
3. Las respuestas tecnocientíficas
Progresivamente, en el marco de lo que llamamos tradición occidental, va surgiendo una suspicacia y crítica frente al conocimiento simbólico, así como la búsqueda de un modo de conocimiento más estrictamente lógico y empírico. Perspectiva que también se aplicará a los enigmas del tiempo.
Primero es el pensamiento filosófico y su búsqueda del ascetismo del concepto. Aristóteles inaugura esta orientación de modo firme: me doy cuenta, dice, de que “pasa” el tiempo cuando hay un movimiento al que cabe aplicar los conceptos de “antes” y “después”, luego “el tiempo es el número (la medida) del movimiento según el antes y el después”. Aparece así, por cierto, una curiosa circularidad, pues si medimos el movimiento por el tiempo, también medimos el tiempo por el movimiento. La desnudez de esta concepción es evidente, como también la relevancia, que se afirmará progresivamente, de la medida numérica. De todos modos, Aristóteles es consciente de una grave dificultad: “es difícil concebir que participa de la realidad algo [el tiempo] que está hecho de cosas que no existen [pasado y futuro]”. Por eso, pensadores como Agustín, dejando de lado la perspectiva externa del tiempo, acudirán a la experiencia interior, como garante de la continuidad temporal: el tiempo no es lo que “está ahí”, su verdadera “medida”, como ya avancé, radica en el alma: el futuro es lo que se espera, el pasado lo que se recuerda, el presente aquello a lo que se está atento, todo ello presente en nuestro espíritu. Este centramiento en el tiempo vivido tal y como se constituye en y para la conciencia, por oposición al tiempo objetivo, es algo en lo que trabajará fuerte y afinadamente la fenomenología a partir de Husserl. Y mediando entre perspectivas internas y externas, aparecerán otras concepciones conceptuales del tiempo, como la de Kant, que lo define como una de nuestras formas a priori que posibilitan el conocimiento sensible.
De este modo, del conocimiento simbólico-mítico del tiempo se va despegando el logos, pero también lo hace, y especialmente, la ciencia y la técnica. Cuando la ciencia surge con fuerza en el sentido moderno del término, al ser tan relevante la ciencia del movimiento no puede menos que enfrentarse al tiempo, para el que se proponen dos concepciones contrapuestas: 1) la absolutista de Newton, que habla de un tiempo independiente de las cosas a las que contiene, absoluto, verdadero y matemático, que fluye uniformemente, distinguiéndose del tiempo relativo, que es la medida sensible y externa de la duración por medio del movimiento; 2) la relacional de Leibniz, para quien el tiempo es el orden de existencia, de sucesión, de las cosas que no son simultáneas, siendo la duración la magnitud de ese tiempo.
Al margen de esta polémica inicial, lo que está claro es que la ciencia va a centrarse en el tiempo objetivo y en la medición. El tiempo objetivo remite al tiempo del conjunto de las cosas que son. En este sentido, los avances científicos, historificando la evolución del cosmos, nos van a dibujar un origen (el big bang) y un proceso de complejificación y expansión creciente del universo, con hipótesis contradictorias de cara al futuro: ¿expansión y contracción se suceden en una especie de ciclos que no tienen por qué ser estrictamente idénticos -repetición literal de todo-, triunfando así el círculo sobre la flecha, o hay una única expansión que se acaba en una especie de “nada” o “polvo cósmico”?
Ninguna respuesta científica se impone hoy por hoy ante las diversas teorías cosmogónicas, pero cabe resaltar tres conclusiones de ellas: 1) el tiempo cósmico, manifestado por el alejamiento mutuo y progresivo de las galaxias y la edad de los átomos de nuestro sistema solar, se ha alargado hasta inmensidades inimaginables que hacen aún más insignificante la vida humana, incluso la historia de la humanidad, aunque ésta también haya sido alargada; 2) queda aún el misterio en torno al devenir del universo y su duración, pero en sí es un misterio científico, llamado a ser resuelto empíricamente, no espiritual: para la mentalidad científica secular, el cosmos y su tiempo no son divinos ni diabólicos, buenos ni malos, sino neutros, indiferentes; 3) algunos pueden apoyarse en el conocimiento científico para ahondar en las experiencias de contingencia o avanzar hacia un misterio espiritual, pero eso ya no es ciencia.
Si la ciencia es hoy tan importante se debe a que ha entrado en una espiral de potenciación mutua con la técnica. Hoy hay tecnociencia. Lo que ha incidido también en la percepción del tiempo. De cara a éste la técnica va a significar especialmente precisión en la medición, pero esta precisión va a resultar a su vez tan relevante socialmente que acabará por condicionar la propia percepción del tiempo. Tiempo es ahora lo que miden los relojes. El perfeccionamiento de los relojes mecánicos desliga de la astronomía a la medición, haciendo del tiempo una cantidad abstracta que mide el reloj[14].
La relación tiempo/reloj ha acabado por ser decisiva en nuestro contexto cultural. Hottois llega a decir que “se puede contar la historia de occidente en función de la historia del reloj y mostrar que sin éste nuestra civilización contemporánea sería absolutamente inconcebible e impracticable”[15]. Si fueron los chinos los primeros creadores del reloj mecánico, éste fue un invento sin salida hasta que lo crean y desarrollan los europeos hacia 1.300, primero, parece, con intención de afinar la puntualidad de la plegaria monástica de las horas (es decir, en conexión aún con la concepción simbólica), pero pronto despegándose de ello para pasar a ser sobre todo vehículo de los intereses productivos y de la autonomía individual (esto más confusamente, por la conocida “esclavitud del reloj”), los dos grandes pilares de la civilización occidental. No deja de ser sintomático, de cara a la omnipresencia del reloj, que la “puerta” que abrirá el nuevo milenio serán unas manillas y unas campanadas que todos estaremos contemplando, aunque en esta ocasión el reloj vuelva a servir de nuevo a confusas percepciones simbólicas.
Por lo que antecede puede concluirse que una concepción estrictamente tecnocientífica del tiempo resulta quedar desnuda de toda carga simbólica. Pero la simbólica del tiempo no sólo pretendía meternos en su misterio, quería también guiarnos hacia la salvación de las amenazas percibidas. Pues bien, situados en la nueva perspectiva que se pretende ajena a lo simbólico, también la solución a los problemas del tiempo se encuentra en la tecnociencia. De ella se espera que, a lo largo de generaciones, cambie el actual universo amenazante en tecnocosmos controlado por el hombre: que alargue la vida individual, que prolongue el tiempo del que dispone la especie y sus descendientes, que, frente a mensajes apocalípticos, vaya haciendo realidad lo mejor de lo soñado por la ciencia ficción. “Si nos preparábamos a la ciudad de Dios conformándonos con los mandamientos divinos e intentando anticipar desde la ciudad terrestre lo que es lo otro del tiempo y lo que advendrá en la Jerusalén celeste, como mejor nos preparamos a lo aleatorio del devenir del universo no es ocultando la heterocronía y el tiempo del mundo sino tratando de pensarlos y de inventar los posibles tecnológicos”[16].
Los famosos problemas del “efecto 2.000” en los ordenadores pueden tomarse como signo de la tecnificación de nuestra realidad. El único cataclismo que se percibe para la fecha mágica del 2.000 es el de la confusión de la tecnología, de la que, por supuesto, debe salvarnos la propia tecnología[17].
4. Apertura al símbolo desde la “segunda ingenuidad”
Como puede verse, la percepción tecnocientífica del tiempo nos aleja de la concepción simbólico-mítica, al introducirnos sólo en el tiempo de lo empírico, de la previsión racional en función de leyes físicas y estrategias sociales, del cálculo económico. Inunda además de fuerte sospecha a toda otra pretensión de saber y experiencia a partir de la vivencia temporal. A nosotros, hombres y mujeres de esta época tecnocientífica ¿nos toca sólo asumir esta perspectiva o cabe aún la posibilidad –y la conveniencia- de reasumir de un cierto modo la perspectiva simbólica?
Todo depende del modo como entendamos el saber y el actuar tecnocientífico. Si nos parece que es la única manera sólida de relacionarnos con la realidad, de modo tal que toda pretensión de desbordarlo resulta ser una ilusión, entonces el saber simbólico queda clausurado y con él el intento de acercamiento a una realidad otra que la empírica. Si pensamos, en cambio, que la tecnociencia no puede pretender, sin caer en dogmatismo infundado, abarcar toda nuestra relación posible con la verdad y la realidad, entonces volvemos a estar abiertos al mundo simbólico, aunque, ya inevitablemente, tras pasar por las exigencias del mundo científico.
Vuelvo de nuevo al pensamiento de Ricoeur para presentar con más precisión esta cuestión. ¿Cómo cabe articular las desbordantes construcciones mítico-simbólicas con el rigor del pensamiento lógico-científico? En primer lugar, hay que hacer una fenomenología de los símbolos ( en este caso, de los símbolos del tiempo), una descripción de los mismos propia de un observador desinteresado, en la que la resituación de cada símbolo en una totalidad significante y el comparatismo ocupan lugares fundamentales. En segundo lugar, hay que hacer una hermenéutica, enfrentarse a la cuestión de la verdad de los símbolos, y apropiarse de una simbólica determinada (en este caso, optando por uno de los sistemas simbólicos del tiempo, el que se entiende más expresivo de la realidad y más plenificante de lo humano), asumiendo creativamente el círculo hermenéutico que, anselmianamente, se puede formular así: es preciso creer para comprender, es decir, hay que vivir en el aura del sentido interrogado, y hay que comprender para creer, porque no podemos creer más que interpretando. En tercer lugar, hay que pensar a partir del símbolo, convertir la anterior apropiación en apuesta que genera la tarea de ser verificada y saturada en cierto modo de inteligibilidad.
Esta última tarea es delicada, porque hay que hacerla luchando por no perder ni el rigor reflexivo ni la riqueza simbólica. Para ello hay que avanzar, en primer lugar, huyendo tanto de la alegoría (que piensa detrás del símbolo) como de la gnosis (que lo reifica, haciendo mitología dogmática). En segundo lugar, apoyados en el saber lógico-científico, hay que hacer una reflexión desmitologizante, que elimine el falso logos, esto es, las pretensiones explicativas –causales e históricas- de los mitos, pero no para abocar a una desmitificación total, en la que algo fundamental se perdería, sino para liberar el fondo simbólico de los mitos. A través de este doble movimiento se pierde irremisiblemente la primera ingenuidad, la que asume en su literalidad el mito desde la inmediatez de la creencia, pero para tender, en y por la crítica, que resulta ser así restauradora y no reductora, a una segunda ingenuidad.
Esta propuesta de Ricoeur nos permite discernir tres posturas a la hora de enfrentarnos al mundo simbólico: 1) la de la primera ingenuidad, que no asume la crítica ilustrada, que toma al pie de la letra el texto simbólico, para colmo a veces reificándolo como gnosis: es lo que sucede, en la simbólica del tiempo, con los apocalípticos del milenio; 2) la de la crítica lógico-científica, que desmonta como ilusoria la propuesta simbólica, porque carecería de todo valor de verdad y experiencia: este es el caso de quienes niegan toda carga de revelación a las simbólicas del tiempo[18]; generalizada esta postura, hace imposible la fe religiosa; 3) la de la segunda ingenuidad o postcrítica, que asume la crítica ilustrada de los mitos, pero no la pretensión de que el saber lógico-científico es el único modo de tener experiencia de la realidad, viviendo esa crítica como purificación del poder revelador y de experiencia de la simbólica[19].
Vivir el tiempo únicamente desde la fría perspectiva lógico-científica no sólo es reductor, sino en la práctica muy difícil, si no imposible, porque el ser humano es un animal simbólico. Creo que siempre se viven al menos aspectos no religiosos de esta simbólica que nos abren a la dimensión existencial de la temporalidad, que puede formularse, desde el pesimismo ante la brevedad de la vida y la futilidad de nuestros deseos, con la visión del hombre como una “pasión inútil”, en palabras de Sartre, pero que tiene también otras derivaciones como la del “carpe diem”, o la de la asunción serena de la propia contingencia.
Cuando la simbólica temporal, con una carga más densa, nos abre a dimensiones religiosas, aparecen otras posibilidades. Es lo que sucede si optamos, por ejemplo, por la simbólica cristiana de la temporalidad (lo que no excluye el diálogo receptivo con otras simbólicas). Con tal de que lo hagamos, matizo, desde la segunda ingenuidad, que supone huir de dos tentaciones: la del “conservador” que se niega a desmitologizar y la del “progresista” que quiere también desmitificar. Lo primero irracionaliza y a veces cosifica la simbólica, lo segundo, desde el afán racionalizador, la destruye y con ello la revelación que vehicula. Siempre habrá que recordar que la experiencia transempírica está unida a una estructura simbólica que no se puede ignorar, en la que un significado primero, sin ser anulado, se convierte en el significante de otro que se intenta expresar y que sólo se puede lograr a través del primero.
Pues bien, una simbólica cristiana del tiempo desmitologizada pero no desmitificada, no nos da saber empírico sobre el acontecer temporal de las cosas o sobre la realidad que desborda la temporalidad, pero sí nos aporta, entre otras cosas y en el misterio: 1) la esperanza de la plenitud abierta al futuro desde la convicción de que se ha expresado ya en el acontecimiento Jesús de Nazaret; 2) la vivencia en cada uno de nosotros de un segmento temporal dentro del tiempo histórico, que es tiempo de la responsabilidad moral por la instauración del “Reino”, pero de una responsabilidad que es antes que nada acogida de la densa iniciativa divina liberadora y plenificante hacia nosotros; 3) la llamada a articular adecuadamente la memoria de los “acontecimientos fundadores” con la atención al presente y la espera del futuro; 4) la llamada, también, a articular el “tiempo de actuar” con el “tiempo de celebrar”, reactualizando en las celebraciones el tiempo histórico de plenitud y abriéndonos a “lo otro del tiempo”; 5) la llamada, por último, a vivir el progresivo desapego de los deseos cogidos en la precariedad de la temporalidad para prepararnos a esas experiencias religiosas (místicas) que nos hacen “tocar” lo eterno.
El símbolo del milenio, por su parte, queda purificado de toda visión apocalíptica que lo empiriza y lo cosifica, para que quede resaltada: 1) la relevancia de Cristo en todo el proceso temporal de la historia humana e incluso cósmica, la osadía de una fe que asigna la centralidad de todo a un acontecimiento aparentemente insignificante en la inmensidad espacio-temporal del universo, que resulta ser el que la llena de sentido; 2) la oportunidad para ver el paso del milenio como momento de renovación, de jubileo, de retorno de propiedades, esto es, de avance hacia la realización de la fraternidad universal; o de vuelta a los orígenes, esto es, a la fuente evangélica.
Es difícil precisar qué queda de la simbólica cristiana en las celebraciones seculares que se van a hacer con ocasión del cambio de milenio. Porque algo queda, aunque sea de modo latente. En cualquier caso, el cristiano puede pensar que, uniéndose a ellas en lo que tengan de positivo (tanto en la dimensión comprometida como en la festiva), puede a su vez celebrar específicamente con toda su fuerza la vivencia del tiempo que los símbolos de su tradición le aportan, actualizando de ese modo sus riquezas.
[1] Profesor de Etica y derechos humanos en la Universidad de Deusto. Trabaja en cuestiones de educación para la paz, ètica pràctica y nacionalismo. Es coautor del libro La declaración Universal de Derechos humanos en su cincuenta aniversario. Un estudio interdisciplinar (1999) y autor de Ética básica (1995) Perspectivas de la tolerancia (1997), Ética de la acción humanitaria (1999) o Ética de la diferencia (2000).
[2] El lector interesado por su pensamiento en este campo, puede consultar múltiples obras, entre las que cito las siguientes: Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, 1982; estudios recogidos en Le conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, Paris, Seuil, 1969; La metáfora viva, Madrid, Cristiandad, 1980.
[3] A veces, empujados por el afán racionalizador, tendemos a “alegorizar” lo que es símbolo (ya sea símbolo primario o relato simbólico), haciendo que éste pierda su fuerza. Es lo que, como señala Ricoeur, ha tendido a pasar con las interpretaciones que se hacen de las en sí impactantes parábolas de Jesús de Nazaret, llenas de fuerza simbólica: alegorizadas, se convierten en mera estrategia didáctica para que se comprenda una determinada idea, de modo tal que comprendida ésta sobra la estrategia, la parábola.
[4] Esta gran riqueza expresiva de los mitos no le impide a Ricoeur afirmar que están subordinados a los grandes símbolos primarios, porque su composición literaria implica ya un comienzo de racionalización, restrictiva de su riqueza. En este sentido, una tradición será viva para Ricoeur cuando no petrifique sus mitos, cuando sepa abrirse a interpretaciones nuevas, desde la reserva de sentido que son los símbolos primarios. El máximo agostamiento de los símbolos se da, en cambio, en las “segundas racionalizaciones”, propensas al dogmatismo, como la del “pecado original” para los símbolos del mal.
[5] Puede igualmente matizarse la concepción bíblica lineal del tiempo recordando que también aparecen concepciones cíclicas, como la de Qohelet y su “nada nuevo bajo el sol” (1, 1-11), o momentos en que se liga la intervención divina al tiempo cósmico más que al histórico: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos, el día le pasa el mensaje al día...” (Sal 18). En cualquier caso, y como recuerda Ricoeur, el relato y el tiempo del relato bíblicos requieren la mediación del tiempo de los otros géneros literarios para que se revele su verdad: “El modelo del tiempo bíblico se basa en la polaridad entre narración e himno, y en la mediación operada entre ‘contar’ y ‘alabar’ por la ley y su anterioridad temporal, por la profecía y su tiempo escatológico, por la sabiduría y su tiempo inmemorial” (“Temps biblique”, en Archivio di Filosofia , nº 1, 1985, 35)
[6] En VV.AA. Las culturas y el tiempo, Salamanca, Sígueme-UNESCO, 1979.
[7] El interesado por la reflexión de Mircea Eliade puede consultar sus dos obras de divulgación Mito y realidad, Madrid, Guadarrama, 1968, y Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama, 1967.
[8] Léase la eucaristía cristiana con todas estas claves que se van dando y, con las correcciones debidas a su especificidad, sáquense las oportunas consecuencias.
[9] Desde fuera, por ejemplo desde el mundo musulmán, tienden a vernos menos laicizados de lo que pensamos nosotros de nosotros mismos. Cabe señalar, por otro lado, que ha habido un famoso intento de laicización explícita del calendario cristiano, no sin latentes sacralizaciones, por parte de los revolucionarios franceses que, interpretando la Revolución como el paso de las tinieblas del pasado a la luz de la Razón, quisieron convertirla en el punto de referencia de un nuevo calendario, formulando el año 1.793 (instauración de la República) como el año 1 de la nueva era.
[10] Siguiendo la lógica bíblica podría decirse que el jubileo debería ser el año siguiente al período de plenitud, esto es el 2.001, coincidiendo así con otras deducciones del año 2.001 como comienzo del milenio. Frente a ello, la magia del “número redondo” parece imponérsenos.
[11] En este sentido, unir el jubileo del año 2.000 con la reclamación de la condonación de la deuda externa a los países más pobres tiene una conexión intensa con la carga simbólica que aquí se está subrayando.
[12] Hay una síntesis que ilustra bien lo que es el bíblico “día del Señor” en Vocabulario de Teología Bíblica, de Leon-Dufour, editado por Herder.
[13] Milenarismo ha acabado también por ser una denominación para aquellas concepciones de la historia y la transformación social de tintes marcadamente apocalípticos, aunque no tengan en cuenta la fecha concreta del milenio.
[14] Es sintomático a este respecto el cambio de definición del segundo de tiempo, hecho en 1967: deja de ser la 86.400ª fracción del día solar para pasar a ser, con más precisión “la duración de 9.192.631.770 períodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de cesium 133”
[15] En VV.AA. Temps cosmique, histoire humaine, Paris, Vrin, 1996, 180.
[16] M. Weyembergh, en Ibid., 172.
[17] Aunque otros ven precisamente en futuras grandes “confusiones” de la tecnología y en el imperio destructor que posibilita la vía de realización de los apocalipsis anunciados.
[18] Así plantea un antropólogo su estudio de la antropología del tiempo: “En este libro, una de mis intenciones primarias ha sido la de disipar el aura de misterio y paradoja que rodea al tiempo. No es necesario tener un temor reverencial al tiempo que no es más misterioso que cualquier otra faceta de nuestra experiencia del mundo. En particular, espero haber dicho los suficiente para disuadir a cualquiera de embarcarse en el estudio de la antropología del tiempo (especialmente en contextos etnográficos exóticos) como sendero para cierto tipo de liberación del mundo ordinario, familiar” (A. Gell, The Anthropology of Time, Oxford-USA, Berg, 1992, 314).
[19] Pongamos algunos ejemplos. Quienes proscriben en nombre de los relatos bíblicos del Génesis las enseñanzas de Darwin, asumen la simbólica bíblica desde la primera ingenuidad, pero con el agravante de que hay rechazo explícito de diálogo con el pensamiento científico que se conoce. Quienes impactados por la crítica científica les quitan todo valor revelador para el hombre de hoy, considerándolos pura fábula, se quedan en la labor destructora del momento crítico, desmitologizan y desmitifican. Quienes excluyen de ellos toda explicación científica e histórica de la génesis del cosmos y el ser humano pero los viven como vía de revelación de la condición humana y de su relación con lo divino, desmitologizan pero no desmitifican.
Una dinámica parecida, a la que se ofrecen más resistencias en el mundo cristiano, puede plantearse ante ciertos símbolos como el que propone San Pablo en Efesios 5, 21-33, al tomar la vida conyugal como símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia, pero haciendo a su vez a esta unión modelo de la vida conyugal. El matrimonio, que inicialmente es sobre todo un símbolo para entender la estrecha relación entre Cristo y la Iglesia (v. 31-32), acaba por ser concebido a imagen de aquello que simboliza. Esta dinámica circular puede ser enormemente creativa, pero es peligrosa si se literaliza de una cierta manera, si no pasa por la crítica de lo que nos dicen los derechos humanos y las ciencias humanas: dado que Cristo representa al marido, la mujer deberá estar sometida a él, como Cristo a la Iglesia (extremo en el que cae Pablo, v. 24); y dado que en ninguna circunstancia es pensable la ruptura de la relación Cristo/Iglesia, por la garantizada fidelidad de Cristo, se pedirá esa misma indisolubilidad para el matrimonio (“porque un matrimonio soluble no es apto para representar la relación de Cristo con su Iglesia”: Trento). Alguien ha comentado muy bien que con ello una comparación metafórica que permite descubrir profundas realidades y pautas de conducta tanto en la relación Cristo-Iglesia como en la de hombre-mujer, se reconvierte en realidad ontológica, endureciendo hasta el extremo tanto la indisolubilidad como la relación jerarquizada de pareja.