Del estado hobbessiano al estado relacional
Aníbal Fornari
1. El problema del bien común y el estado moderno
Afrontar el problema de la determinación del bien común sin referencia al criterio metodológico de la subsidiariedad, vinculado al principio igualmente básico de solidaridad, es introducirse en un rompecabezas sin salida. Sobre todo cuando ello es abordado desde el parámetro intencional de un estado democrático. Es como siempre necesario y hoy más que oportuno plantearse la histórica cuestión ético-política del bien común, sustituida en el ámbito filosófico por otros conceptos que no reflejan su dialéctica intrínseca (v.g. bienestar general, interés general). La pluralidad cultural, la diversidad étnica y la comunicabilidad de lo humano a través de sus diferencias, conjuntamente con la cuestión del bien común a escala local, regional y mundial, hoy se tornan experiencia cotidiana y universal, positivamente y también conflictivamente. El hecho de la globalización hace que sucesos culturales, económicos, políticos, tecnológicos tengan un inmediato impacto y produzcan consecuentes reacciones que afectan la geografía humana planetaria. Al par, se entremezclan como nunca, a ese mismo nivel, una diversidad de fisionomías de gentes, costumbres, lenguas y culturas que antes se reconocían abstractamente, en la lejanía de sus diversas localizaciones geo-culturales en el mapa o mediante el turismo, pero que ahora, en cambio, se entrecruzan cotidianamente en el propio terreno y se topan cara a cara en el barrio y por la calle. La necesidad de reconocer en lo profundo y de aprender a convivir valorizando la presencia de alteridades fuertes en su aparente extrañeza, no sólo viene impuesta por ingentes e imparables procesos migratorios de gente urgida a dejar un contexto de miseria social y política, y de falta de perspectivas vitales, para ir en pos de una posibilidad de sobrevivir y de asomarse a un básico bienestar. También porque asoma la fuerte presencia en el escenario mundial de grandes actores (p.e. China, India, Indonesia...) hasta hace poco retraídos o agazapados, pero cuya presencia ahora es el iceberg de un mundo emergente que empieza a afectar de modo traumático al obvio mundo de la vida cotidiana laboral, familiar y social, considerado culminante e invulnerable. Los hechos históricos replantean la cuestión del bien común, de su criterio y de su determinación.
1.1 El problema del bien común
Partiré de algunas importantes conclusiones sobre el carácter problemático del concepto de bien común y sobre la forma de determinarlo, a las que llegó Dorando Michelini en un importante artículo centrado en el tema. En efecto, “qué puede significar ‘bien común’ –dice él- en el contexto de sociedades democráticas y pluralistas, asediadas por la pobreza, la marginalidad y la exclusión, y cuáles serían las características de un concepto rehabilitado de bien común en el marco de una nueva ética pública”[1]. Esta ética pondría la determinación del sentido del bien común sobre una base dialógica, cual procedimiento atento al contexto histórico de la propia comunidad, pero abierto a lo universal. Por eso, centrado en la argumentación pública, que “permite un acceso racional tanto para la interpretación, fundamentación y crítica de los intereses y de las aspiraciones de los afectados, como así también para posibilitar una corresponsabilidad solidaria a través de la participación amplia e irrestricta de los implicados en la posible solución de los problemas y conflictos que tengan relevancia vital y pública”[2]. El concepto de bien común articula –en el marco de una ‘razón pública política’, que no agota la racionalidad pública[3]- las exigencias constitutivas de ese todo singular que es cada individuo humano, con la armonía de esa totalidad socio-política compuesta de los múltiples todos, lo que supone que el bien común sólo puede ser determinado en “una búsqueda plural, cooperativa y dialógica”[4]. En el hecho social de la pluralidad (de totalidades singulares) emergen exigencias personales trascendentales, comunes y universales que, por ser inmanentes a cada uno, posibilitan la comunicación dialógica. Pero justamente por tratarse de una pluralidad no meramente numérica sino formada por unicidades cuya principal dimensión es inconmensurable, el hecho social de la pluralidad libera modos diferenciados de responder a esas exigencias trascendentales, los que mueven a la comunicación cooperativa, complementaria y enriquecedora.
Tal como la especificidad antropológica fáctica del lenguaje implica en sí el estar hechos en-si para la pluralidad y el diálogo con-otros, hasta el punto de, incluso, revelarnos mutuamente algo de esa inconmensurabilidad, así también, esta voluntad de diálogo y esta necesidad de cooperación expresan en un claro síntoma práctico, el reconocimiento que cada uno ejerce antes de pensarlo, acerca de la dignidad interpersonal y de la competencia operativa racional propia y del otro. En ellas, todo individuo es en principio reconocido no sólo como capaz de intervenir en la discusión que lo implica desde su experiencia, sino también como sujeto capaz de iniciativa operativa para responder complementariamente con los otros a sus necesidades y a las de los demás, puesto que puede captar lo que puede ser útil para-sí en cuanto de uno u otro modo lo es también para-otros. Esta conciencia intersubjetiva práctico-dialógica de reconocimiento mutuo se consolida si se verifica su operatividad al ponerse en juego las exigencias de los individuos en el impacto con el dato de la realidad en situación. Ahí es donde se vislumbra la correspondencia de una propuesta o de una acción a la humanidad de cada uno y donde se verifica la diferencia entre un diálogo verdadero y un intercambio logrado que, aún en sus desacuerdos, abre nuevas posibilidades. Y lo que sería un acuerdo por mera complicidad ante el cual se permanece precavido o un desacuerdo por mero capricho ante el cual se evidencia que en la circunstancia prevalece el cierre ofuscado de la razón o el uso ladino, sesgado, desafectado de lo real-concreto y sin deseo de encuentro.
La formación de las sociedades, de las instituciones, de las naciones, etc., sólo es comprensible si lo que prevalece es la capacidad de reconocimiento, de la cual la exclusión del otro y el desinterés por la verdad en la relaciones es siempre una posible patología sucedánea. En tal sentido una ética pública discursivo-judicativa presupone la existencia de un previo bien común ético: un sistema abierto de valores tamizados por experiencias y testimonios que forjaron en el tiempo comunidades morales en las que el sentido del respeto mutuo ha prevalecido críticamente sobre las relaciones de dominación. Y es un bien-común-político el promover la existencia meta-política de esas comunidades morales. Un ethos es tanto más sólido cuanto más abierto es a la pluralidad inmediata, sin que prevalezcan en las relaciones esas mediaciones totales abstractas y discriminatorias, que suprimen ideológicamente lo inconmensurable de sus términos. Michelini dice que se requiere de “una ética pública que no esté centrada unilateralmente en los intereses estratégicos, en el individualismo posesivo y en un subjetivismo utilitarista, ni que desconozca o ignore las consecuencias de las acciones humanas, sino que esté guiada por un principio de corresponsabilidad solidaria, fundado en la intersubjetividad y en una conciencia de la asunción de las consecuencias y de los efectos colaterales que previsiblemente se sigan de las acciones humanas”[5]. Estos son criterios que sistematizan la racionalidad de un ethos de lo humano portador del sentido del bien común y, también, de la conciencia de su degradación, por lo que ese sentido dado debe ser siempre de nuevo educado desde la primaria experiencia de la desproporción estructural constitutiva del yo-en-acción. La chispa radical de la iniciativa y de la auto-imputación es el deseo de encuentro, en todo y a través de todo, con la alteridad correspondiente a la estatura ontológica del yo. Lo cual cuestiona todo sentido estático y a priori del bien común.
Como no se trata de un pío desideratum ni de un saber sólo especulativo acerca del bien común, sino de un saber crítico operante, se requiere, a mi juicio, individuar básicamente cuál es el sujeto social portador y difusor de esta ética pública solidaria y capaz de determinar con mayor acierto y de realizar en concreto el bien común. Se trata de un problema de método. En realidad Michelini señala un aspecto decisivo del método. Al cuestionar in nuce toda veleidad estatista o intento de monopolización política de la capacidad de determinar el bien común, señala que es un grave malentendido “que el Estado se autocomprenda como garante [último] del bien común, o que un político o un grupo de políticos se autoadjudiquen una capacidad especial o exclusiva de discernimiento respecto de lo que, en un determinado momento histórico, tiene que ser interpretado como bien común y, por eso mismo, ser impuesto a los ciudadanos”[6]. El estado no es el sujeto histórico protagonista del bien común: éste es también el perno decisivo, aunque todavía dicho en negativo, de este trabajo. Los aparatos jurídico-institucionales finalmente regulados y manejados por quienes gobiernan el estado, sólo son instrumentos[7] importantes pero no son los portadores sustantivos del sentido y de la operatividad del bien común. El estado no es “sustancia” de nada, ni síntesis de la sociedad civil definidora del bien común. Si el estado no debe ser considerado como fundamento de éste, también “se tergiversa gravemente el sentido de la política, por ejemplo, cuando se la orienta exclusivamente al ordenamiento del sistema económico. Más allá de sus respectivos fines específicos, la economía, el derecho y el Estado tienen que estar orientados en la idea crítico-regulativa del bien común y contribuir tanto en la labor del aseguramiento de la satisfacción de las necesidades básicas vitales y culturales, como también en la tarea que conduce al reconocimiento de todos y cada uno de los ciudadanos como seres autónomos, en el sentido enfático del término”[8]. Esto implica que no es el Mercado el determinante del bien común frente al Estado. ¿Pero entonces significa que volvemos a colocar la cuestión del bien común entre dos interlocutores fundamentales y absolutamente desproporcionados, el Individuo autónomo y el Estado? Esta pregunta señala el aspecto positivo del persono decisivo de este trabajo.
Pues, ¿dónde tiene su radicación ontológico-práctica y no meramente formal esa idea crítico-regulativa y alterativa del bien común? Porque la cuestionada subordinación del sentido de la política y del bien común al ordenamiento del sistema económico se basa en una comprensión antropológica manca, que canoniza la des-personalización relacional de la individualidad humana, entendida como ya míseramente degradada en su razón e incapaz de ser ella misma más allá de una mecánica instintiva (el famoso egoísmo natural) y sentimental (los famosos sentimientos morales), lo cual implicará un método drástico-despótico para re-encaminarla al bien común. ¿Qué habrá de entenderse, en relación a esto, por esa diseminación monádica de ciudadanos autónomos, en el sentido enfático del término, que además deben construir el bien común político mediante el diálogo, si ellos no se reconocen ya positivamente involucrados y abiertos a la comunicación a partir de una sociabilidad previa, en la que han visto testimonios y verificado la significatividad de ciertos valores fundamentales y la fragilidad moral de los hombres? ¿Se trata de ciudadanos autónomos en el sentido de que, ante todo y como experimento mental, se despojen de sus relaciones y bajen sobre sus rostros personales e históricos un velo de ignorancia de sus vínculos constitutivos, para comenzar en la soledad cada uno a deducirse a sí mismos y hacerse desde cero, frente a una idea formal-universal del otro, para llegar a ser ciudadanos neutrales y responsables del bien común? ¿O se trata de ciudadanos que son, en cada caso, ya portadores de vínculos que lo han introducido en la pregunta por la totalidad del sentido, y portadores de una exigencia originaria y en muchos casos también de una experiencia del bien común con la que contribuir y a la que pulir en el diálogo? Lo que se planea es entender la dinámica generativa de bien común.
1.2 El bien común y la auto-contradicción del estado moderno
No se puede desconocer el indudable aporte del estado moderno, allí donde existió en su versión democrática, al mejoramiento del bienestar material de las poblaciones. También es conocida la crisis del estado de bienestar (welfare state) construido bajo el parámetro dominante de la solución hobbesiana al problema del “orden social” (nuevo nombre del “bien común”). ¿Qué entiendo por estado moderno? En sustancia y para decirlo de golpe es el forjado bajo el paradigma hobbesiano que hace coincidir “sociedad civil” y “sociedad política”, puesto que ambas surgen juntas coincidiendo con la salida del “estado de naturaleza”, condición humana originaria “bárbara” por definición: el estado debe sustituir al hombre originario y formatearlo de nuevo. Las figuras cardinales de tal modelo son, por un lado, el individuo propietario autónomo con sus instintivas libertades originarias a la búsqueda del propio provecho mediante su reducida razón instrumental; por el otro, el Estado siempre con mayúscula, cual soberano benefactor que preconcibe y proyecta en la razón representadora de sujeto colectivo, a todos los deseos y derechos fundamentales de la sociedad atomizada. Lo cual significa tornar irrelevantes las relaciones interpersonales, disminuir la importancia de las comunidades libres y de las formaciones sociales intermedias -también como sujetos de ciudadanía-, limitar el pluralismo social, en definitiva devaluar la sociabilidad de la persona humana, su constitutiva lógica del don generadora de capital ético y social, y por eso sujeto-relacional creativo de bienestar y generador de bien común.
¿En qué consiste el conocido paradigma del longevo Hobbes (1588-1679[9]? La conflictividad se expresa como voluntad de sobrevivir en medio de un salvaje estado de guerra. Reina la inseguridad y la imposibilidad de todo riesgo creativo razonable en medio de esta agresión de todos contra todos. Imposible seguir viviendo así, sometidos a la inminente posibilidad de muerte violenta, metidos en una condición vital en la que sólo valen la fuerza y la mentira. Algo que no está lejos de nuestra experiencia. Pero ante esto, o bien dejarse morir o salir a matar, o bien esto exige que nuestra voluntad de vida arriesgue un salto imaginativo dirigido a cortar por lo sano con esta condición que se ha vuelto “natural”. ¿Cómo? Mediante la estipulación de un contrato entre los universales beligerantes. Se trata de un pacto en dos momentos. Primero el pactum unionis, expresivo de la voluntad de empezar a convivir, de levantar la bandera blanca del deseo de esa unidad que no existe y, en seguida, superar la visceral mutua desconfianza por el pactum subjectionis, donde cada uno aliena sus propias prerrogativas para delegar el poder en Alguien mayúsculo supra partes (Leviatán, Soberano o Estado, etc.). Éste asume el poder delegado y, con él, el monopolio de la violencia, y dicta las reglas conducentes a pasar del estado de naturaleza al estado civil. Su legitimidad se basa en el hecho de que todos los súbditos o ciudadanos pertenecientes –siendo libres e iguales- se someten al Estado Soberano Absoluto mediante un contrato que se torna vinculante para todos. Dichas reglas deben asegurar las libertades propietarias de todos bajo la única condición de que cada uno no lesione la libertad de los otros y cada uno sea preservado en su autonomía. A Leviatán no sólo se le confiere el monopolio de la fuerza física y legal, sino también otros poderes in crescendo para garantizar la paz social como ausencia de conflictos y el bienestar de todos como garantía de respuesta a las necesidades para una vida autónoma.
El modelo hobbesiano, con sus sucesivas metamorfosis que pasan por la República centralista y unitaria jacobina, que alcanza su clímax en las realizaciones político-revolucionarias del comunismo y del nazi-fascismo, hasta llegar al actual estatismo populista degradante del pueblo latinoamericano es, en realidad, un precario “alto el fuego” –como decía Spinosa- en medio de la supuestamente originaria guerra de todos contra todos, pre-comprendida como situación social-antisocial de base. El mismo Kant, al par que la estipulaba como originaria, elucubraba superarla mediante un orden normativo de ciudadanía universal, cuyo sujeto histórico-práctico era ya entonces de difícil individuación persuasiva fuera de la cabeza del filósofo. Los modernos estados-nación construyeron sus constituciones políticas, sistemas jurídicos y sistemas del bienestar social (welfare) sobre la base de tal modelo, y de su pre-comprensión ontológica dada por obvia. Lo esencial, más allá de las sucesivas metamorfosis, es que esa salvación inmanente, que de ahí en más se llamará “bienestar”, venga desde lo alto del mismo orden absoluto inmanente. De un Ente Supremo Secular que está por sobre todos los libres vínculos asociativos. Tal es la primer auto-contradicción esencial del modelo. Ella puede ser hasta comprensible históricamente, pero no por eso menos contradictoria intelectualmente ni ya históricamente prolongable, máxime desde el punto de vista del bien común en un estado democrático de derecho. Si ese Ente Político Supremo Leviatán coincidía en tiempos de Hobbes con el Monarca Absoluto inglés, en Francia será con el État-Providence, en los estados comunistas con el Partido y su Nomenclatura, en los nazi-fascitas con el Führer/Duce y también su Nomenclatura y su Partido, en los populistas con el Estado Paterno del Líder o del Comandante y su poder absoluto represivo de las diferencias, etc. ¿En qué consiste la base pre-ontológica contradictoria del modelo? Dicho de inmediato –y es su segunda auto-contradicción esencial: en pretender proteger la vida mientras la niega[10]. Mientras coloca la muerte y sus figuras derivadas como fundamento de la sociabilidad. Haciendo incapié en un momento del fenómeno humano -real pero parcial, aunque trasmutado en totalizador- que consiste en percibir la condición histórica original del hombre como dinámica de la mentira y la violencia (estado de naturaleza), identifica sin más esto con la dinámica estructural originaria u ontológica del hombre como ser-social insociable. Suprime el contraste real entre lo ontológico-originario y lo histórico-original para abrir la necesidad de inventar contrastes teóricos utópicos.
Indico ahora cómo la contradicción del modelo hobbesiano incide en el debilitamiento utilitarista del sentido del bien común que, por el contrario, sólo crece desde abajo, desde la base social vinculada más-acá del utilitarismo. El conocido sociólogo de Bologna, PierPaolo Donati, señala que la contradicción consiste en buscar la salida de la crisis de la inclusión social dentro del principio lib/lab[11], perspectiva en la que entran, pretendiendo salir, otros famosos pensadores político-sociales contemporáneos, de uno u otro modo preocupados por una tal vez inexistente “tercera vía”, como Rawls, Giddens, etc. Este principio, por un lado, garantiza las simples y precríticas libertades individuales de competir en el mercado y de abrir la lista presuntamente ilimitable de derechos que logren consenso, bajo la condición (equívoca) de no lesionar la libertad de otro (p.e. en la legitimación del uso de la droga, del matrimonio y la adopción por parte de homosexuales, de la poligamia, etc.) y, por la otra, intenta ponerle remedio a las desigualdades sociales y a los efectos conculcadores producidos por otros derechos, mediante la intervención re-equilibrante re-distributiva del Estado. No se trata aquí de la expansión creativa de la libertad sino de un doblegarse de ella al rebajamiento mecanicista del deseo, irracionalizado por su reducción a la alternativa sentimental “me gusta – no me-gusta”, elevada a criterio último de decisión. Cuando tal mecanicismo impulsado “se pasa de la raya”, entonces, o lucha con uña y dientes para ser legitimado por el estado pasando “a derecho porque de hecho”, o el estado mismo trata de limitar el mecanicismo desorbitado del deseo, por él mismo de algún modo promovido, para caerle ahora con el control punitivo estatal. El miedo a una situación del tipo homo homini lupus, a que “me traten mal como yo los trataría”, produce también, entonces, instituciones de bienestar, estructuras centralizadoras del comportamiento humano en torno a la propia individualidad autónoma y a los propios proyectos, aumentando así el aislamiento de las personas. Éstas, no pudiendo recurrir ya a la sociabilidad directa –que implica reconocer vínculos, promoverlos, tomar iniciativa y arriesgar con otros concretos- deben someterse a un tipo de organización social que intensifica los contactos indirectos, abstractizados, mediados por centros estatales de bienestar o de decisión política que toman al individuo aislado, le organizan y le gestionan su tiempo y sus espacios, su vida misma. Este es el mundo de las instituciones de “bienestar-mixto”, siempre menos coercitivas y más seductoras, porque simplemente le ponen al individuo un abanico de opciones prefabricadas y cada uno entra en el casillero que se le antoja o le conviene. A ellas y no más que a ellas él debe adherir, conjugando así el matrimonio negociado entre libertad individual y control estatal. Con la adicional sensación de ser autónomos en el único mundo posible. Tomar la iniciativa, valorizar sus vínculos de pertenencia y su dinámica de relaciones, es algo mirado por los individuos como cosa de una sociedad imposible y por el estado como algo peligroso e inorgánico.
¿Qué es lo que mortalmente desdeña esta aproximación semi-estatista que, al modo de cierta gestión política, genera los problemas (falta de iniciativa, desorganización, imprevisión, etc.) ante los cuales después se propone a sí mismo como solución? 1) Reduce la sociedad a un entrecruce de lo económico y de lo político, al par que considera que las identidades, la cultura, los vínculos de pertenencia se adscriben a la “esfera privada”, a “la relatividad de la semi-razón hermenéutica”, a cuestiones de conciencia irrelevantes para la ciudadanía, con lo que ésta queda condenada a estar referida tan sólo al estado como lugar absorbente de lo público. 2) La combinación entre libertades individuales y control sistémico colectivo es el non plus ultra, sin advertir que eso genera problemas sociales precisamente porque elimina y distorsiona las relaciones intersubjetivas y hace del individuo un piadoso o iracundo hijo del estado, que no cesa de pedirle a ese gran Aparato que lo sustituya. 3) Produce una ciudadanía sin condiciones, mero status, carente de reciprocidad activa, tanto en las expectativas cuanto en los comportamientos entre individuos y estado, y entre los mismos sujetos de la ciudadanía; los deberes carecen de relación estructural y consciente con los derechos (p. e. el deber de pagar los impuestos y el derecho de que haya rutas y seguridad; o el considerar, desde la mentalidad estatista, a los grupos más pobres como piltrafas sociales a soportar y arreglar, antes que seres capaces de intercambios socialmente relevantes y de iniciativas crecientes)[12]. Por otra parte, el moderno welfare state, también nació en Europa por iniciativa del Soberano Iluminado que, en vez de facilitar y potenciar la base social plural y activa en la trama de la sociedad civil[13], por el contrario, por el mismo prejuicio antropológico contra la persona como inicio racional e iniciativa responsable, concentró el bienestar social en lo alto del presunto poder sacral y sintetizador del Estado, hasta su fórmula modernizadora populista[14]. Aquí el estado se escribe con mayúscula y el mercado con minúscula. En sentido estricto, el moderno welfare state nace en Prusia con Bismarck y su modelo “asegurador” (combatir riesgos e inseguridades de la vida, p.e. desocupación, enfermedad, vejez, mediante seguros sociales obligatorios). De allí se deriva el modelo corporativo renano centroeuropeo (el bienestar ligado a la posición laboral, extensivo a la familia) y, luego, el modelo keynesiano-beveridgeano decididamente intervensionista, desarrollado en Inglaterra, Francia y países Escandinavos, que hoy se encuentran con su ciclo terminal.
En Norteamérica, que pareciera muy lejana a este modelo por su vínculo con el pensamiento liberal que hace referencia a John Locke, más en continuidad con la segunda Escolástica Ibérica, sin embargo la incidencia del modelo hobbesiano se hace notar por una de sus características esenciales, mediante el desplazamiento de la mayúscula: el bienestar es ante todo una tarea del Mercado, respecto al cual el estado es con minúscula, encargado de cubrir los fracasos del Mercado. La diferencia entre el modelo del welfare europeo respecto del norteamericano estriba en que el primero desciende desde lo alto del Estado, mientras el segundo resulta del horizontalismo mecánico del Mercado, en el que la utilidad está regulada moralmente a través de una fuerte integración normativa y anti-monopólica ya vigente en el ethos de la sociedad civil (calvinista) y su fuerte contenido moralista centrado en el éxito profesional. Se trata de una sociedad de la libertad que se concibe como abierta, donde cualquiera puede tener éxito si procede de forma racional, es decir, calculada, utilitarista y competente. El estado vigila al Mercado para que los actores respeten las reglas del individualismo institucionalizado (Talcott Parsons). En realidad, el Mercado también toma altura cual Mecánico Supremo con su mano invisible pero activa. ¿Qué tiene esto de hobbesiano? En que por más que el individualismo autonomista esté institucionalizado o reglado, y el bienestar sea ante todo tarea de la sociedad civil, ello comporta una concepción antisocial de la lógica de la acción social. La relación, el inevitable vínculo con el otro es originariamente contradictorio, porque sólo es concebible como una relación instrumental, articulada en recíprocas ventajas en función del éxito como último criterio virtuoso. La lógica del don y del cuidado es algo marginal a la vida social práctica. Siendo intrínsecamente constitutiva de la razón afectiva, apegada a la experiencia de ser-donado, inherente a las relaciones sociales inmediatas, básicas y libres (las familias, las amistades, las comunidades culturales de pertenencia) es concebida, sin embargo, como algo que se circunscribe al sentimiento divorciado de la razón y que se rompe ahí, en el estrecho círculo sentimental de cada uno. Se olvida que esta racionalidad afectiva, no exenta de dificultades es, sin embrago la más cargada de energía constructiva, porque ella expresa el deseo y la experiencia del bienestar propiamente humano que consiste, ante todo y después de todo, en las relaciones interpersonales. Bienestar que no puede ser concebido como sólo un poco más complejo que el de las bestias, como lo hace el estado hobbesiano.
2. Método de la subsidiariedad y dinámica del bien común
Me remito ahora al más antiguo y contemporáneo sujeto histórico-comunitario, planetariamente presente entre gente de toda nación y cultura, que es la Iglesia Católica. Único sujeto que desde su inicio junto al mundo greco-romano hasta la contemporaneidad del mundo globalizado, ha continuamente sostenido la dialéctica intrínseca entre bien común y subsidiariedad. Ésta indica, a diferencia de la mentalidad política estatista moderna, la primacía sistemática de la simple persona singular y de su sociabilidad inmediata con la pluralidad que libre y responsablemente le llegue a concernir. Subsidiariedad es el nombre del bien común realizado desde la primacía de los de abajo. En efecto, el principio de subsidiariedad remite especialmente al fundamento universal fáctico, real-concreto -el yo-carnal, “la dignidad de la persona humana”. Este fundamento vivo se expresa operativamente en su ser-relacional mediante la estructura trinitaria indisociable de co-principios que actúan como criterios y puntos de apoyo en el que “cualquier otro principio y contenido de la doctrina social encuentra fundamento: el de bien común, el de subsidiaridad y el de solidaridad”[15].
2.1 La dialéctica de los tres principios con el fundamento vivo
2.1.1 El bien común expresa la politicidad intrínseca al sujeto personal, la autoconciencia cósmico-histórica ya germinalmente dada y que debería acompañarlo en sus realizaciones, en todas sus acciones: estar construyendo, participar de la construcción en el tiempo de un Reino, una Ciudad, una Catedral de lo humano, tanto a través de una humilde tarea asumida cuando en una alta responsabilidad donada. En efecto, al principio del bien común “debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido. Según una primera y vasta acepción, el bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible [no es una torta, es el sentido que da forma a toda realización personal y asociada] y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro”(CDS, 164). El criterio de bien común expresa el horizonte universal del sujeto personal que, a través de cualquier tarea lanza al sujeto personal a mirar-con y a hacer-con.
Por eso es equívoca cierta concepción estática y telúrica del bien común, como si fuese una especie de torta naturalista que a cada uno le ha tocado en suerte, según la geografía donde nació y la fisionomía con que nació, sin incluir la decisiva variable de la personalidad que se desarrolla y de la cultura que perfecciona. La historia nos sorprende con pueblos y naciones insertos en contextos geográficos relativamente pobres y desafiantes que se han vuelto ricos en bienes éticos, culturales y materiales, mientras otras sociedades bien dotadas de recursos materiales permanecen pobres o alcanzan una meseta de desarrollo que son incapaces de superar y sobre la que pueden permitirse vivir trampeándose. Esto no quita que siempre se necesiten reformas que tiendan a reestablecer la equidad, igualdad de oportunidades para todos. Es “necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuan gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados” (CDS, n° 167). La “hipoteca social” que grava sobre toda propiedad privada, pero también sobre las propiedades sociales y estatales, se refiere a su comportamiento en relación a la abierta creatividad en el uso. “El destino universal de los bienes comporta vínculos sobre su uso por parte de los legítimos propietarios. El individuo no puede obrar prescindiendo de los efectos del uso de los propios recursos, sino que debe actuar en modo que persiga, además de las ventajas personales y familiares, también el bien común. De ahí deriva el deber por parte de los propietarios de no tener inoperantes los bienes poseídos y de destinarlos a la actividad productiva, confiándolos incluso a quien tiene el deseo y la capacidad de hacerlos producir” (CDS, n° 178). Trasládese esto también a las empresas o instituciones (sobre todo educativas) estatales, normalmente en manos de los sindicatos o de algún partido político.
El equívoco está en considerar que ese bien común sería una especie de “cosa depositada” a distribuir mediante el poder estatal, que debería imponerlo. Para llegar a tal desconsideración antes fue necesario que se desligase la cuestión del bien común de la primacía de la presencia relacional del yo-en-acción, cuyo deseo de ser y cuya racionalidad ya implican, en una intencionalidad que ha de ser educada en el juicio, la referencia al otro en el horizonte del bien común. En el mismo movimiento por el que el yo persigue el “objeto” del deseo, juzga lo cada vez deseado y camina hacia el hallazgo de su ipseidad, de su completud. Ésta consiste llegar a reconocer ese otro que corresponde plenamente a la unidad de su deseo y le otorga consistencia a todo lo deseado y valorizado en ese desear. Se trata siempre de que la propia realización es una realización alterativa, pues sólo en el encuentro con un otro adecuado al calibre del deseo se experimenta la gran satisfacción que incrementa el deseo y la amplitud del vivir. Todo auténtico encuentro es con lo que significa al destino humano y, por eso, compromete para un telos, para una tarea humanamente útil sobre la que se adquiere una profunda convicción como expresión de la propia personalidad. Lo que, tarde o temprano, es reconocido como valioso también por los demás, porque es precisamente eso lo que le “obrar bien” al yo. Entonces, el tema del bien común tiene su punto de partida y de llegada en la inconmensurable dignidad, en la no-instrumentabilidad fáctica (antes que como “deber” moral) del yo-corporal-en-acción, o sea, en relación.
El bien común es, entonces, “la dimensión social y comunitaria del bien moral” personal (CDS, n° 164). El sentido del bien común es el test de la fecundidad moral y de la amplitud del horizonte intelectual personal y, también, es la razón de ser intencional desde la que se configuran todas las formas asociativas de la base social. Pues ninguna “forma expresiva de la sociabilidad —desde la familia, pasando por el grupo social intermedio, la asociación, la empresa de carácter económico, la ciudad, la región, el Estado, hasta la misma comunidad de los pueblos y de las Naciones— puede eludir la cuestión acerca del propio bien común, que es constitutivo de su significado y auténtica razón de ser de su misma subsistencia” (CDS, n° 165). Lo común no es para complicar la vida sino para facilitarla y darle respiro, abriendo las ventanas a la realidad. La dialéctica vuelve: no sólo en el bien común el sujeto personal se realiza afirmando como propio un horizonte comunitario total, sino que la comunidad sólo tiene sentido si favorece la personalización de todos sus miembros (subsidiariedad horizontal). También las asociaciones mayores, tanto a nivel de la estructura del estado como en la sociedad civil, tienen sentido si facilitan la vida de las menores y más cercanas e inmediatas a la gente (subsidiariedad vertical). Entonces, bien común es también “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (CDS, n° 164). ¿Qué es eso de la propia perfección? No es que alguien se la determine políticamente, sino que se trata de crear el ámbito adecuado para que cada uno busque en serio la felicidad, la relación significativa que razonablemente pueda darle la felicidad. Y es por aquí que el principio del bien común remite al de subsidiariedad, como política de la libertad de conciencia, libertad religiosa, cultural, educativa, asociativa y de empresa.
Si lo notable respecto a la mentalidad dominante es que prioritariamente el bien común es una responsabilidad de las personas, supuestas racionales y movidas por un gran deseo, el estado tiene también, ontológicamente después de ellas, su específica responsabilidad en la cuestión del bien común. Y la tiene para favorecer la subsidiariedad y la solidaridad de la base social, no para pretender hacer todo él, matando la iniciativa de la sociedad y el desarrollo del pueblo, y así afirmarse a sí mismo a través de quienes lo gobiernan: “La responsabilidad de edificar el bien común compete, además de las personas particulares, también al Estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política” (CDS, n° 168). ¿Qué es lo que debe hacer el Estado para ser legítimo y fuerte? Debe ser-para-otro y no para-sí. Debe fortalecer a la sociedad civil y a sus miembros, y no pretender sustituirla. Fortalecerla: “garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es expresión, de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos” (CDS, n° 168). No sustituirlos sino apoyarlos [con una organización institucional clara, estable y duradera, impulsando y armonizando la pluralidad de iniciativas libres, amortiguando los conflictos y cuidando un clima de paz] para que por sí mismas ellas accedan a los bienes espirituales y materiales: “La persona concreta, la familia, los cuerpos intermedios no están en condiciones de alcanzar por sí mismos su pleno desarrollo; de ahí deriva la necesidad de las instituciones políticas, cuya finalidad es hacer accesibles a las personas los bienes necesarios —materiales, culturales, morales, espirituales— para gozar de una vida auténticamente humana” (CDS, n° 168). “Hacer accesible” no significa “darle-los-bienes-necesarios” para tenerlo de cliente, sino hacer que la búsqueda responsable de esos bienes por parte de los ciudadanos, individualmente o mediante sus asociaciones libres, no se torne una utopía, sino que sea una posibilidad real y suscite su creatividad responsable.
2.1.2 La subsidiariedad está entre las directrices más constantes y características de la doctrina social (CDS, n° 185). Es la clave más original de su perspectiva, en cuanto afirma al fundamento vivo personal como concreta capacidad de iniciativa individual y asociativa para afrontar humanamente las necesidades humanas. Es el criterio de la primacía de los de abajo en relación a la pirámide del poder, del ser-para-todos-los-otros del sentido del poder. “Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda («subsidium») —por tanto de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin deber cederlas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva, su dignidad propia y su espacio vital” (CDS, n° 186). Esta es la tragedia de todos los estatismos: presionar, directa o indirectamente, para que las personas y, en general, “los de abajo” cedan injustamente sus vidas, sus derechos, desanimen sus energías creativas y se conviertan en una insociable socialidad de lobos –de monstruos sumamente hábiles en un aspecto parcial exitoso- o de zombis, de abúlicos preferentemente aptos para la crítica puramente discursiva o para el lamento organizado.
Políticamente el de subsidiariedad es el principio dinámico anti-totalitario por antonomasia, que defiende a los más débiles en cuanto distantes al manejo del poder centralizado o siempre en tren de centralizarse. La subsidiariedad tiene “una serie de implicaciones en negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el espacio vital de las células menores y esenciales de la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben ser suplantadas”(CDS, n° 186). Positivamente le hace justicia al protagonismo público de la persona y sus libres formas asociativas en la sociedad civil, pues ya quienes disponen de un poder y el estado mismo por parte de quienes lo manejan y gobiernan, tienden a conservarlo y aumentarlo mediante la sustitución del otro, de su iniciativa, y mediante el poner todo bajo su control. La grave injusticia contra la libertad de la persona y de la sociedad consiste en que, cuando la perspectiva del poder es autoafirmarse, prefiere clientes, no protagonistas. La significación propiamente político-democrática de la subsidiariedad, no es tanto en un sentido puramente discursivo-parlamentario de la participación, cuanto en un sentido práctico y en una asunción operativa de la ciudadanía. Consiste en que la progresiva expansión de las iniciativas sociales fuera de la esfera estatal crea nuevos espacios para la presencia activa y para la acción directa de los ciudadanos, integrando las funciones desarrolladas por el Estado y dejando de ser un individuo privatizado para pasar a ser un sujeto personal de valor público. Este importante fenómeno con frecuencia se ha realizado por caminos y con instrumentos informales, dando vida a modalidades nuevas y positivas de ejercicio de los derechos de la persona que enriquecen cualitativamente la vida democrática.
El pretexto que el poder (cualquier poder: político, clerical, académico, etc.) suele usar para la negación de la subsidiaridad, o para su limitación, es siempre el mismo: el miedo a lo nuevo, a lo diverso, a lo que no se deja “representar” mediante la homologación. Entonces, “en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces también anula, el espíritu de libertad y de iniciativa” (CDS, n° 187). Es como un padre envidioso de que sus hijos crezcan diversos, o un político que mira con resentimiento y sospecha lo que es capaz de hacer la sociedad civil sin pedírselo a él. El presupuesto que predomina en la mentalidad política y en cierto igualitarismo castrador –político, clerical y académico- no entiende que la razón y el deseo personal ya contienen, no por moralismo igualador-homogenizador, sino por la dinámica de la propia realización, un sentido de bien común y de universalidad que debe ser reconocido, favorecido y formalizado institucionalmente. Por tanto, el individuo no puede ser encerrado en una privacidad instintiva. Las “soluciones” mecanicistas a los problemas humanos que el estado suele promover -porque es lo único que sabe hacer, menos educar- como se ve hoy con respecto a la sexualidad y la procreación, sustancializan la instintividad humana. La instintividad corporal inherente al deseo humano tiende a manifestarse disociada de la pulsión unitaria de éste y, así, en vez de realizarse el instinto se frustra. Esto corresponde a nuestra humana patología original, a corregir mediante la educación como conversión de la energía humana a su dinámica originaria. Porque la pulsión unitaria del deseo que subsume la instintividad, ya lleva en sí la referencia alterativa y, a partir de la sociabilidad inmediata del yo-en-acción-nacido-de-mujer, hace experiencia del sentido de lo público. Sólo en una perspectiva hobbesiana se puede llegar a identificar lo público con lo estatal y al estado con el soberano despótico y salvador. Esta revisión no estatista del sentido de lo público posibilita que el estado sea consistente y ágil en su función, porque la ampliación del espacio público hacia la persona y la sociedad civil elimina pesadas formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del aparato público, de gasto inútil de recursos salidos de la carne y la sangre del pueblo. Al quitar responsabilidad pública a la sociedad, no dejándola crecer desde abajo ni ayudándola en su operatividad de servicios públicos directos o de indirecta incidencia pública, el estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos. Estos son dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos avalados por la voracidad pecuniaria de los políticos desvinculados de la capacidad y del esfuerzo creativos de la gente. Con el agregado de que la censura al principio de subsidiaridad y el monopolio de lo público por lo estatal lleva, necesariamente, a que quienes gobiernan el estado construyan y pacten con monopolios privados sostenidos por los poderes del estado, en contra de la sociedad civil.
Socialmente la subsidiariedad se presenta como auténtica respuesta superadora de la crisis del welfare en el estado moderno hobbesiano. Plantea la saludable posibilidad de que este fenómeno de los caminos informales que ha debido transitar la subjetividad creativa del ciudadano, pase de lo informal-soportado-escondido a lo formalmente propuesto-público como clave política del desarrollo de los pueblos. Basta tener en cuenta el inmenso fenómeno de la economía informal en Latinoamérica, amargo fruto del estado despótico que desanima y reprime, y admirable inventiva de la libre iniciativa popular. El mismo estado populista y sus infaltables militantes tienden a liquidar y estatizar esa libre iniciativa, con el pretexto de fabricar desde arriba un “estado popular” que se presume capaz de resolverlo todo, mientras sólo viene incrementando el clientelismo y la pobreza. Privilegiada, en cambio, la sociedad civil, entendida como el espacio público del conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, emerge en forma originaria una red de relaciones protagónicas que conforman el tejido social, dinámico e indestructible. Esto “constituye la base de una verdadera comunidad de personas, haciendo posible el reconocimiento de formas más elevadas de sociabilidad” (CDS, n° 185). La calidad asociativa que valoriza y que promueve el principio de subsidiaridad, contrasta con el prejuicio generalizado del homo homini lupus que el estado moderno le endosa a la sociedad civil, pero para dominarla.
La positividad del criterio subsidiario no es, sin embargo, ingenua. Conoce al hombre y a su ambigüedad. Por un lado, cuando está institucionalizado, este criterio “protege a las personas de los abusos de las instancias sociales superiores e insta a estas últimas a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas”. Por otro, es la expresión fundada de una profunda confianza en la creación, en el existir, en la voluntad de vida, en la íntima promesa que el factor humano contiene. “Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad” (CDS, n° 187). La actuación del principio de subsidiaridad promueve desde la base social la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales, salvaguardando los derechos de las minorías, la descentralización administrativa, la adecuada responsabilización del ciudadano para “ser parte” activa cotidiana de la realidad política y social del país, y no apenas cuando hay que depositar el voto. Por lo expuesto se comprende bien la diferencia y la complementariedad entre los dos ya mencionados vectores de la subsidiariedad. La subsidiariedad vertical que se da en la estructura misma del estado, dando auténtico contenido y responsabilidad a las instituciones más cercanas a gente: el estado nacional no debe sustituir al estado provincial ni éste al municipal, ni éste a la junta vecinal en lo que cada uno es capaz de hacer. Más aún, la dinámica ideal es que se capacite y se otorguen los instrumentos adecuados para que la vida institucional-estatal permanezca lo más cercana posible a la gente. La subsidiariedad horizontal, por otro lado, es la que se da entre las personas y, conjuntamente, entre las formas asociativas de la sociedad civil, generando una “cadena de valoración desde abajo”, como fortalecimiento mutuo a partir del peldaño más débil. La debilidad para tomar adecuada iniciativa por parte de una población sólo constituye especiales circunstancias que “pueden aconsejar que el Estado ejercite una función de suplencia, (...ya) que sólo la intervención pública puede crear condiciones de mayor igualdad, de justicia y de paz. A la luz del principio de subsidiaridad, sin embargo, esta suplencia institucional no debe prolongarse y extenderse más allá de lo estrictamente necesario, dado que encuentra justificación sólo en lo excepcional de la situación” (CDS, n° 188). Pues de lo que siempre se trata es de que el otro asuma su protagonismo y no se acomode como cliente.
2.1.3 “El principio de solidaridad, también en la lucha contra la pobreza, debe ir siempre acompañado oportunamente por el de subsidiaridad, gracias al cual es posible estimular el espíritu de iniciativa, base fundamental de todo desarrollo socioeconómico, en los mismos países pobres: a los pobres se les debe mirar no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el mundo” (CDS, n° 449). Cuando se es educado en la capacidad de reconocer el valor público de múltiples iniciativas personales y asociadas; por tanto, cuando se es educado en la auténtica autonomía no declamativa sino creativa, que no le endilga al estado responsabilidades que es incapaz de asumir adecuadamente (p.e. ser estado-educador), pues con ello se reproduciría una sociedad civil pasiva y en estado de lamento, entonces la gran cuestión no es quién determina el bien común sino abrirle paso a los sujetos que inmediatamente lo realizan y son reconocidos en su valor público por la misma sociedad civil y a través de su misma realización. Esta dinámica cooperativa de la base social en la que lo que es empresa profit y non-profit se interfieren positivamente “incluso en sus formas menos estructuradas, se delinea como una de las respuestas más fuertes a la lógica del conflicto y de la competencia sin límites, que hoy aparece como predominante. Las relaciones que se instauran en un clima de cooperación y solidaridad superan las divisiones ideológicas, impulsando a la búsqueda de lo que une más allá de lo que divide. Muchas experiencias de voluntariado constituyen un ulterior ejemplo de gran valor, que lleva a considerar la sociedad civil como el lugar donde siempre es posible recomponer una ética pública centrada en la solidaridad, la colaboración concreta y el diálogo fraterno. Todos deben mirar con confianza estas potencialidades y colaborar con su acción personal para el bien de la comunidad en general y en particular de los más débiles y necesitados. Es también así como se refuerza el principio de la «subjetividad de la sociedad»”(CDS, n° 420). Importa percatarse que la solidaridad configura, antes que una moralina voluntarista, la dimensión estético-ontológica de la vida social, generando lugares comunitarios de libertad y amistad donde “da gusto” estar. De lo contrario la vida política se asemeja cada vez más a una cárcel o a un manicomio, sólo que con un poco más de libertad de circulación. Es la dimensión que, por un lado, no deja a nadie en la intemperie y además le exige a cada uno, en el ánimo que genera la amistad social, participar en la tarea de hacer-más-hogar, lo que es del más propio interés de cada uno. Por otro lado, por su poder estético, contemplar la solidaridad genera en los individuos estupor ante lo grande y, por ende, deseo de cambiar la tendencia a la mezquindad por el sentido de la grandeza. Esto lleva a plantear socialmente la pregunta profunda por el bien (¿de qué vida y de qué razón nace tal ímpetu solidario?) y a su expansión (reproduce el interés por crear comunidad e iniciativas solidarias), que es el único medio para vencer el dominio de la indiferencia, de la violencia y de la mentira: el mal.
2.2 Subsidiariedad y sujeto portador del método del bien común
Mientras el estado, al menos entre nosotros, permanece hobbesiano, la sociedad se vuelve post-hobbesiana, por dos razones. Primero, la globalización le ha quitado autonomía a los estados nacionales y ya no se puede recurrir a una autoridad tipo Leviatán para poner orden en una sociedad de creciente complejidad, que ya no puede ser manejada con eficacia de modo coercitivo. Para reducir la complejidad se requiere abrir nuevas alternativas, no pretender homogeneizar ni centralizar la determinación del bien común. En segundo lugar, emerge una sociedad civil en la que los individuos son cada vez más conscientes de sus derechos fundamentales, están más informados y, sobre todo, activan redes –incluso propias de una sociedad civil transnacional- organizadas para una resolución autónoma de sus problemas; esas redes ya no necesitan de un gobierno como poder vinculante centralizador, sino de una gubernancia, de una coordinación abierta. Entonces, las alternativas al paradigma hobbesiano[16] deben surgir de la superación de sus falencias estructurales. ¿Cuáles son?
1) El bien común y/o el bienestar o welfare ya no puede ser construido sobre una visión antropológica sesgada como la hobbesiana y sus sucesoras; se requiere de otra modernidad asentada en una visión integral-positiva de la dinámica humana, de su dignidad, de sus derechos, de su capacidad de iniciativa. Si partimos de la idea de que el hombre es un lupus impulsaremos el welfare para una jauría; si partimos de la idea integral de que el hombre es un ser débil y herido pero al mismo tiempo intrínsecamente capaz de visiones amplias y comportamientos inteligentes y solidarios, entonces apuntaremos a un bienestar de rostro humano, que valoriza, suscita y alimenta las mejores capacidades humanas. La belleza de la creatividad cooperante y solidaria en la convivencia es una presencia pública que demuestra que hay otro modo de ser e invita al violento y al indiferente a cambiar. El pobre antes que un problema a resolver se torna posibilidad de descubrir impensados recursos humanos como, entre muchos otros, lo demuestra la experiencia del Banco de los Pobres, de Yunis en Bangladesh.
2) El bienestar ya no puede ser construido sobre la base de la distinción entre lo público-estatal (el soberano absoluto) y lo privado-mercado (entre lobos). El desafío está en lanzar el ofrecimiento de “servicios de interés general” que han de ser considerados “públicos” independientemente de si la iniciativa es de un sujeto personal, de un sujeto asociativo, sobre todo en educación. Y para que sea efectivamente público eso debe ser accesible a todos y para que haya equidad eso debe ser apoyado económicamente y controlado su uso por el estado subsidiario.
3) Las identidades culturales y religiosas ya no han de ser irracionalmente privatizadas, que es la forma torpe de declararlas socialmente irrelevantes para la esfera pública y para el welfare común. Por el contrario, han de ser promovidas y desarrolladas críticamente, sobre todo a través de la libertad pública (no estatal) de cultura, comunicación y, sobre todo, de educación. De lo contrario –si las identidades no llegan a ser exigentes, es decir, si no cuentan con los instrumentos para acceder a su desarrollo crítico, dialógico y a ser públicamente propositivas en el libre espacio de la sociedad civil- entonces se postran en un plano sentimental, moralista y pietista, que priva a la sociedad de sentido y de valores, de creatividad responsable y de auténtico pluralismo dialógico-crítico público y universitario. El confesionalismo laicista del estado hobbesiano –que se impuso desde el poder bajo el pretexto de ser neutro, cuando en realidad es sólo neutralizador de los demás y sacralizador de sí mismo- y su modo de plantear el bienestar, no sólo margina injustamente una fuente decisiva de creatividad social, pretendiendo neutralizar las identidades. También rebaja la cultura de la sociedad civil a un nivel de mediocridad homologante, carente de competitividad y, sobre todo, profundamente inequitativa, ya que los fondos estatales aportados por sujetos de todas las identidades sólo van a financiar la cultura del sujeto social laicista, quintaesencia del espíritu estatista. Las identidades que quieran trabajarse a sí mismas deben duplicar su pago de impuestos al estado. Más aún, censurando la vida intelectual y pública de las identidades, de hecho sólo se esconde la cuestión, porque la gente traslada a la esfera pública de la vida cotidiana su inevitable problema de identidad y lo manipula y confronta bajo formas degradadas y enfáticas.
4) El control organizativo centralizado en pesadas instituciones de bienestar social estatales o mixtas, necesita ser sustituido por redes sociales que son tejidos plurales de relaciones formales e informales, cuya medida de calidad es dada por su capacidad de derivar de las identidades y de generar para todos capital social, valores (confianza, colaboración, amistad social, cuidado de los más desprotegidos, etc.). Esto lo confirma el premio Nobel de economía Kenneth J. Arrow, quien sostiene que “el ordenamiento relevante para el logro de un máximo social es el que está basado sobre los valores, los que reflejan todos los deseos de los individuos, comprendidos los importantes deseos socializantes”[17].
Si la determinación fundamental de la dinámica del bien común la efectúa el sujeto social que, desde la base, lo necesita, lo realiza colaborando y lo comparte, entonces los lineamientos básicos hacia un estado de bienestar relacional, societario y plural implican esta transformación del horizonte axiológico y una clara salida de la solución moderno-hobbesiana. Por un lado, la concepción del bienestar ya no se define en términos puramente materiales y utilitaristas propios del individuo propietario instintivo que sólo conoce la razón instrumental. Sino que el sentido del bien común ha de tornarse relacional, pues la felicidad está en las relaciones y no en los objetos-mercaderías. Por otro lado, las acciones o iniciativas conducentes al welfare ya no pueden ser éticamente indiferentes o neutras, como se lo pretendía desde un modelo estatista. Ellas, para ser eficientes y ganar clientes han de ser éticamente cualificadas, tanto en los aspectos económicos cuanto en los socio-relacionales. Esta transformación excede totalmente la capacidad de gestión de un nuevo Leviatán reciclado, que sólo entiende de integración sistémica. Es preciso una configuración que coloque en sinergia la integración sistémica con la social, lo cual, como dijimos, requiere de una gubernancia inspirada en el principio de subsidiariedad. En tercer lugar, no basta reglamentar procedimientos por el simple hecho sociológico de que todo contrato, aún sobre reglas, requiere su justificación en premisas no contractuales. Estas condiciones pre-contractuales conciernen a la confianza y a la disponibilidad a cooperar sobre la base de valores compartidos. El estado subsidiario satisface estas condiciones porque, mientras el contrato que genera el Leviatán se basa sobre el miedo y la desconfianza, el estado subsidiario se basa en el respeto de la dignidad de cada uno, en operar para acrecentar las capacidades autónomas del otro y no para disminuirlas y así poder sustituirlo. La alternativa al estado hobbesiano tampoco es, por principio, un estado mínimo que sea más de lo mismo, sino un estado relacional, asentado en el principio de subsidiariedad como criterio arquitectónico del nuevo orden social. Desde el nivel micro de las relaciones interpersonales hasta el nivel macro de las relaciones internacionales, pasando por todos los niveles intermedios, se trata de impulsar una estado inteligente de lo que pasa en la sociedad, porque el desarrollo de los pueblos no se construye con más planificaciones a priori, sino potenciando lo más a fondo posible la positividad de lo que existe, los vínculos constructivos. El estado relacional o subsidiario corresponde a una nueva dinámica social en la que no se sustituye a la persona y a su libre sociabilidad, sino donde se la potencia y responsabiliza en su creatividad. En la solución hobbesiana la vida social se civiliza a través de la vida política, es el primado de la política y del estado (de los políticos). En la solución subsidiaria el estado se inspira en la sociedad civil, de la que extrae su linfa moral a partir del pluralismo cultural exigente de los sujetos personales y comunitarios generadores de la misma sociedad civil en su nivel cualitativo y del mismo estado como su instrumento político.
3. A modo de conclusión: subsidiariedad, pluralismo y laicidad del estado
Si la democracia no es sólo el respeto de ciertos procedimientos formales necesarios, sino también y sobre todo una convivencia en diálogo que, para sustentarse y desarrollarse, necesita nacer siempre de nuevo de un respeto activo hacia el otro, tendiendo a afirmar los valores y la libertad del otro, en el horizonte interpersonal y meta-político de una comunión puramente donada entre distintas identidades, entonces, es preciso ir a fondo en el pensamiento de la alteridad y a su condición fundamental de posibilidad política[18]. Para que haya democracia es preciso que el estado sea entendido como órganon, como instrumento de una pluralidad venerada, no como el gran hermano homologador, el súper individuo síntesis absorbente. Es preciso que exista el otro, que para el totalitarismo no existe. Y es preciso que me interese su diferencia –cosa que no existe en su valor racional y público para el laicismo que la aplana. Es preciso que el otro no se vea obligado a “privatizar” su identidad totalizante ni a escondérnosla mutuamente, en una falsa paz de la chatura pública, en la que nos privamos el uno del otro, empobreciendo nuestra humanidad. Esto último es miedo hobbesiano redivivo -enfermiza ansia de seguridad a toda costa o de concepción vengativa de la justicia- que trae la mayor inseguridad porque sospecha contra la posibilidad de vivir las identidades en la diferencia dialogante, en la colaboración concreta y en el intercambio práctico. Es decir, fuera del horizonte del logro de unidad mediante el poder del soberano, coagulado en un presunto estado-educador y civilizador. Pues, en realidad, ese estado-educador liquida las identidades personales y comunitarias, tenidas a priori como formas de barbarie, cuando de hecho son la expresión de la estatura civilizatoria pública alcanzada por la sociedad civil.
Entonces, la cuestión de la identidad y del pluralismo tiene que ver con la cuestión del uso de la razón llevada a fondo en la articulación de la verdad con el bien: lo bueno para-mí no es tal ni siquiera para-mí si, más allá de la consideración de mi temperamento, historia y capacidades singulares, éstas mismas determinaciones particulares no son concebidas como un aporte significativo en confrontación con el horizonte universal y siempre presupuesto en mi propia humanidad, acerca de lo que, en general, es bueno-para-el-hombre. No es que esto se sepa a priori, sino que siempre se presupone de hecho una idea que sólo puede pasar al plano de una discusión crítica acerca de las claves universales básicas de lo humano en cuanto tal, a través de la educación filosófica, componente de toda educación seria. Esta es la cuestión que, entre otras, debe ser sistemáticamente planteada desde la experiencia de las identidades culturales, relativamente a la experiencia efectiva de la realidad humana, accesible a todo hombre en cada hombre, y relativamente a la libertad de pertenencia cultural crítica en la sociedad política. La experiencia efectiva de sujetos de identidad socialmente presentes y la intercomunicabilidad pública de las razones y valores para la vida y la convivencia que aportan, es decisiva para una democracia viva.
En este sentido es preciso discernir los discursos que son metodológicamente capaces de ir a fondo en las preguntas humanas y desarrollarse en la laicidad del discurso filosófico, sin el cual no hay discurso teológico -ni anti-religioso- expresivo de identidades culturales exigentes. Al respecto el Cristianismo produce en la historia una definitiva revolución cultural e intelectual. Considera a la cultura griega del lógos (y en parte también la romana por su objetividad y laicidad jurídica) como intrínseca a la dinámica del acontecimiento del Sujeto de la nueva fe cristiana. Joseph Ratzinger, como brillante teólogo, expresa al respecto una tesis fascinante por su formulación y por su fundamentación histórica. En una conferencia pronunciada en La Sorbona –bastión de laicidad y laicismo- a fines de 1999, cuyo provocador título es La victoria de la inteligencia en el mundo de las religiones, dice: “El cristianismo tiene, en esta perspectiva, sus precursores y su preparación en la racionalidad filosófica, no en las religiones. (Así,) se remite a lo divino que puede mostrarse en el análisis racional de la realidad. (…) Esto significa que la fe cristiana no se fundamenta en la poesía o en la política (estas dos grandes fuentes de la religión), sino en el conocimiento. En el cristianismo, la racionalidad se ha convertido en religión y no ya en su adversario”[19]. El fundamento es claro: no sólo porque Dios se hizo Hombre y lo más propio del hombre es la razón y la libertad como capacidades de la más propia y radical alteridad, sino también y concomitantemente porque la convicción fundamental de la fe cristiana, y del filosofar que renovadamente provoca, es que: “In principio erat Verbum – al principio de todo está la fuerza creadora de la razón. La fe cristiana es hoy como ayer la opción por la prioridad de la razón y de lo racional”[20].
La mezcla de la religión con una de sus fuentes culturales naturalistas -que ha de ser críticamente profundizada en su significado esencial y alterativo apuntado al comienzo de esta conclusión-, que es la política como dice Ratzinger, parece haber colocado una incompatibilidad fundamental entre verdad y política democrática, entre identidad y validez pública. Si la verdad tiene que ver con las propias convicciones, éstas llegan a serlo en tanto han sido problematizadas, probadas y puestas a prueba en la realidad de la vida, en el impacto con los hechos. En este sentido la verdad es siempre personal. Pero se trata del “hacerse carne” de un significado que lleva el sentido del ser, de lo universal que de algún modo también siempre ya nos precede y nos es-dicho, transmitido para nuestra verificación. La política debe comprometerse con esa transmisión de sentido y con esta búsqueda humana. Debe asegurar el espacio de libertad para que los hombres puedan encontrar y alcanzar una respuesta a las preguntas fundamentales que los constituyen. Evidentemente, la tarea de la política no es dar las respuestas sino proporcionar el marco que permita a cada uno buscar y encontrar su respuesta. Pero los sujetos personales y sociales portadores de convicciones son también los mismos que se hacen cargo de la tarea política: procuran establecer un básico régimen jurídico común y disputan el acceso al poder con el propósito de gobernar para todos. ¿Qué hacen con sus identidades? ¿Las cuelgan en la percha hasta que finalice el período? ¿Tratan de valerse del poder para imponerlas a los demás? ¿Solicitan a todos los sujetos colectivos portadores de identidad que hagan un rebaje de sus convicciones en valores mínimos y cultiven los de máxima en el ámbito privado?
La laicidad del estado no es la neutralidad indiferente respecto a las identidades culturales, ni la neutralización combativa y censuradora de la subjetividad siempre plural de la sociedad civil (porque el camino de la convicción es siempre una dramático reinicio de cada generación, a partir de una propuesta persuasiva total, a verificar, y no una transmisión mecánica adoctrinante), para estatizarla y unificarla. Cada estado se ha forjado en una “historia constitucional”, en una cultura prevaleciente en su población, la que hace de punto de referencia de sus valores fundamentales acerca de la convivencia democrática. Pero esa prevalencia vale en la medida en que esos valores significan hacer historia, o sea, abrirle espacio al otro en una convivencia dialógica. El estado no está para educar ni, por ende, para proponer ni mucho menos para imponer una cosmovisión. Laicidad es estado-no-confesional, pero que se regocija (si no es laicista), a través de sus cambiantes gobernantes, de la confesionalidad, del testimonio de la verdad y del bien que, en el espacio público de la sociedad civil, dan sus mejores ciudadanos a nivel personal y en las diversas formaciones de comunidades libres, a las que el estado apoya. Es el regocijo por el alimento alterativo de la vida política. Por lo que es preciso que haya para cada ciudadano, para ser libre en su identificación crítica, dos ciudades, el estado y “otro lugar”: la pólis de la paideia, la ciudad del libre acceso al significado y lugar donde se realiza la educación al sentido de la vida (lo que Agustín denominaba civitas Dei).
Por un lado, el estado democrático de derecho no puede ser indiferente a sus valores fundantes, a los valores prácticos del mismo-ser-en-sociedad y sus procedimientos, ni mucho menos puede ser indiferente a las “ciudades” o comunidades familiares y culturales que, generando a los hombres, generan en cada etapa histórica esos valores y educan a los hombres en ellos. No puede ser indiferente a lo que está haciendo que una sociedad sea más civilizada, más humana. Es una cuestión de vida o muerte para el estado mismo, la de su valorización de la alteridad política, la ciudad de la paideia. Entonces, la democracia sustancial y el pluralismo real es la vivencia total, también en términos políticos, del principio de subsidiariedad, liberador de identidades y de las energías creativas de una sociedad abierta. Por otro lado, “es ante todo necesario que las instituciones promuevan el valor práctico del mismo ser en sociedad, que no requiere como tal de ningún acuerdo preventivo sobre la fundamentación última de tal valor. Dentro de este espacio garantizado a todos podrá vivir el dinamismo del reconocimiento dialógico entre todos los sujetos presentes y sobre los diversos contenidos de valor. Esto sucederá a través de una confrontación siempre abierta entre hermenéuticas diversas”[21]. Una tendencia actual interpreta la laicidad del estado así: “si el estado es laico, también su legislación debe ser laica, esto es, axiológicamente neutral (p.e. no personalista). De ahí el criterio de prohibido prohibir. (...) Pero este modo de argumentar es acrítico en un doble aspecto. Ante todo supone que una legislación inspirada en otra fuente diversa (a la personalista, p.e.) sería per se neutral, cuando tan sólo se inspira en valores diversos. Segundo, se interpreta de modo errado la laicidad del estado, al confundirse de nuevo no-confesionalidad con neutralidad respecto a los sujetos civiles y sus identidades culturales. Mientras que, por el contrario, estas identidades civiles se tornan estadualmente relevantes en razón de su expresión democrática. El estado protege el libre debate de las ideas y de las propuestas legislativas, pero no es indiferente al resultado de la confrontación entre las partes. (...) Esto también debe poner en movimiento la virtuosa búsqueda del modo mejor –del compromiso noble- de salvar el derecho de toda minoría, pero con el realismo de quien sabe que no hay convivencia civil sin sacrificios”[22].
ABSTRACT
El A. pregunta sobre la urgencia de rehabilitar el concepto de bien común y sobre el problema del método para determinarlo en el contexto de sociedades democráticas y pluralistas. Luego analiza la actual contradicción del estado moderno forjado bajo el modelo hobbesiano, para propiciar el bien común y el desarrollo de los pueblos, al hacer coincidir sociedad civil y sociedad política. En tercer lugar retoma el principio del bien común en la filosofía social católica, en su dialéctica con el principio de solidaridad y con el principio metodológico de subsidiariedad. El A. desarrolla la cuestión del sujeto portador del método del bien común, referido a la configuración de un estado subsidiario superador del modelo hobbesiano.
The Autor asks about the urgence to rehabilitate the concept of common good and about the problem of method to determinate it in the context of democratic and pluralist societies. He analizes the actual contradiction of the modern state, shaped undes the hobbesian model, to provide the common good and the development of nations, making to coincide civil society and political society. He takes, again, the principle of common good in social catholic philosophy, in its dialectic with the principly of solidarity and with methodologic principly of subsidiariety. He sets up the question of de carrier subjet of the method of the common good, in relationship with a subsidiary state overcomer of the hobbesian model.
Anibal Fornari
afornari@ceride.gov.ar - Licenciado en Filosofía (Universidad Gregoriana, Roma 1965). Magíster en Filosofía (PUC-Rio de Janeiro-1980). Doctor en Filosofía (Universitas Lateranensis-Università La Sapienza, Roma-1987). Investigador Independiente Conicet. Profesor-investigador categoría “A” Fac.Ciencias Jurídicas y Sociales UNLitoral. Director Doctorado en Filosofía (acreditado Coneau) Universidad Católica de Santa Fe. Presidente del Círculo de Fenomenología y Hermenéutica Santa Fe-Paraná. Publicaciones: (libros) Tradiçâo e Libertaçâo. Articulaçâo antropologica de uma antinomia epistemologica, em Paul Ricoeur, Rio de Janeiro, 1980; Razón y Sentimiento. Formación de la conciencia de pertenencia en la antropología de Paul Ricoeur, Roma, 1987; Interpretación antropológica de la actualidad histórica, Lima, 1994. “Experiencia de sí y experiencia histórica”, en: AA.VV., Kearney, O. Mongin, Fenomenología por decir. Homenaje a Paul Ricoeur, Santiago de Chile, 2005. (Artículos, 78, entre los cuales:) De la ética a la ontología. La formación de la conciencia crítica en el ‘equilibrio reflexivo’ (Paul Ricoeur y Charles Taylor), “Tópicos. Revista de Filosofía de Santa Fe”, Año V, nº5, Santa Fe, 1998; - Equidad política, pluralidad cultural y comprensión del pasado histórico (P. Ricoeur y John Rawls), “Utopía y Praxis Latinoamericana”, Año 6, nº 14, Universidad del Zulía-Venezuela, 2001- Autoridad, tradición y razón crítica. Interpretación histórico-ontológica del pensamiento de Gadamer, “Thémata. Revista de Filosofía de la Universidad de Sevilla”, 2002. Identidad exigente, memoria histórica y 'tradicionalidad'. “Aquinas. Rivista Internazionale di Filosofia, nº 2, anno XLV, Roma, 2002 - San Agustín: la alternativa del deseo y el origen de la violencia, “Revista Veritas”, Porto Alegre, 2003 - Dialéctica de la razón pública y democracia viva. Valoración crítica de la teoría del liberalismo político de John Rawls, “Lógos. Revista de Filosofía”, Vol. XXXI, Nº 93, México, Septiembre-Diciembre 2003.
[1] Dorando Michelini, “Bien común y ética pública. Alcances y límites del concepto tradicional de bien común”, Tópicos. Revista de Filosofía de Santa Fe (República Argentina), n° 15, 2007, p. 40
[2] D. Michelini, o.c., p. 39
[3] A. Fornari, “Razonabilidad política y razón cultural. Proyección crítica de la idea de razón pública de John Rawls”, Tópicos. Revista de filosofía de Santa Fe (Argentina), Santa Fe, 2003, pp. 83-106
[4] D. Michelini, o.c., p. 50
[5] D. Michelini, o.c., pp. 39-40
[6] D. Michelini, o.c., p. 50 [entre corchetes, mío]
[7] Cf. Michelini, o.c., p. 50: “Una tergiversación grave del concepto de bien común puede darse asimismo cuando en una comunidad política, el derecho, el Estado y las instituciones no son considerados sólo como instrumentos necesarios y relevantes para el aseguramiento del bien común, sino como el fundamento último de éste. El derecho, el Estado y, en general, las instituciones tienen que estar al servicio del bien común, no a la inversa”.
[8] D. Michelini, o.c., pp. 50-51
[9] Para un desarrollo según este enfoque se destaca dentro la reciente bibliografía M. Rhonheimer, La filosofia política di T. Hobbes. Coerenza e contraddizioni di un paradigma, Armando Ed., Roma 1977
[10] Cfr. Roberto Esposito, Inmunitas. Protezione e negazione della vita, Einaudi, Torino, 2002
[11] Pierpaolo Donati, “Ripensare il welfare in Europa: oltre il lib/lab, verso un nuovo ‘complesso societario’”, Sociología e Politiche Sociali, a.1, n. 1, gennaio 1998, pp. 9-51. Donde “lib” expresa el costado liberal-individualista-utilitarista y “lab” el costado laborista-voluntarista-estatista.
[12] Cfr. P. Donati et AAVV. Lo Stato sociale in Italia: bilanci e prospettive, Mondadori, Milano, 1999.
[13] Cfr. la imponente obra de Néstor Tomás Auza, Aciertos y fracasos sociales del catolicismo argentino, 4 vol., Ed. Docencia-Don Bosco-Guadalupe, Buenos Aires, 1987-1988. Aquí se evidencia la diferencia sustantiva entre iniciativa social popular y populismo político estatista, desde finales del siglo XIX hasta la absorción para-estatal de lo social al promediar el siglo XX.
[14] Cfr. P. Donati, “Natura, problemi e limiti del welfare state: un’interpretazione”, en G. Rossi, P. Donati (comps.), Welfare State: problemi e alternative, Franco Angeli, Milano, 1982, pp. 76-86.
[15] Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Ed. Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires, 2005, n° 160. El Compendio es un documento de gran utilidad, con un índice analítico amplio, que penetra en las relaciones conceptuales; sintetiza los aportes del Concilio Vaticano II y, sobre todo, la rica cadena de encíclicas y otros documentos que, desde las últimas dos décadas del siglo XIX hasta la primera del siglo XXI, abordan y acompañan el desplegarse moderno de la “cuestión social”. Cito de aquí en más, en el texto: (CDS, n°)
[16]Cfr. P. Donati, “La sussidiarietà come forma di governance societaria in un mondo in via di globalizzazione”, in P. Donati, I. Colozzi (comps.), La sussidiarietà. Chè cos’ è e come funciona, Carocci, Roma, 2005, pp. 53-87
[17] Kenneth J. Arrow, Scelte sociali e valori individuali, Edizioni ETAS, Milano, 2003, p.21
[18] Para este tema que requiere ulteriores desarrollos, Cfr. Aníbal Fornari, “Dialéctica y política. La cuestión del ‘fin de la historia’ y el reinicio de la pregunta por las ‘dos ciudades’”, Stromata. Revista de Filosofía y Teología, San Miguel-Buenos Aires 1994; A. Fornari, “Equidad política, pluralidad cultural y comprensión del pasado histórico (P. Ricoeur y John Rawls)”, Utopía y Praxis Latinoamericana, Año 6, nº 14, (2001), pp. 80-93, Universidad del Zulía - Venezuela; A. Fornari, “Razonabilidad política y razón cultural. Proyección crítica de la idea de razón pública de John Rawls”, Tópicos. Revista de filosofía de Santa Fe (Argentina), Santa Fe, 2003, pp. 83-106
[19] Josef Ratzinger, Fede, verità,, tolleranza, Cantagalli, Milano 2003, p. 178
[20] J. Ratzinger, o.c., pp. 190-191
[21] Angelo Scola, Una nuova laicità. Temi per una società plurale, Marsilio Editori, Venezia, 2007, pp. 21-22
[22] A. Scola, o.c., pp. 23-24