una perspectiva cristiana
Tony Mifsud s.j.
El tema de los derechos humanos tuvo una inmensa relevancia en las décadas de los setenta y ochenta, pero, entrada la década de los noventa, pareciera que esta preocupación perdió actualidad. Al limitar su comprensión a los derechos civiles, la llegada del régimen democrático y el deseo inconsciente de olvidar un pasado sangriento, sacaron este tema de la agenda pública en varios países de América Latina.
Este hecho social es lamentable, porque el discurso sobre los derechos humanos tiene una importancia decisiva, en cuanto expresa el compromiso de la sociedad con el respeto por la dignidad de todos y cada uno de sus miembros, como único camino éticamente válido de crecimiento y de desarrollo.
Además, en un contexto de creciente pluralismo, el eje de los derechos humanos permite construir un proyecto común en la sociedad. Este proyecto, al fundamentarse en el respeto por los derechos humanos, ofrece un marco de referencia que trasciende un concepto de consenso entendido en términos puramente cuantitativos (la simple decisión de la mayoría) y propone la búsqueda en común de valores fundantes que deben ser respetados en todo proyecto social.
El consenso no es tanto una meta cuanto un método, mediante el cual la sociedad busca racionalmente articular un proyecto que respete y promocione la dignidad de todos sus miembros. Al reducir el consenso a una meta, lo decisivo es llegar a un acuerdo, aunque implique concesiones éticas, porque el parecer de la mayoría constituye el factor determinante. El consenso como método permite una búsqueda en común de los valores fundantes sobre los cuales construir un proyecto que incluya a todos los miembros de la sociedad, ya que el factor decisivo es el respeto por los derechos humanos.
“La tradición liberal democrática ha visto (y ve) la esencia del consenso en la pura aceptación de las reglas del juego. Hoy, en cambio, se tiende, y justamente, a buscar un consenso basado en algo sustancial y no puramente formal; un consenso sobre las grandes finalidades que toda convivencia humana se debe proponer constituye la meta de muchas e importantes búsquedas. Más aún, es éste el nudo de todo el debate filosófico-político actual. Ahora bien, esta búsqueda no es otra cosa que la forma histórica nueva en que se presenta la idea antigua de ley natural; una base de finalidad, de valores y, también, de algunas opciones de comportamiento, que sea aceptable por un ser humano como ser racional; una base que se pueda defender con argumentos y en cuya formulación pueda participar el cuerpo social discutiendo los pros y los contra; cuyos instrumentos de actuación puedan ser verificados y modificados consensualmente (y, por lo mismo, racionalmente)”.[1]
En cierto sentido, el discurso sobre los derechos humanos constituye una expresión y una elaboración moderna de la antigua idea de la ley natural o del derecho natural.[2] En el fondo, es la misma búsqueda de una base de finalidad y de medios racionales sobre los cuales cualquier persona pueda estar de acuerdo. Esta búsqueda es la expresión de una necesidad de ética en la sociedad, porque expresa la necesidad de articular el presente, y de proyectar el mañana, de tal manera que permita una sana convivencia donde todos tienen cabida en cuanto son respetados en su dignidad de personas humanas.
Desde el horizonte de la fe, este eterno retorno de la ley natural expresa la continua presencia de Dios Creador llamando a la creatura en su conciencia a dar fruto en la caridad en la construcción de una sociedad siempre más humana y fraterna.[3]
1.- La elaboración de un discurso racional
La progresiva toma de conciencia de los derechos fundamentales de la persona humana, como expresión jurídica y política de la dignidad del ser humano, tiene una formulación privilegiada en la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en París el día 10 de diciembre de 1948.[4] Esta Declaración constituye, sin duda, un verdadero hito cultural (el horizonte de significado) en la historia de la humanidad.
La Declaración afirma solemnemente que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Artículo 1). Estos derechos pertenecen a toda persona, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Artículo 2).
Esta proclamación destaca aquellos derechos que le corresponden a la persona humana en cuanto tal y, por consiguiente, son lógica e históricamente anteriores al Estado. Así, el Estado no otorga estos derechos sino simple y necesariamente tiene que reconocerlos. Estos derechos son inalienables porque corresponden a las condiciones básicas que permiten la realización del individuo en sociedad o de una sociedad formada por individuos y, por ello, pertenecen a la misma naturaleza humana.
El discurso sobre los derechos humanos tiene su raíz histórica básicamente en el concepto del derecho natural y en la idea de la libertad. En el pensamiento cristiano, el derecho natural es la expresión mediante la cual se subraya que la ley eterna del Creador se hace presente en la razón humana, para guiar a la persona en su auténtica realización como creatura[5]; en el pensamiento moderno, se reivindica la libertad y la seguridad del individuo frente al intento de cualquier poder absolutista del Estado, mediante una base filosófico-jurídica por encima del Estado.
Estas dos vertientes confluyeron en la elaboración de un discurso sobre los derechos humanos entendidos como unos derechos que son pre y supra estatales, innatos al ser humano e irrenunciables, cuya validez no está sujeta al reconocimiento o desconocimiento estatal, porque proceden de una fuente de derecho suprapositivo, o divino, o también (en el caso de no aceptar la referencia a lo trascendente) del mero hecho de ser persona humana.[6]
Los derechos humanos pueden clasificarse en (a) derechos civiles y políticos, en cuanto consideran a la persona como ciudadano (por ejemplo, el derecho a voto, a la libertad personal); (b) los derechos económicos, sociales y culturales, que hacen referencia a un trato de equidad dentro de una misma sociedad (por ejemplo, el derecho al trabajo, a la vivienda, a la salud); y (c) los derechos colectivos correspondientes a los grupos humanos (por ejemplo, el derecho a la autodeterminación, a un medio ambiente sano, al desarrollo).[7]
Por el contrario, las violaciones a los derechos humanos se distinguen en (a) sistemáticas y amplias, cuando afectan a todos los ámbitos de la vida (como en el caso del sistema del apartheid); (b) sistemáticas pero individuales, cuando sólo repercute sobre un grupo de la sociedad (el caso de aquellos gobiernos militares de torturar y hacer desaparecer a los opositores al régimen); (c) violaciones puntuales y arbitrarias, como podrían ser las que van dirigidas contra la igualdad de la mujer (como el pagar una menor remuneración por el mismo trabajo).[8]
2.- Una preocupación del Magisterio de la Iglesia
El comienzo de la formulación racional del discurso en torno a los derechos humanos surgió en un contexto de abierto conflicto con la Iglesia católica, lo cual explica el ambiente de sospecha inicial hacia el tema. Sin embargo, se puede afirmar que la oposición oficial de la Iglesia no era contra la afirmación de los derechos humanos en sí, sino una crítica por la ausencia de una fundamentación religiosa en la elaboración de este discurso.[9] Si en el siglo XVIII, con ocasión de la Revolución Francesa en 1789[10], hubo un abierto conflicto entre la religión revelada y la religión natural, posteriormente, después de la Segunda Guerra Mundial, surgió el contexto del ateísmo.[11]
Esta relación antagónica entre la Iglesia y la sociedad dio paso, posteriormente, a una de diálogo, reconociendo el pluralismo existente. Así, Juan XXIII, en Pacem in Terris (11 de abril de 1963), ofrece un decidido apoyo a la Organización de las Naciones Unidas, junto con un respaldo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
“No se nos oculta que ciertos capítulos de esta Declaración han suscitado algunas objeciones fundadas. Juzgamos, sin embargo, que esta Declaración debe considerarse un primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo. En dicha Declaración se reconoce solemnemente a todos los hombres sin excepción la dignidad de la persona humana y se afirman todos los derechos que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad, respetar las normas morales, cumplir los deberes de justicia, observar una vida decorosa y otros derechos íntimamente vinculados con éstos”[12].
Juan Pablo II, haciendo referencia a los aspectos positivos del mundo contemporáneo, reconoce “la influencia ejercida por la Declaración de los Derechos Humanos (…). Su misma existencia y su aceptación progresiva por la comunidad internacional son ya testimonio de una mayor conciencia que se está imponiendo”[13].
El mismo Concilio Vaticano II afirma solemnemente que “la Iglesia, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos”[14].
En el pensamiento pontificio, el auténtico desarrollo de la sociedad se fundamenta en el respeto y la promoción de los derechos humanos. “No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones de los pueblos. (…) En el orden interno de cada nación, es muy importante que sean respetados todos los derechos: especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social básica o célula de la sociedad; la justicia en las relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso. En el orden internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados (…) es necesario el pleno respeto de la identidad de cada pueblo, con sus características históricas y culturales. (…) Tanto los pueblos como las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental”[15].
En toda justicia hay que reconocer que hoy en día la Iglesia es internacionalmente reconocida como la gran defensora de los derechos humanos. Este reconocimiento está avalado no tan sólo por las constantes declaraciones oficiales al respecto[16] sino, especialmente, por el número de personas que han sido asesinadas por defender esta causa en nombre de la fe cristiana. Basta recordar las figuras de Mons. Oscar Romero (Arzobispo de San Salvador), asesinado hace veinte años, y de Mons. Juan Gerardi (Obispo de Guatemala), asesinado en 1998[17].
Aún más, en el contexto de las peticiones de perdón en el nombre de los hijos de la Iglesia, con ocasión del Jubileo[18], Juan Pablo II reconoce “la falta de discernimiento de no pocos cristianos respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de perdón vale por todo aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo”[19].
En la vida interna de la Iglesia, también se ha introducido una elaboración del discurso en términos de derechos humanos. Así, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma la obligación de la Iglesia en defender los derechos fundamentales de la persona humana[20], y el nuevo Código de Derecho Canónico introduce un título sobre las obligaciones y los derechos de todos los fieles.[21]
3.- La comprensión eclesial de los derechos humanos
Las declaraciones eclesiales sobre los derechos humanos permiten la elaboración de una serie de afirmaciones que fundamentan esta opción y sus correspondientes implicaciones éticas.
El fundamento último de los derechos humanos se basa en el respeto por la dignidad de la persona humana.[22] El episcopado latinoamericano, reunido en Puebla, afirmó solemnemente: “Profesamos, pues, que todo hombre y toda mujer, por más insignificantes que parezcan, tienen en sí una nobleza inviolable que ellos mismos y los demás deben respetar y hacer respetar sin condiciones”[23].
La defensa de los derechos humanos, como expresión del respeto por la dignidad de la persona humana, implica que estos son inviolables y universales. “En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto”[24].
Por consiguiente, los derechos humanos no tienen fronteras nacionales. Juan Pablo II, a comienzos de este año, establece el principio ético según el cual “quien viola los derechos humanos, ofende la conciencia humana en cuanto tal y ofende a la humanidad misma. El deber de tutelar tales derechos transciende, pues, los confines geográficos y políticos dentro de los que son conculcados. Los crímenes contra la humanidad no pueden ser considerados asuntos internos de una nación”[25].
Los derechos humanos, al ser expresión de la dignidad de la persona por su condición humana, son previos al existencia del Estado. Esto significa que el Estado no los concede a sus ciudadanos, sino que los reconoce. El Estado, cuyo fin es proveer al bien común, tiene el deber de “tutelar los derechos de todos los ciudadanos, sobre todo de los más débiles”[26]. Aún más, si la razón de ser del Estado es la búsqueda y la implementación del bien común[27], entonces se puede afirmar que “el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana”[28].
Es lógicamente evidente, pero vale la pena subrayar, que al discurso sobre derechos humanos le corresponde la responsabilidad de los deberes humanos. Los derechos naturales “están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible. Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud”[29].
El Documento de Puebla distingue entre derechos individuales, sociales y emergentes.[30]
+ Derechos individuales: derecho a la vida (a nacer, a la procreación responsable), a la integridad física y síquica, a la protección legal, a la libertad religiosa, a la libertad de opinión, a la participación en los bienes y servicios, a construir su propio destino, al acceso a la propiedad.
+ Derechos sociales: derecho a la educación, a la asociación, al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la recreación, al desarrollo, al buen gobierno, a la libertad y justicia social, a la participación en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones.
+ Derechos emergentes: derecho a la propia imagen, a la buena fama, a la privacidad, a la información y expresión objetiva, a la objeción de conciencia, y a una visión propia del mundo.
En los documentos eclesiales se reiteran una serie de derechos básicos: a la vida[31], a la integridad física[32], y a la calidad de vida[33]; al trabajo y a un sueldo justo[34]; a la vivienda[35]; a la educación[36]; a mantener una familia[37]; a la no discriminación racial[38] ni de género[39]; a la iniciativa económica[40]; a la propiedad, con su correspondiente responsabilidad social[41]; a la asociación[42]; a participar en la vida pública[43]; a la libertad de religión[44]; y el derecho de las minorías étnicas[45].
Por consiguiente, el respeto efectivo por los derechos fundamentales de las personas se traduce en el reconocimiento “de la igualdad de todos los hombres entre sí”, es decir, “toda discriminación constituye una injusticia completamente intolerable, no tanto por las tensiones y conflictos que puede acarrear a la sociedad, cuanto por el deshonor que se inflige a la dignidad de la persona; y no sólo a la dignidad de quien es víctima de la injusticia, sino todavía más a la de quien comete la injusticia”[46].
Este reconocimiento social de la igualdad de todo ser humano conlleva la consecuente opción de solidaridad para con los pobres de la sociedad. La solidaridad consiste en “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”. Por ello, “la Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a esas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin perder de vista el bien de los grupos en función del bien común”[47].
La verdadera paz[48] y el auténtico desarrollo[49] son el fruto del respeto efectivo por los derechos humanos. Por el contrario, la presencia de la pobreza es un signo concreto de la ausencia del respeto debido a los derechos fundamentales de todas y cada una de las personas humanas. “Los derechos humanos se violan no sólo por el terrorismo, la represión, los asesinatos, sino también por la existencia de condiciones de extrema pobreza y de estructuras económicas injustas que originan grandes desigualdades. La intolerancia política y el indiferentismo frente a la situación del empobrecimiento generalizado muestran un desprecio a la vida humana concreta que no podemos callar”[50].
4.- Unas anotaciones teológico-éticas
En la actualidad la Iglesia comprende que la defensa de los derechos humanos, como expresión de la dignidad inalienable de todo ser humano, forma parte esencial de su misión evangelizadora. Juan Pablo II afirma que “redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana”[51].
De hecho, el episcopado latinoamericano proclama solemnemente: “Nos sentimos urgidos a cumplir por todos los medios lo que puede ser el imperativo original de esta hora de Dios en nuestro continente; una audaz profesión cristiana y una eficaz promoción de la dignidad humana y de sus fundamentos divinos, precisamente entre quienes más lo necesitan, ya sea porque la desprecian, ya sobre todo porque, sufriendo ese desprecio, buscan – acaso a tientas – la libertad de los hijos de Dios y el advenimiento del hombre nuevo en Jesucristo”[52].
La comprensión cristiana de la dignidad de toda persona humana se fundamenta en la Creación (imagen divina), en la Redención (restauración de la imagen) y en la Escatología (cumplimiento de la promesa). La persona humana “obtiene su propia dignidad última – absoluta – del hecho de haber sido creada semejante a Dios en la libertad y autodeterminación de la propia vida, de haber sido reintegrada – mediante el perdón de Dios en Cristo – en su unicidad, y de estar destinada al encuentro de Dios en la recapitulación final”[53].
Al ser la persona humana creada a imagen y semejanza divina[54] y reconciliada con Dios en Cristo[55], “la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre. De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse con mayor fuerza del sentido de la dignidad personal de cada ser humano”[56].
El respeto por la persona humana encuentra su radical expresión en el amor hacia el otro, incluso hacia el enemigo. Es la exigencia de Jesús el Cristo. “Han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues Yo les digo: Amen a sus enemigos y rueguen por los que les persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”[57].
En otras palabras, por la fe se ha “de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna”[58].
Por consiguiente, cualquier violación a los derechos de la persona entra en el horizonte de pecado, ya que es al mismo Dios, Creador y Salvador, a quien se está despreciando.[59] La voz del Concilio Vaticano II se levanta para inculcar “el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente”. Así, por el contrario, cuanto atenta contra la vida, cuanto viola la integridad de la persona, cuanto ofende a la dignidad humana o las condiciones laborales degradantes, constituyen prácticas “infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador”[60].
Juan Pablo II califica una situación que implique la violación a los derechos humanos como una de pecado social. “Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana (…). Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la sociedad”[61].
La inviolabilidad de la dignidad de toda persona humana recibe tal fuerza, a la luz de la fe cristiana, que no tan sólo se afirma que es previa a cualquier reconocimiento del Estado o de la sociedad, sino también del propio individuo. Es la aceptación de la condición de creatura. “La creatura sin el Creador desaparece. (...) Más aún, por el olvido de Dios la propia creatura queda oscurecida. (...) La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se la ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma de la ley divina. Por ese camino, la dignidad humana no se salva; por el contrario, perece”[62].
Esta comprensión cristiana de los derechos humanos permite una reflexión ética que intente fundamentar y motivar una integración a la sociedad de aquellos que han sido históricamente sus excluidos (los pobres) como también de sus recientes víctimas bajo los gobiernos militares (las víctimas de las violaciones contra los derechos humanos). La responsabilidad de una reflexión sobre los derechos humanos desde los olvidados de la historia es simplemente decisiva y determinante para que este discurso tenga legitimidad ética universal, ya que de otra manera el horizonte de los derechos humanos tan sólo será aplicable para algunos dentro de la sociedad.
5.- Una relectura de la opción por los pobres
Esta particular visión cristiana, que fundamenta e ilumina los derechos y los deberes humanos, encuentra en la opción por los pobres su verificación de radical autenticidad.[63] La finalidad de la opción por los pobres es su personalización en la sociedad porque consiste ante todo en una relación, una alianza, un jugarse con ellos la suerte. Esta alianza con los perdedores de la historia (y también sus víctimas) es, en cierto modo, un perder la propia vida. Al pobre lo salva de su minusvalía y al que opta es liberado de su alienación. Lo que salva es la trascendencia que implica la relación: salir de sí y llegar respetuosamente al otro, y en esta doble trascendencia, la trascendencia mayor de dejar actuar al Espíritu, de reconocer a Jesús en el pobre, y de obrar el designio del Padre.
Esta opción no es una distinta a aquella por la humanidad sino consiste justamente en el camino concreto para hacerla efectiva. Dios, en Jesús, entabla una alianza con toda la humanidad y, en primer lugar, con los pobres porque en ellos no es reconocida esa humanidad, por carecer de lo que la cultura vigente considera valioso y digno del ser humano. Así, al optar por aquellos que según el paradigma humano dominante no tienen valor, Dios deja en claro que su opción es por la humanidad y que esa condición es inherente a cada uno de los seres humanos.
Dios, al reconocerlos[64], demuestra que no es el Dios de los sabios o de los ricos o de los poderosos, sino el Dios de los seres humanos. Pero, además, proclama que el individuo no llega a la categoría de persona humana por la posesión de esos atributos. En otras palabras, como los pobres tienden a sentirse no humanos al introyectar la apreciación negativa de la cultura dominante, Dios al optar por ellos certifica su condición humana y posibilita que la asuman.
El pobre que acepta esta relación con Dios ya no se siente excluido sino reconocido. Esta aceptación es fuente de vida porque lo capacita para asumir la realidad y relacionarse con otros en ella. Ya no cabe la resignación, porque el descubrimiento del respeto hacia sí mismo lo abre hacia el otro y el compromiso con la realidad.
Al que opta por los pobres, desde otro grupo social, le implica una relación totalizadora que significa darse. El darse supone crear condiciones de igualdad. Es la lógica de la Encarnación: Jesús no se aferra a su rango divino, sino que se despoja de todo privilegio para ser uno de tantos.[65] Así, darse de verdad incluye también el dar lo que uno tiene. Por eso, al que quiere seguir a Jesús, éste le habla de venderlo todo y dárselo a los pobres.[66]
En la actualidad se tiende a elaborar discursos en torno a los derechos humanos, pero, a la vez, existe la tendencia a suprimir la presencia de los pobres cuando se organiza la convivencia de tal forma que uno puede pasar toda la vida sin entrar en contacto con los pobres ni dejarse afectar por ellos. El predominio de una cultura individualista, basándose en el afán de ganancia y la sed de poder[67], hace del olvido de los pobres no tan sólo una consecuencia colateral sino algo enraizado en el núcleo más profundo de una cultura darwinista, porque dicha cultura mide la felicidad y la dignidad de las personas por la posesión de todo aquello que los pobres carecen.
Por consiguiente, la opción por los pobres rompe esta exclusión deshumanizadora, porque la relación personalizada permite la rehabilitación del sujeto. Este se capacita para afrontar su situación desde su humanidad reintegrada y cobra energías no sólo para tratar de conseguir lo necesario para sí y para los suyos, sino de adquirir destrezas y conocimientos para lograrlo con más facilidad y establemente.
La superación de la pobreza, como expresión de un respeto efectivo a toda y cada persona humana, exige un sujeto universal. El núcleo de este sujeto universal son los mismos pobres, pero los demás son también necesarios para apoyar y posibilitar este proceso. La integración del pobre en la sociedad como sujeto social es una condición necesaria, pero no suficiente, para superar la pobreza, porque también se necesita una alianza con los no pobres que opten por ellos.
Esta opción conlleva una redimensión de la existencia, personal y social, de aquellos que la asuman desde otros grupos sociales. Por ello, la dinámica de la opción por los pobres tiende a la constitución de una cultura alternativa. Así, la opción por los pobres, que comienza siendo una salida de sí mismo para afirmar al otro que es negado, que comienza entonces viviéndose como pérdida y sacrificio realizado como correspondencia a la fe en Dios que funda la vida de uno, se convierte progresivamente en una oportunidad no sólo de humanización radical sino también de avance en cuanto ser cultural y aún de valorización profesional.
Para superar la pobreza, y afirmar la dignidad del pobre, hay que redimensionar lo que existe para dar un lugar a los pobres en la sociedad. Este dar lugar a los pobres significa un reajuste estructural tan profundo que equivale a configurar una nueva figura histórica; implica renunciar a muchos elementos del actual sistema de bienestar; renunciar, ante todo, a ese consumismo frenético y poner coto a la sed ilimitada de riqueza y de poder.
La fundamentación de esta dirección vital consiste en el reconocimiento real del otro en el acto de reconocerse a uno mismo (hijo de Dios y hermano de todos). Pero el reconocimiento positivo de los pobres – que se realiza tanto en relaciones estructurales como en relaciones personales – provoca una transformación tan honda en la propia vida, y es una novedad tan radical en la figura histórica vigente, que no puede acontecer si no se abren horizontes muy motivadores: sin un corazón de carne[68] jamás habrá justicia, ni por consiguiente ser posible la vida humana sobre la tierra. Esto es lo que está en juego en la opción por los pobres.
6.- Violaciones, Reconciliación y Perdón
En muchos países de América Latina el tema de los derechos humanos cobró una dolorosa relevancia en el reciente pasado, pero en la actualidad se tiende a confundir la reconciliación con el silencio, el perdón con el olvido, y la justicia con la conveniencia política. Por ello, cabe preguntarse qué significa la reconciliación desde la ética cristiana en el contexto de defender y de promover los derechos humanos como expresión de la dignidad inalienable de toda persona humana.
En la reflexión teológica el horizonte de la reconciliación implica la presencia previa del pecado (la ruptura de la relación entre Dios y la humanidad debido a la negatividad de ésta en aceptar su condición de criatura[69]) y, por ende, el protagonista de la reconciliación definitiva es Jesús el Cristo[70], porque Dios “nos reconcilió con Él por medio de Cristo”[71]. La reconciliación de la humanidad con Dios, obrada por Cristo, crea una nueva situación: “El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo”[72].
Por consiguiente, la reconciliación no es una vuelta al pasado (a una situación de antes porque no ha pasado nada), sino el establecimiento de una nueva relación inaugurada por este Dios que asume el pecado de la humanidad en la cruz y abre el camino de la salvación. Es el misterio pascual: el paso de la muerte a la vida.
Dios ha reconciliado consigo a la humanidad. Esta iniciativa divina espera la respuesta humana. La reconciliación no es automática porque implica un contexto relacional de invitación divina y acogida humana. Es una invitación que se dirige a la libertad humana. De ahí el apremiante llamado del apóstol: “en nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconcíliense con Dios!”[73]. Es responsabilidad humana acoger este don gratuito de Dios. “Del hecho de ser Dios el autor primero y principal de la reconciliación, no se sigue que el hombre tenga en ella una actitud meramente pasiva: debe acoger el don de Dios. La acción divina no ejerce su eficacia sino para los que están dispuestos a aceptarla por la fe”[74].
Reconciliación y perdón
Por consiguiente, entrar en la dinámica de la reconciliación implica: (a) reconocer el propio pecado, (b) arrepentirse del daño causado, y (c) emprender un camino nuevo.[75] Las tres instancias se requieren mutuamente para autentificar el proceso, porque la contrición exige el reconocimiento previo y el cambio posterior. [76]
La reconciliación con Dios pasa por la reconciliación con el otro. Jesús nos recuerda que si “al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda”[77]. Así, “no puede darse (…) aspiración alguna a la filiación divina en Jesús mientras no se dé amor al prójimo[78]. Este motivo, decisivo en la enseñanza de Jesús, se convierte en el mandamiento nuevo en el Evangelio de Juan: los discípulos deben amar como Él ha amado[79], es decir, perfectamente, ‘hasta el fin’[80]”[81].
El don de la reconciliación no es un borrón y cuenta nueva, en el sentido de que acá no ha pasado nada, sino una aceptación del perdón mediante el reconocimiento de la verdad (reconocimiento de los hechos) y la búsqueda de la justicia (la reparación que inaugura un cambio de vida). Por ello, la reconciliación no consiste en la vuelta a una situación anterior (acá no ha pasado nada), sino la creación de una nueva (la condición del perdonado que cambia su estilo de vida).[82]
Ahora bien, ¿cuáles son las implicaciones éticas de la reconciliación cristiana en el contexto de una sociedad que desea y necesita reconstruir su tejido social?
Por de pronto, algunas injusticias no tienen solución en el sentido de que no se puede devolver a la vida a los asesinados. Esta es la inmensa crueldad de algunos actos cometidos que realmente claman al cielo. Entonces, uno implora la justicia divina, pero se encuentra con la misericordia: “Misericordia quiero, no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”[83]. Por ello, en consecuencia con la fe que se profesa, es preciso convertirse al estilo de Dios que busca la salvación del culpable[84], llamándolo a la reconciliación mediante un cambio de vida, que es expresión del arrepentimiento y que supone la reparación. Así, el horizonte del perdón cristiano exige el reconocimiento de la verdad y la búsqueda de la justicia.
El proceso del perdón cristiano[85] exige una opción contra la venganza, al reconocer el daño causado, pero también el esfuerzo para cambiar la situación, sea en nombre del ofendido, lastimado en su dignidad más profunda de imagen divina, como también en nombre del ofensor para que se convierta de su maldad[86]. Por ello, la auténtica reconciliación implica cambios reales para crear una nueva situación. Esto se realiza en el reconocimiento de la verdad (la rehabilitación del ofendido) y la búsqueda de la justicia (la rehabilitación del ofensor). Por el contrario, la actitud del silencio (“aquí no ha pasado nada”) resulta ser una falsa reconciliación porque hiere aún más al ofendido y justifica al ofensor en su maldad.
El derecho a la verdad
La verdad es, además, una necesidad antropológica, condición y posibilidad de la realización de la persona humana como individuo y miembro de la sociedad, porque es el re-encuentro del ser humano consigo mismo y con el otro. La verdad es constitutiva de lo humano en cuanto auto-referencia (sólo en la verdad puede una persona conocerse o re-conocerse por lo que realmente es) y en cuanto ser relacional (sólo en la verdad puede haber comunicación entre personas).
Por consiguiente, la verdad es una exigencia ética porque responde a una necesidad antropológica y, por ello, personal y social. La sociedad necesita reconstruir la memoria de lo acontecido; el pasado no puede quedar condenado al silencio.[87] El hacer memoria a nivel de la sociedad no tiene la intencionalidad de revivir el terror sino, por el contrario, es la expresión del terror ya vivido para sanar esta memoria al compartirla con otro. El silencio sufrido se hace palabra creíble. Además, esta memoria dolorosa tiene una ineludible función preventiva que devuelve la dignidad a la sociedad de cara al futuro.
La tentación de olvidar es comprensible, porque es una memoria dolorosa y vergonzosa, pero si se olvida se inventa un pasado distorsionado y, entonces, el olvido resulta injustificable. Cualquier camino hacia el futuro pasa necesariamente por una solución retrospectiva (hacia el pasado), porque no se puede construir futuro negando el pasado. Los intentos del olvido sólo producen una vuelta cíclica del pasado, que rehusa quedarse en el pasado y se constituye en un eterno presente sin horizonte de futuro.
El desafío consiste en dar una oportunidad a todos a contar su narración, porque tienen un derecho y hasta un deber de explicar para poder comprender este pasado. Redactar juntos este pasado hace necesario devolverle el rostro al adversario político. El dolor une, mientras la ideología divide. Desde esta humanización del otro hay que preguntarse por los por qué, una vez que los hechos están establecidos.
En el fondo, la confrontación no ha sido sólo bélica y política sino también ética en cuanto se pregunta por lo bueno y lo malo dentro de un contexto determinado: ¿es éticamente correcto suspender los derechos básicos de la persona, como la misma vida, bajo algunas circunstancias? Una parte de la sociedad justifica matanzas en nombre de un ideal mayor y, por ello, se ha producido también una división ética en la sociedad.
En esta reconstrucción de la memoria del pasado, la sociedad tiene que colocar un límite ético para poder evaluar la validez de la argumentación presentada por los distintos sectores en conflicto, porque existen unas condiciones mínimas que tienen que respetarse. De otra manera, se vuelve a la ley de la selva y la convivencia se reduce a una sumisión del débil frente al fuerte que detiene el poder.
La reconciliación no es un proceso de desmemoria (olvido), tampoco prima el castigo, sino que se enfatiza la valentía de reconocer la verdad. El perdón no es un desconocer lo ocurrido, sino, por el contrario, un reconocer los hechos y un cambio de actitud correspondiente. Un perdón sin veracidad es simplemente impunidad, porque al perdón le falta su objeto (¿perdonar qué?).
Por tanto, no es posible concebir la verdad sin la justicia, porque la justicia no es otra cosa que la veracidad en las relaciones interpersonales y las correspondientes mediaciones sociales. La justicia es la practica de la verdad. La injusticia retiene prisionera a la verdad.[88] Verdad y justicia[89] se necesitan mutuamente en una relación tensional: el esclarecimiento de la verdad requiere la proyección de una nueva situación donde se restaura la justicia mediante gestos, privados y públicos, concretos.
La verdad sin la justicia es mentira, la justicia sin verdad es engaño; establecida la verdad, restaurada la justicia, se inaugura el tiempo de la misericordia frente al arrepentimiento y el diálogo.[90] No es la verdad sino la mentira la que contradice a la justicia. El reconocimiento en sociedad de la verdad es el comienzo de la justicia.
El deber de justicia
El deber de justicia es una exigencia social de pedagogía ética. La sociedad necesita colocar límites públicos entre el bien y el mal, entre lo que se debe hacer y lo que no se puede hacer. Negativamente, es una condición de sobrevivencia en la convivencia, de otra manera se pasa a la ley del más fuerte o la ley de la selva; positivamente, es una condición de realización en la convivencia según el derecho que corresponde al respeto por la dignidad de las personas.
La exigencia de justicia no responde al deseo de venganza sino a la necesidad de establecer públicamente lo bueno y lo malo para la realización de la sociedad donde todos tienen cabida. La reflexión ética, en sus opciones y responsabilidades, no está sujeta ni a las dictaduras ni a las democracias. Lo impuesto por la fuerza no asegura de por sí el bien ético; tampoco el llegar a un consenso implica que necesariamente se ha acordado lo correcto.
Una sociedad necesita una escala de valores para poder sobrevivir, realizarse y desarrollarse. Por consiguiente, existen unos valores que no son negociables porque con su ausencia peligra la misma existencia y la convivencia del ciudadano. La no aceptación de este postulado significaría un relativismo ético donde, en última instancia, es el poder de turno el que determina lo que constituye lo bueno y lo malo.
Por ello, la impunidad es la negación al derecho a la verdad y al deber de justicia. La impunidad destruye la confianza de la sociedad en sus instituciones públicas porque, de hecho, degenera el horizonte de la justicia en la voluntad de los poderosos. La presencia de la impunidad sólo denota que el poder de algunos es más importante que la justicia para todos y esto conduce inevitablemente a más violencia de rebelión contra el poder establecido y de represión contra aquellos que buscan la justicia.
Por consiguiente, la necesidad de hacer justicia no responde al deseo de venganza sino a un imperativo ético de devolver la confianza en las instituciones públicas, de pronunciar la verdad de lo acontecido y de sancionar una conducta inaceptable por y en la sociedad. La sociedad, al hacer justicia, reivindica la dignidad del ofendido como sujeto de derechos inalienables, invita al ofensor a arrepentirse de su maldad y recobra su propia credibilidad comunitaria.[91]
La justicia es la deuda ética para con el ofendido. La impunidad es la destrucción ética de la sociedad porque señala, en la práctica, que el único valor que se respeta es el del poder que va dictando las normas a su conveniencia, cayendo en un peligroso e inaceptable relativismo ético porque niega criterios éticos válidos para todos y cada uno en la sociedad.
La opción por el perdón asegura esta altura ética en la búsqueda de la verdad y la práctica de la justicia. Esta afirmación axiológica precisa de mediaciones sociales que se pueden agrupar en torno a cuatro ejes: (a) una clara opción, individual y colectiva, para pensar la sociedad en términos de personas humanas; (b) el primer fruto, si es auténtica la opción, es el compromiso de todos a favor del nunca más; (c) una sociedad arrepentida entra en la dinámica de la reparación a las víctimas; (d) sin embargo, estas medidas de reparación no sustituyen el deber de justicia ya que en este caso sería simplemente comprar el silencio de las víctimas y pisotear aún más su dignidad, añadiendo insulto a ofensa, y, además, conocida la verdad, se administra la justicia; de otra manera, la impunidad dolerá aún más y llegaría a reafirmar un terrorismo de Estado, porque el ciudadano se sentirá totalmente inseguro, sin ninguna instancia donde apelar contra una injusticia sufrida.
Desde un punto de vista ético, no se descarta la introducción de la amnistía porque hay que distinguir entre impunidad (ausencia de procesos) e inmunidad (procesos con perdón establecido previamente). Pero, es éticamente inaceptable otorgar amnistía sin la previa investigación de los hechos, porque en el caso de una amnistía, sin conocimiento previo de los hechos, se cae en el peligro de “perdonar” a un posible inocente, cuando ni siquiera se ha establecido su culpabilidad. La amnistía implica culpabilidad y, por ende, hay que establecer culpabilidad antes de otorgarla.
Las semillas del futuro crecerán en el rechazo ético hacia un pasado violento[92] y en el respeto por los derechos básicos de la persona humana, cuya primera expresión es el respeto por la vida humana. La memoria doliente inaugura el nunca más como compromiso de una sociedad de cara al futuro. En una sociedad que desea convertir el campo de batalla en un hogar para todos, lo primero que se requiere es un consenso social sobre un principio ético fundamental y fundante de cualquier grupo humano: el respeto por la vida humana y la consecuente desmilitarización de la vida cotidiana. Sin una convicción compartida - y respetada sin condiciones - de que la eliminación de las personas no soluciona los problemas sociales sino, por el contrario, los prolonga de generación en generación.
Una y otra vez se reitera que la política es el arte de lo posible. Éticamente, esta expresión es incompleta porque el referente de lo posible es ambiguo, vago e interesado. Más bien, la política es el arte de hacer posible lo deseable. En este caso, se propone una meta, un ideal, un rumbo que dirige y guía la posibilidad deseable (ética política) de lo posible (política).
Evidentemente, la misma situación particular va colocando los límites entre lo deseable y lo factible, con tal que el horizonte ético sirva de tensión constructiva para dirigir lo posible hacia lo deseable. Una simple adaptación a lo conveniente tendrá un precio muy alto para la sociedad porque lo conveniente suele responder a los intereses de algunos y no de todos.
Resulta esencial preguntarse constantemente si es lo conveniente desde el punto de vista del poder o desde la perspectiva de la sociedad. Una falsa solución sólo tendrá el efecto de una bomba de tiempo y la ulterior deslegitimación de las instituciones públicas, dejando abierta la puerta para la violencia represiva, que a lo largo tendrá la respuesta de una violencia subversiva.
7.- Un saber estar en el mundo
El horizonte de los derechos humanos ofrece un referente capaz de contribuir a un saber estar en el mundo[93], especialmente en una época cuando la cultura de mercado está trastornando seriamente la escala humana de valores con la consecuente pérdida de sentido.
“En la sociedad emergente la lógica del consumo (elijo y pago en el mercado la alternativa más ventajosa, y exijo que se me dé exactamente lo que pagué) se ha internalizado en los individuos, y se ha extendido a dominios muy alejados del campo económico. (…) Los consumidores protagonizan una revolución que no es sólo económica, sino también política y cultural. De una sociedad donde el protagonismo estaba hasta los 70 centrado en el Estado, se pasó en los 80 a otra centrada en la empresa, para pasar en los 90 a un tipo de sociedad donde el protagonista es el consumidor. (…) Su [una sociedad de consumo] lógica se ha estado diseminando, desde su fuente que es el mercado, e impregna casi todos los dominios de la vida social”[94].
Una cultura[95] de mercado fundamenta el valor social de la persona en su capacidad de consumo (comprar y vender), haciendo del tener un decisivo referente antropológico. En otras palabras, se consagra una antropología vivida en términos del ser al servicio del tener. Soy alguien en cuanto tengo dinero. Pero esta afirmación subjetiva sólo es posible en la medida en que existe la percepción compartida de que en la sociedad el individuo es apreciado en términos de consumo (la capacidad, real o virtual, de compra).
Por ello, aparece el mecanismo complementario del aparentar, donde existe una nítida identificación entre ser y tener. De hecho, la alienación se basa en hacer creer a los demás lo que uno es (o tiene) cuando en realidad no es (ni tiene). Ser es tener: por consiguiente, es preciso tener a toda costa (cualquier riesgo es poco) para poder ser alguien en los ojos de los demás.
Una de las consecuencias sociales de esta transformación antropológica (ser es pretender ser lo que uno no es) es la aparición de una nueva clase de pobres: los endeudados (la tarjeta de crédito, los préstamos bancarios, la compra a crédito, etc.).
¿Y los pobres de siempre, los que nunca tuvieron poder adquisitivo, y que ahora tampoco tienen acceso a buenos servicios públicos que, además, progresivamente se van privatizando? Simplemente, no pueden aparentar porque ni siquiera tienen esta posibilidad. Entonces, ya no son tan sólo pobres, sino también marginados porque la sociedad no los toma en cuenta. ¡No sólo no tienen sino tampoco pueden aparentar tener porque no tienen acceso a esta nueva dinámica de pretensión!
Por el contrario, una cultura basada en el respeto por los derechos humanos, universales e inviolables, coloca el referente fundante en la persona humana. El valor de la persona humana no está en su poder adquisitivo (el tener) sino en el hecho de la dignidad que le corresponde como ser humano (el ser).
A nivel del tener siempre existe un más y un menos porque es una medida cuantitativa y, por ello, tiende a la comparación y la consecuente división de la humanidad; a nivel del ser el presupuesto básico es la igualdad frente a la sociedad y, por ello, toda diferencia, relacionada con la posibilidad de auténtica realización según la dignidad humana, constituye una crítica social, buscando las causas y las correspondientes soluciones. En otras palabras, la diferencia no es criterio de discriminación positiva (el que tiene más es más) sino, por el contrario, de crítica social (¿por qué no pueden todos tener lo suficiente?).
Además, una cultura de consumo no satisface hondamente las aspiraciones humanas porque, para realizarse, la persona humana precisa de valores que escapan la lógica del mercado ya que entran en el horizonte de la gratuidad (el amor, la amistad, la fidelidad, la verdad, etc.). Es la contradicción, o quizás la consecuencia, del creciente materialismo acompañado por una radical insatisfacción.
No se trata de contraponer ser y tener sino de construir una correcta relación entre ambos. “El mal no consiste en el tener como tal”, afirma Juan Pablo II, “sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que se derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al ser del hombre y a su verdadera vocación”[96]. Es el tener para ser en contraposición al ser para tener.
El discurso sobre los derechos humanos, elaborado de manera incluyente y, por ello, con una visión de protesta y propuesta, constituye una oportunidad privilegiada para aprender a estar en la realidad, un estar correspondiente a la dignidad de lo humano, una dignidad que le corresponde a todos sin excepción.
A la vez, este discurso no puede caer, quizás inconscientemente pero ciertamente presente en una cultura de mercado, en una comprensión individualista de los derechos humanos, en una especie de auto defensa frente al Estado y frente a la sociedad como un derecho-libertad sin referencia a la dimensión social inherente y constitutiva del individuo. Por consiguiente, resulta esencial subrayar, primero, que la base de los derechos humanos se encuentra en la intersubjetividad, la relación entre individuos; y, segundo, que el criterio de la realización efectiva de los derechos humanos es justamente la víctima, es decir, que el respeto por los derechos humanos se cumple de verdad cuando se realiza en los olvidados de la historia.[97]
El compromiso cristiano en la defensa y promoción de los derechos humanos de toda y cada persona humana es “un modo nuevo, concreto y coherente de ser luz del mundo (esperanza) y sal (moral) de la tierra”[98]. Sin descartar la importancia y la necesidad de elaborar un discurso racional sobre los derechos humanos, con la finalidad de que sean el fundamento socio-jurídico de la convivencia humana, más urgente aún resulta el compromiso efectivo para protegerlos mediante la convicción personal, la opción social y la mediación de instituciones correspondientes.[99]
Tony Mifsud s.j.
El tema de los derechos humanos tuvo una inmensa relevancia en las décadas de los setenta y ochenta, pero, entrada la década de los noventa, pareciera que esta preocupación perdió actualidad. Al limitar su comprensión a los derechos civiles, la llegada del régimen democrático y el deseo inconsciente de olvidar un pasado sangriento, sacaron este tema de la agenda pública en varios países de América Latina.
Este hecho social es lamentable, porque el discurso sobre los derechos humanos tiene una importancia decisiva, en cuanto expresa el compromiso de la sociedad con el respeto por la dignidad de todos y cada uno de sus miembros, como único camino éticamente válido de crecimiento y de desarrollo.
Además, en un contexto de creciente pluralismo, el eje de los derechos humanos permite construir un proyecto común en la sociedad. Este proyecto, al fundamentarse en el respeto por los derechos humanos, ofrece un marco de referencia que trasciende un concepto de consenso entendido en términos puramente cuantitativos (la simple decisión de la mayoría) y propone la búsqueda en común de valores fundantes que deben ser respetados en todo proyecto social.
El consenso no es tanto una meta cuanto un método, mediante el cual la sociedad busca racionalmente articular un proyecto que respete y promocione la dignidad de todos sus miembros. Al reducir el consenso a una meta, lo decisivo es llegar a un acuerdo, aunque implique concesiones éticas, porque el parecer de la mayoría constituye el factor determinante. El consenso como método permite una búsqueda en común de los valores fundantes sobre los cuales construir un proyecto que incluya a todos los miembros de la sociedad, ya que el factor decisivo es el respeto por los derechos humanos.
“La tradición liberal democrática ha visto (y ve) la esencia del consenso en la pura aceptación de las reglas del juego. Hoy, en cambio, se tiende, y justamente, a buscar un consenso basado en algo sustancial y no puramente formal; un consenso sobre las grandes finalidades que toda convivencia humana se debe proponer constituye la meta de muchas e importantes búsquedas. Más aún, es éste el nudo de todo el debate filosófico-político actual. Ahora bien, esta búsqueda no es otra cosa que la forma histórica nueva en que se presenta la idea antigua de ley natural; una base de finalidad, de valores y, también, de algunas opciones de comportamiento, que sea aceptable por un ser humano como ser racional; una base que se pueda defender con argumentos y en cuya formulación pueda participar el cuerpo social discutiendo los pros y los contra; cuyos instrumentos de actuación puedan ser verificados y modificados consensualmente (y, por lo mismo, racionalmente)”.[1]
En cierto sentido, el discurso sobre los derechos humanos constituye una expresión y una elaboración moderna de la antigua idea de la ley natural o del derecho natural.[2] En el fondo, es la misma búsqueda de una base de finalidad y de medios racionales sobre los cuales cualquier persona pueda estar de acuerdo. Esta búsqueda es la expresión de una necesidad de ética en la sociedad, porque expresa la necesidad de articular el presente, y de proyectar el mañana, de tal manera que permita una sana convivencia donde todos tienen cabida en cuanto son respetados en su dignidad de personas humanas.
Desde el horizonte de la fe, este eterno retorno de la ley natural expresa la continua presencia de Dios Creador llamando a la creatura en su conciencia a dar fruto en la caridad en la construcción de una sociedad siempre más humana y fraterna.[3]
1.- La elaboración de un discurso racional
La progresiva toma de conciencia de los derechos fundamentales de la persona humana, como expresión jurídica y política de la dignidad del ser humano, tiene una formulación privilegiada en la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en París el día 10 de diciembre de 1948.[4] Esta Declaración constituye, sin duda, un verdadero hito cultural (el horizonte de significado) en la historia de la humanidad.
La Declaración afirma solemnemente que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Artículo 1). Estos derechos pertenecen a toda persona, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” (Artículo 2).
Esta proclamación destaca aquellos derechos que le corresponden a la persona humana en cuanto tal y, por consiguiente, son lógica e históricamente anteriores al Estado. Así, el Estado no otorga estos derechos sino simple y necesariamente tiene que reconocerlos. Estos derechos son inalienables porque corresponden a las condiciones básicas que permiten la realización del individuo en sociedad o de una sociedad formada por individuos y, por ello, pertenecen a la misma naturaleza humana.
El discurso sobre los derechos humanos tiene su raíz histórica básicamente en el concepto del derecho natural y en la idea de la libertad. En el pensamiento cristiano, el derecho natural es la expresión mediante la cual se subraya que la ley eterna del Creador se hace presente en la razón humana, para guiar a la persona en su auténtica realización como creatura[5]; en el pensamiento moderno, se reivindica la libertad y la seguridad del individuo frente al intento de cualquier poder absolutista del Estado, mediante una base filosófico-jurídica por encima del Estado.
Estas dos vertientes confluyeron en la elaboración de un discurso sobre los derechos humanos entendidos como unos derechos que son pre y supra estatales, innatos al ser humano e irrenunciables, cuya validez no está sujeta al reconocimiento o desconocimiento estatal, porque proceden de una fuente de derecho suprapositivo, o divino, o también (en el caso de no aceptar la referencia a lo trascendente) del mero hecho de ser persona humana.[6]
Los derechos humanos pueden clasificarse en (a) derechos civiles y políticos, en cuanto consideran a la persona como ciudadano (por ejemplo, el derecho a voto, a la libertad personal); (b) los derechos económicos, sociales y culturales, que hacen referencia a un trato de equidad dentro de una misma sociedad (por ejemplo, el derecho al trabajo, a la vivienda, a la salud); y (c) los derechos colectivos correspondientes a los grupos humanos (por ejemplo, el derecho a la autodeterminación, a un medio ambiente sano, al desarrollo).[7]
Por el contrario, las violaciones a los derechos humanos se distinguen en (a) sistemáticas y amplias, cuando afectan a todos los ámbitos de la vida (como en el caso del sistema del apartheid); (b) sistemáticas pero individuales, cuando sólo repercute sobre un grupo de la sociedad (el caso de aquellos gobiernos militares de torturar y hacer desaparecer a los opositores al régimen); (c) violaciones puntuales y arbitrarias, como podrían ser las que van dirigidas contra la igualdad de la mujer (como el pagar una menor remuneración por el mismo trabajo).[8]
2.- Una preocupación del Magisterio de la Iglesia
El comienzo de la formulación racional del discurso en torno a los derechos humanos surgió en un contexto de abierto conflicto con la Iglesia católica, lo cual explica el ambiente de sospecha inicial hacia el tema. Sin embargo, se puede afirmar que la oposición oficial de la Iglesia no era contra la afirmación de los derechos humanos en sí, sino una crítica por la ausencia de una fundamentación religiosa en la elaboración de este discurso.[9] Si en el siglo XVIII, con ocasión de la Revolución Francesa en 1789[10], hubo un abierto conflicto entre la religión revelada y la religión natural, posteriormente, después de la Segunda Guerra Mundial, surgió el contexto del ateísmo.[11]
Esta relación antagónica entre la Iglesia y la sociedad dio paso, posteriormente, a una de diálogo, reconociendo el pluralismo existente. Así, Juan XXIII, en Pacem in Terris (11 de abril de 1963), ofrece un decidido apoyo a la Organización de las Naciones Unidas, junto con un respaldo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
“No se nos oculta que ciertos capítulos de esta Declaración han suscitado algunas objeciones fundadas. Juzgamos, sin embargo, que esta Declaración debe considerarse un primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo. En dicha Declaración se reconoce solemnemente a todos los hombres sin excepción la dignidad de la persona humana y se afirman todos los derechos que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad, respetar las normas morales, cumplir los deberes de justicia, observar una vida decorosa y otros derechos íntimamente vinculados con éstos”[12].
Juan Pablo II, haciendo referencia a los aspectos positivos del mundo contemporáneo, reconoce “la influencia ejercida por la Declaración de los Derechos Humanos (…). Su misma existencia y su aceptación progresiva por la comunidad internacional son ya testimonio de una mayor conciencia que se está imponiendo”[13].
El mismo Concilio Vaticano II afirma solemnemente que “la Iglesia, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos”[14].
En el pensamiento pontificio, el auténtico desarrollo de la sociedad se fundamenta en el respeto y la promoción de los derechos humanos. “No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones de los pueblos. (…) En el orden interno de cada nación, es muy importante que sean respetados todos los derechos: especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social básica o célula de la sociedad; la justicia en las relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso. En el orden internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados (…) es necesario el pleno respeto de la identidad de cada pueblo, con sus características históricas y culturales. (…) Tanto los pueblos como las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental”[15].
En toda justicia hay que reconocer que hoy en día la Iglesia es internacionalmente reconocida como la gran defensora de los derechos humanos. Este reconocimiento está avalado no tan sólo por las constantes declaraciones oficiales al respecto[16] sino, especialmente, por el número de personas que han sido asesinadas por defender esta causa en nombre de la fe cristiana. Basta recordar las figuras de Mons. Oscar Romero (Arzobispo de San Salvador), asesinado hace veinte años, y de Mons. Juan Gerardi (Obispo de Guatemala), asesinado en 1998[17].
Aún más, en el contexto de las peticiones de perdón en el nombre de los hijos de la Iglesia, con ocasión del Jubileo[18], Juan Pablo II reconoce “la falta de discernimiento de no pocos cristianos respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de perdón vale por todo aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo”[19].
En la vida interna de la Iglesia, también se ha introducido una elaboración del discurso en términos de derechos humanos. Así, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma la obligación de la Iglesia en defender los derechos fundamentales de la persona humana[20], y el nuevo Código de Derecho Canónico introduce un título sobre las obligaciones y los derechos de todos los fieles.[21]
3.- La comprensión eclesial de los derechos humanos
Las declaraciones eclesiales sobre los derechos humanos permiten la elaboración de una serie de afirmaciones que fundamentan esta opción y sus correspondientes implicaciones éticas.
El fundamento último de los derechos humanos se basa en el respeto por la dignidad de la persona humana.[22] El episcopado latinoamericano, reunido en Puebla, afirmó solemnemente: “Profesamos, pues, que todo hombre y toda mujer, por más insignificantes que parezcan, tienen en sí una nobleza inviolable que ellos mismos y los demás deben respetar y hacer respetar sin condiciones”[23].
La defensa de los derechos humanos, como expresión del respeto por la dignidad de la persona humana, implica que estos son inviolables y universales. “En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto”[24].
Por consiguiente, los derechos humanos no tienen fronteras nacionales. Juan Pablo II, a comienzos de este año, establece el principio ético según el cual “quien viola los derechos humanos, ofende la conciencia humana en cuanto tal y ofende a la humanidad misma. El deber de tutelar tales derechos transciende, pues, los confines geográficos y políticos dentro de los que son conculcados. Los crímenes contra la humanidad no pueden ser considerados asuntos internos de una nación”[25].
Los derechos humanos, al ser expresión de la dignidad de la persona por su condición humana, son previos al existencia del Estado. Esto significa que el Estado no los concede a sus ciudadanos, sino que los reconoce. El Estado, cuyo fin es proveer al bien común, tiene el deber de “tutelar los derechos de todos los ciudadanos, sobre todo de los más débiles”[26]. Aún más, si la razón de ser del Estado es la búsqueda y la implementación del bien común[27], entonces se puede afirmar que “el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana”[28].
Es lógicamente evidente, pero vale la pena subrayar, que al discurso sobre derechos humanos le corresponde la responsabilidad de los deberes humanos. Los derechos naturales “están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible. Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud”[29].
El Documento de Puebla distingue entre derechos individuales, sociales y emergentes.[30]
+ Derechos individuales: derecho a la vida (a nacer, a la procreación responsable), a la integridad física y síquica, a la protección legal, a la libertad religiosa, a la libertad de opinión, a la participación en los bienes y servicios, a construir su propio destino, al acceso a la propiedad.
+ Derechos sociales: derecho a la educación, a la asociación, al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la recreación, al desarrollo, al buen gobierno, a la libertad y justicia social, a la participación en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones.
+ Derechos emergentes: derecho a la propia imagen, a la buena fama, a la privacidad, a la información y expresión objetiva, a la objeción de conciencia, y a una visión propia del mundo.
En los documentos eclesiales se reiteran una serie de derechos básicos: a la vida[31], a la integridad física[32], y a la calidad de vida[33]; al trabajo y a un sueldo justo[34]; a la vivienda[35]; a la educación[36]; a mantener una familia[37]; a la no discriminación racial[38] ni de género[39]; a la iniciativa económica[40]; a la propiedad, con su correspondiente responsabilidad social[41]; a la asociación[42]; a participar en la vida pública[43]; a la libertad de religión[44]; y el derecho de las minorías étnicas[45].
Por consiguiente, el respeto efectivo por los derechos fundamentales de las personas se traduce en el reconocimiento “de la igualdad de todos los hombres entre sí”, es decir, “toda discriminación constituye una injusticia completamente intolerable, no tanto por las tensiones y conflictos que puede acarrear a la sociedad, cuanto por el deshonor que se inflige a la dignidad de la persona; y no sólo a la dignidad de quien es víctima de la injusticia, sino todavía más a la de quien comete la injusticia”[46].
Este reconocimiento social de la igualdad de todo ser humano conlleva la consecuente opción de solidaridad para con los pobres de la sociedad. La solidaridad consiste en “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”. Por ello, “la Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a esas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin perder de vista el bien de los grupos en función del bien común”[47].
La verdadera paz[48] y el auténtico desarrollo[49] son el fruto del respeto efectivo por los derechos humanos. Por el contrario, la presencia de la pobreza es un signo concreto de la ausencia del respeto debido a los derechos fundamentales de todas y cada una de las personas humanas. “Los derechos humanos se violan no sólo por el terrorismo, la represión, los asesinatos, sino también por la existencia de condiciones de extrema pobreza y de estructuras económicas injustas que originan grandes desigualdades. La intolerancia política y el indiferentismo frente a la situación del empobrecimiento generalizado muestran un desprecio a la vida humana concreta que no podemos callar”[50].
4.- Unas anotaciones teológico-éticas
En la actualidad la Iglesia comprende que la defensa de los derechos humanos, como expresión de la dignidad inalienable de todo ser humano, forma parte esencial de su misión evangelizadora. Juan Pablo II afirma que “redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana”[51].
De hecho, el episcopado latinoamericano proclama solemnemente: “Nos sentimos urgidos a cumplir por todos los medios lo que puede ser el imperativo original de esta hora de Dios en nuestro continente; una audaz profesión cristiana y una eficaz promoción de la dignidad humana y de sus fundamentos divinos, precisamente entre quienes más lo necesitan, ya sea porque la desprecian, ya sobre todo porque, sufriendo ese desprecio, buscan – acaso a tientas – la libertad de los hijos de Dios y el advenimiento del hombre nuevo en Jesucristo”[52].
La comprensión cristiana de la dignidad de toda persona humana se fundamenta en la Creación (imagen divina), en la Redención (restauración de la imagen) y en la Escatología (cumplimiento de la promesa). La persona humana “obtiene su propia dignidad última – absoluta – del hecho de haber sido creada semejante a Dios en la libertad y autodeterminación de la propia vida, de haber sido reintegrada – mediante el perdón de Dios en Cristo – en su unicidad, y de estar destinada al encuentro de Dios en la recapitulación final”[53].
Al ser la persona humana creada a imagen y semejanza divina[54] y reconciliada con Dios en Cristo[55], “la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre. De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse con mayor fuerza del sentido de la dignidad personal de cada ser humano”[56].
El respeto por la persona humana encuentra su radical expresión en el amor hacia el otro, incluso hacia el enemigo. Es la exigencia de Jesús el Cristo. “Han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues Yo les digo: Amen a sus enemigos y rueguen por los que les persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”[57].
En otras palabras, por la fe se ha “de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna”[58].
Por consiguiente, cualquier violación a los derechos de la persona entra en el horizonte de pecado, ya que es al mismo Dios, Creador y Salvador, a quien se está despreciando.[59] La voz del Concilio Vaticano II se levanta para inculcar “el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente”. Así, por el contrario, cuanto atenta contra la vida, cuanto viola la integridad de la persona, cuanto ofende a la dignidad humana o las condiciones laborales degradantes, constituyen prácticas “infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador”[60].
Juan Pablo II califica una situación que implique la violación a los derechos humanos como una de pecado social. “Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana (…). Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la sociedad”[61].
La inviolabilidad de la dignidad de toda persona humana recibe tal fuerza, a la luz de la fe cristiana, que no tan sólo se afirma que es previa a cualquier reconocimiento del Estado o de la sociedad, sino también del propio individuo. Es la aceptación de la condición de creatura. “La creatura sin el Creador desaparece. (...) Más aún, por el olvido de Dios la propia creatura queda oscurecida. (...) La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se la ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma de la ley divina. Por ese camino, la dignidad humana no se salva; por el contrario, perece”[62].
Esta comprensión cristiana de los derechos humanos permite una reflexión ética que intente fundamentar y motivar una integración a la sociedad de aquellos que han sido históricamente sus excluidos (los pobres) como también de sus recientes víctimas bajo los gobiernos militares (las víctimas de las violaciones contra los derechos humanos). La responsabilidad de una reflexión sobre los derechos humanos desde los olvidados de la historia es simplemente decisiva y determinante para que este discurso tenga legitimidad ética universal, ya que de otra manera el horizonte de los derechos humanos tan sólo será aplicable para algunos dentro de la sociedad.
5.- Una relectura de la opción por los pobres
Esta particular visión cristiana, que fundamenta e ilumina los derechos y los deberes humanos, encuentra en la opción por los pobres su verificación de radical autenticidad.[63] La finalidad de la opción por los pobres es su personalización en la sociedad porque consiste ante todo en una relación, una alianza, un jugarse con ellos la suerte. Esta alianza con los perdedores de la historia (y también sus víctimas) es, en cierto modo, un perder la propia vida. Al pobre lo salva de su minusvalía y al que opta es liberado de su alienación. Lo que salva es la trascendencia que implica la relación: salir de sí y llegar respetuosamente al otro, y en esta doble trascendencia, la trascendencia mayor de dejar actuar al Espíritu, de reconocer a Jesús en el pobre, y de obrar el designio del Padre.
Esta opción no es una distinta a aquella por la humanidad sino consiste justamente en el camino concreto para hacerla efectiva. Dios, en Jesús, entabla una alianza con toda la humanidad y, en primer lugar, con los pobres porque en ellos no es reconocida esa humanidad, por carecer de lo que la cultura vigente considera valioso y digno del ser humano. Así, al optar por aquellos que según el paradigma humano dominante no tienen valor, Dios deja en claro que su opción es por la humanidad y que esa condición es inherente a cada uno de los seres humanos.
Dios, al reconocerlos[64], demuestra que no es el Dios de los sabios o de los ricos o de los poderosos, sino el Dios de los seres humanos. Pero, además, proclama que el individuo no llega a la categoría de persona humana por la posesión de esos atributos. En otras palabras, como los pobres tienden a sentirse no humanos al introyectar la apreciación negativa de la cultura dominante, Dios al optar por ellos certifica su condición humana y posibilita que la asuman.
El pobre que acepta esta relación con Dios ya no se siente excluido sino reconocido. Esta aceptación es fuente de vida porque lo capacita para asumir la realidad y relacionarse con otros en ella. Ya no cabe la resignación, porque el descubrimiento del respeto hacia sí mismo lo abre hacia el otro y el compromiso con la realidad.
Al que opta por los pobres, desde otro grupo social, le implica una relación totalizadora que significa darse. El darse supone crear condiciones de igualdad. Es la lógica de la Encarnación: Jesús no se aferra a su rango divino, sino que se despoja de todo privilegio para ser uno de tantos.[65] Así, darse de verdad incluye también el dar lo que uno tiene. Por eso, al que quiere seguir a Jesús, éste le habla de venderlo todo y dárselo a los pobres.[66]
En la actualidad se tiende a elaborar discursos en torno a los derechos humanos, pero, a la vez, existe la tendencia a suprimir la presencia de los pobres cuando se organiza la convivencia de tal forma que uno puede pasar toda la vida sin entrar en contacto con los pobres ni dejarse afectar por ellos. El predominio de una cultura individualista, basándose en el afán de ganancia y la sed de poder[67], hace del olvido de los pobres no tan sólo una consecuencia colateral sino algo enraizado en el núcleo más profundo de una cultura darwinista, porque dicha cultura mide la felicidad y la dignidad de las personas por la posesión de todo aquello que los pobres carecen.
Por consiguiente, la opción por los pobres rompe esta exclusión deshumanizadora, porque la relación personalizada permite la rehabilitación del sujeto. Este se capacita para afrontar su situación desde su humanidad reintegrada y cobra energías no sólo para tratar de conseguir lo necesario para sí y para los suyos, sino de adquirir destrezas y conocimientos para lograrlo con más facilidad y establemente.
La superación de la pobreza, como expresión de un respeto efectivo a toda y cada persona humana, exige un sujeto universal. El núcleo de este sujeto universal son los mismos pobres, pero los demás son también necesarios para apoyar y posibilitar este proceso. La integración del pobre en la sociedad como sujeto social es una condición necesaria, pero no suficiente, para superar la pobreza, porque también se necesita una alianza con los no pobres que opten por ellos.
Esta opción conlleva una redimensión de la existencia, personal y social, de aquellos que la asuman desde otros grupos sociales. Por ello, la dinámica de la opción por los pobres tiende a la constitución de una cultura alternativa. Así, la opción por los pobres, que comienza siendo una salida de sí mismo para afirmar al otro que es negado, que comienza entonces viviéndose como pérdida y sacrificio realizado como correspondencia a la fe en Dios que funda la vida de uno, se convierte progresivamente en una oportunidad no sólo de humanización radical sino también de avance en cuanto ser cultural y aún de valorización profesional.
Para superar la pobreza, y afirmar la dignidad del pobre, hay que redimensionar lo que existe para dar un lugar a los pobres en la sociedad. Este dar lugar a los pobres significa un reajuste estructural tan profundo que equivale a configurar una nueva figura histórica; implica renunciar a muchos elementos del actual sistema de bienestar; renunciar, ante todo, a ese consumismo frenético y poner coto a la sed ilimitada de riqueza y de poder.
La fundamentación de esta dirección vital consiste en el reconocimiento real del otro en el acto de reconocerse a uno mismo (hijo de Dios y hermano de todos). Pero el reconocimiento positivo de los pobres – que se realiza tanto en relaciones estructurales como en relaciones personales – provoca una transformación tan honda en la propia vida, y es una novedad tan radical en la figura histórica vigente, que no puede acontecer si no se abren horizontes muy motivadores: sin un corazón de carne[68] jamás habrá justicia, ni por consiguiente ser posible la vida humana sobre la tierra. Esto es lo que está en juego en la opción por los pobres.
6.- Violaciones, Reconciliación y Perdón
En muchos países de América Latina el tema de los derechos humanos cobró una dolorosa relevancia en el reciente pasado, pero en la actualidad se tiende a confundir la reconciliación con el silencio, el perdón con el olvido, y la justicia con la conveniencia política. Por ello, cabe preguntarse qué significa la reconciliación desde la ética cristiana en el contexto de defender y de promover los derechos humanos como expresión de la dignidad inalienable de toda persona humana.
En la reflexión teológica el horizonte de la reconciliación implica la presencia previa del pecado (la ruptura de la relación entre Dios y la humanidad debido a la negatividad de ésta en aceptar su condición de criatura[69]) y, por ende, el protagonista de la reconciliación definitiva es Jesús el Cristo[70], porque Dios “nos reconcilió con Él por medio de Cristo”[71]. La reconciliación de la humanidad con Dios, obrada por Cristo, crea una nueva situación: “El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo”[72].
Por consiguiente, la reconciliación no es una vuelta al pasado (a una situación de antes porque no ha pasado nada), sino el establecimiento de una nueva relación inaugurada por este Dios que asume el pecado de la humanidad en la cruz y abre el camino de la salvación. Es el misterio pascual: el paso de la muerte a la vida.
Dios ha reconciliado consigo a la humanidad. Esta iniciativa divina espera la respuesta humana. La reconciliación no es automática porque implica un contexto relacional de invitación divina y acogida humana. Es una invitación que se dirige a la libertad humana. De ahí el apremiante llamado del apóstol: “en nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconcíliense con Dios!”[73]. Es responsabilidad humana acoger este don gratuito de Dios. “Del hecho de ser Dios el autor primero y principal de la reconciliación, no se sigue que el hombre tenga en ella una actitud meramente pasiva: debe acoger el don de Dios. La acción divina no ejerce su eficacia sino para los que están dispuestos a aceptarla por la fe”[74].
Reconciliación y perdón
Por consiguiente, entrar en la dinámica de la reconciliación implica: (a) reconocer el propio pecado, (b) arrepentirse del daño causado, y (c) emprender un camino nuevo.[75] Las tres instancias se requieren mutuamente para autentificar el proceso, porque la contrición exige el reconocimiento previo y el cambio posterior. [76]
La reconciliación con Dios pasa por la reconciliación con el otro. Jesús nos recuerda que si “al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda”[77]. Así, “no puede darse (…) aspiración alguna a la filiación divina en Jesús mientras no se dé amor al prójimo[78]. Este motivo, decisivo en la enseñanza de Jesús, se convierte en el mandamiento nuevo en el Evangelio de Juan: los discípulos deben amar como Él ha amado[79], es decir, perfectamente, ‘hasta el fin’[80]”[81].
El don de la reconciliación no es un borrón y cuenta nueva, en el sentido de que acá no ha pasado nada, sino una aceptación del perdón mediante el reconocimiento de la verdad (reconocimiento de los hechos) y la búsqueda de la justicia (la reparación que inaugura un cambio de vida). Por ello, la reconciliación no consiste en la vuelta a una situación anterior (acá no ha pasado nada), sino la creación de una nueva (la condición del perdonado que cambia su estilo de vida).[82]
Ahora bien, ¿cuáles son las implicaciones éticas de la reconciliación cristiana en el contexto de una sociedad que desea y necesita reconstruir su tejido social?
Por de pronto, algunas injusticias no tienen solución en el sentido de que no se puede devolver a la vida a los asesinados. Esta es la inmensa crueldad de algunos actos cometidos que realmente claman al cielo. Entonces, uno implora la justicia divina, pero se encuentra con la misericordia: “Misericordia quiero, no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”[83]. Por ello, en consecuencia con la fe que se profesa, es preciso convertirse al estilo de Dios que busca la salvación del culpable[84], llamándolo a la reconciliación mediante un cambio de vida, que es expresión del arrepentimiento y que supone la reparación. Así, el horizonte del perdón cristiano exige el reconocimiento de la verdad y la búsqueda de la justicia.
El proceso del perdón cristiano[85] exige una opción contra la venganza, al reconocer el daño causado, pero también el esfuerzo para cambiar la situación, sea en nombre del ofendido, lastimado en su dignidad más profunda de imagen divina, como también en nombre del ofensor para que se convierta de su maldad[86]. Por ello, la auténtica reconciliación implica cambios reales para crear una nueva situación. Esto se realiza en el reconocimiento de la verdad (la rehabilitación del ofendido) y la búsqueda de la justicia (la rehabilitación del ofensor). Por el contrario, la actitud del silencio (“aquí no ha pasado nada”) resulta ser una falsa reconciliación porque hiere aún más al ofendido y justifica al ofensor en su maldad.
El derecho a la verdad
La verdad es, además, una necesidad antropológica, condición y posibilidad de la realización de la persona humana como individuo y miembro de la sociedad, porque es el re-encuentro del ser humano consigo mismo y con el otro. La verdad es constitutiva de lo humano en cuanto auto-referencia (sólo en la verdad puede una persona conocerse o re-conocerse por lo que realmente es) y en cuanto ser relacional (sólo en la verdad puede haber comunicación entre personas).
Por consiguiente, la verdad es una exigencia ética porque responde a una necesidad antropológica y, por ello, personal y social. La sociedad necesita reconstruir la memoria de lo acontecido; el pasado no puede quedar condenado al silencio.[87] El hacer memoria a nivel de la sociedad no tiene la intencionalidad de revivir el terror sino, por el contrario, es la expresión del terror ya vivido para sanar esta memoria al compartirla con otro. El silencio sufrido se hace palabra creíble. Además, esta memoria dolorosa tiene una ineludible función preventiva que devuelve la dignidad a la sociedad de cara al futuro.
La tentación de olvidar es comprensible, porque es una memoria dolorosa y vergonzosa, pero si se olvida se inventa un pasado distorsionado y, entonces, el olvido resulta injustificable. Cualquier camino hacia el futuro pasa necesariamente por una solución retrospectiva (hacia el pasado), porque no se puede construir futuro negando el pasado. Los intentos del olvido sólo producen una vuelta cíclica del pasado, que rehusa quedarse en el pasado y se constituye en un eterno presente sin horizonte de futuro.
El desafío consiste en dar una oportunidad a todos a contar su narración, porque tienen un derecho y hasta un deber de explicar para poder comprender este pasado. Redactar juntos este pasado hace necesario devolverle el rostro al adversario político. El dolor une, mientras la ideología divide. Desde esta humanización del otro hay que preguntarse por los por qué, una vez que los hechos están establecidos.
En el fondo, la confrontación no ha sido sólo bélica y política sino también ética en cuanto se pregunta por lo bueno y lo malo dentro de un contexto determinado: ¿es éticamente correcto suspender los derechos básicos de la persona, como la misma vida, bajo algunas circunstancias? Una parte de la sociedad justifica matanzas en nombre de un ideal mayor y, por ello, se ha producido también una división ética en la sociedad.
En esta reconstrucción de la memoria del pasado, la sociedad tiene que colocar un límite ético para poder evaluar la validez de la argumentación presentada por los distintos sectores en conflicto, porque existen unas condiciones mínimas que tienen que respetarse. De otra manera, se vuelve a la ley de la selva y la convivencia se reduce a una sumisión del débil frente al fuerte que detiene el poder.
La reconciliación no es un proceso de desmemoria (olvido), tampoco prima el castigo, sino que se enfatiza la valentía de reconocer la verdad. El perdón no es un desconocer lo ocurrido, sino, por el contrario, un reconocer los hechos y un cambio de actitud correspondiente. Un perdón sin veracidad es simplemente impunidad, porque al perdón le falta su objeto (¿perdonar qué?).
Por tanto, no es posible concebir la verdad sin la justicia, porque la justicia no es otra cosa que la veracidad en las relaciones interpersonales y las correspondientes mediaciones sociales. La justicia es la practica de la verdad. La injusticia retiene prisionera a la verdad.[88] Verdad y justicia[89] se necesitan mutuamente en una relación tensional: el esclarecimiento de la verdad requiere la proyección de una nueva situación donde se restaura la justicia mediante gestos, privados y públicos, concretos.
La verdad sin la justicia es mentira, la justicia sin verdad es engaño; establecida la verdad, restaurada la justicia, se inaugura el tiempo de la misericordia frente al arrepentimiento y el diálogo.[90] No es la verdad sino la mentira la que contradice a la justicia. El reconocimiento en sociedad de la verdad es el comienzo de la justicia.
El deber de justicia
El deber de justicia es una exigencia social de pedagogía ética. La sociedad necesita colocar límites públicos entre el bien y el mal, entre lo que se debe hacer y lo que no se puede hacer. Negativamente, es una condición de sobrevivencia en la convivencia, de otra manera se pasa a la ley del más fuerte o la ley de la selva; positivamente, es una condición de realización en la convivencia según el derecho que corresponde al respeto por la dignidad de las personas.
La exigencia de justicia no responde al deseo de venganza sino a la necesidad de establecer públicamente lo bueno y lo malo para la realización de la sociedad donde todos tienen cabida. La reflexión ética, en sus opciones y responsabilidades, no está sujeta ni a las dictaduras ni a las democracias. Lo impuesto por la fuerza no asegura de por sí el bien ético; tampoco el llegar a un consenso implica que necesariamente se ha acordado lo correcto.
Una sociedad necesita una escala de valores para poder sobrevivir, realizarse y desarrollarse. Por consiguiente, existen unos valores que no son negociables porque con su ausencia peligra la misma existencia y la convivencia del ciudadano. La no aceptación de este postulado significaría un relativismo ético donde, en última instancia, es el poder de turno el que determina lo que constituye lo bueno y lo malo.
Por ello, la impunidad es la negación al derecho a la verdad y al deber de justicia. La impunidad destruye la confianza de la sociedad en sus instituciones públicas porque, de hecho, degenera el horizonte de la justicia en la voluntad de los poderosos. La presencia de la impunidad sólo denota que el poder de algunos es más importante que la justicia para todos y esto conduce inevitablemente a más violencia de rebelión contra el poder establecido y de represión contra aquellos que buscan la justicia.
Por consiguiente, la necesidad de hacer justicia no responde al deseo de venganza sino a un imperativo ético de devolver la confianza en las instituciones públicas, de pronunciar la verdad de lo acontecido y de sancionar una conducta inaceptable por y en la sociedad. La sociedad, al hacer justicia, reivindica la dignidad del ofendido como sujeto de derechos inalienables, invita al ofensor a arrepentirse de su maldad y recobra su propia credibilidad comunitaria.[91]
La justicia es la deuda ética para con el ofendido. La impunidad es la destrucción ética de la sociedad porque señala, en la práctica, que el único valor que se respeta es el del poder que va dictando las normas a su conveniencia, cayendo en un peligroso e inaceptable relativismo ético porque niega criterios éticos válidos para todos y cada uno en la sociedad.
La opción por el perdón asegura esta altura ética en la búsqueda de la verdad y la práctica de la justicia. Esta afirmación axiológica precisa de mediaciones sociales que se pueden agrupar en torno a cuatro ejes: (a) una clara opción, individual y colectiva, para pensar la sociedad en términos de personas humanas; (b) el primer fruto, si es auténtica la opción, es el compromiso de todos a favor del nunca más; (c) una sociedad arrepentida entra en la dinámica de la reparación a las víctimas; (d) sin embargo, estas medidas de reparación no sustituyen el deber de justicia ya que en este caso sería simplemente comprar el silencio de las víctimas y pisotear aún más su dignidad, añadiendo insulto a ofensa, y, además, conocida la verdad, se administra la justicia; de otra manera, la impunidad dolerá aún más y llegaría a reafirmar un terrorismo de Estado, porque el ciudadano se sentirá totalmente inseguro, sin ninguna instancia donde apelar contra una injusticia sufrida.
Desde un punto de vista ético, no se descarta la introducción de la amnistía porque hay que distinguir entre impunidad (ausencia de procesos) e inmunidad (procesos con perdón establecido previamente). Pero, es éticamente inaceptable otorgar amnistía sin la previa investigación de los hechos, porque en el caso de una amnistía, sin conocimiento previo de los hechos, se cae en el peligro de “perdonar” a un posible inocente, cuando ni siquiera se ha establecido su culpabilidad. La amnistía implica culpabilidad y, por ende, hay que establecer culpabilidad antes de otorgarla.
Las semillas del futuro crecerán en el rechazo ético hacia un pasado violento[92] y en el respeto por los derechos básicos de la persona humana, cuya primera expresión es el respeto por la vida humana. La memoria doliente inaugura el nunca más como compromiso de una sociedad de cara al futuro. En una sociedad que desea convertir el campo de batalla en un hogar para todos, lo primero que se requiere es un consenso social sobre un principio ético fundamental y fundante de cualquier grupo humano: el respeto por la vida humana y la consecuente desmilitarización de la vida cotidiana. Sin una convicción compartida - y respetada sin condiciones - de que la eliminación de las personas no soluciona los problemas sociales sino, por el contrario, los prolonga de generación en generación.
Una y otra vez se reitera que la política es el arte de lo posible. Éticamente, esta expresión es incompleta porque el referente de lo posible es ambiguo, vago e interesado. Más bien, la política es el arte de hacer posible lo deseable. En este caso, se propone una meta, un ideal, un rumbo que dirige y guía la posibilidad deseable (ética política) de lo posible (política).
Evidentemente, la misma situación particular va colocando los límites entre lo deseable y lo factible, con tal que el horizonte ético sirva de tensión constructiva para dirigir lo posible hacia lo deseable. Una simple adaptación a lo conveniente tendrá un precio muy alto para la sociedad porque lo conveniente suele responder a los intereses de algunos y no de todos.
Resulta esencial preguntarse constantemente si es lo conveniente desde el punto de vista del poder o desde la perspectiva de la sociedad. Una falsa solución sólo tendrá el efecto de una bomba de tiempo y la ulterior deslegitimación de las instituciones públicas, dejando abierta la puerta para la violencia represiva, que a lo largo tendrá la respuesta de una violencia subversiva.
7.- Un saber estar en el mundo
El horizonte de los derechos humanos ofrece un referente capaz de contribuir a un saber estar en el mundo[93], especialmente en una época cuando la cultura de mercado está trastornando seriamente la escala humana de valores con la consecuente pérdida de sentido.
“En la sociedad emergente la lógica del consumo (elijo y pago en el mercado la alternativa más ventajosa, y exijo que se me dé exactamente lo que pagué) se ha internalizado en los individuos, y se ha extendido a dominios muy alejados del campo económico. (…) Los consumidores protagonizan una revolución que no es sólo económica, sino también política y cultural. De una sociedad donde el protagonismo estaba hasta los 70 centrado en el Estado, se pasó en los 80 a otra centrada en la empresa, para pasar en los 90 a un tipo de sociedad donde el protagonista es el consumidor. (…) Su [una sociedad de consumo] lógica se ha estado diseminando, desde su fuente que es el mercado, e impregna casi todos los dominios de la vida social”[94].
Una cultura[95] de mercado fundamenta el valor social de la persona en su capacidad de consumo (comprar y vender), haciendo del tener un decisivo referente antropológico. En otras palabras, se consagra una antropología vivida en términos del ser al servicio del tener. Soy alguien en cuanto tengo dinero. Pero esta afirmación subjetiva sólo es posible en la medida en que existe la percepción compartida de que en la sociedad el individuo es apreciado en términos de consumo (la capacidad, real o virtual, de compra).
Por ello, aparece el mecanismo complementario del aparentar, donde existe una nítida identificación entre ser y tener. De hecho, la alienación se basa en hacer creer a los demás lo que uno es (o tiene) cuando en realidad no es (ni tiene). Ser es tener: por consiguiente, es preciso tener a toda costa (cualquier riesgo es poco) para poder ser alguien en los ojos de los demás.
Una de las consecuencias sociales de esta transformación antropológica (ser es pretender ser lo que uno no es) es la aparición de una nueva clase de pobres: los endeudados (la tarjeta de crédito, los préstamos bancarios, la compra a crédito, etc.).
¿Y los pobres de siempre, los que nunca tuvieron poder adquisitivo, y que ahora tampoco tienen acceso a buenos servicios públicos que, además, progresivamente se van privatizando? Simplemente, no pueden aparentar porque ni siquiera tienen esta posibilidad. Entonces, ya no son tan sólo pobres, sino también marginados porque la sociedad no los toma en cuenta. ¡No sólo no tienen sino tampoco pueden aparentar tener porque no tienen acceso a esta nueva dinámica de pretensión!
Por el contrario, una cultura basada en el respeto por los derechos humanos, universales e inviolables, coloca el referente fundante en la persona humana. El valor de la persona humana no está en su poder adquisitivo (el tener) sino en el hecho de la dignidad que le corresponde como ser humano (el ser).
A nivel del tener siempre existe un más y un menos porque es una medida cuantitativa y, por ello, tiende a la comparación y la consecuente división de la humanidad; a nivel del ser el presupuesto básico es la igualdad frente a la sociedad y, por ello, toda diferencia, relacionada con la posibilidad de auténtica realización según la dignidad humana, constituye una crítica social, buscando las causas y las correspondientes soluciones. En otras palabras, la diferencia no es criterio de discriminación positiva (el que tiene más es más) sino, por el contrario, de crítica social (¿por qué no pueden todos tener lo suficiente?).
Además, una cultura de consumo no satisface hondamente las aspiraciones humanas porque, para realizarse, la persona humana precisa de valores que escapan la lógica del mercado ya que entran en el horizonte de la gratuidad (el amor, la amistad, la fidelidad, la verdad, etc.). Es la contradicción, o quizás la consecuencia, del creciente materialismo acompañado por una radical insatisfacción.
No se trata de contraponer ser y tener sino de construir una correcta relación entre ambos. “El mal no consiste en el tener como tal”, afirma Juan Pablo II, “sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que se derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al ser del hombre y a su verdadera vocación”[96]. Es el tener para ser en contraposición al ser para tener.
El discurso sobre los derechos humanos, elaborado de manera incluyente y, por ello, con una visión de protesta y propuesta, constituye una oportunidad privilegiada para aprender a estar en la realidad, un estar correspondiente a la dignidad de lo humano, una dignidad que le corresponde a todos sin excepción.
A la vez, este discurso no puede caer, quizás inconscientemente pero ciertamente presente en una cultura de mercado, en una comprensión individualista de los derechos humanos, en una especie de auto defensa frente al Estado y frente a la sociedad como un derecho-libertad sin referencia a la dimensión social inherente y constitutiva del individuo. Por consiguiente, resulta esencial subrayar, primero, que la base de los derechos humanos se encuentra en la intersubjetividad, la relación entre individuos; y, segundo, que el criterio de la realización efectiva de los derechos humanos es justamente la víctima, es decir, que el respeto por los derechos humanos se cumple de verdad cuando se realiza en los olvidados de la historia.[97]
El compromiso cristiano en la defensa y promoción de los derechos humanos de toda y cada persona humana es “un modo nuevo, concreto y coherente de ser luz del mundo (esperanza) y sal (moral) de la tierra”[98]. Sin descartar la importancia y la necesidad de elaborar un discurso racional sobre los derechos humanos, con la finalidad de que sean el fundamento socio-jurídico de la convivencia humana, más urgente aún resulta el compromiso efectivo para protegerlos mediante la convicción personal, la opción social y la mediación de instituciones correspondientes.[99]
Notas
[1] E. Chiavacci, “Ley Natural”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), p. 1027.
[2] Ver E. Chiavacci, “Ley Natural”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 1013 - 1028.
[3] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 16: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad”. Ver también Concilio Vaticano II, Optatam Totius, (28 de octubre de 1965), No 16.
[4] Las primeras declaraciones de derechos humanos, en el sentido moderno de ejes fundantes de la estructura política y jurídica de la sociedad, se pueden encontrar en las revoluciones americana (“Bill of Rights”, 1776) y francesa (Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 1793). Para una exposición histórica del reconocimiento progresivo de los derechos humanos, se puede consultar Marciano Vidal, Moral de Actitudes, (Tomo III), (Madrid: P.S., 19958), pp. 224 - 230 y 251 - 270. En J.J. Mosca y L. Pérez Aguirre, Derechos Humanos, (Montevideo: Editorial Mosca Hnos., 1985), se presentan algunas pautas pedagógicas a partir de los artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos, como también se ofrecen otros documentos relacionados con el tema de los derechos humanos.
[5] Ver Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I – II, q. 91, art. 2: “la ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la creatura racional”.
[6] Ver F. Compagnoni, “Derechos del hombre”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 348 – 352.
[7] Ver Xabier Etxeberria, El reto de los Derechos Humanos, (Madrid: Cuadernos F y S, 1994), pp. 7 – 20.
[8] Ver F. Compagnoni, “Derechos del hombre”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 352 y 357.
[9] Fundamentalmente, porque no se aceptaba que la sociedad humana construyera autónomamente su historia; porque la libertad de conciencia y de religión se consideraban como contrarios al derecho de la Iglesia católica a mantenerse como única religión pública, con las consecuencias sociales que de ello se derivaban; porque admitir esas libertades era aceptar el derecho al error. Ver D. Menozzi, “Reacción católica frente a la Revolución”, en Concilium, 221 (1989) pp. 105 – 107; Xabier Etxeberria, El reto de los Derechos Humanos, (Madrid: Cuadernos F y S, 1994), p. 35.
[10] Ver el número 221 de la Revista Concilio (1989), dedicado al tema de “1789: la Revolución Francesa y la Iglesia”.
[11] Ver Xabier Etxeberria, El reto de los Derechos Humanos, (Madrid: Cuadernos F y S, 1994), pp. 31 - 36; F. Compagnoni, “Derechos del hombre”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 352 – 354.
[12] Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), No 144.
[13] Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 26. Ver también Juan Pablo II, Centesimus Annus, (1 de mayo de 1991), No 21.
[14] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 41.
[15] Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 33; ver también Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), Nos 11 – 27, donde se destacan el derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida; a la buena fama, a la verdad y a la cultura; al culto divino; los derechos familiares; los derechos económicos; el derecho a la propiedad privada; los derechos de reunión y asociación; de residencia y emigración; a intervenir en la vida pública; y a la seguridad jurídica.
[16] El Mensaje de Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Paz, Paz en la tierra que Dios ama (1 de enero de 2000), trata explícita y extensivamente este tema; la Comisión Teológica Internacional publicó una reflexión teológica sobre la Dignidad y Derechos de la Persona Humana, (1985). La Comisión Pontificia Justicia y Paz ha sacado una publicación donde se recogen textos del Magisterio, conciliares y pontificias, sobre derechos humanos desde Juan XXIII a Juan Pablo II (1961 – 1991): Giorgio Filibeck, Human Rights in the Teaching of the Church: from John XXIII to John Paul II, (Vatican City: Librería Editrice Vaticana, 1993), 492 pp.
[17] Mons. Juan Gerardi presentó públicamente el Informe Interdiocesano Guatemala: nunca más, que consta de cuatro tomos, el día 24 de abril de 1998, y dos días después (el día 26) fue él mismo víctima de la violencia que se denuncia, primero al ser brutalmente asesinado y posteriormente al ser difamado por grupos que claramente no desean que se sepa la verdad de los hechos.
[18] Juan Pablo II escribe que la Iglesia, con ocasión del fin del segundo milenio, tiene que asumir “con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y de actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo”. Por ello, la Iglesia “no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes” (Tertio Millennio Adveniente, 10 de noviembre de 1994, No 33).
[19] Juan Pablo II, “Discurso del 1 de septiembre de 1999, en L’Osservatore Romano, 2 de septiembre de 1999, p. 4.
[20] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, (11 de octubre de 1992), No 2032; ver también Nos 2273, 2414, 2431.
[21] Ver Libro II, el Pueblo de Dios, del Código de Derecho Canónico, (1983), cánones 208 – 223; en los siguientes cánones (224 – 231) se especifican aquellos de los fieles laicos. En el comentario al Código de la BAC (1995), se explica en una nota, correspondiente al canon 208: “La condición de igualdad, previa a la desigualdad que pueda existir por razón del ministerio o especial vocación, es enseñada en Lumen Gentium (Nos 9 y 32). Debe explicitarse en la participación de cada uno según su condición en la misión de la Iglesia. Esta igualdad cristiana no desconoce la igualdad de la naturaleza humana, contraria a cualquier discriminación en los derechos fundamentales de la persona (cf. Gaudium et Spes, No 29)”.
[22] Ver Juan Pablo II, Ecclesia in America, (22 de enero de 1999), No 57.
[23] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, La Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, Puebla 1979, No 317.
[24] Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), No 9. Ver también Juan Pablo II, Christifideles Laici, (30 de diciembre de 1988), No 38; Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 26.
[25] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1 de enero de 2000), Paz en la tierra que Dios ama, No 7.
[26] Juan XXIII, Mater et Magistra, (15 de mayo de 1961), No 20.
[27] Juan Pablo II - en Centesimus Annus (1 de mayo de 1991) No 47 – deja en claro que el bien común “no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona”.
[28] Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), No 60.
[29] Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), Nos 28 – 29. De hecho se señalan una serie de deberes: el deber de respetar los derechos ajenos, de colaborar con los demás, de actuar con sentido de responsabilidad (Nos 30 – 34). Ver también Pablo VI, Octogesima Adveniens, (14 de mayo de 1971), No 24.
[30] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, La Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, (Puebla, 1979), Nos 1270 – 1273.
[31] Ver Juan XXIII, Mater et Magistra, (15 de mayo de 1961), No 194; Juan Pablo II, Familiaris Consortio, (22 de noviembre de 1981), No 30; Juan Pablo II, Christifideles Laici, (30 de diciembre de 1988), No 38.
[32] Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 27.
[33] Ver Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 34.
[34] Ver Pablo VI, Octogesima Adveniens, (14 de mayo de 1971), No 14; Juan Pablo II, Laborem Exercens, (14 de septiembre de 1981), Nos 16 – 23; Juan Pablo II, Centesimus Annus (1 de mayo de 1991) No 8.
[35] Ver Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 17.
[36] Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 60.
[37] Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 52. Juan Pablo II - Familiaris Consortio, (22 de noviembre de 1981), No 46 – destaca una los siguientes derechos de la familia: a existir y progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre, especialmente aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos apropiados para mantenerla; a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a educar a los hijos; a la intimidad conyugal y familiar; a la estabilidad del vínculo y de la institución matrimonial; a creer y profesar su fe, y a difundirla; a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones necesarias; a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y enfermos; el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna; el derecho de expresión y de representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales, culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma como por medio de asociaciones; a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir adecuada y esmeradamente su misión; a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo, etc.; el derecho a un justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de la familia; el derecho de los ancianos a una vida y una muerte dignas; el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de vida.
[38] Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 29; Pablo VI, Populorum Progressio, 26 de marzo de 1967), No 63; Pablo VI, Octogesima Adveniens, (14 de mayo de 1971), No 16.
[39] Ver Pablo VI, Octogesima Adveniens, (14 de mayo de 1971), No 13; Juan Pablo II, Familiaris Consortio, (22 de noviembre de 1981), No 22; Juan Pablo II, Christifideles Laici, (30 de diciembre de 1988), No 49.
[40] Ver Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 15; Juan Pablo II, Centesimus Annus (1 de mayo de 1991) No 48.
[41] Ver Juan XXIII, Mater et Magistra, (15 de mayo de 1961), No 119; Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), Nos 69 – 71; Pablo VI, Populorum Progressio, 26 de marzo de 1967), No 23; Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 42; Juan Pablo II, Centesimus Annus (1 de mayo de 1991) No 6.
[42] Ver Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), No 23; Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 25; Pablo VI, Populorum Progressio, 26 de marzo de 1967), Nos 38 – 39; Juan Pablo II, Centesimus Annus (1 de mayo de 1991) No 7.
[43] Ver Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), No 26.
[44] Ver Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae, (7 de diciembre de 1965), No 2; Pablo VI, Evangelium Nuntiandi, (8 de diciembre de 1975), No 39.
[45] Ver Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), Nos 94 – 97; Juan Pablo II, Ecclesia in America, (22 de enero de 1999), No 64.
[46] Juan Pablo II, Christifideles Laici, (30 de diciembre de 1988), No 37.
[47] Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), Nos 38 – 39.
[48] Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 78.
[49] Ver Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), Nos 15 y 33.
[50] IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Nueva Evangelización, Promoción Humana, Cultura Cristiana: Jesucristo ayer, hoy y siempre, (Santo Domingo, 1992), No 167.
[51] Juan Pablo II, Christifideles Laici, (30 de diciembre de 1988), No 37. Ver también Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 47.
[52] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, La Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, (Puebla, 1979), No 320.
[53] F. Compagnoni, “Derechos del hombre”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), p. 356. Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), Nos 12 – 22. “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (No 22).
[54] Ver Génesis 1, 26; ver también Salmo 8, 5 – 6.
[55] Ver 2 Corintios 5, 19; Romanos 5, 6 – 10.
[56] Juan Pablo II, Christifideles Laici, (30 de diciembre de 1988), No 5.
[57] Mateo 5, 43 – 45.
[58] Juan XXIII, Pacem in Terris, (11 de abril de 1963), No 10.
[59] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, La Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, (Puebla, 1979): “todo aquello que afecta la dignidad del hombre, hiere, de algún modo, al mismo Dios” (Mensaje a los pueblos de América Latina, No 3).
[60] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), No 27.
[61] Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia, (2 de diciembre de 1984), No 16. El Documento Memoria y Reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado (marzo 2000, No 1.3) de la Comisión Teológica Internacional recuerda que el pecado es “siempre personal”. “Las situaciones de pecado social, que se verifican en el interior de las comunidades humanas cuando se lesionan la justicia, la libertad y la paz, ‘son siempre el fruto, la acumulación y la concentración de pecados personales’ (RP 16). En el caso de que la responsabilidad moral quedara diluida en causas anónimas, entonces no se podría hablar de pecado social más que por analogía. De donde se deduce que la imputabilidad de una culpa no puede extenderse propiamente más allá del grupo de personas que han consentido en ella voluntariamente, mediante acciones o por omisiones o por negligencia”.
[62] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, (7 de diciembre de 1965), Nos 36 y 41.
[63] En esta reflexión sigo las profundas intuiciones ofrecidas por Peter-Hans Kolvenbach s.j., “La opción por los pobres ante el reto de la superación de la pobreza” (conferencia dictada en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas, 2 de febrero de 1998, con ocasión del 60 aniversario de la revista SIC). Dicha conferencia ha sido reproducida en Ayudas, No 1 (Santiago: CEI, 1999).
[64] Ver Mateo 25, 31 – 46.
[65] Ver Filipenses 2, 6 – 7.
[66] Ver Mateo 19, 21.
[67] Ver Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), Nos 37 – 38.
[68] Oseas 6, 6: “Porque Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos”. Ezequiel 11, 19 – 20: “Yo les daré un corazón nuevo y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y Yo sea su Dios” (cf. también 36, 26).
[69] Ver Génesis 3.
[70] Ver 1 Timoteo 2, 5: “Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos”.
[71] 2 Corintios 5, 18. Ver también Romanos 5, 8 – 10; Efesios 2, 4 – 5.
[72] 2 Corintios 5, 17. Ver también Colosenses 1, 15 – 20; Gálatas 6, 15.
[73] 2 Corintios 5, 20.
[74] X. Leon-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, (Barcelona: Herder, 1982), p. 757.
[75] El Catecismo de la Iglesia Católica, (1992), explica que “por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro” (No 1455). El Documento Memoria y Reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado (marzo 2000, Introducción) de la Comisión Teológica Internacional explica que “la confessio peccati, sostenida e iluminada por la fe en la Verdad que libera y salva (confessio fidei), se convierte en confessio laudis dirigida a Dios, en cuya sola presencia es posible reconocer las culpas del pasado y las del presente, para dejarse reconciliar por él y con Él en Jesucristo, único Salvador del mundo”.
[76] Ver Ezequiel 18, 21 – 23 y 32.
[77] Mateo 5, 23 – 24.
[78] Ver Marcos 12, 29 – 31; Mateo 22, 37 – 40; Lucas 10, 27 – 28.
[79] Ver Juan 13, 34 – 35; 15, 12 y 17.
[80] Juan 13, 1.
[81] Comisión Teológica Internacional, Memoria y Reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado (marzo 2000, No 2.2). Es relevante recordar que este Documento fue escrito en el contexto de las peticiones de perdón hechas por Juan Pablo II para aclarar las razones, las condiciones y la exacta configuración de las peticiones de perdón relativas a las culpas del pasado (cf. Introducción).
[82] Ver Efesios 2, 14 – 18; Romanos 5, 6 – 11.
[83] Mateo 9, 13; ver también Oseas 6, 6.
[84] Ver las tres parábolas (la oveja perdida, la dracma perdida, el hijo perdido) sobre el Padre Misericordioso en Lucas 15.
[85] “Sean compasivos como su Padre es compasivo” (Lucas 6, 36). Ver las reflexiones psicológicas y espirituales sobre este tema en Jean Monbourquette, Cómo perdonar: perdonar para sanar y sanar para perdonar, (Santander: Sal Terrae, 19952).
[86] Ver Ezequiel 3, 16 – 19.
[87] El Documento de la Comisión Teológica Internacional, Memoria y Reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado (marzo 2000, Introducción), habla de la necesidad de la purificación de la memoria, es decir, “el proceso orientado a liberar la conciencia personal y común de todas las formas de resentimiento o de violencia que la herencia de culpas del pasado puede habernos dejado, mediante una valoración renovada, histórica y teológica, de los acontecimientos implicados, que conduzca, si resultara justo, a un reconocimiento correspondiente de la culpa y contribuya a un camino real de reconciliación. Un proceso semejante puede incidir de manera significativa sobre el presente, precisamente porque las culpas pasadas dejan sentir a todavía menudo el peso de sus consecuencias y permanecen como otras tantas tentaciones también hoy día”.
[88] “En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia” (Romanos 1, 18).
[89] En varias ocasiones aparecen juntas la verdad y la justicia en la Biblia: Tobías 3, 2; 14, 8; Salmos 15, 2; 19, 10; 45, 5; 96, 13; 111, 7; Proverbios 12, 17; Sabiduría 5, 6; Romanos 2, 8; 1 Corintios 13, 6; 2 Corintios 6, 7; Efesios 5, 9; 6, 14.
[90] “Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sabiduría 12, 19).
[91] “Sin sanción social la posibilidad de que se reproduzcan hechos de violencia es mucho mayor, dado que se rompen las normas sociales básicas de convivencia. En ausencia del reconocimiento de los hechos y sin ponerse a disposición de la sanción social, los victimarios nunca van a tener la posibilidad de enfrentarse con su pasado, reconstruir su identidad y replantear sus relaciones cotidianas con las víctimas y la sociedad” (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, Guatemala: Nunca Más, 1998, Tomo IV, p. 538).
[92] “Sin un sentido ético claro de condena de las atrocidades cometidas, y sin mecanismos de investigación, control y sanción, la violencia corre el riesgo de convertirse en un patrón de conducta con impacto también en el futuro de la sociedad, en especial de los jóvenes” (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, Guatemala: Nunca Más, 1998, Tomo IV, p. 539).
[93] Utilizo la frase saber estar en el mundo, inspirándome en aquella de Xavier Zubiri (saber estar en la realidad), dándole un significado ético. “La filosofía ha contrapuesto sentir y inteligir fijándose solamente en el contenido de ciertos actos. (…) inteligir y sentir no sólo no se oponen sino que, pese a su esencial irreductibilidad, constituyen una sola estructura, una misma estructura que según por donde se mire debe llamarse inteligencia sentiente o sentir intelectivo. Gracias a ello, el hombre queda inamisiblemente retenido en y por la realidad: queda en ella sabiendo de ella. Sabiendo ¿qué? Algo, muy poco, de lo que es real. Pero, sin embargo, retenido constitutivamente en la realidad. ¿Cómo? Es el gran problema humano: saber estar en la realidad” (Xavier Zubiri, Inteligencia y Razón, Madrid, Alianza – sociedad de Estudios y Publicaciones, 1983, pp. 351 – 352).
[94] Eugenio Tironi, La irrupción de las masas y el malestar de las elites, (Santiago: Editorial Grijalbo, 1999), pp. 226 – 227.
[95] Por la palabra cultura se entiende un sistema compartido de significaciones que ordena y da sentido a la vida en una determinada sociedad o en un particular grupo social. Es decir, la cultura es la construcción significativa de la realidad que se fundamenta en la triple relación de la persona humana: con la naturaleza (la dimensión técnico-económica), con las otras personas del grupo humano organizado como sociedad (la dimensión socio-política) y en la búsqueda de sentido en relación con la totalidad (la dimensión religiosa).
[96] Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, (30 de diciembre de 1987), No 28.
[97] Ver Xabier Etxeberria, El reto de los Derechos Humanos, (Madrid: Cuadernos F y S, 1994), pp. 21 – 29.
[98] F. Compagnoni, “Derechos del hombre”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, (Madrid: Paulinas, 1992), p. 358.
[99] “Brille así su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). “Pongan por obra la Palabra y no se contenten sólo con oírla, engañándose a ustedes mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra, sin ponerla por obra, ese se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz” (Santiago 1, 22 – 25).