Violencia política y globalización:

El derecho entre la solidaridad y el poder económico.


Guillermo Hoyos Vásquez*

Dos breves pasajes de la política internacional colombiana con los que se inaugura el Gobierno del Presidente Uribe nos muestran la relación estrecha entre violencia política y globalización. Este gobierno, temido por su actitud escéptica con respecto a diálogos con la subversión, manifestó desde el primer momento su disposición a negociar con ella sólo utilizando la mediación de las Naciones Unidas. Sin embargo es la alta comisionada de este organismo internacional, Mary Robinson, quien tiene que advertir al Gobierno que algunas de las medidas del Estatuto de Conmoción Interior, con el que se inicia este gobierno, como la constitución de redes de informantes y el empleo domiciliario de armas por los reclutas campesinos, pueden contribuir a que la población civil quede involucrada en el desarrollo de operaciones bélicas o expuesta a situaciones de riesgo. Y añade que estas medidas de orden público podrían ser incompatibles con la normativa internacional de derechos humanos y de derecho internacional humanitario. Le preocupa que "el fortalecimiento del poder militar contribuya al deterioro de las instituciones civiles, o produzca la subordinación de la autoridad civil al poder castrense". Y advierte que la constante expansión y consolidación de los gruposparamilitares y la persistencia de sus vínculos con servidores públicos puede incrementar las violaciones a los derechos fundamentales. Para Robinson, las medidas adoptadas por los Estados para mantener o restablecer el orden público en el marco de los estados de excepción debe respetar los límites cuando se imponen restricciones a los derechos y libertades fundamentales.

Al mismo tiempo los Estados Unidos han solicitado a Colombia, como parecen haberlo hecho a otros gobiernos, que para efectos de lo relacionado con la Corte Penal Internacional, a la que adhirió Colombia dos días antes del cambio de gobierno el pasado 7 de agosto, se convenga tratamiento de excepción para ciudadanos estadunidenses. Tal petición, con cierto sabor a chantaje para la cooperación con Colombia, causó indignación en ciertos medios de opinión, dado que se teme que con el recrudecimiento de la guerra en Colombia podría haber intervención directa de Estados Unidos. Sólo entonces se descubrió que también Colombia misma, en el momento de comprometerse con la Corte Penal Internacional, había hecho la salvedad que excluye de la competencia de la Corte los crímenes de guerra cometidos en el país durante los siete años siguientes, así hubiera insistido ante la Unión Europea considerar como terroristas a los mismos que favorecía la excepción. El nuevo Gobierno reconoce que fue consultado por el anterior acerca de esta ventana que se quería dejar abierta para posibles diálogos de paz y reitera que se trata de un gesto generoso de parte del gobierno entrante y del saliente. Todo esto, aunque sectores de la opinión no vean con buenos ojos una salvedad que podría fomentar aún más la impunidad y que, según la Corte Constitucional, no es necesaria para conceder las amnistías a que diere lugar un eventual acuerdo de paz.

Estos dos pasajes sólo pretendían ilustrar a manera de introducción cómo la situación de violencia que vive hoy Colombia, así la globalización no nos exima de análisis locales de los problemas ni de asumir responsabilidad alguna como país, sí abre un horizonte comprensivo más complejo que permite explicar mejor ciertas situaciones y buscar soluciones más razonables. Asuntos como la droga, para asomarnos quizá al más relacionado con la violencia política en mi país, ya no pueden reducirse a perseguir, acabando la naturaleza y potenciando las causas de violencia, a quienes la producen o la trasportan, sin tener en cuenta su comercialización y consumo, y los paraísos financieros en los que se refugia o se lava lo producido, y sin cuestionar el contraflujo de armas para la guerra. Temas como legalización sólo pueden ser abordados globalmente, lo mismo que lo que es señalado hoy como terrorismo, si se lo pretende comprender plena y diferencialmente y se quieren solucionar sus causas más que sólo vengar sus efectos.

Para comprender mejor la complejidad de las relaciones entre globalización y violencia política partiremos por caracterizar lo que se critica hoy con toda razón como malestar en la globalización (1), para ver luego si al explicitar los recursos de solidaridad y del derecho podemos ganar un sentido más incluyente para otros fenómenos más complejos que se presentan con la globalización (2), con lo cual se podrán sugerir vías de solución a una violencia política que no necesariamente tiene que ser clasificada como terrorismo.

1.- Una globalización unidimensional

Veamos ante todo el sentido de lo que se ha llamado “el malestar en la globalización”. No cabe duda de la creciente gravitación de los procesos económicos, sociales y culturales de carácter mundial sobre los de carácter nacional, acelerada aun más por movimientos migratorios y sobre todo por cambios relámpago en los espacios y tiempos generados por la revolución en las comunicaciones y la información.[1] La globalización entendida así ofrece oportunidades en el campo de los derechos humanos, de la interculturalidad y en general de valores universalizables, pero también representa riesgos, que se agudizan precisamente por una globalización incompleta de los mercados, en especial por la falta de coherencia, por no decir por la doble moral de las políticas macroeconómicas y comerciales, que producen aquellas crisis en el mundo en desarrollo, que precipitan situaciones de ingobernabilidad en muchos estados nacionales. Cuando la economía en su forma neoliberal se apodera de la globalización, termina manipulando el poder político de los Estados e instrumentaliza el derecho rompiendo el vínculo de solidaridad propio de la sociedad civil, agudizando la inequidad, el desempleo y la pobreza, causas últimas de toda violencia política.

No pretendo, ni estoy capacitado para ello, entrar a detallar lo que Joseph Stiglitz ha caracterizado como malestar, que radica en el modo en que ha sido gestionada la globalización, en especial por las instituciones económicas internacionales: “lo han hecho de formas que por lo general han favorecido los intereses de los países industrializados más avanzados –e intereses particulares dentro de esos países- más que los del mundo en desarrollo. Y no es sólo que hayan favorecido esos intereses: a menudo han enfocado la globalización desde puntos de vista particularmente estrechos, modelados conforme a una visión específica de la economía y la sociedad”[2]. El mismo Stiglitz muestra el desafío al que se enfrenta la globalización: “la preocupación por el medio ambiente, el asegurar que los pobres tienen algo que decir en las decisiones que los afectan, la promoción de la democracia y el comercio justos”[3] son temas prioritarios, si se quieren aprovechar las oportunidades que brinda la globalización. Este es precisamente el sentido que imprime Amartya Sen a sus planteamientos acerca del “desarrollo como libertad”[4]: se busca un desarrollo en el que los objetivos de las políticas públicas deben ser la persona como agente de transformación de su propia realidad y el fortalecimiento de la democracia, teniendo en cuenta los contextos particulares y determinados en los que se constituyen las naciones como Estados de derecho.

La lucha por este sentido libertario, cultural y democrático del desarrollo a escala mundial es el imperativo de los movimientos solidarios en contra de las políticas unidimensionales de globalización. Las lecciones de Génova ha llamado Boaventura Sousa Santos la contrastación de estas dos maneras de afrontar la globalización: el economicismo unidimensional es “insostenible” porque se basa en la “contradicción insaneable entre la economía neoliberal y el bienestar de la mayoría de la población mundial”, de la cual son testiminios fehacientes, entre otros, el manejo de la deuda, de las políticas monetarias, del comercio, de las patentes sanitarias, del medio ambiente. Esto ha provocado movimientos alternativos, basados en la sensibilidad moral y en la solidaridad de una opinión pública mundial: se denuncia que “los gobiernos nacionales son rehenes de los grandes intereses económicos y la democracia disfraza esa dependencia” ocupándose de lo accidental, mientras carece de control político efectivo para regular “las disparidades éticamente repugnantes entre ricos y pobres”. Se organiza “la resistencia a la globalización hegemónica” y se formulan alternativas, que reconociendo la diversidad, fijen la dignidad humana en valores superiores a los precios del mercado. La contradicción sólo puede ser disuelta en el diálogo entre las dos ideas de globalización para que se pase de la retórica cínica de las concesiones vacías a la elaboración de un nuevo contrato social global garantizado por una nueva arquitectura política democrática global.[5]

2.- La solidaridad y el derecho en tiempos de globalización.

El diálogo propuesto debería poder reducir las causas objetivas de la violencia política, respetando las identidades y valores culturales, promoviendo las estructuras democráticas de los países en desarrollo y fortaleciendo las libertades políticas de las personas como agentes sociales. El nuevo contrato social debe cambiar radicalmente el sentido del derecho en un mundo globalizado, cada vez más sensible a la problemática de los derechos humanos, como derecho internacional humanitario o simplemente como universal filosófico incluyente, en el sentido más auténtico y originario de globalización: tarea, idea regulativa y fundamento de legitimidad del Estado moderno. La crítica a la globalización unidimensional permite establecer una idea más compleja de globalización en la que se puedan proponer formas de interrelación y de organización social más comprensivas que las meramente estratégicas de la racionalidad sistémica. Se trata de reconstruir el derecho de acuerdo con el principio clásico de la soberanía popular para que en lugar de ser mero dispositivo de aplicación de políticas económicas, muchas veces por encima y en contra de los Estados, a condiciones humanas y sociales tan sensibles que podrían reaccionar violentamente, se convierta en correa de trasmisión, que partiendo de intereses solidarios los logre transformar en competencias efectivas de poblaciones capaces de constituir democráticamente poder de transformación, contando con los recursos económicos, de situaciones precarias en procesos de desarrollo sostenible.

Para liberar la globalización de su miopía economicista y darle un perfil más humano, es necesario por tanto volver sobre el sentido de los movimientos sociales y del derecho, para poder valorar y potenciar los retos que implica este nuevo contexto surgido con la globalización. Estamos hablando de movimientos que expresan una solidaridad amenazada por la modernización en procesos que llevan a perder la pertenencia comunitaria y que en la forma de agremiación meramente económica terminan por proletarizar las sociedades en la periferia. A medida que avanza la globalización parece como si el destino de los individuos y de los grupos sociales en la periferia dependiera cada vez más de sí mismos, de sus competencias y habilidades, mientras las condiciones sociales son más adversas al fragmentarse en múltiples escenarios y redes las tradiciones y recursos culturales. J. Habermas describe así este fenómeno: “Las reservas de solidaridad de las sociedades son saqueadas y consumidas como los tesoros de una colonia por los señores coloniales”[6]. Mientras no se solucione positivamente la ruptura causada por la separación entre moral y derecho, reconstruyendo un sentido del derecho mundial y nacional que recoja la esencia de la solidaridad, es decir, la sustancia ética del sentido mismo de universalidad de los derechos humanos, persistirá el riesgo y la solicitación a los fanatismos de toda índole, para los cuales con cierta razón la racionalidad económica hegemónica es otra forma de fundamentalismo. De hecho, en la diferenciación no meramente conceptual, sino real entre centro y periferia es donde la globalización causa mayores estragos. Mientras las mayorías no puedan acceder a los bienes de la globalización, recursos financieros, informáticos, transporte, tecnología, derecho, seguridad democrática, educación y cultura en general, se está repitiendo más dramáticamente, que lo indicado por Marx, el escándalo de una clase de excluídos dentro de la sociedad global: aquellos que sólo existen porque sobran y que no tienen naturalmente nada que perder, sino el control sobre su propio cuerpo[7]. Esto lleva de nuevo al fundamentalismo suicida de los que ya no pueden siquiera tener esperanza. Una clase sin posibilidades de integrarse económica y políticamente clama por un orden mundial en el que el principio de la democracia y la participación sea real, de suerte que las constituciones en la periferia no sean sólo cartas simbólicas pletóricas en declaraciones de derechos humanos, sino que puedan llegar a dar sentido de auténtica cooperación y participación y posibilidades de desarrollo como libertad a las personas y a la sociedad.[8]

El reclamo de solidaridad a nivel mundial es un movimiento que pretende superar la mera crítica teórica al neoliberalismo que se ha apropiado de la globalización, exigiendo “sacar al derecho del infierno”, para utilizar la expresión de Reyes Mate, y cambiarle de función: de legitimación de políticas económicas que empobrecen todavía más a los más pobres, desestabilizan gobiernos nacionales y provocan la violencia política, a garante y promotor de políticas orientadas a la justicia como equidad y al cumplimiento efectivo por parte de todos los Estados de los principios universales de los derechos humanos en un mundo multicultural.

No es necesario aquí detallar todos aquellos aspectos que en el avance del proceso de globalización han contribuido a hacer cada vez más complejo el sentido del derecho moderno.[9] Si bien el referente primero del derecho siguen siendo los diversos estados nación, es bien sabido hoy que uno de los efectos de la globalización es relativizar el sentido de soberanía nacional. A esto contribuyen en forma decisiva normas jurídicas de carácter internacional y supranacional, actores y autores de leyes que tienen que ver con campos que superan las competencias nacionales: las autoridades monetarias como Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y Organización Mundial del Comercio; pero también organizaciones supranacionales como las mismas Naciones Unidas o la Organización de Estados Americanos; a lo cual hay que añadir el influjo que de hecho tienen organizaciones no gubernamentales a nivel mundial como, por ejemplo, Amnistía Internacional y Greenpeace. A este desdibujamiento del sentido originario de legalidad, ínsito en el Estado moderno, contribuye hoy en forma favorable una opinión pública más compleja, ilustrada y sensible que ha revolucionado el clásico concepto de lo público y opera con un sentido de legitimidad menos jurídico-formal-positivo y más político-democrático-participativo.

Vista así la globalización puede contribuir a crear un pluralismo jurídico que ayude a reconstruir un sentido del derecho constituido a partir de procesos comunicativos, sensible a las diferencias tanto culturales como sociales y económicas, que sea capaz de resolver los conflictos a los que responden los movimientos y luchas libertarias, que permita en una palabra cambiarle el signo a una globalización determinada por la racionalidad económica para hacerla horizonte universal de realización de los derechos humanos.[10]

Esto no significa que el derecho tenga que perder su sentido cognitivo y volitivo de compromiso ciudadano, recogido en el concepto de contrato social fundador. Una teoría discursiva del derecho y del Estado de derecho democrático posibilita que, gracias precisamente a su unidad formal y legal, el derecho confiera legitimidad a los reclamos y protestas en las que se expresan contrafácticamente las necesidades, ideales e ilusiones de las ciudadanas y ciudadanos del mundo que luchan por sus derechos, así lo tengan que hacer tambien a veces violentamente.

Esta relación entre solidaridad y derecho permite entonces pensar en una globalización con rostro humano[11]. No se trata de estar tan entusiasmados con ella que pensáramos que los principios del mercado son claves inéquivocas de solución de las crisis, ni de demonizar los avances de una apertura que de todas formas nos defiende de paternalismos nacionalistas y proteccionismos aislacionistas. Pero la “tercera vía” no puede significar acomodo o adaptación reformista por más crítica que sea su apariencia. Es necesaria una actitud ofensiva que le apueste a la prioridad de la política con respecto a la lógica del mercado. En una sociedad moderna la política es la que está llamada a orientar el mercado, sus alcances, sus límites y sus funciones. Pero la política sólo podrá alcanzar a una economía globalizada en el momento que logre constituir estructuras globales fundadas en procesos regionales democráticamente legítimos. La meta final es una perspectiva de ciudadanía cosmopolita que pudiera superar la fragmentación social y la estratificación de la sociedad globalizada sin alterar las característicias culturales propias de los diversos pueblos.[12]

Concretamente se trataría de retomar lo mejor del planteamiento de Kant acerca de un orden y un derecho cosmopolita, que permitiera asumir positiva, auténtica y consecuentemente por todos los Estados las tareas que fortalezcan las Naciones Unidas, sus instituciones, declaraciones y políticas, de tal forma que al mismo tiempo se privilegien dentro de los Estados mismos las libertades de las personas como “sujetos jurídicos individuales” y se defienda su pertenencia no mediatizada por ningún colectivo a la asociación de ciudadanos del mundo libres e iguales[13]. A este respecto sigue siendo determinante lo que dijera Kant ya en 1795 en La paz perpetua: “Como se ha avanzado tanto en el establecimiento de una comunidad... entre los pueblos de la tierra, que una violación del derecho en cualquier lugar de la tierra repercute en todos los demás, la idea de un derecho cosmopolita no resulta una representación fantástica ni extravagante, sino un complemento necesario... del derecho político y del derecho de gentes mediante unos públicos derechos humanos en general y asimismo un complemento de la paz perpetua, a la que sólo bajo esta condición puede aproximarse de un modo continuo”[14].

3.- Conclusión: terrorismo o violencia política.

Cuando la Alta Comisionada de las Naciones Unidas Mary Robinson señala que después del 11 de septiembre se hicieron mayores esfuerzos para la guerra que para el fortalecimiento de los derechos humanos, precisamente ahora más necesarios, se refiere a la posibilidad y necesidad práctica de solucionar a nivel mundial las causas mismas de la violencia política mediante un fomento de los derechos económicos, sociales y culturales no menos importantes que los civiles y políticos[15].

Es necesario, por tanto, liberar la globalización del unilateralismo economicista, al que se deben sus efectos perniciosos, que no permiten, como lo hemos indicado en la primera parte, el desarrollo autónomo de los pueblos y el fomento de la justicia como equidad. Esto posibilitaría liberar también la globalización de políticas hegemónicas de Estados que no quieren sustituir la ley del más fuerte por el derecho cosmopolita. La incoherencia de la doble moral debilita políticamente formas de derecho universal y justifican así reacciones violentas. Esto no debería confundir tanto que no fuera posible entonces distinguir entre violencia y violencia y fijar los criterios que permitieran caracterizar la violencia política.

El recurso de la sensibilidad moral y los movimientos alternativos a la globalización hegemónica amplian el horizonte de comprensión global a un sentido de solidaridad mundial, en el cual se expresan performativamente derechos humanos universalizables, algo semejante a lo que quería Hume con el sentimiento de humanidad. Se trata de derechos que pueden estar negados no sólo en el neoliberalismo, sino también y específicamente en formas de gobierno hegemónicas, amparadas por aparatos ideológicos, contra las cuales fuere necesario luchar violentamente. Es misión del derecho internacional no condenar sin más toda forma de violencia política como terrorismo y es obligación de los movimientos que apelan a la violencia política reconocer el derecho internacional humanitario y esforzarse por mostrar que sus luchas son expresamente por los derechos humanos.

Precisamente frente a los así llamados y declarados internacionalmente actos terroristas, convendría aprovechar el espacio abierto por la globalización, en el cual parece prudente hacer una pausa en este afán de seguridad para plantear al menos la pregunta por la necesidad y posibilidad de establecer diferencias entre terrorismo y violencia política ¿Debe tratarse necesariamente toda violencia política como terrorismo? ¿O hay formas de violencia política, que al ser modos de oposición y protesta contra determinados poderes, no pueden ser reprimidas internacionalmente como terrorismo? ¿Hay derechos humanos reconocidos globalmente que al ser negados por un gobierno legitimen ciertas formas de violencia política?

Para intentar siquiera dar respuesta a esta preguntas es necesario proponer una concepción del derecho de los ciudadanos del mundo (Weltbürgerrecht, en términos de Kant), que los defina como tales independientemente de su pertenencia a uno u otro Estado nación. Esto permite superar en un aspecto fundamental el derecho de gentes (Völkerrecht), en el que los ciudadanos están necesariamente mediados por “pueblos” y formas políticas determinadas. Por más necesaria que sea la lucha por el multiculturalismo ésta puede caer en la trampa de desconocer al individuo; y éste debe poder de alguna manera manifestarse como ciudadano en cuanto tal, como miembro de determinados grupos y asociaciones y no sólo como miembro de una Nación. Esta perspectiva abierta por la globalización de los derechos humanos y por un concepto de ciudadanía mundial, más fundamental que el pluralismo razonable de las visiones omnicomprensivas, ayuda a solucionar las divisiones internas en los países y los conflictos y desacuerdos ideológicos y políticos; en dicha perspectiva pueden afirmarse las comunidades más pequeñas dentro de colectividades mayores; y sobre todo, los grupos subordinados que luchan contra gobiernos de élites excluyentes, pueden reclamar internacionalmente sus derechos como ciudadanos que promueven principios liberales, democráticos e igualitarios en las sociedades jerárquicas, hegemónicas[16] y discriminadoras. Pero entonces es necesario que la violencia política para legitimarse como tal reconozca aquellos derechos fundamentales que serían reconocidos por todos a nivel global, independientemente de sus tradiciones culturales y de las diversas formas de organización política.

Los fundamentalismos como fenómenos culturales se originan en el reduccionismo que hace de una cultura la cultura y minusvalora en la sociedad mundial las otras culturas y especialmente a quienes no pertenecen a la civilización canónica. El dogmatismo y el autoritarismo son monoculturales y por ello intolerantes. Las consecuencias de este desconocimiento de la dignidad personal en las diversas formas culturales, que es en lo que consiste el multiculturalismo, son tanto la discriminación y la exclusión como la violencia. Esto nos lo ha recordado la globalización. José Luis Aranguren en su Ética y política lo había ya formulado certeramente: “Los individuos o grupos aislados, los que se sienten excluidos, a la izquierda o a la derecha, social o regionalmente, de la política, los que se consideran desprovistos de derechos, atención pública o status, así como los grupos sociales en declive o mal dotados para una adaptación a las demandas de una civilización en transición o expansión, y quienes se consideran sin oportunidades, condenados a la inmovilidad, a un imposible ascenso social, se inclinan, normalmente, al disconformismo radical y, por tanto, a la repulsa de una democracia que, para ellos, no es tal”[17].

* El autor es Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente Director del Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR de la Universidad Javeriana de Bogotá.
[1] Cfr. CEPAL 2000, Equidad, desarrollo y ciudadanía, p. 13.
[2] Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Bogotá, 2002, p. 269.
[3] Ibid., p. 271.
[4] Cfr. Amartya Sen, Desarrollo y libertad, Bogotá, Planeta, 2000.
[5] Cfr. Miguel Riera Montesinos (editor), La batalla de Génova. Barcelona, El viejo topo, 2001, pp. 319-323.
[6] Cfr. J. Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, Bd. 2, Frankfurt a.M. 1981, S. 489 ff.
[7] Cfr. Niklas Luhmann, Die Gesellschaft der Gesellschaft, Frankfurt a.M., 1997, S. 632.
[8] Cfr. Hauke Brunkhorst, “Globale Solidarität. Inklusionsprobleme der modernen Gesellschaft” en: Lutz Wingert und Klaus Günther (Hrsg.), Die Öffentlichkeit der Vernunft und die Vernunft der Öffentlichkeit, Frankfurt a. M., 2001, SS. 605-626.
[9] Cfr. Klaus Günther, “Rechtspluralismus und universaler Code der Legalität: Globalisierung als rechtstheoretisches Problem” en: L. Wingert u. K. Günther (Hrsg.), op. cit., SS. 539-567.
[10] Cfr. Boaventura de Sousa Santos, Toward a New Common Sense – Law, Science and Politics in the Paradigmatic Transition, New York and London 1995.
[11] Cfr. Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Bogotá, 2002, p. 307.
[12] Cfr. Jürgen Habermas, “Euroskepsis, Markteuropa oder Europa der (Welt-)Bürger” en: Zeit der Übergänge, Frankfurt a.M., 2001, S. 85 ff.
[13] Cfr. J. Habermas, “Kants Idee des ewigen Friedens – aus dem historischen Abstand von 200 Jahren” en: Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt a.M., 1997, SS. 192-236.
[14] Immanuel Kant, “Zum ewigen Frieden” en: Kant, Werke, Band 9, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, pp. 216-7.
[15] Cfr. Nicolás Suescún, “La salida de Mary Robinson” en: La Revista, Nº 112, El Espectador, Bogotá, 8 de septiembre de 2002, pp. 24-26.
[16] Cfr. Thomas McCarthy, “Unidad en la diferencia: reflexiones sobre el derecho cosmopolita” en: ISEGORÍA, nº 16, Madrid, mayo 1997, pp. 55-56.
[17] José Luis Aranguren, Ética y política, Madrid, Guadarrama, 1968, p. 205.