La era de la violencia idealista*

Rafael del Águila**


... en lo más poblado están las fieras.
Baltasar Gracián

Un siglo despiadado
Se ha escrito que el siglo xx ha sido el peor siglo de nuestra historia conocida. El más brutal, despiadado y terrible. Para quien aún tenga dudas sobre esta afirmación ahí van algunos datos. La Primera Guerra Mundial, en nombre de diversas patrias, dejó más de 8 millones y medio de muertos en las trincheras y 10 millones entre la población civil (de entonces a acá, inconteniblemente, las guerras han sido cada vez más “civilizadas”, es decir, han tendido crecientemente a matar civiles: en las guerras actuales el porcentaje de muertos civiles sobre el total quizá llegue a serdel 90%).
En los primeros años del siglo xx, más de un millón y medio de armenios fueron objeto de un genocidio por parte de los turcos. En la URSS la revolución del año 1917 y la subsiguiente guerra civil dejaron tras de sí cinco millones de muertos; las represiones inmediatamente posteriores y las hambrunas organizadas sobre territorios desafectos añadieron a esas cifras al menos otros 10 millones más. El desarrollo posterior del “archipiélago Gulag” en nombre de la emancipación humana elevó esas cifras en varias decenas de millones. Claro que la Guerra Civil espa-ñola, pletórica de brutalidad y asesinatos, añadió también unos cuantos grados más a la crueldad y la muerte en Europa. Pero aún estaba por llegar lo peor. La Segunda Guerra Mundial costó 35 millones de vidas y, lo que quizá fue todavía más estremecedor, inauguró la etapa de los exterminios étnicos sistemáticos, burocratizados y organizados con total frialdad y al calor del ideal de la eugenesia racial: más de seis millones de judíos, además de homosexuales, discapacitados o deficientes mentales, pasaron por sus pulcras cámaras de gas. Esto por no hablar de lo que ocurrió en los campos auspiciados por el imperio japonés, donde, como en los campos nazis, se llevaron a cabo interesantes experimentos científicos con seres humanos. Claro que los aliados también bombardearon a la población civil en Alemania con el objetivo de aterrorizar al enemigo, y a ellos se debió el uso “disuasorio” de la bomba atómica, ese moderno crimen cometido desde la lejanía. Ciertamente, quien tenía conocimiento de las guerras coloniales en, digamos, África, ya sabía de algunas de esas cosas. En este caso, las cifras de exterminio son menos seguras (ya se sabe... siempre hay problemas con la contabilidad imperial) aun cuando no menos estremecedoras. Hemos continuado después con la proliferación de guerras étnicas, aunque siempre que se ha podido se ha tratado de superar a las originales: en Camboya, por ejemplo, dos millones de personas (un cuarto de su población) son exterminadas por los jemeres rojos; o bien, si se prefiere, en la región africana de Los Grandes Lagos, hace no mucho, alrededor de un millón de personas fueron exterminadas “a machete” en poco más de un par de semanas. Todo un récord “artesano”.
A este panorama se han añadido abundantes dictaduras feroces (digamos, en el Cono Sur o en Corea del Norte), masacres brutales rayanas en el genocidio (en Bosnia, Guatemala o El Salvador, por ejemplo), dictaduras disfrazadas que asesinan a miembros de la oposición o periodistas díscolos (como en la Rusia de Vladímir Putin), proliferación nuclear ligada a conflictos locales (en India y Pakistán), y guerras civiles de exterminio y caos (digamos, en Sudán o en Somalia), hasta que hemos llegado finalmente a la extensión del terrorismo global indiscriminado, suicida y apocalíptico, ahora en nombre de la religión. Por no hablar de la más reciente y muy democrática guerra en Irak, aún activa cuando escribo estas líneas, y cuyas cifras de muertos y heridos asustan. Eric Hobsbawn estimó hace ya algún tiempo la cifra global de muertos violentamente durante el siglo xx en 187 millones (1). A mí, francamente, me parece una contabilidad extremadamente conservadora.
Esta proliferación de muerte, violencia y brutalidad resulta, sin duda, terrorífica. Conviene, en este sentido, no dejar enfriar la indignación por las cifras. Porque siempre está la tentación de olvidar que hablamos de personas. Y esa fría tendencia es muy fuerte entre nosotros. Ya lo dijo quien sabía de estas cosas: “un muerto es una tragedia; un millón, una estadística” (Stalin). Y dado que “las estadísticas no sangran”(2), debemos cuidar por nues- tra cuenta de no olvidar el dolor humano concreto y real que esas cifras reflejan y ocultan al tiempo. Un dolor que los relatos contenidos en novelas o películas, siempre apegados a lo particular, al detalle personal y humano, nos ayudan a recuperar.
Pero, más allá de la magnitud del horror, lo que nos deja estupefactos muchas veces es cómo ha tenido lugar todo esto: en medio de sociedades extremadamente refinadas, en nombre de altos ideales, llevado a cabo por personas normales. El exterminio sistemático y consciente de poblaciones no es una anécdota, sino que ocupa un lugar de honor en el terror a nosotros mismos que este siglo ha inaugurado. Theodor Adorno se preguntaba si era posible hacer poesía después de Auschwitz; Hannah Arendt, si no habíamos asistido, pasmados, al surgimiento de lo imposible en el mundo. Ambos apuntan al mismo lugar. Tras aquello que Auschwitz representa ya no nos queda sentido, ya no es posible teodicea ni antropodicea alguna. Ya no es aceptable mantener la fe en que dios o la naturaleza o la razón o la historia darán sentido al horror, lo colocarán en una narración consoladora, significativa, balsámica, que explicará el terrible pasado y nos preparará para el futuro. Ya no podemos decir que ese exterminio, brutal y despiadado, encontrará sentido en el plan de una providencia benévola, en las fases liberadoras de un progreso humano racional, en los propósitos de una naturaleza benigna, en los proyectos de una historia emancipadora, que darán significado y coherencia al dolor y al mal del mundo. Esta barbarie nos ha llevado al límite. En realidad nos revela una posibilidad humana que no queremos ver: nuestra culpabilidad, desde luego, pero también la falta de toda medida política o moral. Primo Levi lo comenta: nuestro metro moral ha mutado. Como le dijo un guardia del campo de concentración: “Aquí no hay porqués” (3). Y, por si alguien tiene dudas, tampoco los hubo en el gulag. Ni “porqués” ni “para qués”(4). Porque se trata de aniquilamiento, de borrado de la víctima, de destrucción absoluta de su singularidad (5).
Pero esa experiencia nihilista que los victimarios escupen a las víctimas encerradas en los campos (y que sólo busca perpetrar en ellos una crueldad más: la del sinsentido absoluto de su sufrimiento) no puede ser la que adoptemos nosotros. Por el contrario, es nuestro deber llegar a una comprensión del horror. Supongo que es innecesario decir que aquí comprender no es perdonar, explicar no es excusar, entender no es condonar. Los primeros (comprender, explicar, entender) pertenecen a la hermenéutica del sentido histórico y al deber de interpretación política de todos los ciudadanos. Los segundos (perdonar, excusar, condonar) son parte de una perspectiva moral que no creo aplicable a estos casos. O, lo diré más personalmente, que me niego en absoluto a aplicar a estos casos.
Así pues, ¿qué sentido y qué procedencia puede tener esta colección de horrores? ¿Cómo explicar los casos quizá más extremos, como son los genocidios y los campos de exterminio? No se trata de hacer competiciones de crueldad y muerte entre comunistas, nacionalsocialistas u otros victimarios. Pero tenemos que diferenciar. Explicar sus “razones”, la legitimidad a la que apelan, las causas que les mueven, los ideales que les definen. Veamos un ejemplo de la importancia que tiene diferenciar para comprender.
Millones de personas fueron exterminadas bajo los nazis o los comunistas; sin embargo, aunque moralmente ambos exterminios son repugnantes, también son distintos. Hay, en primer lugar, disparidades en el número de víctimas. Aquí ganaría el comunismo internacional, aunque sólo sea porque tuvo más tiempo (70 años frente a 12 años) y más extensión geográfica (en cuatro de los cinco continentes han existido o existen regímenes comunistas, frente a la concentración en Europa de los regímenes nacionalsocialistas) (6). El resultado de la comparación parece ser el siguiente: 85-100 millones de víctimas de los comunistas frente a 20-30 millones sacrificados por los nazis (7).
En segundo lugar, existen también importantes contrastes en la justificación del asesinato masivo. En un caso se trataba de acabar con los enemigos de clase. En el otro, de eliminar a todos los enemigos raciales. Esto tuvo impacto en las prácticas de los campos: unos eran campos de trabajo esclavo donde se trabajaba hasta la muerte, otros campos de seres subhumanos (Untermenschen) (8) a los que esperaba el exterminio.
En tercer lugar, lo anterior produce diferencias en la concepción de los campos. Aunque ambos buscaban producción y explotación de la mano de obra esclavizada, hay significativas disparidades. En un caso se trata de utilizar los trabajos forzados como forma de castigo y muerte para los individuos y grupos que disienten, para los traidores, para los colaboracionistas, para los contrarrevolucionarios, para los enemigos de clase. En el otro, se trata de limpieza étnica y exterminio genocida, aplicados de manera “altruista”, rutinaria y sistemática, para las razas inferiores, los judíos, los gitanos, los discapacitados, los homosexuales...
Ciertamente hay casos mixtos. La ya citada Camboya bajo los jemeres rojos ostenta varios récords, entre ellos aunar la perspectiva racista y xenófoba con la perspectiva del enemigo de clase. De ahí, quizá, su eficacia en el exterminio (9).
Por lo demás, estos procesos no son meras cifras o conceptos. No son sólo imágenes que flotan en el vacío. Hubo quien movió mediante la palabra, quien se movilizó, quien perpetró, quien organizó, quien aplaudió, quien miró para otro lado... Hubo asesinos, administradores, torturadores, científicos, juristas, políticos, testigos, gente “normal” que buscaba un porvenir en medio del horror... No hay aquí únicamente estructuras o burocracias o sistemas. Hay personas concretas que tomaron decisiones concretas con fe fanática en los ideales o interés banal en el negocio. No me cabe duda de que sin los fanáticos idealistas los banales obedientes no existen. Pero tampoco de que aquéllos requieren de éstos para mantenerse.

Los ideales y la gente corriente
Las élites contribuyen decisivamente a la conformación de las ideologías dentro de contextos sociales, culturales, políticos y lingüísticos específicos. Esto es, sus proyectos y sus creencias se desarrollan dentro de una determinada sociedad, de un determinado grupo de valores compartidos, de una estructura dada de distribución del poder y de un discurso hegemónico específico. Si esto es cierto, también lo es lo contrario, a saber: las élites son el resultado de una compleja variedad de contextos en los que la ideología tiene a menudo poder organizativo.
Los fenómenos extremos mantienen esta complejidad en su explicación, y difícilmente puede sostenerse que son simplemente el “producto” de un solo factor; por ejemplo, resultado de la manipulación de los ciudadanos y el ejercicio desalmado del poder de una élite tiránica. En este tipo de fenómenos hay algo más que un grupo de malvados psicópatas, con poder omnímodo, asesinando a unos ciudadanos y engañando a los demás. Mucho me temo que estas brutalidades políticas proceden del corazón mismo de las creencias humanas. De la fe ciega en ciertos principios, de la ideología consoladora, de los grandes proyectos de ingeniería social. Los ideales constituyen el cemento que sirve para unir las piezas de los exterminios.
Y, junto a esa conexión con altos fines, surge, además, otra terrible noticia. De repente advertimos que estamos ante una violencia asesina sostenida y apoyada, no únicamente por malvados arquetípicos, sino por la gente corriente, por gente como nosotros. Pues no eran distintos de nosotros quienes miraron para otro lado, y los que aún hoy lo hacen (en el País Vasco, en Oriente Medio, en la confortable Europa, en los –se diga lo que se diga– extremadamente seguros Estados Unidos). Los colaboradores no fueron, ni son, muy diferentes a las personas corrientes, a la “buena gente” que nos rodea. También estaban (y están) quienes colaboraron gustosos en la barbarie con el objetivo de mejorar sus posibilidades profesionales, los que aplaudieron el horror justo antes de hacer un arrumaco a sus pequeños. ¿Qué pudo ocurrir? ¿Es que la gente normal no se daba cuenta de que lo imposible estaba teniendo lugar? (Rousset). ¿Es que los crímenes se rutinizaron y banalizaron como el mal mismo? (Arendt). ¿Es que “no hay crueldad o vileza de las que las buenas gentes no sean capaces”? (Weil) (10).
En efecto, los aparatos represivos de las dictaduras totalitarias o de los movimientos genocidas son parte de la sociedad, no una abstracción. Sus integrantes son usualmente reclutados entre los policías, los militantes y simpatizantes o los ciudadanos que aspiran a un buen puesto de trabajo. En algunos casos, desde luego, muchos de ellos tienen experiencia sobrada en la persecución de disidentes (es lógico pensar que en este trabajo la experiencia es un grado). Pero son personas ordinarias, quizá brutalizadas por las circunstancias en las que han vivido anteriormente pero que finalmente han convertido en mera rutina la violencia y la crueldad. No es extraño encontrar testimonios de orgullo por las tareas realizadas. En los momentos álgidos de estos regímenes, en el cenit de los movimientos de brutalidad y muerte, la pertenencia a ciertas unidades es un símbolo de estatus, genera respeto y miedo, les coloca por encima de la gente corriente... que es lo que en realidad siempre han sido y siguen siendo.
A este respecto, hay datos estremecedores. Ciertamente militares, policías o funcionarios de prisiones constituían la mayoría del personal en los campos de concentración nazis. Pero la penetración de la ideología racista del nacionalsocialismo en ciertos ámbitos profesionales (jurídicos, médicos, educativos) hace que entre los perpetradores directos del exterminio abundaran profesionales de esas disciplinas. Y juristas, médicos y profesores no eran sólo asesinos de despacho, como, por otro lado, el asunto de los experimentos médicos debería aclararnos (11). ¿Es que todo el mundo enloqueció?
Hay, sin duda, psicópatas entre todos ellos. Gente patológicamente inclinada a la violencia que comete actos sobrecogedores. Pero, en el contexto adecuado, esos actos son cometidos rutinariamente por personas a las que consideraríamos perfectamente normales desde una perspectiva psicológica. Además de los perpetradores, abundan los malvados “banales”, por utilizar la caracterización de Hannah Arendt (12). Malvados que “hacen su trabajo”, que se enfrentan maquinalmente a las más horribles acciones, que colaboran gustosos a la consecución de un orden burocrático limpio y organizado. Malvados perfectamente normales (13).
Por lo demás, la vida cotidiana, excepto en ciertos barrios, excepto para ciertas minorías, excepto para ciertos grupos, es normal entre la gente normal. Y sólo de vez en cuando destellos de la realidad brutal penetran en el apacible mundo manipulado y confortable que les rodea. Ciertamente, cuando son testigos de alguna cosa horrible, se ven obligados a poner al día unos cuantos argumentos implacables capaces de justificar la bestialidad o la injusticia. Muchos pudieron, y pueden, vivir tranquilamente sin ver el estallido de una bomba, las amenazas a los vecinos, la policía política arrastrando a un detenido, los enflaquecidos prisioneros del campo de concentración cercano... sin sentir miedo porque ellos, los que ven estas cosas y no hacen nada, son normales. Si hay suerte y uno no es parte de los grupos, estigmatizados como enemigos (judío, contrarrevolucionario, bosnio, tutsi) lo más probable es que el ciudadano corriente sienta un prudente respeto y quizá incluso cierta aprobación por el régimen de terror.
Los conocidos experimentos de Stanley Milgram (14) han venido a corroborar estas tesis. Los actos crueles no los realizan individuos psicópatas o bestiales, sino hombres y mujeres corrientes, buenos ciudadanos obedientes a la autoridad (15). Es llamativo, y esto es lo que Milgram demuestra, cómo son las personas que odian el delito y la transgresión de la ley las más inclinadas a cometer actos inmorales si se lo pide una autoridad que les ofrece razones y a la que se sienten subordinados. Si esto es así, la inhumanidad tiene que ver con las circunstancias sociales y políticas, no con la existencia de una clase diferenciada de personas despiadadas que somete a multitud de inocentes a sus caprichos homicidas. La generación de crueldad es social y política.
El experimento citado parece corroborarlo. Los sujetos que se incorporan a él son perfectamente normales, reciben un salario por participar y creen que es bueno ayudar a desarrollar nuestro saber científico. Se les dice que todo el experimento forma parte de un proyecto para descubrir formas de aprendizaje más eficientes. Cuando los que están aprendiendo cometen un error, los sujetos deben aplicarles una descarga eléctrica, y con cada error la descarga es mayor. Cuando se les dijo que tomaran a la fuerza las manos de los implicados para someterles al castigo poniéndoselas sobre una placa de metal, sólo un 30% siguió cumpliendo las órdenes. Cuando se les pidió sólo que movieran una palanca desde cierta distancia, el porcentaje de obediencia subió a un 40%. Cuando las víctimas se ocultaron tras una pared, aunque sus gritos de dolor eran audibles, el porcentaje alcanzó un 65%. Y, finalmente, cuando los experimentadores ordenaban al sujeto que realizara un acto previo a mover la palanca (por ejemplo, pulsar un botón para que otro aplicara la descarga), 37 de 40 implicados lo hicieron hasta alcanzar el nivel que en el cuadro de mandos decía “muy peligroso xx”.
Desde luego, ojos que no ven, corazón que no siente. El alejamiento de la víctima es importante para perpetrar el acto de sevicia. Pero además, parece que toda crueldad se facilita si hay una orden de la autoridad competente, una justificación global del experimento (el avance de la ciencia) y si entre nosotros y el acto se interpone una cadena de mando intermedia. Y hay que confesar que en la sociedad contemporánea la organización racional burocrática del trabajo hace precisamente eso: el que ocupa una posición de poder da una orden y sumerge la acción en una cadena de mando en la que cada uno es una pieza de un mecanismo, donde “se limita” a recibir órdenes de arriba y no contempla el final del proceso sino desde la lejanía. La distancia física y psíquica, además de colectiva y respaldada por la autoridad, lo facilita todo. La obediencia de la buena gente prima.
Y poco a poco, imperceptiblemente, el sujeto va siendo atrapado por grados sucesivamente más altos de crueldad ejercida sobre otros. A partir de un momento, si se negaran a obedecer, los sujetos sentirían que traicionan algo, empezando por sí mismos, pues se dirían: “si ahora me niego, ¿por qué no me negué antes? Además, alguien con autoridad habrá pensado ya en el sentido que tiene todo el proceso, lo que me exime de pensar autónomamente en lo que ocurre”. La organización política, jerárquica y burocratizada del poder exonera a los implicados de toda responsabilidad.
Y lo realmente llamativo es que cuando en otro momento del experimento se dan instrucciones a los experimentadores (es decir, a los médicos que tienen la autoridad y coordinan los ensayos), cuando se les indica que muestren abiertamente su desacuerdo y discutan una orden, todo cambia. Repentinamente la obediencia desaparece y la práctica totalidad de los sujetos se niega a continuar con el experimento. Cuando alguien con autoridad protesta contra el “sistema”, los demás le siguen. Un verdadero ejemplo del poder del ejemplo, del valor de la disidencia, de la importancia del pluralismo. Hasta el momento, la identificación con quien sufre el dolor había sido bloqueada por la distancia respecto de la víctima, la autoridad que situaba a los demás en un lugar preciso de la cadena de mando, y, no lo olvidemos, la contribución a una experiencia científica importante para la colectividad: el avance de la ciencia y de los procesos educativos... Los ideales siempre aparecen en algún momento del impulso a la acción, del encallecimiento moral, de la justificación. Incluso enterrados en mera obediencia, ésta acaba conectándose con la necesidad de orden y de limpieza de intenciones, lo que bien mirado es un ideal más.
Así pues, no olvidemos que, en estos fenómenos extremos, no vale culpar exclusivamente a los que mandan o a los fanáticos que dirigen. Siempre han estado ahí los cómplices voluntarios, creyentes en la bondad de los objetivos, que no buscan con su colaboración en la crueldad más que un pequeño gesto de la autoridad competente que les haga sentirse parte del proyecto, parte de los aceptados y a resguardo de cualquier problema. Que persiguen una sonrisa de connivencia del poder, un sentido de pertenencia al grupo, una sensación de seguridad, una fe que tranquilice sus conciencias. Que paralelamente piensan que ciertas acciones, ciertos escarmientos, ciertas crueldades son necesarios, e incluso deseables, si lo que está en juego es el progreso científico o el orden o la revolución o la comunidad ideal. La represión que se ejerce paulatinamente empieza a verse en términos de ecuanimidad, los lenguajes cambian y todos acaban subyugados por la jerga dominante (16). Cambiar al pueblo, convertirlo, llevarlo a ser perfecto mediante la manipulación en manos de los guías, la implantación pronta de los grandes objetivos liberadores, la generación de un cambio histórico, biológico, un salto hacia la armonía total, la justicia transparente, el principio de la historia humana... Los movimientos o los regímenes más brutales del siglo obtienen finalmente apoyo popular. La represión se disfraza de justicia y acaba generándose a través tanto de la presión desde abajo como de las políticas diseñadas desde arriba. Es decir, todo sucede como si la violencia reflejara la voluntad del pueblo llano y sencillo de protegerse de sus enemigos “interiores”. Por eso mismo la brutalidad es motivo de jactancia para los victimarios.
Los principios de acción política reivindicados por los líderes parecen legitimarlo todo. Los horrores cometidos se transmutan en divinas palabras de orgullo con la misión. En 1943 Himmler se dirigía a las SS y les aseguraba que el genocidio era una “gloriosa página de nuestra historia”. Al final de su vida Molotov consideraba el terror estalinista como plenamente justificado para obtener los fines de la revolución. Este modelo funciona suavemente en los movimientos o los regímenes totalitarios, tanto da, y acaba incorporando, mediante el asentimiento, a grandes masas de la población. El terror se convierte en representativo (17). Si ustedes prefieren la descripción de estos fenómenos de la mano de alguien que los conocía bien, conviene que lean a Vasili Grossman (18). Bajo los regímenes totalitarios, la mayor parte de la población se mostraba dispuesta a “obedecer hipnóticamente” las indicaciones de las autoridades. Estaban también los “fanáticos ideológicos”, los “sanguinarios” que disfrutaban con las matanzas y los que buscaban beneficio o “rapiña”. Pero la mayoría de la gente, que no participaba de manera directa en la violencia e incluso podía sentirse a ratos “horrorizada”, sin embargo “apoyaba” o “votaba”, cuando tenía ocasión, las campañas de exterminio, extendiendo al respecto una suerte de unanimidad social. “Masas ingentes” de seres humanos eran testigos de la masacre de inocentes sin conmoverse demasiado. Se debían al proyecto totalitario, a los poderosos guías que garantizaban su logro. Es, pues, justo señalar que la “sumisión” de los ciudadanos define estos procesos. “La sumisión extrema… es un hecho irrebatible”. Incluso la sumisión de las propias víctimas, rendidas a su suerte. Todo engendraba sumisión en los totalitarismos. Tanto “la esperanza como la desesperación”.
Los movimientos terroristas (laicos o religiosos) utilizan profusamente jergas similares a las totalitarias y, en ocasiones, también consiguen apoyos mayoritarios como respaldo. Lo mismo parece suceder con los imperialistas. En todos los casos, se trata de recrear un nuevo universo moral y político en cuyo seno todo quede legitimado y justificado. Las acciones más terribles se realizan en nombre del pueblo, de su emancipación, de su autenticidad, de su libertad ideal, de su salvación. La autoridad y la ideología se imponen.
Quizá un ejemplo límite a este respecto pueda encontrarse en la proliferación contemporánea de campos de concentración. Sus primeras apariciones a manos de los españoles en la guerra de Cuba o de los ingleses en la guerra de los bóers señalan su origen conceptual: estado de guerra más colonialismo. Una amplia variedad se extendió desde entonces: campos de trabajo, campos de exterminio o, más recientemente, campos de internamiento ilegales para terroristas. No afirmo en absoluto que todos estos campos sean lo mismo. No lo son, aunque todos se justifiquen en necesidades políticas ineludibles que se conectan a su vez con los altos fines que se persiguen.
Pero ¿cómo explicar el grado de inhumanidad de los campos de trabajo soviéticos, de los campos nazis? Como ya sabemos, ambos usaron el trabajo esclavo para incrementar la producción, por un lado, y para acabar con millones de opositores políticos, de clase o raciales. Esto es horrible, intolerable y repugnante, pero vemos una lógica tras ello. La lógica de la riqueza y del poder omnímodo explica, que no justifica, esa barbarie. Pero hay algo más que resulta inexplicable en estas crueldades. Durante la guerra no disminuyó el ritmo de muertes en los campos, pese a las pérdidas económicas que eso pudiera producir. Es más, en el caso nazi crecieron los campos de exterminio aumentando exponencialmente los gastos, desviando el presupuesto necesario al esfuerzo de guerra, desperdiciando fuerza militar y un largo etcétera antiutilitario. Hannah Arendt se sorprende, con razón, de este carácter profundamente irracional, en términos de supervivencia bélica. Cuenta que en el frente del Este existía prioridad de paso de los trenes que conducían a los heridos en el frente hacia hospitales alemanes. Algo que parece militar y humanamente muy razonable. Pues bien, esa prioridad nunca fue tenida en cuenta cuando esos trenes de heridos se cruzaban con los trenes de la muerte que conducían a los judíos hacia los campos de exterminio (19). Ciertamente, los campos no eran únicamente producto de las circunstancias o de la utilidad, ni una expresión metafísica de terror puro: eran la consecuencia directa de la fuerza ideológica, del poder destructivo de los ideales.

El poder de los ideales, el poder de la ideología
Ante estas descripciones del horror hay quien opina que deberíamos pasar página de una vez por todas. Que nosotros no somos así o que no estamos ya ahí. Que lo que nos separa de los malvados es evidente. Que nosotros somos demócratas y nada tenemos que ver con esas cosas. Que de nada sirve encenagarse en el recuerdo de las atrocidades de nuestra historia, y que deberíamos buscar en el olvido una salida al terror paralizante que nos producen esas descripciones. Yo creo, más bien, con un disidente búlgaro, Jeliou Jelev, que antes de pasar página hay que leerla (20). Y leerla es forzarnos a hacer aquello de lo que Simone Weil decía que los hombres ni amábamos ni nos imponíamos sin violentarnos: alimentar el esfuerzo crítico (21).
No se trata, como ya se ha indicado, de comprender estos procesos para condonar las responsabilidades de asesinos y colaboradores. No es el caso explicar los vínculos con las profundas creencias o con la normalidad para justificar el horror como necesario o inevitable.
Tampoco se trata de ratificar prejuicios. De pensar que los malos hacen de malos mientras los buenos (nosotros, naturalmente) hacemos de buenos. Se trata de investigar mirando de frente al mundo y a nuestras realidades, por mucho que esto nos desconcierte a ratos o nos haga sufrir por las pérdidas a las que apunta. Porque habremos de mirar de frente a la manera políticamente incorrecta en la que el mal del mundo se liga, ciertamente, a lo que odiamos (o decimos odiar): tiranía, abuso,muerte, pero acaso también a algunas de las cosas que amamos (o decimos amar) más profundamente que ninguna otra: emancipación, autenticidad, democracia.
Tendemos a creer, equivocadamente, que lo que el mundo necesita para desembarazarse del mal son ideales y racionalidad. Buenos ideales racionales. Valores y creencias que nos indiquen la dirección que debemos tomar, que den sentido a nuestros esfuerzos y a nuestras luchas, que configuren un mundo “verdaderamente humano”. Y así, el florecimiento de buenos fines para la acción es lo único que debería importarnos. El problema, tendemos a pensar, son los descreídos y los hipócritas, aquéllos que rellenan la ausencia de sentido con una ambición sin límites para perseguir de manera egoísta y sin escrúpulos su propio beneficio. Los descreídos hacen proliferar el mal porque borran nuestros valores y, entonces, nada nos queda sino la seca utilidad, el estrecho interés, el provecho egoísta, la conveniencia bastarda, la ventaja injustificable, la fuerza desnuda, el poder ilegítimo. La maldad aparece en el mundo, prolifera y se extiende, profundiza sus raíces y horada el suelo de nuestra convivencia porque somos demasiado cobardes, egoístas o dé- biles para implantar un mundo perfecto. Porque nos rendimos a políticas de poder y de fuerza sin guía ni convicción alguna. Y, sin embargo, si lográramos hacer aparecer la moral, la bondad, la racionalidad y los valores en medio de la insatisfactoria política de intereses prevaleciente, entonces, sin duda, todo se arreglaría.
Hay una curiosa descripción de Jean Jacques Rousseau que tiene relación con esto, aun cuando no comparte el diagnóstico. Según él, la perversidad humana está directamente provocada por un alejamiento de ciertas inclinaciones benevolentes y naturales que todos poseemos. La compasión y la piedad para con los otros nos es connatural a los humanos. No obstante, la perversidad prevalece. Según Rousseau la única explicación plausible a estos hechos es que la maldad se genera y se extiende mediante el uso de la razón, que enfría los vínculos concretos de la piedad y los sustituye por sofisticadas cadenas argumentativas más y más abstractas y alejadas del mundo real, al tiempo que multiplica el egoísmo de cada cual. Porque “es la razón la que engendra el amor propio y la reflexión la que lo fortifica”. Por eso si los hombres son perversos, peores serían si fueran sabios, esto es, perfectamente racionales. La corrupción y la depravación han corroído nuestras almas porque la racionalidad, fría y calculadora, abstracta y ávida, ha avanzado. Aprendimos estrategias racionales para satisfacer nuestros caprichos y ahí cabe localizar la proliferación del mal: en el egoísmo descarnado, en la frialdad individualista, en la gélida indiferencia para con los otros, en la ausencia completa de compasión y de piedad con lo concreto porque poseemos un gran plan general sobre el que argumentar. La irrupción de la razón supone la retirada de ciertos sentimientos “naturales”, cercanos, inmediatos, que nos protegían del mal. Ahora sólo quedan ante nosotros crueldad, racionalidad, abstracción, lejanía. Con un ánimo que nos hace recordar algunas páginas de la Escuela de Frankfurt, Rousseau afirma:
“Sólo los peligros de la sociedad entera turban el sueño tranquilo del filósofo y lo arrancan de su lecho. Se puede degollar impunemente a un semejante bajo su ventana; no tiene más que taparse los oídos y argumentar un poco para impedir a la naturaleza, que se revuelve en él, identificarse con ese a quien se asesina” (22).
“Argumentar un poco”, ésa es la clave. Y esa argumentación nos tranquilizará y nos alejará de la hipocresía para convertirnos en nuevos creyentes en algo grande, en algo que concierna verdaderamente a “la sociedad entera” y no sólo a un pobre y absurdo ser humano degollado en concreto. Los grandes objetivos hacen su aparición. Nos maliciamos su trampa cuando advertimos que gran parte de la barbarie que hemos descrito anteriormente no se debe en absoluto a la falta de objetivos o ideales, sino a su sobrecogedora abundancia. Porque todos los victimarios no son precisamente descreídos sino lo contrario. Es evidente que tampoco son precisamente escépticos aquéllos que abrazan credos religiosos fundamentalistas en cuyo nombre asesinan, o quienes creen en la extensión de la democracia al mundo mediante guerra y violencia (23).
Aunque a veces hay quien sugiere que sí lo son. Que, en realidad, todos ellos son hipócritas ciegos de ambición que única- mente persiguen, mediante el crimen, su propia conveniencia. Que Stalin nunca creyó en nada sino en sí mismo, como Hitler o Pol Pot o Milosevic o Ben Laden o Josu Ternera o sus cómplices. Pero esta idea de hipocresía como único origen del mal político extremo no me parece demasiado convincente. Toda política de poder posee un ideal al que servir. Toda razón de Estado desemboca en razón de religión o de autenticidad nacional o de cuidado racial o de emancipación humana o de proliferación de la democracia. Los males políticos extremos requieren legitimidad, no sólo silencio u ocultación (por mucho que se esfuercen también por conseguirlos). Y, quizá, las creencias profundas ayuden a convivir con los actos horribles mejor que el descreimiento. La relación entre el creyente y sus convicciones favorece en determinados credos la aceptación de la violencia. Después de todo, somos ani- males gregarios y la justificación legitimadora, cualquiera que sea la forma que adopte, es un rasgo de nuestra convivencia (24).
En realidad, como supo ver Nietzsche (25), hoy en día, o acaso siempre, los que mandan, los que ordenan, los que dirigen no saben hacerlo sin adoptar el aire de ser meros ejecutores de órdenes más antiguas, más elevadas, más importantes, fundamentales, de hecho, para la existencia humana misma. No es precisamente la ausencia de creencias lo que genera el exceso, la implacabilidad o el horror. Es su sobreabundancia. Por dios, por la patria, por la nación oprimida, por la identidad excluida, por la autenticidad aplastada, por la emancipación de la miseria, por la verdadera religión, por la ciencia del hombre, por la raza, por el futuro, por el pasado, por la santa tradición, por la dignidad humana, por la prosperidad y el mercado, por los derechos humanos, por la democracia perfecta... las coartadas para las carnicerías proliferan. El mundo bulle con ellas. No hay política de poder que no se apoye en un gran ideal para justificar sus horrores. Las sofisticadas maquinarias de dominio de los siglos xx y xxi, sus complejas ruedas y conexiones, se engrasan con ideales. Alexis de Tocqueville lo decía con ironía: hemos descubierto que “hay en el mundo tiranías legítimas y santas injusticias siempre que se ejerzan en nombre del pueblo” (26). Robert Musil lo escribió con elegancia: “Sólo los criminales se atreven hoy día a hacer daño a los demás hombres sin filosofar”(27).
Y de repente caemos en la cuenta de que Ben Laden mata por la fe en sus creencias, y de que lo mismo sucede con los terroristas etarras o con los terroristas islámicos del 11-M en Madrid (28). Pero, y eso nos desconcierta un tanto, también advertimos que no muy diferente es el argumento de la derecha cristiana y de los neoconservadores estadounidenses cuando justifican la guerra de Irak. O el que trata de dar sentido a los crímenes de Estado de Vladímir Putin (la lucha contra el terrorismo despiadado que asesina niños). Dios, la ley islámica o la democracia perfecta del pueblo elegido o la providencia divina o la nación o el futuro radiante de armonía universal o la seguridad perfecta o la lucha contra el mal absoluto que representan nuestros enemigos son la clase de grandes ideales que hallamos recurrentemente en la base del asesinato.
Ideales implacables
Lo que en otro lugar (29) he llamado pensamiento implacable supone, precisamente, una alianza estremecedora entre los ideales y el horror. Y tal alianza, me parece, es producto sobre todo de la búsqueda de coherencia legitimante, de fuerza para el propio proyecto, de justificación para las propias transgresiones, de poder para la propia posición. También de seguridad mental frente a un mundo contingente y frente a las terribles acciones que en él hay que emprender para “asegurarse”. El miedo al vacío, a la falta de sentido, al caos, surge en paralelo al miedo al mundo, al golpe de la realidad sobre nosotros. Y, entonces, provoca inseguridad. A su vez, la inseguridad produce espanto, lo que moviliza hacia una forma de reflexión que nos “asegure”, aun cuando esa seguridad a la postre resulte bastante más espantosa que el espanto mismo. La implacabilidad en la acción no proviene de la hipocresía, sino de la profundidad de la creencia, de la importancia del ideal, combinados con el miedo a perder creencias y principios y a perderse con ellos.
¿Cuál es el origen de ese vínculo de implacabilidad que hace proliferar los males más extremos junto a los más refinados y atractivos proyectos? Hay varias respuestas a esa pregunta. Comparto la de Alexander Solzhenitsyn:
“Con los malvados shakesperianos bastaba una decena de cadáveres para ahogar la imaginación y la fuerza de espíritu. Eso les pasaba por carecer de ideología. ¡La ideología! He aquí lo que pro- porciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. La ideología es la teoría social que le permite blanquear sus actos ante sí mismo y ante los demás y oír, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se apoyaron en el cristianismo; los conquistadores en la mayor gloria de la patria; los colonizadores en la civilización; los nazis en la raza; los jacobinos y los bolcheviques en la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras” (30).
Hemos de abandonar la idea de que los ideales son una suerte de coartada, un mero instrumento buscado por su eficiencia, pero en realidad no creído, ni asumido como tal, por el tirano que los pone en marcha. Lo más estremecedor del texto de Solzhenitsyn es precisamente la sinceridad que destila el vínculo de las profundas creencias con la capacidad para asesinar en masa. Se trata de saber, nos decía Albert Camus (31), si la inocencia en el momento en que actúa no puede evitar matar. Hay una aspiración a la inocencia en la vinculación sin grietas con un gran proyecto de implantación de ciertos absolutos en el mundo. Y es de esa inocencia de donde procede el horror definitivo: la fuerza para el mal. Una fuerza que nos hace pensar, con Cioran, que “si se pusiera en un platillo de la balanza el mal que los “puros” han derramado sobre el mundo y en el otro el mal proveniente de los hombres sin principios y sin escrúpulos, es el primer platillo el que inclinaría la balanza”(32).
Porque los hombres proyectan en sus ideas “sus llamas y sus demencias”. Y entonces, transformadas en creencias, consuman “el paso de la lógica a la epilepsia” e inauguran las “farsas sangrientas” en nombre de su pureza (33).
Al comienzo de su libro, Barrington Moore comenta que la idea de “pureza moral” está en la base misma de los movimientos que han dejado más profundas cicatrices en siglos recientes: fascismos, comunismos, imperialismos (34). La pureza es extremadamente peligrosa. Todo funciona como una suerte de retórica mágica que transmuta a los idealistas en airados profetas. Buena gente dispuesta a convertirnos en buenos mediante el látigo. Ya lo dejó escrito Savater con agudeza: estos tipos, a fuerza de ser buenos, son los peores de todos (35). Es como si aquéllos que quieren eludir las políticas frías e hipócritas hubieran de pagar un alto precio por caldearlas y para hacerlo acabaran cayendo en brazos de fuerzas incontrolables y entregándose a ellas ciegamente. Ciertamente, si el poder no es inocente, tampoco lo es la inocencia.
Ocurre que los ideales multiplican las oportunidades de ejercer el mal sobre otros seres humanos manteniendo, sin embargo, la buena conciencia. Ciertas constelaciones ideológicas, esto es, los proyectos cerrados y dogmáticos de explicación y transformación del mundo, sirven de base a los males políticos, no los eliminan. Dan potencia justificadora a la transgresión, no la prohíben. Ofrecen solaz y consuelo, coartadas sutiles para la matanza, no imperativos para evitarla.
Sin duda, esos proyectos tratan de establecer un mundo mejor. Son vistos por muchos como el más serio intento político de implantar el bien en el mundo. Y, a veces, de implantar una sociedad no sólo más justa o mejor ordenada, sino perfecta. Los grandes principios nos acompañan para ofrecernos tanto impulso como garantías, tanto explicaciones como un profundo sentido para nuestros actos y nuestras palabras. Los ideales nos alejan del nihilismo, de la falta de criterios. Nos ofrecen elementos de juicio, medida para la legitimidad de las acciones. Nos dotan de objetivos vitales y de planes vivenciales. Y, junto a todo esto, al parecer, también nos empujan a la justificación del horror, si este horror se presenta como necesario para la realización de tan altos fines.
Pero ¿no hay diferencia entre las creencias mismas? ¿No consiste nuestro error en creer en ciertos objetivos y no en otros (mejores)? Es decir, ¿no se explicaría el mal del siglo porque creímos en los ideales equivocados? ¿Porque, en realidad, todo depende no de la creencia en unos ideales, sino del tipo de ideales en los que creamos? A la postre, ¿no se reduce este asunto a que debemos creer lo correcto? Pese a las apariencias, lo cierto es que no.
Es verdad que, como los objetivos eugenésicos nazis o racistas nos resultan repugnantes en sí mismos, tendemos a creer que en realidad no son ideales en absoluto, y que las creencias repugnantes son responsables de las acciones repugnantes. Así que todo se arreglaría si creyéramos lo correcto (digamos, si no fuéramos nazis o racistas). Pero casos tan disímiles como la emancipación comunista, la autenticidad identitaria o la extensión de la democracia parecen no encajar aquí. En la base de estas variantes, hay un buen puñado de ideas ilustradas que incluso hoy apelan fuertemente a nosotros. Nadie discutiría, me parece, la importancia de la lucha contra la explotación o la miseria o el proyecto de una sociedad que respete las diferencias o la enorme trascendencia que tendría la universalización de la democracia en el mundo. No obstante, esos valores no ayudaron a hacer más humanos a muchos de los movimientos que se empeñaron en implantarlos, sino que simplemente constituyeron una pieza clave en la justificación de políticas criminales. Es decir, los buenos fines sirvieron aquí para justificar la más completa falta de piedad con lo concreto (las personas reales) en vista de lo importante que era lograr lo abstracto (los planes políticos de liberación de la humanidad, del reino de la diferencia o de la democracia).
Pero hay más. Comentaba Jorge Santayana (36) que el fanático redobla sus esfuerzos según va olvidando sus objetivos. La concentración fanática en los medios aleja la preocupación por los fines. Y ese alejamiento ni es casual ni nos permite desembarazarnos del peso de nuestras convicciones. Lo cierto es que ese alejamiento supone un ingente esfuerzo de recreación de la realidad. Manipulación o propaganda son conceptos que se nos quedan muy cortos para describir el proceso. Crear realidad es ahora el más alto fin de la acción política. El único fin político legítimo. Y este objetivo queda justificado, de nuevo, por la potencia con que se engarza con los prístinos fines del futuro. Porque esos fines se alejan, según este discurso implacable, únicamente en apariencia. Todo se transmuta: la creación de realidad mediante el terror promete la verdad mediante la mentira, la liberación total mediante la total sumisión. “El comunismo está ya en el horizonte”, decía un chiste en la Rusia soviética, “esto es, en una línea imaginaria que se aleja de nosotros según caminamos hacia ella”.
La palabra que nos debía educar y liberar nos hace torpes, dependientes y malvados en este medio políticamente transmutado. Estamos ante la patologización de la palabra, ante la doble enfermedad del dogmatismo y el fanatismo. Dogmatismo y fanatismo, “una especie de inflamación absoluta de los significados”, en hermosa expresión de Ferlosio (37), se presentan entonces como los grandes protagonistas de estas derivas implacables de nuestras convicciones.
“Pero si esto es así, si el vínculo entre ideales y maldad se localiza en dogmatismo y fanatismo, entonces hay que cuidarse mucho de la manera en que asumimos y creemos nuestras creencias más queridas. Hemos de tomarnos muy en serio nuestros principios y, sobre todo, cómo los creemos. Porque no importa que la creencia del dogmático y del fanático se nos presente como profunda y profusamente vinculada al bien, e incluso al bien absoluto. Como decía nuestro clásico, “aun en las virtudes hay peligro” (38). ¿A qué puede deberse tal cosa? Nietzsche cree tener una respuesta: “Todos los ideales son peligrosos porque rebajan y estigmatizan lo real”(39).
Tendemos a pensar que la realidad es el origen mismo de los males políticos. Que en ella encontramos la injusticia, la dominación, la violencia, la muerte. Que los proyectos idealistas nos sirven para bregar con ese mundo y tratar de transformarlo en algo mejor. La realidad es, pues, mala; nuestros principios, buenos.La conclusión a lo que llevamos dicho es, creo, diferente: los ideales son peligrosos. Y lo son porque su potencia justifica cualquier transgresión, pero igualmente porque, bajo ciertas circunstancias, su cumplimiento nos empuja hacia la violencia.
Dice Santos Juliá (40) que un católico español escribía en el año 1936: “Donde existe un ideal fuerte, verdadero o falso, surge una mística y, tras ella, la violencia”. La firme creencia, pues, empuja a la violencia porque nada es más urgente que convertirla en mística de la perfección absoluta y tras ello desencadenar una política implacable capaz de atraerla al mundo. Paradójicamente, y así las cosas, nada es tan proclive a convertirse en el origen de todos los vicios como la virtud misma (41).
Hablando de los expertos en ideas, hablando de los intelectuales, André Glucksmann comentaba que su droga dura es la propensión a erigirse en “organizadores del apocalipsis”(42). Opresores sin ejército, como les llamaba Robert Musil (43), que aspiran a encerrar al mundo en un sistema perfecto y sin fisuras, cerrado y maravilloso, para someterlo después a cirugía extrema si resulta necesario. “Cultura de jardín”, como la calificaba Ernst Gellner (44), que vive de amputar lo que sobra, de eliminar lo que no se ajusta al molde prefijado de los sueños dogmáticos del que sabe de estas cosas.
De modo que, de nuevo paradójicamente, aquí el riesgo no es el pesimismo de la inacción o la insatisfacción por la inseguridad de la acción contingente e incierta. Aquí el riesgo es el optimismo, la creencia en el proyecto y en su realización inmediata. Heidegger se hace nazi cuando es optimista, cuando cree que la tendencia a la decadencia del mundo es reversible y que la alternativa nazi es un modo viable de hacerle frente (45). Igualmente, Sartre se hace estalinista cuando es optimista, cuando cree que el movimiento comunista puede transformar el mundo y superar sus injusticias, y lo cree sin fisuras ni vacilaciones. El peligro está en los optimistas armados de ideales, de una teoría consoladora, y dispuestos a legitimar implacablemente los medios transgresores necesarios para su realización.
* Este articulo es publicado con autorizacion del autor.
Apareció en "Claves de razón práctica" y reproduce el primer capitulo del ultimo libro del autor: "Crítica de las ideologías: el peligro de los ideales".
** Rafael del Águila es Catedrático de Ciencia política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. Director del Centro de Teoría Política (CTP). Ha sido profesor visitante en la University of California (Berkeley), la Universidad Veracruzana (México), el Asia Europe Institute (University Malaya) y en el Istituto Universitario Europeo (Florencia). Asimismo ha impartido diversos cursos y seminarios para los programas españoles de Delaware University y Boston University y ha sido profesor de los cursos de doctorado de diversas universidades españolas (UAM, UPF, UB, USC, UPV, etc), de la Universidad Veracruzana (México), de la University of Malaya (Kuala Lumpur-Malaysia), etc. Ha editado Richard Rorty: Escritos Políticos y Manual de Ciencia Política, coeditado La democracia en sus textos. Ha escrito La senda del mal. Política y razón de Estado (Taurus 2000) y Sócrates furioso: el pensador y la ciudad (Anagrama, Barcelona, 2004), La república de Maquiavelo (Tecnos, Madrid, 2006, en coautoría con S. Chaparro) y Crítica de las ideologías: el peligro de los ideales.

Notas
1 Citado en J. Keane: Violence and Democracy, Cambridge University Press, Cambridge, 2004, pág. 16.
2 Véase A. Koestler: The Yogi and the Commisar and Other Essays, Coller Books, Nueva York, 1961, pág. 88.
3 Véase S. Neiman: Evil in Modern Thought, Princeton University Press, Princeton, 2002, págs. 238 y siguientes, 255 y siguientes, etcétera. También P. Levi: I somersi e i salvati, Enaudi, Turín, 1986, pág. 57. Sobre el genocidio en general, Ch. Delacampagne: De l’indifference. Essai sur la banalisation du mal, Éditions Odile Jacob, París, 1998, págs. 47 y siguientes, 83 y siguientes, etcétera.
4 Véase, por ejemplo, M. Amis: Koba the Dread,Vintage, Londres, 2002, págs. 75 y siguientes [Koba el Temible, v.c. A. P. Moya, Anagrama, Barcelona, 2004].
5 Véase C. Sánchez: “Hannah Arendt: acerca de la violencia”, Cuadernos de Alzate, 36, 2007.
6 Véase S. Courtois, et al.: El libro negro del comunismo, v.c. C. Vidal, Planeta, Barcelona, 1998.
7 Véase M. Malia: “Nazism-Communism: Delineating the Comparison”, en H. Dubiel y G. Motzkin (eds.): The Lesser Evil: Moral Approaches to Genocide Practices, Routledge, Londres y Nueva York, 2004.
8 Véase T. Todorov: “The Uses and Abuses of Comparison”, en H. Dubiel y G. Motzkin (eds.): The Lesser Evil, op. cit.,pág. 33.
9 Véase B. Kiernan: The Pol-Pot Regime: Race, Power and Genocide in Cambodia Under the Khmer Rouge, 1975-1979, Yale University Press, New Haven, 1996.
10 Véanse D. Rousset: El universo concentracionario, v.c. M. Mújica, Anthropos, Barcelona, 2004; H. Arendt: Eichmann en Jerusalén, v.c. C. Ribalta, Lumen, Barcelona, 2003; S. Weil: Echar raíces, v.c. J. González Pont y J. R. Capella, Trotta, Madrid, 1996, pág. 98.
11 Véase M. Mann: The Dark Side of Democracy. Explaining Ethnic Cleansing, Cambridge University Press, Cambridge, 2006, págs. 233 y siguientes.
12 Véase H. Arendt: Eichmann en Jerusalén,op. cit.
13 Véase, por ejemplo, D. J. Goldhagen: Los verdugos voluntarios de Hitler, v.c. J. Fibla, Taurus, Madrid, 1998.
14 Véase S. Milgram: Obediencia a la autoridad: un punto de vista experimental, v.c. X. Goitia Munitxa, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2007. En general sigo a Z. Bauman: Modernidad y Holocausto, v.c. A. Mendoza, Sequitur, Madrid, 1997, págs. 208 y siguientes.
15 Véase H. Arendt: Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1998.
16 Un ejemplo estremecedor en los diarios de V. Klemperer: LTI: La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, v.c. A. Kovacsis, Círculo de Lectores, Barcelona, 2005.
17 Véase R. Overy: The Dictators. Hitler’s Germany and Stalin’s Russia, Penguin Books, Londres, 2005, págs. 180, 209-217, 604 y siguientes, cétera [Dictadores: la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin, v.c. J. Beltrán, Tusquets, Barcelona, 2006].
18 Sobre esto y las citas entrecomilladas que siguen, véase Vasili Grossman: Vida y destino, v.c. M. Rebón, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007, págs. 260-264.
19 Véase H. Arendt: Eichmann en Jerusalén, op. cit.
20 Citado en T. Todorov: Mémoire du mal, tentation du bien. Enquête sur le siècle, Robert Laffont, París, 2000, pág. 18 [Memoria del mal, tentación del bien, Península, Barcelona, 2002].
21 Véase S. Weil: Echar raíces, op. cit., pág. 113.
24 Sobre estos asuntos véanse A. Blanco: “El avasallamiento del sujeto”, Claves de Razón Práctica, 144, julio-agosto 2004 y A. Blanco: “Individuo, desindividuación e ideología: los fundamentos de la patología grupal”, en A. Blanco y otros (eds.), op. cit.
25 Véase F. Nietzsche: Más allá del bien y del mal, v.c. A. Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1977, párr. 199.
26 Véase A. de Tocqueville: La democracia en América I, v.c. D. Sánchez Aleo, Alianza, Madrid, 1980, volumen I, libro II, cap. 10.
27 Véase R. Musil: El hombre sin atributos I, v.c. J. Sáez, Seix Barral, Barcelona, 1972, pág. 235.
22 Véase J. J. Rousseau: “Discurso sobre las artes y las ciencias” y “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres”, ambos en Del contrato social - Discursos, v.c. M. Armiño, Alianza, Madrid, 1988, págs. 152 y siguientes, 159, la cita textual en 238-239.
23 Véanse A. Elorza, M. Ballester y E. Borreguero: “Terrorismo y religión”, en A. Blanco, R. del Águila y J. Sabucedo: Madrid 11-M. Un análisis del mal y sus consecuencias,Trotta, Madrid, 2005; De la Corte: “Sobre Leviatanes, demonios y mártires. Procesos de legitimación del terrorismo islamista”, ibid.
30 Véase A. Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag (1918-1956), v.c. E. Fernández Vernet, Tusquets, Barcelona, 1998, pág. 210.
31 Véase A. Camus: El hombre rebelde, Obras 3, J. M. Guelbenzu, (ed.), v.c. L. Echévarri, Alianza, Madrid, 1996].
32 Véase E. M. Cioran: Breviario de podredumbre, v.c. F. Savater, Taurus, Madrid, 1972, pág. 111.
33 Ibid., pág. 21.
34 Véase B. Moore Jr.: Pureza moral y pensamiento en la historia, v.c. I. Hierro, Paidós, Barcelona, 2001.
28 Sobre el caso etarra véase F. Reinares: Patriotas de la muerte, Taurus, Madrid, 2000. Sobre el terrorismo islamista, véase F. Reinares y A. Elorza: El nuevo terrorismo islamista. Del 11-S al 11-M, Temas de Hoy, Madrid, 2004.
29 Véase R. del Águila: La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, Madrid, 2000.
35 Véase F. Savater: Malos y malditos, Alfaguara, Madrid, 1996, pág. 35.
37 Véase R. Sánchez Ferlosio: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Destino, Barcelona, 1995, pág. 57.
38 Véase D. Saavedra Fajardo: Idea de un príncipe político cristiano representado en cien empresas, Academia Alfonso X el Sabio, Murcia-Madrid, 1995, empresa XLVII.
39 Véase F. Nietzsche: El nihilismo: escritos póstumos, v.c. G. Mayos, Península, Barcelona, 1998, pág. 29.
40 Citado en S. Juliá: “Violencia política en España: ¿fin de una larga historia?”, en S. Juliá (ed.): Violencia política en la España del siglo xx, Taurus, Madrid, 2000, pág. 11. Santos Juliá comenta que, por aquel entonces, “el mundo al que se aspiraba, se soñara con el futuro o con el pasado, se llegara a él por una revolución o una restauración, no alumbraría sin dolores de parto”, ibíd.
41 Véase P. Sloterdijk: El pensador en escena. El materialismo de Nietzsche, v.c. G. Cano, Pre-textos, Valencia, 2000, pág. 104.
42 Véase A. Glucksmann: La estupidez: ideologías del postmodernismo, v.c. R. Berdagué, Península, Barcelona, 1997, pág. 202.
43 Véase R. Musil, El hombre sin atributos I, op. cit., pág. 308.
44 Véase E. Gellner: Naciones y nacionalismo, v.c. J. Setó, Alianza, Madrid, 2003.
45 Véase B. H. Lévy: El siglo de Sartre, v.c. J. Vivanco, BSA, Barcelona, 2001, pág. 186.
36 Citado en M. Amis: Koba the Dread, op. cit., pág. 178.

ÉTICA DE LA PROFESIÓN: PROYECTO PERSONAL Y COMPROMISO DE CIUDADANÍA*

Emilio Martínez Navarro
Resumen
En cualquier profesión que merezca ese nombre, hay dos polos complementarios: lo que mueve al profesional y lo que legítimamente demanda la comunidad a los profesionales. La ética de la profesión orienta los comportamientos de la persona en ambos aspectos, pero no ha de ser nunca moralina ni adorno, sino más bien la entraña misma de la actividad profesional como compromiso de la persona con su propio proyecto vital y como la base de la confianza que la sociedad deposita en el trabajo de quienes son considerados profesionales, esto es, ciudadanos con una especial responsabilidad en la comunidad.
Palabras clave: ética profesional, ética aplicada, ética personal, ética cívica, ciudadanía.
Abstract
In any profession deserving its name we find two complementary poles, one being the objective of the professional himself and the other the community's legitimate requirements to professionals. Professional ethics guide people's behaviour in both of these aspects. They must not be fake moral or decoration, but rather the core of the professional activity, seen as that person's commitment to his own life project and the base of society's trust in the work of those considered professionals, that is, citizens with a special responsibility towards the community. Key words: professional ethics, applied ethics, personal ethics, civic ethics, citizenship.

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La ética del ejercicio profesional tiene una larga historia, puesto que las profesiones mismas la tienen, y desde sus inicios se han caracterizado por atender a los aspectos éticos de un modo especial. En esa historia ha habido grandes cambios en cuanto al modo de entender lo que es una profesión y lo que ha de ser el correcto ejercicio profesional desde el punto de vista ético. Esos cambios han culminado en nuestros días en cierto descrédito y desconcierto en torno a la noción misma de profesión y de ética profesional. De ahí que a menudo se afirme públicamente que hoy las profesiones están en crisis. Se trata de una crisis de identidad que tiene su origen en la coincidencia de varias tensiones. Por una parte, continúa la tensión que provoca la tendencia corporativista, elitista y monopolista que late en todas ellas, y que no casa bien con los principios de igualdad de derechos y deberes que constituyen el núcleo de las sociedades modernas. Pero, por otra parte, hay tensiones por el hecho de que casi cualquier dedicación o empleo aspira a convertirse en una honorable profesión, con el fin de disfrutar de los correspondientes beneficios. Y también hay tensiones por el hecho de que actualmente la mayor parte de las profesiones no se ejercen en solitario, sino en el seno de alguna institución que administra los recursos y separa las funciones a desempeñar, y con ello condiciona fuertemente el ejercicio cotidiano de la profesión. De todo ello hablaremos en el primer punto de este trabajo.
A continuación expondré brevemente cómo entiendo la “ética de las profesiones”. Para ello aclararé lo que entiendo por “ética” y explicaré que la ética de las profesiones puede ser contemplada en la actualidad como una de las llamadas “éticas aplicadas”. En ellas se orienta la acción elaborando un saber ético al que hacen su aportación distintas fuentes: los profesionales actuales mismos, las tradiciones heredadas en el seno de la profesión, las demandas de los usuarios y de la sociedad en general y el aporte de la reflexión filosófica. En cada profesión se elabora una ética específica que es revisada y puesta al día periódicamente. En nuestro momento histórico las distintas éticas profesionales han de respetar y apoyar el marco ético de la ética cívica, verdadero soporte moral de la convivencia en sociedades pluralistas, y desde ahí han de aportar sus propios valores correspondientes a la profesión de que se trate.
Finalmente argumentaré que las profesiones que aspiren a estar a la altura de la conciencia moral de nuestro tiempo, deberán buscar la excelencia en un doble sentido: superando el burocratismo a través de un nuevo concepto de vocación profesional como proyecto personal de vida buena, y ofreciendo un servicio de calidad a la sociedad y a la humanidad, teniendo en cuenta también a las generaciones venideras, lo cual conecta con la noción de ciudadanía entendida en su dimensión ética de compromiso cívico de las personas con la sociedad local y global a la que pertenecen.

1. Las profesiones: un poco de historia
Las profesiones son instituciones sociales con una larga historia. Durante siglos, el concepto de “profesión” estaba reservado a sólo tres actividades humanas: las que hoy podemos llamar “profesiones clásicas”, que incluían a los sacerdotes, a los médicos y a los juristas (particularmente a los jueces y a los gobernantes en tanto en cuanto eran también administradores de justicia). Lo demás eran “oficios”, pero no profesiones propiamente dichas. Se reservaba la noción de “profesión” para las más altas responsabilidades: las que tenían encomendado el cuidado del alma (sacerdotes), el cuidado del cuerpo (médicos) y el cuidado de la comunidad (jueces, juristas, gobernantes). Estas tres “profesiones clásicas” se regían por un estatuto especial que distinguía claramente a quienes las ejercían: En primer lugar, el acceso al ejercicio profesional estaba restringido a un pequeño número de personas. El largo proceso de aprendizaje que era exigible se regulaba por normas muy precisas que no regían para los oficios; en especial, se exigía una especial “vocación”: sólo aquéllos que tuviesen acreditadas las aptitudes y las actitudes necesarias para ejercer la profesión de un modo excelente, podrían ser considerados candidatos al ingreso en ella.
En segundo lugar, se exigía algún tipo de juramento solemne para acceder a la profesión: un compromiso público explícito del candidato de que conduciría su vida conforme a los valores y virtudes propios de la profesión.
En tercer lugar, el ejercicio profesional no era considerado propiamente como “un trabajo” por el cual se percibe el pago de un salario, sino como una noble y elevada dedicación merecedora de honorarios, esto es, de unas retribuciones que no pagan en realidad el alto servicio prestado, sino que tratan de honrar de algún modo a la persona que lo presta.
En cuarto lugar, los profesionales gozaban de cierta inmunidad jurídica, teóricamente compensada por una exigencia de mayor responsabilidad ante la sociedad; los comportamientos de los profesionales no estaban sometidos a las mismas leyes que las que regían para los oficios, sino que tenían un estatuto legal particular y diferenciado. En virtud de tal estatuto, los profesionales sólo podrían ser juzgados, en cuanto al ejercicio de la profesión, por los colegas de la misma y conforme a sus propias reglas. Esto suponía, en la práctica, que los profesionales mantuvieran unas relaciones propias de colegas, esto es, propias de quienes comparten la pertenencia a un collegium o corporación formado por quienes comparten la misma profesión.
Por último, en quinto lugar, las profesiones eran actividades liberales en un sentido de la palabra “liberal” que hoy se nos ha hecho extraño: dedicaciones que ante todo requieren el ejercicio del entendimiento. De este modo, mientras que el ejercicio de los llamados “oficios” obligaba a “mancharse las manos” y a realizar esfuerzos físicos, el ejercicio de las profesiones estaba por lo general “liberado” de semejantes contingencias. De ahí que se considerase que las profesiones eran dedicaciones “nobles”, reservadas a “los mejores”, mientras que los oficios eran actividades “plebeyas”, destinadas a la gente corriente. A lo largo de los siglos, otras actividades humanas trataron de asimilarse al alto estatus de las tres profesiones clásicas: militares, oficiales de marina, arquitectos, profesores y otros muchos colectivos especializados, tratan de ser reconocidos como profesionales. Para ello se esforzaron en imitar, en la medida de lo posible, las características que hemos mencionado en los párrafos anteriores. De este modo, subsiste hasta nuestros días la tendencia a la profesionalización que aparece en cada grupo de nuevos expertos en distintas parcelas de actividad social, puesto que alcanzar el estatus de profesión lleva consigo un halo de reconocimiento y de prestigio social del que carecen otros quehaceres humanos.
Pero simultáneamente, a medida que una multitud de actividades sociales ha adquirido características típicas de una profesión, la antigua distinción entre profesiones y oficios ha ido perdiendo sentido. Porque el término “profesión” ha extendido su uso para designar ahora prácticamente cualquier dedicación o tarea. Se ha producido un proceso de pérdida progresiva de los privilegios tradicionales de las profesiones, mientras que, al mismo tiempo, los antiguos oficios reclaman ser considerados como profesiones. Este proceso de pérdida de privilegios y de progresiva igualación en la consideración de las actividades sociales es plenamente coherente con los principios de las revoluciones liberales que dieron al traste con los regímenes de monarquía absoluta: en las sociedades modernas todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y deberes fundamentales, y por ello no es aceptable que determinados colectivos gocen de privilegios frente a los demás.
Este cambio en el modo de concebir las dedicaciones humanas está relacionado también con la irrupción en Europa de la Reforma protestante. Frente a la mentalidad medieval, la modernidad que trae la Reforma supone una “afirmación de la vida corriente”. Ya no se valora la gesta heroica del caballero, ni la del religioso que abandona el mundo para recluirse en el monasterio, sino que comienza a valorarse lo que cada persona realice como vocación personal en la vida secular común. En particular, las enseñanzas del calvinismo difunden la idea de que, a través del éxito o del fracaso de la actividad profesional, se comprueba si uno está salvado o condenado para la eternidad. De ahí que cada creyente, en adelante, se esfuerce por alcanzar la excelencia y el éxito en sus tareas laborales, sean cuales sean, pues también se supone que todas las ocupaciones decentes son igualmente dignas, tanto si se dedican a proporcionar bienes “inmateriales” (servicios de salud, educación, etc.), como si proporcionan bienes materiales (producción de riqueza a través de las empresas). Con el avance de la modernidad hasta nuestro tiempo, las profesiones han ido perdiendo el aura religiosa en la que se hallaban envueltas, y en consecuencia la vocación (1) y el compromiso profesional perdieron el significado religioso originario para sustituirlo por un sentido de servicio competente a la sociedad: se trata ahora de responder a la propia vocación, no como llamada divina a desempeñar una misión en el mundo, sino como despliegue de las propias aptitudes y actitudes para prestar un servicio excelente a la comunidad a través del ejercicio profesional. De este modo, la historia de las profesiones nos ha llevado a considerarlas en la actualidad como aquellas actividades ocupacionales en las que encontramos los siguientes rasgos(2):
1) Una profesión es una actividad humana social mediante la cual se presta un servicio específico a la sociedad, y se presta de forma institucionalizada, de modo que los profesionales reclaman el derecho de prestarlo a la sociedad en exclusiva, considerando como "intruso" a cualquiera que desee ejercerlo desde fuera de la profesión. 2) La profesión es contemplada en parte como una vocación, y por eso se espera del profesional que se entregue a ella e invierta parte de su tiempo de ocio preparándose para cumplir bien la tarea que le está encomendada. 3) Los profesionales ejercen la profesión de forma estable y obtienen a través de ella su medio de vida. 4) Los profesionales forman con sus colegas un colectivo, un colegio profesional, que obtiene, o trata de obtener, el control monopolístico sobre el ejercicio de la profesión. 5) Se accede al ejercicio de la profesión a través de un largo proceso de capacitación teórica y práctica, es decir, a través de unos estudios claramente reglados, de los que depende la acreditación o licencia para ejercer la profesión. 6) Los profesionales reclaman un ámbito de autonomía en el ejercicio de su profesión. Obviamente, el público tiene derecho a elevar sus protestas y debe ser atendido, pero el profesional se presenta como el experto en el saber correspondiente y, por tanto, exige ser el juez a la hora de determinar qué forma de ejercer la profesión es la correcta y qué formas de ejercerla son desviadas. 7) Lógicamente, al afán de autonomía corresponde el deber de asumir la responsabilidad por los actos y técnicas de la profesión. 8) De los profesionales se espera que no ejerzan su profesión sólo por afán de lucro, ya que se trata de un tipo de actividad encaminada a favorecer a la colectividad. En este sentido, conviene distinguir entre el fin de una profesión, el bien objetivo que con ella se persigue y por el que cobra su sentido, y los intereses subjetivos que persiguen las personas que la ejercen. Evidentemente, el interés de una persona a la hora de ejercer su profesión puede consistir exclusivamente en ganar un dinero, pero el fin de la profesión no es ése; de ahí que no tenga más remedio que asumir el fin y los hábitos que la actividad profesional exigen.

2. Ética de las profesiones
Una ética de las profesiones que pretenda estar a la altura de la conciencia moral alcanzada por nuestra época ha de ser un discurso coherente y capaz de orientar la acción de las personas interesadas en ser buenos profesionales en el sentido completo del término, esto es, profesionales técnicamente capaces y moralmente íntegros en el desempeño de su labor profesional. Hay quienes creen que es imposible articular tal discurso, puesto que opinan que las cuestiones éticas pertenecen al fuero interno de cada cual, de modo que no resulta viable tomar como referencia una ética compartida. Sin embargo, si realmente no hubiese, al menos tendencialmente, alguna ética compartida por todos o casi todos los ciudadanos de una sociedad moderna, tal sociedad habría desaparecido hace tiempo, entre el fragor de la violencia de los grupos enfrentados. Por tanto, lo primero que hemos de reconocer cuando hablamos de ética de las profesiones es que hay un marco de ética cívica que todos —todas las profesiones también— hemos de respetar para que puedan existir y prosperar las sociedades pluralistas modernas, caracterizadas por el hecho contener en su seno una gran diversidad de grupos ideológicos que rivalizan por captar adeptos entre la población. La ética de cualquier profesión ha de partir del reconocimiento y apego a los valores de convivencia que componen esta ética cívica compartida: valores como la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto y la actitud de diálogo3. En líneas generales, tomar en serio estos valores supone que todos los ciudadanos promuevan activamente los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación.
Ese compromiso activo de respeto y promoción de los derechos humanos ya supone importantes cambios en el ethos, en el carácter propio, que tradicionalmente han adoptado la mayor parte de las profesiones. Porque ahora no es suficiente con que los profesionales decidan en solitario cuáles son las buenas prácticas de la profesión y cuáles no lo son, sino que ahora es preciso redefinirlas de tal modo que se vean respetados los derechos de los usuarios y de los demás colectivos afectados por el ejercicio de la profesión (otros profesionales, proveedores, competidores, etc.). La realización de los valores de la ética cívica compartida en las sociedades abiertas y pluralistas exige que todos nos reconozcamos mutuamente como personas, esto es, seres dignos del mayor respeto y consideración. Tratar a cada cual como persona supone reconocerle como interlocutor válido, y esto implica que todo profesional ha de tener en cuenta, en la medida de lo posible, el punto de vista de las personas afectadas por su labor profesional: no para plegarse a cualesquiera exigencias de éstas, pero sí para adaptar el ejercicio actual de la profesión a exigencias que hoy consideramos justas a la luz de los valores mencionados.
Ahora bien, el deber que tiene toda profesión, en las modernas sociedades pluralistas, de respetar el marco de la ética cívica, no agota, ni mucho menos, el contenido de la ética de cada profesión. Sigue siendo importante que cada profesión se interrogue por los bienes internos que le corresponden como fines o metas de su labor: la medicina seguirá teniendo como meta la promoción de la salud de las personas, la docencia mantendrá como objetivo el de formar personas cultas y críticas, el periodismo reconocerá como su meta específica la de informar de forma veraz a los ciudadanos, etc.
Todo ello no será obstáculo para que los buenos profesionales, al llevar a cabo honestamente el ejercicio de la profesión, se hagan acreedores a ciertas porciones de bienes externos, que son principalmente el reconocimiento, el poder y el dinero. Estos últimos son llamados “bienes externos” por dos razones principales: porque se consiguen con cualquier actividad y porque su logro no es lo que constituye la entraña de la profesión, sino que son únicamente medios —siempre necesarios en cierta medida— para lograr el bien interno correspondiente.
Lo que exige el nivel de desarrollo moral alcanzado en las sociedades modernas es que los profesionales se comprometan de lleno con los bienes internos de su profesión, puesto que son justamente esos bienes los que dan sentido y legitimidad a sus actividades profesionales, y de ese modo pueden llegar a ser “excelentes” en su ejercicio profesional. La búsqueda de la excelencia profesional ha de ser la orientación principal de quienes ingresan en la profesión, de modo que desaparezca, en lo posible, el fenómeno de la corrupción en este ámbito:“La corrupción de las actividades profesionales se produce —a mi juicio— cuando aquellos que participan en ellas no las aprecian en sí mismas porque no valoran el bien interno que con ellas se persigue, y las realizan exclusivamente por los bienes externos que por medio de ellas pueden conseguirse. Con lo cual esa actividad y quienes en ella cooperan acaban perdiendo su legitimidad social y, con ella, toda credibilidad. Ahora bien, la raíz última de la corrupción reside en estos casos en la pérdida de vocación, en la renuncia a la excelencia”(4).
Una vez que la profesión de que se trate reconozca los valores marco de la ética cívica y reformule a la luz de ellos sus metas tradicionales como bienes internos propios y específicos de la profesión, el paso siguiente en el diseño de la ética de la profesión será averiguar qué medios son congruentes con todo ello y qué actitudes deben adoptar hoy en día los profesionales para ser consecuentes con aquellos valores y con la promoción de los bienes internos de su respectiva profesión. No cualquier actitud va a ser válida para el recto ejercicio profesional que la sociedad espera y exige: de los profesionales se espera que sean excelentes en su campo, y por ello habrán de encarnar aquellas actitudes que hoy por hoy son necesarias para alcanzar la excelencia.
La ética de las profesiones, en síntesis, pretende orientar la acción de los profesionales para que se mantengan “altos de moral” en el sentido de Ortega y Gasset, y no “desmoralizados”. De ahí que el verdadero carácter profesional se oponga frontalmente a ese ethos burocrático que se conforma con cubrir los mínimos legales o contractuales. La burocratización de las profesiones, y el corporativismo que a menudo manifiestan los profesionales, están minando la confianza que la sociedad deposita en estas instituciones. Por ello es necesario revitalizar la ética de las profesiones recordando a los profesionales que su compromiso principal no ha de ser el de mantener su poder y su estatus social a toda costa, sino el de prestar un servicio de calidad a las personas concretas del modo más excelente posible. Y esta revitalización puede venir, como veremos a continuación, reformulando la noción de profesión como síntesis de compromiso personal y compromiso ciudadano.

3. La profesión como proyecto ético personal
Hay un sentido de la palabra “profesión” según el cual los profesionales son aquellas personas que saben hacer bien su labor y dedican la mayor parte de su tiempo a ella, convirtiéndola en su medio de vida, mientras que “aficionados” son aquellos que no se han especializado en la tarea de que se trate y sólo la practican esporádicamente. Desde este punto de vista, la profesión es, en general, la actividad principal de la vida adulta. Por ello parece lógico que toda persona sensata que esté a punto de ingresar en la vida adulta, que pretenda trazarse un proyecto de vida personal satisfactorio, felicitante, capaz de llenar de sentido y plenitud una vida entera, se tome su tiempo para elegir una profesión que colme sus aspiraciones. Y para ello precisa criterios éticos. Conforme a lo que hemos expuesto en los apartados anteriores, algunos criterios éticos que podrían ser útiles en el proceso deliberativo personal son los siguientes:
No toda dedicación es una profesión. Mafiosos, pícaros, charlatanes, proxenetas, traficantes de narcóticos, etc., pueden ser “unos profesionales” del chantaje, de la extorsión, del engaño y del comercio ilegal, pero lo suyo no es propiamente una profesión, puesto que las metas de tales dedicaciones carecen de legitimidad y no proporcionan beneficio alguno a la sociedad en su conjunto, sino todo lo contrario. En consecuencia, al elegir profesión deberíamos descartar de entrada toda clase de dedicaciones que atentan claramente contra los derechos humanos. Este criterio ético podríamos formularlo como “elegir una profesión digna”. Como pregunta guía para reflexionar sobre este aspecto de las profesiones podríamos proponer la siguiente:
¿Estoy eligiendo una profesión propiamente dicha o más bien una dedicación injusta?
Entre las profesiones dignas, hemos de seleccionar algunas que estén a nuestro alcance de acuerdo con nuestras capacidades y aptitudes psicofísicas. No todos tenemos habilidad manual para la microcirujía, ni capacidad intelectual para dedicarnos a ciertas tareas de investigación en tecnología punta, pero seguro que existe una multitud de actividades profesionales en las que podríamos llegar a ser hábiles y expertos, con tal de hacer un esfuerzo razonable durante el período de formación. Sería moralmente incorrecto elegir una profesión que uno sabe de antemano que no va a poder desempeñar adecuadamente por falta de algunas capacidades que son esenciales para ejercerla, puesto que las consecuencias de una tal elección serían a la larga perjudiciales para las personas beneficiarias de la profesión (pacientes, alumnos, clientes, usuarios, etc.). Este criterio ético podríamos formularlo como “elegir una profesión razonablemente accesible para mis capacidades”. Una posible pregunta guía sería:
¿Estoy eligiendo una profesión que voy a poder ejercer de modo competente, o por el contrario, sólo podré hacerlo de un modo torpe y chapucero?
Sabemos que, entre las profesiones dignas que estén al alcance de las propias capacidades, no todas serán igualmente apetecibles desde el punto de vista de la realización de ciertos valores que uno aprecia por razón de la propia ideología filosófica, moral y, en su caso, religiosa. Seguramente algunas de las opciones de profesiones estarán en mayor sintonía que otras con las creencias y convicciones profundas de la persona que ha de elegir profesión. Por ejemplo, sería lógico que una persona que mantiene unas creencias religiosas determinadas se plantease la cuestión de qué profesiones pueden servir mejor para ayudar a los más necesitados, o cuáles otras tienen un mayor respeto por los animales, o qué profesiones tienen mayor conexión con la construcción de un mundo más justo. Este criterio ético podríamos formularlo como “elegir una profesión compatible con las propias creencias y valores”. Esta podría ser la pregunta guía correspondiente: ¿Estoy eligiendo una profesión que me va a permitir realizar más eficazmente los valores en los que creo, o por el contrario, estoy
eligiendo alguna otra que me va a alejar de mis aspiraciones éticas y en su caso religiosas con la consecuente esquizofrenia vital?
Es obvio que entre las profesiones que reúnan los requisitos anteriores, habrá algunas que ofrezcan razonablemente mayores posibilidades de empleo (o de autoempleo) a corto y medio plazo y algunas otras que lamentablemente se encuentren saturadas, hasta el punto de que no permitan una perspectiva optimista en este sentido, al menos a corto y medio plazo. Esta cuestión no ha de ser determinante, puesto que las posibilidades de empleo (o de autoempleo) pueden variar mucho de un momento a otro y de un lugar a otro. Pero no estará de más aplicar algo de prudencia en este sentido: “elegir una profesión que razonablemente vamos a poder ejercer en un plazo razonable tras el período de formación”. Una posible pregunta guía: ¿Estoy eligiendo una profesión que voy a poder ejercer en un plazo relativamente breve, o por el contrario, está tan saturada que difícilmente podré insertarme laboralmente a través de ella?
Tenidas en cuenta las observaciones anteriores, cabe todavía preguntarse si la profesión que una persona va a elegir es suficientemente apta para mantener el interés y la motivación de la persona a lo largo de los años. Para no caer en la rutina del ejercicio profesional burocratizado, es necesario disponer de cierto grado de vocación (5) o inclinación personal hacia el tipo de tareas propias de la profesión elegida. Para realizarse como persona y para mantener el esfuerzo que conduce a la excelencia profesional, es decisivo amar la propia profesión. “Ama lo que hagas” es el sabio consejo que le da el viejo operador de cine a su joven amigo en la película “Cinema Paradiso”6. El criterio ético puede ser formulado en términos de “elegir una profesión que sea congruente con la propia personalidad, de modo que se disponga de una reserva de ilusión7 y motivación que permitirá superar dificultades y alcanzar el mayor grado de excelencia que sea posible en el ejercicio de la misma”. En consecuencia, una pregunta guía podría ser: ¿Estoy eligiendo una profesión que me ilusiona lo suficiente como para dedicarme a ella sin reservas y tratar de alcanzar en ella el máximo grado de excelencia del que sea capaz, o por el contrario, me conformaré con acceder a una profesión que no me entusiasma y seré un profesional mediocre?
Estos criterios, y algunos otros que podrían añadirse, pueden ayudar en el proceso deliberativo que es conveniente llevar a cabo con las personas que se plantean la elección de una profesión. En algunos casos también servirán para revisar la elección que se hizo en el pasado y de ese modo confirmar la decisión tomada o proponerse rectificarla, si hay oportunidad de rectificación. La pregunta ética radical podría ser formulada en términos de ¿Qué estoy haciendo con mi vida? y para responderla adecuadamente es preciso plantearse en serio las cuestiones que afectan a esa parte nuclear de la propia vida que es la dedicación profesional. Pero esa parte de la vida humana está íntimamente conectada con la vida social, puesto que la profesión es siempre una institución social que pretende ofrecer un servicio a la comunidad. En ese sentido, pensar las profesiones a estas alturas del devenir histórico nos conduce inexorablemente a plantear la relación entre profesión y ciudadanía.

4. La profesión como compromiso de ciudadanía
En este apartado vamos a reflexionar sobre algunas cuestiones abiertas que afectan al sentido y al futuro de las profesiones en el mundo que nos ha tocado vivir. Hemos visto un poco de historia y unas líneas generales de la ética de las profesiones, pero ahora podríamos plantearnos preguntas como las siguientes: ¿Tienen sentido mantener las profesiones como instituciones en un mundo que proclama la igual ciudadanía de todas las personas y la abolición de privilegios especiales, incluidos los antiguos privilegios gremiales y profesionales? ¿Acaso subsiste en nuestra época una idea elitista de las profesiones, que concibe que los profesionales han de gozar de privilegios especiales y de un rango social elevado, a diferencia de otras actividades humanas a las que se sigue considerando como menos importantes?
Un primer avance de respuesta a estas cuestiones es que no deberíamos confundir la igualdad con la uniformidad. Todas las profesiones son igualmente dignas de respeto, con tal que se ajusten a los criterios de ética cívica que marcan los límites de lo moralmente permisible en la convivencia plural y abierta de las sociedades modernas. Pero eso no significa que todas las profesiones aporten lo mismo a la sociedad, ni que todas lleven consigo el mismo grado de responsabilidad; también es evidente que hay profesiones que exigen una mayor cantidad de tiempo y de esfuerzo para formarse en ellas, a diferencia de las que requieren un menor período formativo. El ejemplo típico es comparar la profesión de piloto de líneas aéreas con la de auxiliar de vuelo: en ningún caso hemos de tratar con falta de respeto a unos u otros profesionales, pero es obvio que la profesión de piloto tiene una responsabilidad mayor y que su formación ha sido un proceso más largo y costoso que en el caso de la profesión de auxiliar de vuelo; en consecuencia, parece razonable que se reconozcan diferencias en cuanto al poder, los ingresos y otros bienes externos que corresponde asignar a estas dos profesiones, sin que ello signifique que una profesión sea más digna que la otra, ni que la desigualdad de poder implique la posibilidad de dominación de una profesión sobre la otra. Ahora bien, ¿en qué consiste exactamente esa posibilidad de dominación a la que acabamos de aludir?

4.1 El reto de acabar con la dominación en el ámbito de las profesiones
La filosofía moral y política contemporánea aporta interesantes reflexiones acerca del concepto de dominación que conectan con la tradición republicana y con la noción de ciudadanía republicana. La tradición republicana hunde sus raíces en los clásicos griegos y romanos del pensamiento político, pero sobre todo en la experiencia histórica de la etapa republicana de Roma, experiencia que dio lugar a extensos relatos y comentarios de historiadores como Tito Livio y de filósofos como Cicerón. La República romana, ligada a la centralidad del Derecho Romano bajo el lema "salus populi, suprema lex", servirá de inspiración a toda una pléyade de pensadores y políticos posteriores que verán en ella el modelo a seguir. Tras la corrupción de los ideales republicanos que supuso el Imperio romano y el olvido de los mismos durante la Edad Media, el entusiasmo por el régimen republicano reverdeció en el Renacimiento italiano con las experiencias de autogobierno de ciudades como Florencia y Venecia. Recibió un gran impulso en la difusión de los Discursos de Maquiavelo, quien a su vez influyó en el pensamiento político de Spinoza, Rousseau, Kant, Hegel y otros muchos pensadores políticos de la modernidad. También hay notables influencias de la antigua tradición republicana en el pensamiento de James Harrington y de otras figuras menores durante y después del período de la Guerra Civil y de la Commonwealth inglesa, en las experiencias republicanas de Holanda a finales del siglo XVII, en los teóricos de la Revolución Americana (Madison, Hamilton y Jay) y en los de la Revolución Francesa —con especial referencia a Montesquieu—, llegando a ser el republicanismo la filosofía política más influyente hasta finales del siglo XVIII. Posteriormente sufrió una transformación que, al parecer, hizo invisible a la tradición republicana en favor de la nueva tradición liberal, heredera de muchas de las propuestas republicanas pero decididamente desviada del ideal que algunos teóricos consideran como propiamente republicano de libertad como nodominación, al que nos referimos en lo que sigue (8).
Conforme a la reconstrucción de Philip Pettit, lo distintivo de la tradición genuinamente republicana es una concepción de la libertad como ausencia de servidumbre o, como él prefiere llamarla, como nodominación9. La clave para entender en qué consiste exactamente este tipo de libertad estaría en la distinción entre las interferencias legítimas y las interferencias arbitrarias que cualquier persona o institución pueden experimentar en el transcurso de la vida en sociedad. Una interferencia en la libertad de alguien es cualquier acto intencionado llevado a cabo por otro u otros para alterar las posibilidades de opción disponibles para ese alguien, ya sea reduciendo el número de opciones, ya sea alterando el resultado previsible de algunas de ellas. Pero no toda interferencia en la libertad de otra persona ha de considerarse necesariamente como un daño o un mal, puesto que algunas interferencias pueden estar justificadas en razón de los intereses de los propios afectados — interpretados por esos mismos afectados, como cuando uno permite que le amputen un miembro para salvarle la vida— o por razón de intereses generales compartidos por toda la población —como cuando uno admite prohibiciones y limitaciones respecto a su propia conducta con tal que los demás estén igualmente sujetos a ellas—, de modo que la dominación se produce en aquellos otros casos en que alguien (puede ser el caso de un colectivo profesional entero) dispone de un poder de interferencia arbitraria sobre otras personas, esto es, un poder para alterar las opciones de éstas sin atender a los intereses —ni particulares ni generales— de las mismas: "La dominación, según la entiendo yo aquí, queda ejemplificada por la relación entre el amo y el esclavo o el amo y el siervo. Tal relación significa, en el límite, que la parte dominante puede interferir de manera arbitraria en las elecciones de la parte dominada: puede interferir, en particular, a partir de un interés o una opinión no necesariamente compartidos por la persona afectada. La parte dominante puede interferir, pues, a su arbitrio y con impunidad: no tiene por qué buscar la venia de nadie, ni nadie va a hacer averiguaciones o le va a castigar."10 Pettit sostiene que este es el concepto central del republicanismo: la libertad como nodominación11. Y que esta noción es nítidamente distinta de los conceptos berlinianos de libertad negativa (ausencia de interferencia) y libertad positiva (autocontrol, autodominio, autonomía personal)12. Pettit pretende también que la clásica distinción de Benjamin Constant entre la libertad de los antiguos y la de los modernos es casi completamente equivalente a la distinción berliniana: "La libertad moderna de Constant es la libertad negativa de Berlin, y la libertad antigua del francés —la libertad de pertenecer a una comunidad democráticamente autogobernada— es la variedad más descollante de la libertad positiva de Berlin"(13). La tesis del profesor irlandés Philip Pettit es que cabe una tercera posibilidad que hasta ahora no ha sido tenida en cuenta: la libertad como nodominación sería en cierto sentido negativa (ausencia de dominación, pero no de todo tipo de interferencia, sino sólo de la arbitraria) y en cierto sentido positiva (presencia de un margen más o menos amplio de opciones no dominadas al alcance del sujeto). La propuesta de Pettit insiste en lo que podríamos llamar "libertad como manumisión" (abolición de relaciones más o menos esclavistas entre las personas), o incluso podría encomendarse al ambicioso rótulo de "libertad como emancipación" (que por genérico y manido tal vez fuese menos adecuado); de todos modos, la expresión de Pettit "libertad como inmunidad frente al control arbitrario"(14) es, en mi opinión, la más ajustada a su propuesta.
No cabe duda de que la tradición republicana lleva consigo, en primer lugar, una particular adhesión a la institución del Estado republicano (15), la institución de un tipo de Estado que promueva activamente el bien común a través del diseño institucional más adecuado para ello. Como dice Pettit, los republicanos han puesto énfasis en la importancia de disponer de ciertas instituciones:
"por ejemplo, un imperio de la ley, como se dijo a menudo, en vez de un imperio de los hombres; una constitución mixta, en la que diferentes poderes se frenan y contrapesan mutuamente, y un régimen de virtud cívica, régimen bajo el cual las personas se muestran dispuestas a servir, y a servir honradamente, en los cargos públicos"(16) .
En efecto, entre las instituciones típicamente republicanas, el constitucionalismo y la democracia son las formas que mejor definen el perfil del Estado republicano, mientras que la civilidad o virtud cívica expresa la actitud que debe presidir los comportamientos de una sociedad civil que se pretenda congruente con los principios republicanos. Las instituciones propuestas para el Estado se han de complementar necesariamente con ciertas disposiciones en el seno de la sociedad civil, de modo que la continuidad y buena salud del sistema político encuentre el soporte adecuado en la virtud ciudadana ampliamente difundida. Un régimen republicano no puede sostenerse únicamente en la fuerza legal y coactiva del derecho, sino que precisa apoyarse en normas cívicas públicamente asumidas que contribuyen a la promoción o aseguramiento de las conductas deseables, reforzando tales conductas en un proceso que se retroalimenta mediante lo que Pettit llama "la mano intangible", esto es, un sistema de incentivos a la buena conducta que se basa únicamente en la consideración y el respeto que se ganan los ciudadanos que se comportan honorablemente. Además, la necesidad de compromiso cívico es insoslayable para garantizar que se promueven los legítimos intereses de todos los sectores de la población, así como la activación de los mecanismos de vigilancia (denuncia de las transgresiones, tanto de particulares, como de colectivos profesionales, como de funcionarios públicos) que promueven una efectiva democracia deliberativa. Todo ello exige a su vez que los ciudadanos en general desarrollen actitudes de confianza personal entre todos y que muchos de ellos sean capaces de identificarse con grupos que comparten alguna vulnerabilidad (por ejemplo las mujeres, los asalariados, los inmigrantes, los ancianos, los indígenas, etc.) y en última instancia identificarse con la comunidad política en su conjunto como grupo potencialmente vulnerable a la dominación o a la pérdida de cotas de nodominación previamente logradas.
Las profesiones forman parte del ámbito institucional de la sociedad civil, y por lo tanto pueden desempeñar un papel importante en la superación de un gran número de situaciones de dominación que aquejan a muchas personas y colectivos de nuestro mundo. Este posible compromiso de las profesiones en cuanto tales —no sólo de tal o cual profesional a título personal— con los ideales neorepublicanos, podría contribuir en gran medida a la superación de la crisis de legitimidad que padecen las corporaciones profesionales. Este compromiso comenzaría por la apertura de un debate en el seno de las profesiones mismas respecto a las relaciones que mantienen hasta ahora sus miembros con respecto a los colectivos con los que se relacionan: usuarios o clientes, profesionales de profesiones “complementarias” (como medicina y enfermería, pilotos y auxiliares de vuelo, etc.), profesionales de profesiones “competidoras” (como a menudo se ven las relaciones entre psiquiatras y psicólogos, por ejemplo), profesionales que ocupan puestos directivos en las organizaciones en las que prestan sus servicios los profesionales que inician el mencionado debate (por ejemplo, gerentes que asignan recursos y establecen prioridades a médicos y enfermeras en hospitales), y en general, las personas e instituciones que son interlocutores asiduos de cada profesión. Dicho debate tendría por objeto detectar las situaciones de dominación que ocurren con mayor frecuencia y señalar vías de superación real de las mismas17. La opinión pública18 ha de participar en el debate que internamente abran las diferentes profesiones, puesto que, en definitiva, es la propia sociedad en su conjunto la que ha de expresar a cada profesión lo que espera de ella desde una concepción del bien común que se va construyendo entre todos, con participación de las profesiones entre otros colectivos.
En líneas generales, el corporativismo del que adolecen a menudo los colectivos profesionales puede ser interpretado como un tipo de dominación: el grupo profesional cierra filas en torno a aquellos de sus miembros que son acusados de malas prácticas y con ello reducen arbitrariamente las opciones de los usuarios directamente perjudicados y también de la población en general. Lo mismo podría decirse de los privilegios e inmunidades que a veces reclaman para sí algunas profesiones: en la medida en que disfrutan efectivamente de tales ventajas, la distribución equitativa de los bienes sociales se resiente, y ello reduce de modo injusto y arbitrario las posibilidades de otras personas y colectivos.

4. 2 El Horizonte ético de las Profesiones
Hemos visto que las profesiones han de entenderse, desde el punto de vista ético, como instituciones que están al servicio de la sociedad de la que forman parte, y en última instancia están al servicio de la humanidad en su conjunto, a ella se deben. Por eso es urgente acabar con todas las situaciones de dominación que involucran a los colectivos profesionales. Pero las instituciones cambian cuando los individuos reclaman los cambios, de ahí que sea necesario elevar la conciencia ética de la presente generación de profesionales en un doble sentido: por un lado, en el sentido habitual de que toda persona que accede al ejercicio de una profesión ha de hacerse cargo de los bienes internos de la misma tratando de desempeñar su labor con el ethos de la excelencia, pero también, por otro lado, en el sentido novedoso de que los profesionales de hoy en día deberían asumir el reto de mejorar la relación de la profesión con los colectivos relacionados con ella, eliminando cuanto sea posible las relaciones de dominación. Esto equivale a decir que los profesionales de nuestro tiempo tenemos el doble reto de ser excelentes profesionales para ser buenos ciudadanos y de ser excelentes ciudadanos para ser buenos profesionales.
El horizonte ético de las profesiones puede contemplarse como la posibilidad de salir de la crisis de legitimidad que atraviesan volviendo a ganarse la confianza de la sociedad. Para ello es preciso que una masa crítica de profesionales, comprometidos a fondo con los valores de su profesión, sean capaces de poner en cuestión las estructuras y hábitos de dominación que todavía subsisten en muchas profesiones.
* Se publica con la autorización del Dr. Emilio Martínez y con el permiso del director de la revista de filosofía y teología VERITAS, donde se publicó inicialmente el artículo. (Valparaíso, Chile) nº 14 (2006), páginas 121-139.
Notas:
1 En el diccionario de la R.A.E. encontramos dos acepciones principales de la palabra “vocación”: “1. Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión. 4. Familiarmente, inclinación a cualquier estado, profesión o carrera.”
2 A. CORTINA: Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. Alianza, Madrid 1997, pp. 149153.
3 El concepto de ética cívica que aquí se presupone está inspirado en las aportaciones de Rawls sobre el consenso entrecruzado que precisan las democracias liberales para mantener el pluralismo y en los aportes de la ética discursiva tal como los ha desarrollado Adela Cortina. He expuesto mi propia visión de este concepto en MARTÍNEZ, E.: Ética y fe cristiana en un mundo plural. Ed. PPC, Madrid 2005.
4 A. CORTINA: Ciudadanos del mundo, cit., p. 159.
5 Como señala Augusto Hortal, “cuando el trabajo se ve y se vive como vocación, la labor de una persona se convierte en algo inseparable de su vida. El profesional vocacionado vive para su profesión y no sólo de su profesión”. HORTAL, A.: Ética general de las profesiones. Desclée de Brouwer, Bilbao 2002, p. 255. Y más adelante añade: “El profesional, cuando se dedica a su profesión con un sentido vocacional, hace ‘profesión’ de un modo de ser y de vivir, se dedica a prestar el servicio que esa profesión tiene como propio.” (p. 256).
6 Título original: “Nuovo Cinema Paradiso” (1989), dirigida por Giuseppe Tornatore, producción italo francesa.
7 MARÍAS, J.: Breve tratado de la ilusión. Alianza, Madrid 1984.
8 Seguiré preferentemente la interpretación de Philip Pettit, autor que ha realizado un formidable esfuerzo intelectual encaminado a sostener la viabilidad y plausibilidad del ideal republicano de libertad, interpretado por él como ausencia de dominación y como un ideal extensible universalmente a todos los grupos sociales. En este punto —la pretensión de extender los beneficios de la nodominación a toda la población— se convierte su propuesta en un neorepublicanismo, pues el modelo clásico sólo preveía la ciudadanía republicana para un determinado sector social compuesto por varones propietarios blancos miembros de la cultura mayoritaria, y daba por supuesta la imposibilidad de extenderla a otros sectores sociales, mientras que el nuevo republicanismo no puede aspirar a menos que a una ciudadanía generalizada; véase PETTIT, Philip: Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Trad. española de Antoni Domènech, Paidós, Barcelona 1999.
9 PETTIT, Philip: cit., p. 41.
10 PETTIT, Ph.: o. c., p. 41.
11 En una breve aproximación al republicanismo, Margaret Canovan afirmaba, mucho antes de la publicación del tratado de Pettit, lo siguiente: "...oradores, escritores satíricos e historiadores convirtieron la República Romana en un mito en el que la gloria militar se combinaba con la libertad y la virtud. En esta combinación, 'libertad' significaba inmunidad contra el poder arbitrario de los tiranos y derecho de los ciudadanos a llevar sus propios asuntos a través de la participación en el gobierno" (CANOVAN, M.: "Republicanismo" en MILLER, D. (Dir.): Enciclopedia del pensamiento político. Alianza, Madrid 1989, pp. 559562; la cita está en la p. 560; la obra original es The Blackwell Encyclopaedia of Political Thought, Oxford, Basil Blackwell, 1987).
12 BERLIN, I.: Two Concepts of Liberty. Oxford University Press, Oxford 1958, posteriormente reeditado en BERLIN, I.: Four Essays on Liberty. Oxford University Press, Oxford 1969 (hay trad. española de Julio Bayón y otros: Cuatro Ensayos sobre la libertad. Alianza, Madrid 1988).
13 PETTIT, Ph.: o.c., p. 36s.
14 PETTIT, Ph.: o.c., p. 28.
15 En su aproximación al republicanismo de Spinoza, PEÑA ECHEVERRÍA sostiene que para el filósofo neerlandés es el régimen republicano democrático el único que permite compatibilizar la prioridad de la libertad con la seguridad de todos y con las condiciones necesarias para el florecimiento de un país, de modo que lo esencial es "la constitución de un Estado basado en la codeterminación y cooperación de la multitud. Esto es, una república, en el sentido más propio y profundo del término" (PEÑA ECHEVERRÍA, J.: "Spinoza, entre la tradición republicana y el Estado moderno" en BLANCOECHAURI, J. (Ed.): Espinosa: Ética e Política: Encontro HispanoPortugués de Filosofía. Universidade de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela 1999, pp. 465473, cit. p. 473). Además, "cuando Spinoza afirma que 'el verdadero fin del Estado es, pues, la libertad', concluye una reflexión en la que ha tratado de mostrar que el Estado no tiene por qué reducirse a dominación, sino que puede ser el marco de seguridad que posibilita la libertad" (Ibid., p. 468).
16 PETTIT, Ph.: o.c., pp. 38s.
17 En este punto pueden ser sumamente útiles las reflexiones y esquemas de relación entre colectivos que contiene el capítulo 10 de la obra de Augusto Hortal mencionada anteriormente y en la bibliografía.
18 La teoría de la ciudadanía de Adela Cortina, expuesta en la obra citada anteriormente (nota 2), contempla tres ámbitos principales en la sociedad civil: el Tercer Sector, las Profesiones y la Opinión Pública.

Bibliografía
A. Cortina y J. Conill (dirs.): 10 palabras clave en ética de las profesiones. Verbo Divino, Estella 2000. A. Cortina y otros: Corrupción y ética. Universidad de Deusto, Bilbao 1996. A. Cortina: Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. Alianza, Madrid 1997. R. F. Chadwick (ed.): Ethics and the Professions. Avebury, Aldershot 1994. C. Henry (ed.): Professional ethics and organisational change in education and health. Edward Arnold, Londres, 1995. J. L. Fernández y A. Hortal (dirs.): Ética de las profesiones. Universidad Pontificia de Comillas, Madrid 1994. A. Hortal: Ética general de las profesiones. DDB, Bilbao 2002. Ph. Pettit: Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Trad. española de Antoni Doménech. Paidós, Barcelona, 1999.