Pacifismo ético, pacifismo estético.

José Manuel Bermudo *
Universitat de Barcelona

1. Figuras del pacifismo.
El deseo de paz hemos de imaginarlo tan viejo como la existencia humana; el ideal de vivir en paz, al menos por quienes nada esperan de las guerras, es tal vez el más compartido de los ideales. En cambio, los movimientos por la paz, la organización y movilización contra la guerra, han surgido recientemente, en el seno de las democracias occidentales –me atrevería a decir de los países ricos-, como lucha política de emancipación de los pueblos contra el más insoportable elemento de su existencia, la violencia. El pacifismo ético, así entendido, expresado en el discurso contra la guerra (antibelicismo), contra sus instituciones (antimilitarismo) y contra sus instrumentos (antiarmamentismo), tomó fuerza tras las dos guerras mundiales y se articuló en torno a la negación de la idea de “guerra justa”, que había servido durante siglos para legitimar moralmente la barbarie.
Este discurso del pacifismo ético, y los movimientos por la paz que lo vehiculan, con su triple denuncia de la guerra como mecanismo de dominación de los pueblos, como estrategia del capital y como rostro bárbaro de la irracionalidad humana, se han revitalizado en las últimas décadas en nuestro mundo globalizado, ganando en poder de convocatoria y en capacidad de agitación. Aunque la eficacia de los movimientos por la paz haya sido limitada, y aunque coyunturalmente puedan entrar en conflicto con otras vías de lucha por la emancipación e incluso con otras políticas de paz, el pacifismo ético nos parece conveniente y legitimado, y en todo caso tan asentado en nuestra cultura que forma parte del paisaje de la vida política democrática de nuestro tiempo.
Ahora bien, a caballo del cambio de milenio ha hecho acto de presencia otro tipo de pacifismo, con otro discurso, otra actitud y otros objetivos, con una función práctica bien diferenciada. Se trata de lo que llamaremos sin ánimo peyorativo pacifismo estético. No deseamos radicalizar el conflicto ético/estético en esta esfera del pacifismo; no pretendemos forzar su incompatibilidad; al contrario, pensamos que la conciencia propia del pacifismo estético no tiene por qué excluir todo contenido moral. Además, entendemos que esta “no-incompatibilidad” teórica queda especialmente reforzada en nuestros días en que la moral dominante es obstinada y genuinamente esteticista. Por tanto, al llamar a este pacifismo “estético” apuntamos más allá de una simple devaluación académica, centrando la mirada en una problemática más honda y esencial de nuestra época, a saber, la distinción entre un pacifismo humanista, que responde a las prescripciones de la moral ilustrada, prima facie kantiana, del deber, y un pacifismo humanitarista, concordante con el discurso de la moral indolora o la ética sin deber, tan del gusto postmoderno.
En nuestra dilucidación sobre estas dos formas de pacifismo, el ético y el estético, estamos abordando, de forma particular y concreta, el debate más amplio y complejo, presente en nuestros días, sobre la crisis o metamorfosis del humanismo. Y dado que entendemos el humanismo como el proyecto de vida humana configurador de la modernidad, ropaje ideológico del capitalismo burgués, resulta que estamos metidos de lleno en la tarea de comprender la esencia de nuestra época, cuya manifestación fenomenológica se aprecia en el hundimiento de la civilización del capitalismo productivo y nacional desplazada por la del capitalismo global y del consumo.
No plantearé la cuestión, en sí atractiva, de la dependencia y comunicación entre los dos discursos del pacifismo señalados; al contrario, a pesar de reconocer el contagio de facto, nos contentamos aquí con llamar la atención sobre su inconmensurabilidad de iure. Nos interesa, eso sí, revelar la ingenuidad filosófica y los riesgos políticos de confundir sus conceptos, tentación nada ingenua potenciada en nuestra sociedad mass-mediática. Los movimientos del pacifismo ético, casi siempre minoritarios y de izquierdas[1], se ven hoy envueltos en esta nueva ilusión que recorre el mundo, ilusión del pacifismo universalizado, estetizante y confesionalmente apolítico. Este nuevo pacifismo, más estético que moral, más sentimental que racional, más fenómeno de superficie que compromiso existencial, sean cualesquiera los efectos que tenga en los movimientos por la paz (pacifismo ético), e incluso coyunturalmente en las estrategias políticas de paz (que provisionalmente llamaremos pacifismo político), tiene su propio sentido y su propia función, y debe aislarse conceptualmente. Confundir estas diversas formas de reivindicar y actuar por la paz, aunque compartan el manto trivial del rechazo radical a la guerra, no sólo imposibilita la comprensión de la subjetividad de nuestro tiempo, sino que conlleva efectos políticos y éticos perversos.

2. Pacifismo político.
No estoy seguro, como acabo de sugerir, de poder hablar con rigor de un pacifismo político; tal vez sería más apropiado limitarnos a hablar simplemente de políticas pacificadoras o estrategias políticas por la paz. No obstante la presencia de esa duda, y aunque sea con carácter provisional, usaremos esta expresión para describir ciertos tratamientos de la paz en la lucha política que deben diferenciarse, aunque no sea una tarea fácil, de los meramente éticos o estéticos. En esta dirección, hace veinte años Manuel Sacristán constataba con buenos ojos la irrupción en la escena política de los movimientos por la paz. El objetivo inmediato de los mismos, en opinión del filósofo español, no era tanto el rechazo inmediato y espontáneo de la guerra, sino algo más sutil y políticamente mediatizado, lo que ha llegado a ser en nuestros días el símbolo contemporáneo de la presencia de la misma en el horizonte: la OTAN. Aunque el artículo que comentamos, “El fundamentalismo y los movimientos por la paz”[2], es un texto de modestas pretensiones teóricas, y cuyo contenido estaba fuertemente mediatizado por la coyuntura, particularmente por la cuestión de la entrada de España en este organismo militar, que se decidiría en el ya mítico “referéndum sobre la OTAN”, nos sirve para ilustrar un momento histórico de la conciencia pacifista, una figura de su fenomenología, la que no sin reservas hemos llamado pacifismo político.
En su artículo Sacristán distinguía dos posiciones diferenciadas en el seno de los movimientos pacifistas, que según nuestro autor no vendrían determinadas tanto por la peculiaridad contextual (nacionalidad, tradición, información, herencia histórica) cuanto por el fondo filosófico sobre el que se apoyan: “La principal (diferencia) –nos dice- es otra, a propósito de la cual cuentan menos las fronteras de los Estados o los bloques que las de las tradiciones políticas, culturales y filosóficas: es la diferencia entre quienes creen que la lucha por la paz se tiene que plantear desde los fundamentos y los que piensan que se puede empezar atacando el mal por donde el síntoma es más visible; se podría llamar fundamentalistas a los primeros y pragmáticos a los segundos”[3].
En el contexto de reflexión del artículo esta distinción entre dos figuras del pacifismo, el fundamentalista y el pragmático, confrontaba dos posiciones políticas en el seno mismo del comunismo. Conviene recordar al respecto que los partidos comunistas europeos, y en particular el PCE[4], en esa fechas ya se había liberado formalmente de la confesionalidad marxista-leninista y centraban su debate estratégico y de objetivos en la “vía pacífica al socialismo democrático”, popularmente conocido como debate sobre el “eurocomunismo”. O sea, el desplazamiento doctrinal respecto a la ortodoxia marxista, que incluía la renuncia a la lucha de clases, había de tener en la cuestión del pacifismo una de sus confrontaciones más decisivas. En el fondo, la decisión sobre el pacifismo afectaba tanto a la estrategia (“vía democrática” versus lucha de clases), cuanto al orden social a construir (“socialismo democrático” versus comunismo).
En este contexto, la reflexión de Sacristán sobre el pacifismo aborda tanto el tipo de ideal social (ideal pacifista) a construir como a la estrategia política (estrategia pacifista) para conseguirlo. Efectivamente, su distinción analítica entre pacifismo fundamentalista y pacifismo pragmático pone en escena, diferenciados y contrapuestos, dos auténticos ideales de paz, dos propuestas finales de vida social, que a nuestro entender se corresponden respectivamente con las aspiraciones a la paz perpetua y a la sociedad pacificada. Correspondencia que nos parece razonable, pues no es necesario forzar los conceptos para relacionar el pacifismo “fundamentalista” con el ideal clásico kantiano de paz perpetua y el pacifismo “pragmático” con la propuesta hobbesiana más contingente y modesta de sociedad pacificada, que mantiene el ruido de la barbarie en su más o menos lejano horizonte. El propio M. Sacristán nos ha facilitado los argumentos definitivos para establecer esta correlación al insistir, por un lado, en que “para los fundamentalistas sólo tiene sentido luchar por lo que podríamos llamar paz esencial, auténtica, basada en la supresión de las causas de una guerra posible”[5], lo que a todas luces se ajusta perfectamente a la definición del ideal kantiano de paz perpetua; y al explicar, por otro lado, que los pragmáticos sospechan “que la causa de la búsqueda y abolición del Mal puede ser cosa larga, y breve el tiempo disponible”, y que en esa perspectiva vale la pena “la esperanza de que sea posible hacer algo útil combatiendo síntomas particularmente peligrosos ellos mismos por su capacidad de realimentar positivamente el proceso que conduce al desastre, la esperanza de que sea útil intentar frenar la enfermedad aunque todavía no se sepa curarla”[6]. Dos ideales que en Sacristán, como en Kant, no se excluyen; pero dos ideales que, a la luz de la seductora metáfora médica, que permite desear a un tiempo la curación final y definitiva y, mientras tanto, las intervenciones paliativas o de choque, no logran silenciar del todo la sospechosa oportunidad ocasional de defensa de la “paz armada”, de los “ejércitos de paz”, y otras inquietantes expresiones que hacen mal incluso al lenguaje.
En cualquier caso, las dos figuras, la fundamentalista y la pragmática, lo son de lo que hemos llamado pacifismo político; no se circunscriben al discurso moral, sino que tejen su sentido en la confrontación política. Por eso la comparación y valoración de ambas figuras se hace en claves de estrategia y de objetivos políticos, no meramente con referentes éticos y mucho menos estéticos. Las dos opciones se diferencian en sus respectivas ideas de paz social, una ligada a la sociedad sin clases y otra a la democracia real, que implican sendas ideas estratégicas bien diferenciadas. El fundamentalista, que aspira a la paz perpetua, ha de montar su estrategia directa e inmediatamente dirigida a eliminar las condiciones de la misma (que, en el seno del pensamiento comunista, se concreta en las relaciones capitalistas de producción); el pragmático (que referencia al eurocomunista), que se resigna – a menos en un plazo sine die- al ideal de la sociedad pacificada, se contenta con eliminar en lo posible los instrumentos de guerra más inquietantes.
Conforme al discurso del pacifismo político pragmático, que hace suyo Sacristán, lo importante en aquel contexto era la lucha contra la OTAN, y de ahí su propuesta de generar un amplio movimiento social por la paz que tuviera efectos políticos inmediatos: la movilización contra la OTAN y, en especial, la no entrada de España en dicha organización militar, de guerra. Además, esa llamada al pacifismo, que pasa por eliminar sus principales obstáculos –las principales armas de la guerra- debía articularse en una estrategia “pacífica”. Sería a todas luces una estrategia perversa –piensa Sacristán- denunciar a la OTAN como maquinaria de guerra esgrimiendo las armas o movilizando la violencia. La lucha política por (el objetivo de) la paz imponía, según nuestro autor, el posicionamiento (estratégico) pacifista, en su forma de “pragmatismo sensato”. Sacristán enfatizaba la estrategia pacifista en cuanto entendía que en ello se juega la credibilidad del pacifismo: la sinceridad y honestidad de la lucha debía avalarse con las credenciales de la estrategia; en coherencia, creía que en la estrategia pacifista se juega la eficacia de la lucha contra la OTAN. Encontramos en Sacristán, por tanto, una defensa del pacifismo subordinado a una estrategia política. Tal vez algunos acentos del texto, que no podía dejar de reflejar el viejo y eternizado problema interno al marxismo de decidir entre la lucha armada revolucionaria y la democracia como vías alternativas al socialismo, pueden forzar una lectura del mismo que exalte la universalización de la estrategia pacifista; pero una lectura contextualizada del mismo revela que el recurso de Sacristán al pacifismo es estratégico y contextual; es decir, no es una opción meramente ética, pues se argumenta desde una exigencia de la lucha política y no desde una prescripción ética universal.
El discurso de Sacristán, por tanto, nos sirve para caracterizar lo que hemos llamado pacifismo político. Como en el fondo se trata de un uso estratégico del pacifismo, subordinando el mismo a una política bien definida que, si bien incluye el trivial objetivo de la paz va más allá y lo concreta en la emancipación económica y social, su posición difícilmente puede ser considerada como pacifismo genuino, que arropado en el manto sagrado de la paz, elevada a bien absoluto, no se compromete con las formas reales de existencia; el pacifismo esbozado por Sacristán nada tiene que ver con el pacifismo ético tout court, que hace de la neutralidad ante los órdenes políticos y económico su principio sagrado, nueva formulación del “mi reino no es de este mundo”. Por eso he manifestado mis reservas a la hora de hablar de pacifismo político, pues tal vez fuera preferible hablar de políticas por la paz, que usan el pacifismo como algo instrumental.
Sea como fuera, pacifismo político o política por la paz, lo cierto es que la posición de Sacristán pone la lucha política en el puesto de mando. Esto se aprecia en el radicalismo con que distingue y fija la contraposición entre ambos tipos de pacifismo, manifiestamente forzada. Su radical rechazo del pacifismo fundamentalista parece intempestivo, e incomprensible sin la perspectiva estrictamente política del conflicto interno entre eurocomunismo y marxismo-leninismo[7]. Es perfectamente imaginable (y pensable) compartir, con Sacristán, una posición pragmática de lucha por una sociedad pacificada, al mismo tiempo que se mantiene la firme convicción de que la paz será frágil sin profundas transformaciones económicas y sociales, si se quiere, sin revolución, que eliminen las condiciones de posibilidad de la guerra; y tampoco es extravagante, sino todo lo contrario, militar en ese fustigado “pacifismo fundamentalista” y, al mismo tiempo, ser lo suficientemente razonable para comprender la conveniencia estratégica de luchar por objetivos parciales, por la paz finita, por la pacificación precaria, e incluso por las simples treguas. Al fin y al cabo, lo que queremos decir es que, caricaturas aparte, el pacifismos fundamentalista al que alude Sacristán responde a la idea, de recio raigambre marxista, según la cual la reconciliación entre los hombres requiere negar las condiciones materiales de existencia que los enfrentan, -idea ésta que tan bellamente expresara el propio Marx en su metáfora de la violencia como partera de la historia-, y que no es una impostura ser radicales en los principios e inamovibles en los objetivos finales al tiempo que se rinde culto a la flexibilidad, la concreción y la adecuación a las condiciones objetivas en el momento de definir las estrategias.
En cualquier caso, en el texto que comentamos la política determina el tratamiento del pacifismo, sin que en ningún momento se caiga en su sacralización. Las exigencias políticas de aquella mítica coyuntura del referéndum impulsaban la conveniencia de la acumulación de fuerzas y voluntades contra la definitiva consolidación de la OTAN; este debía ser el objetivo prioritario para lo que Sacristán llama el “pacifismo sensato”. Y con esa voluntad de generar un movimiento amplio por la paz apreciaba como obstáculo, o como enemigos, a aquellos “fundamentalistas” que querían ligar la lucha contra la OTAN a la realización de la paz perpetua, es decir, que querían unir la conquista de la paz con la revolución.

3. Pacifismo ético.
Si hemos traído a examen el texto de Sacristán no es para enjuiciarlo, sino en tanto que nos sirve para fijar una idea del pacifismo político o tratamiento político del pacifismo, y así acercarnos a la topografía de esta idea, cuyo uso desenfadado y maleable, al gusto de nuestro tiempo, tiene como resultado un concepto proteico que sirve para cualquier menester. Con esta pretensión, al hilo de su reflexión, hemos distinguidos los dos lugares esenciales del pacifismo: el del ideal social y el de la estrategia política. Esta distinción nos permite, a su vez, diferenciar los conceptos de “movimientos por la paz” y “movimientos pacifistas”, conveniente en nuestra argumentación. El primero alude a posicionamientos políticos que, surgidos como defensa inmediata de la paz, no asumen como principio la naturaleza intrínsecamente pacifista de la estrategia, aunque coyunturalmente puedan recurrir a una estrategia política que haga de su carácter pacífico su rasgo determinante; el segundo concepto, el de movimiento pacifista, designa una actitud ética, tenga o no una proyección política; es decir, no responden a posiciones necesariamente políticas, aunque pueden tener relevantes efectos políticos. Si los movimientos por la paz pueden –y suelen- tener una fuerte componente ética, y los movimientos pacifista pueden –y suelen tener- relevantes efectos político, se comprende las dificultades para su conceptualización bien diferenciada. Dificultades que se acentúan por la ambigüedad añadida por la figuras históricas, que en otros muchos casos ayudan en la clarificación conceptual. Un caso paradigmático es el pacifismo de Gandhi, referente de todo pacifismo ético, en el que la no violencia es elevada a principio moral absoluto que determina cualquier estrategia legítima de acción política, pero que al mismo tiempo –y así acabaría siendo interpretado- en su existencia real no era ni podía ser políticamente neutral. Ciertamente, el pacifismo ético cuando transciende la posición personal y deviene un movimiento social se sitúa siempre en la frontera de la política, tanto por el ideal de sociedad pacífica que postula cuanto por la estrategia pacífica de reivindicación que impone.
Las dificultades de conceptualización diferenciada no han de ser un argumento para la confusión, sino todo lo contrario, han de verse como un reto para un análisis más sutil. Efectivamente, este pacifismo ético propone un ideal de sociedad al cual le es intrínseco la paz perpetua, menospreciando la mera “ausencia de guerra”, la pacificación social o tregua; como ideal moral, es absoluto e irrenunciable, por lo cual es ajeno a toda transacción pragmática e indiferente a toda forma política. De hecho, el pacifismo ético no piensa la paz perpetua de la sociedad como construcción política, sino como mero resultado del cumplimiento de una norma moral individual de no violencia, de tratar a los otros como fines y no como medios; de ahí su carácter absoluto e innegociable; de ahí la no relevancia de la sociedad meramente pacificada; de ahí su neutralidad institucional y social. Y de ahí también que la estrategia sea intrínsecamente pacifista, pues la exigencia deriva de la moral individual y no del ideal social.
Conviene prestar alguna atención a esta doble caracterización del pacifismo. El pacifismo ético incluye tanto el ideal de paz perpetua kantiano como la estrategia de no violencia, norma moral que se prescribe a cada individuo (Recordemos que Kant estaba convencido de que la paz perpetua tenia su realización en la historia, es decir, se construía con recurso a la violencia). No puede confundirse con el genérico deseo de paz universal, mucho más amplio y mucho menos sagrado, que recoge tanto el genérico y ennoblecido amor (cultural) a la paz, en el que confiaba Kant, cuanto el pregnante e instintivo deseo (natural) de paz, contaminado de deseo de vivir, de mera sobrevivencia, en el que insistía Hobbes. Deseo o amor que parecen presentes a lo largo de la historia, del majestuoso proyecto de Pax romana a la más banal pero igualmente reveladora propuesta del mayo parisino de “Hacer el amor y no la guerra”. Sacralizado o naturalizado, el deseo de paz está incluido en todos los movimientos políticos por la paz, sean o no pacifistas; aunque parezca una burla, creo que en cierto sentido hasta los dictadores lo incluyen oficialmente en su proyecto, aunque se trate de la “paz de los cementerios”, imagen que, no lo olvidemos, inspiró el texto programático del pacifismo, el manifiesto “A la paz perpetua”, de Kant.
Lo que intento enfatizar es que el genérico deseo de paz no es un componente esencial de la conciencia “pacifista”; aunque acompañe y esté presente en alguna lucha de los movimientos pacifistas, no es lo esencial al concepto, no es determinante de su acción. El mero deseo de paz no cuestiona la guerra: en pos de la paz en Sarajevo los intelectuales y los pueblos europeos clamaban la intervención armada, aunque fuera, como así fue, como no podía ser de otra manera, la intervención de los norteamericanos. En el caso del pacifismo político, que diferenciamos de la mera voluntad de paz, y que supone la apuesta por una estrategia de lucha pacífica, lo característico es que la voluntad de luchar por la paz se determina circunstancialmente como voluntad de luchar pacíficamente por la paz. Aquí lo relevante es el carácter circunstancial, contextual, del recurso a la estrategia pacifista, pues no es pensable una política que haga del pacifismo un principio eterno. El pacifismo político, pues, sólo es genuinamente pacifista de forma aparente y condicional. El recurso a la estrategia pacífica es “estratégico”, no programático..
En cambio, el pacifismo ético asume como principio sagrado el pacifismo de la estrategia, corolario de la norma moral de la no violencia sobre los otros. El pacifismo ético es genuino pacifismo, pues lo que define a los movimientos pacifistas es la voluntad de buscar la paz, de comprometerse en la construcción de la paz social, sin recurrir a la violencia en ninguna circunstancia. El pacifista ético no sólo prefiere la propia muerte antes de matar a otro sino, lo que es más importante y heroico, renunciando absolutamente a que otros maten por salvarnos. Posición que, como vemos, incluye la idea de que hay en la existencia humana cosas por las que vale la pena morir, si fuere necesario. El pacifismo ético incluye –y exige- la convicción de la absoluta bondad de la estrategia pacifista: sea porque se sublima la no violencia como un valor absoluto, religioso o místico, sea porque se está persuadido de que el menosprecio al dolor y a la vida que incluye una estrategia pacifista acaba siendo un arma más eficaz contra la voluntad de dominio de quienes ejercen el poder que su sofisticado armamento.
Por eso decíamos que el “pacifismo sensato” y “pragmático” de Sacristán no era pacifista en este sentido. Nada tiene que ver con la apuesta genuinamente ética de la opción de Gandhi, elevada a canon del pacifismo ético. En éste la dimensión política de la lucha, que sin duda hace su aparición contaminando la acción, está al menos idealmente subordinada a la toma de posición pacifista, a la sacralización de la no violencia.
Ahora bien, no me parece trivial señalar que la consolidación de esta sacralización del pacifismo ético o de la estrategia de no-violencia, y su recorrido ciertamente exitoso, se ha debido en gran medida a sus efectos políticos, es decir, a que de facto ha podido ser interpretada como una estrategia que triunfó políticamente, lo que está a medio paso de su interpretación como una estrategia política exitosa. Curiosamente, también la estrategia política de la violencia de masas, de la lucha armada, fue en gran parte sacralizada por el éxito del leninismo en la revolución bolchevique. No obstante, creo que la simetría entre ambos casos no es total. En el caso de Lenin (o de Mao, o de Castro…) si no hubiera triunfado habría pasado a la historia como ejemplo paradigmático de que, contra la idea básica de Maquiavelo, del mal no puede derivarse el bien; en cambio, sospecho que si la estrategia de Gandhi no hubiera triunfado sería dominante la creencia de que, simplemente, el mal es muy poderoso y se necesitan nuevos intentos.
Ahora bien, en contra de la idea comúnmente aceptada, ¿tuvo realmente éxito la estrategia pacifista de Gandhi?. La pregunta no es retórica, ni expresa deseos de rizar el rizo. Para ver su sentido deberíamos plantearnos: ¿Qué se entiende por “tener éxito” cuando hablamos del pacifismo de Gandhi?. Lo lógico es que tal éxito refiriera a los objetivos, a los fines. Ahora bien, ¿Cuáles eran estos fines?. Si suponemos que el objetivo del movimiento pacifista de Gandhi era una India justa y pacificada, es difícil cerrar los ojos y no reconocer el fracaso; y, claro está, este fracaso es más obvio y previsible si perseguía, lo que parece ser intrínseco a un movimiento pacifista, el ideal de paz perpetua para su país (o para el mundo). Si, en cambio, suponemos que el objetivo de Gandhi era una India independiente y emancipada del dominio político británico, entonces sí que hay argumentos para aceptar la validez de su estrategia pacifista, aunque en este supuesto su pacifismo formaría parte de la lucha política, sería un “pacifismo político”.
Tal vez Gandhi perseguía ambas cosas. Pero, de facto, consiguió la liberación nacional, y no así la paz interna. Lo cual parece llevarnos a la siguiente paradoja: la estrategia pacifista de Gandhi puede considerarse exitosa si la aislamos del objetivo (ético) de paz y la valoramos (políticamente) con referencia a la liberación nacional; en cambio, es un fracaso si incluimos la paz como objetivo esencial y valoramos la liberación nacional como objetivo político secundario. Lo que nos lleva a concluir que, en rigor, el pacifismo sólo se define desde la estrategia de no violencia, y no desde el objetivo de paz. Podemos afirmar que la estrategia pacifista de Gandhi tuvo éxito, y de ahí su sacralización canónica del pacifismo, sólo en cuanto la aislamos de los objetivos de paz, tanto del ideal de paz perpetua, como del ideal más humano de una India pacificada; tuvo éxito porque sirvió para la emancipación política de la India, no para su pacificación.
Esto nos muestra la dificultad de caracterizar el pacifismo de Gandhi como simplemente ético; y también la dificultad igualmente de pensar la estrategia de no violencia orientada simplemente a la paz. El problema filosófico y político del pacifismo es, a nuestro entender, el problema de la estrategia pacifista; o, para formularlo de forma más general, el problema del recurso político a la violencia y a las armas. La guerra, tal como nos la representamos en nuestro imaginario colectivo, no es lo otro de la paz, no agota el objeto a batir por el pacifismo; el pacifismo extiende su rechazo y enfrentamiento a cualquier forma de presencia de la violencia en política, en cualquiera de sus escenarios, incluso en aquél en que se gesta la lucha contra la violencia.
Este desplazamiento de la reflexión sobre el pacifismo desde el horizonte de la guerra al de la violencia no es trivial. Desde la aparición de los Estados, y salvando las situaciones de guerra civil, la paz quedó garantizada en su interior y la guerra continuó en el horizonte exterior, legitimada por el derecho de gentes. En esta perspectiva, el pacifismo quedó proyectado a las relaciones entre estados, perdiendo definitivamente los lugares interiores como campo para su intervención, excepto cuando, en una crisis interna con fraccionamiento y guerra civil, toma sentido el pacifismo intraestatal. Este desenfoque, aunque comprensible, no es favorable para la autoconciencia. Por eso queremos enfatizar nuestra idea de que el pacifismo es el rechazo de toda estrategia de violencia en política, siendo su actual dimensión internacional y focalizada en la guerra una mera contingencia. En otras palabras, creo que la problemática del pacifismo es una variante del problema maquiaveliano de recurrir al mal (estratégico, fuera del control ético) para garantizar el bien (la comunidad civil y ética). Este es, en el fondo, el único problema filosófico en relación con el pacifismo.

4. Pacifismo estético.
Hace un par de años Gustavo Bueno publicó, en plena campaña contra la guerra de Irak, su artículo “Síndrome del Pacifismo Fundamentalista”[8]. Quien sea capaz de leer el texto olvidándose de su autor, cosa nada fácil, posiblemente llegue a la conclusión de que es un fino paño para un burdo sayo. Con ello quiero decir que me parece una crítica lúcida, brillante, que inicia la apertura de un nuevo campo a la reflexión filosófico política; pero que, al mismo tiempo, cosa sólo comprensible por las obsesiones personales del autor, dilapida su potencial analítico y crítico convirtiendo el texto, paradójicamente, en un repetido gesto de rechazo de “las izquierdas” (como él mismo dice, la dispersa, la divagante y la extravagante) y en una defensa de algo tan indecente e indefendible como la decisión bélica de las Azores.
La tesis de G. Bueno articula diversas ideas que en conjunto describen lo que llama el SPF, el “síndrome del pacifismo fundamentalista”. Una de ellas es la específica novedad del fenómeno, que supone un verdadero salto cualitativo respecto al tópico deseo de paz. Viene a decir que, si bien al culto a la paz es tan antiguo como la existencia política de la especie humana, cual proyección ideal negadora de lo eterna e intrínsecamente presente en la sociedad, nunca ha adquirido una relevancia como en los tiempos actuales, en que asistimos a un salto cualitativo en la génesis del sentimiento por la paz. Salto cualitativo por la intensidad con que se vive: “Pero nunca ha habido una serie de manifestaciones públicas a favor de la Paz y con el No a la Guerra, tan intensas, masivas, continuadas y extendidas por las más diversas ciudades del planeta como las que se están produciendo en los meses del invierno y primavera del año 2003. Se trata por sus características de un fenómeno nuevo, sin perjuicio de los “brotes precursores”, suscitado por la guerra del Irak, y que se hace presente durante algunas horas del día (a veces también del anochecer), y con gran riqueza de sintomatología fija y variante”[9]. Y salto cualitativo por la “heterogeneidad de los sujetos afectados”, uniendo a profesiones, sexos, edades, partidos políticos, opciones religiosas, presentándose por tanto como un fenómeno por encima de las diferencias sociales, políticas y de clase.
Creo que esta mirada incisiva es un buen punto de partida desde el que preguntarnos cómo y por qué se ha llegado a esta espontánea y universal adhesión al “no a la guerra” que se filtra por el tejido social, a esta evidencia de la bondad absoluta de la paz, de toda paz, de cualquier paz, de la paz perpetua. Y así lo hace Bueno, que se pregunta: “¿Cómo se ha llegado a la situación, que consideramos característica de SPF, según la cual el no a la guerra concreta del Irak se identifica, por parte de millones y millones de personas, con un no a la guerra en general y, por tanto, con un sí a la Paz, a una paz perpetua universal y transcendental, que se justifica, al modo fundamentalista, en nombre de la Humanidad, es decir, con una exigencia que dice proceder de las mismas entrañas del Género Humano?”. La pregunta tiene tanto más oportunidad y sentido si, como indica G. Bueno, recordamos que el síndrome arraiga especialmente en sociedades de tradición secular belicista, todas ellas con ejércitos permanentes, lanzadas a una voraz carrera armamentística que no excluye las armas atómicas, organizadas en eficaces alianzas militares (OTAN). Y podemos añadir, para incrementar la perplejidad ante este síndrome pacifista, que estamos en sociedades que han hecho bandera de la crítica, del antidogmatismo, del antifundamentalismo, de la duda escéptica contra “todo tipo de evidencias axiomáticas o de revelaciones arcangélicas”. Esta doble vía de perplejidad, es decir, que el nuevo fundamentalismo pacifista surja y crezca en sociedades a la vez belicistas y escépticas, contribuye a dar relevancia y atractivo a la pregunta. Porque, en definitiva, nos invita a dirigir la mirada filosófica a la aparición de una nueva conciencia social, mejor aún, de una nueva ética que pugna por hegemonizar la existencia humana del inaugurado milenio; nueva conciencia que presumimos generada por nuestras sociedades pero que, al menos aparentemente, parece rebelarse contra sus propios principios.
Lamentablemente para nosotros, la reflexión de G. Bueno toma el derrotero de caracterizar este pacifismo como “falsa consciencia” y denunciarlo “conciencia culpable”, en vez de afrontar la tarea de pensar qué cambios sociales, culturales y representacionales se están dando, hacia adonde van y a quienes sirven. De ahí que le preocupe más “plantear el problema de la génesis y rápida cristalización, al menos aparente, durante estos meses, de ese nuevo consenso universal en torno a la paz perpetua, en la medida en que es vivido precisamente como una evidencia inmediata e indiscutible por todo aquel que cree representar los intereses mismos del Género Humano”[10], que pensar la universalización y absolutización de la consciencia pacifista como un proceso histórico estructural de más calado, que responde a procesos sociales y culturales más complejos y constantes, irreductibles a coyunturas políticas por relevantes que éstas hayan sido para nosotros. Nos parece que poner la guerra de Irak, incluso las teleguerras de las últimas décadas, como causa determinante del cambio de consciencia ética, es una ilusión inmediatista; del mismo modo que denunciar la nueva posición ética porque se hace a costa de sacrificar la consciencia política equivale a quedarse en la mera constatación del fenómeno, como si las fugas éticas no pudieran ser formas sofisticadas de la dominación. Nuestra tarea como filósofos –que Bueno abandona para servir, ignoro las razones pero no creo que sean mercenarias, a Aznar y a Bush- ha de consistir en pensar los movimientos de fondo que posibilitan que, efectos de superficie como Irak, simbolicen la aparición de una nueva época; la tarea que a mi entender hoy compete a la filosofía es, precisamente, comprender por qué la política, el sistema de dominación y reproducción del capitalismo contemporáneo, determina que sea lo ético (y, con más rigor, un determinado tipo de ética, estetizante y sin moral) la expresión de los posicionamientos políticos, y las implicaciones de esos desplazamientos para quienes soportan sobre sus hombros los efectos de la estructura. Si no se hace así, si se elige el camino de G. Bueno, se llega al sitio maldito de donde se pretendía huir, al ojo de Dios, condenando a la realidad, a los seres humanos, porque no van por donde deberían ir. Y eso es así aunque se cite a Indalecio Prieto, a su afortunada idea durante la guerra franquista: “Nada puede hacerse ante un batallón de requetés recién comulgado”. Y es así aunque G. Bueno añada con sutiliza y gracia: “Nada puede argumentarse ante una procesión de artistas, cristianos, comunistas, socialistas, estudiantes, “recién comulgados” con la evidencia de la paz perpetua de la humanidad. Sólo puede esperarse a que la fase aguda del síndrome comience a calmarse, a que los manifestantes y los políticos dejen de gritar “¡Paremos la guerra!” incluso después de la toma de Bagdad”[11].
Creemos que Bueno comete un lamentable doble error, al caracterizar este pacifismo contemporáneo simultáneamente de fundamentalista y de efecto de coyuntura. Que no es fundamentalista, y por tanto necesita de otra interpretación, lo prueba el hecho de que ya está olvidado, de que en Irak sigue la guerra, hoy más cruel y destructiva que antes, y los gestos se han retirado; más que fundamentalista, que supondría responder a una concepción ideológico política fuerte, cerrada, de base ontológica esencialista, es un sentimiento efímero, fragmentado, ocasional, que se esconde y reaparece con efectos y ritmos que hay que describir e interpretar con sutileza. Y que no es mero efecto de coyuntura lo muestran, precisamente, sus frecuentes reapariciones ante distintos escenarios, su diseminación por el dominio de las prácticas, su presencia en formas metamorfoseadas en los vericuetos del espacio público, lo que invita a pensarlo como acontecimientos que si bien no responden a una esencia, sí expresan una nueva forma de ser en el mundo. Es decir, necesitan ser pensados desde otra ontología del ser social, no de la esencia sino de la contingencia, no de la regla sino de la voluntad, no del deber sino del sentimiento.

5. Pacifismo contemporáneo.
Las reflexiones anteriores nos permiten extraer algunas ideas favorables a esta tentativa de pensar el pacifismo en el nuevo contexto del capitalismo del consumo. Parece obvio que hoy la oposición a la OTAN, que al menos formalmente mantiene el pacifismo político remanente, tiene poco o nada que ver con los presupuestos y los sentimientos del pacifismo contemporáneo. No es, ciertamente, una prueba definitiva, pero es un argumento empírico fuerte el hecho de que hoy la OTAN aparece más aceptada e incuestionada que nunca. Como es un argumento fuerte que la guerra de Irak, que tantas movilizaciones en contra suscitara, continúa con tanta muerte y destrucción como en los días de “guerra clásica”, en los momentos de la invasión, mientras que el pacifismo del “no a la guerra” ha perdido presencia en la escena pública, mutándose en reapariciones fragmentadas y diseminadas en que la espontaneidad y discontinuidad en lugar de expresar su miseria expresa su esencia.
Esto nos lleva a pensar que el pacifismo de hoy en día no es político (aunque pueda tener ocasionalmente efectos políticos) no responde a una estrategia política pacifista, que implicara posiciones antibelicistas, antimilitaristas, anti-armamentistas, anti-OTAN, y con la mirada puesta en una sociedad alternativa. También consideramos que este pacifismo no responde a la idea antes descrita del pacifismo genuinamente ético, aunque contenga elementos de una conciencia moral cuya ontología deberíamos descifrar con más precisión. Por último, pensamos que no puede reducirse simplistamente a ese pacifismo del “síndrome” que el profesor Bueno describiera, aunque parece innegable la presencia en el mismo de huellas de banalidad. El pacifismo de hoy es otra cosa, tiene otra etiología y otra función, le gusta verse apolítico, no responde a estrategia ni a fines bien definidos, se comporta con valores y exigencias éticas muy peculiares, es discontinuo y fragmentado... En definitiva, precisa de una caracterización actual.
En esta perspectiva, más allá de la oportunidad política, y para realmente comprender el juego político del pacifismo contemporáneo, creo que es necesario situarlo como una manifestación más, muy significativa y relevante, del desplazamiento de la consciencia ética que anuncia y culmina la crisis del humanismo. Creo que conviene situar la reflexión sobre el pacifismo en el peculiar contexto ético- político y cultural contemporáneo, resultado del progresivo e implacable declive del humanismo moderno, moralista y ascético (proyecto ilustrado del capitalismo productivista, burgués), ante el auge de una ética estetizante que toma forma social en el humanitarismo, (forma de consciencia del capitalismo del consumo, postburgués, de nuestros días). Aparición, por tanto, de una nueva conciencia ética, que abandona su dimensión moralizante y se metamorfosea en figuras estéticas; que renuncia a las reglas y se viste de sentimientos. Una nueva consciencia que, al mismo tiempo, con su atavío apoliticista escenifica el simulacro de primacía de lo ético sobre lo político, enmascarando así el necesario realismo político, ayer defendido y hoy insoportable, de un orden socioeconómico que no puede existir sin la dominación, la exclusión y, en definitiva, la violencia.
Si precisamos la mirada, hoy el pacifismo es menos rechazo de la violencia (aunque sea su eslogan habitual) que rechazo del dolor. Nuestra sociedad soporta bien la violencia, que ejerce insensible como lógica de supervivencia; lo que nuestra conciencia no soporta es el dolor, ni en nosotros mismos ni en los otros. Si rechaza la violencia es sólo en tanto que genera dolor; y como el dolor es visible o no es, la única violencia que se rechaza es la que está en la base del dolor visible. El dolor que produce la guerra es más visible que el de la exclusión; el de la violencia doméstica más visible que el de la silenciada desigualdad en la familia.
Rorty expresa toda la actualidad del momento cultural al proponer una ética basada en un solo principio: el rechazo del dolor, que entiende natural al ser humano, que por tanto es espontáneo y no necesita ser prescrito como deber, cosa hoy inaceptable, según el norteamericano, en una filosofía desepistemologizada y definitivamente contextual. El pacifismo contemporáneo se funda en el rechazo universal del dolor, en su expulsión de nuestro espacio de consciencia, es decir, especialmente del espejo mass-mediático donde lo visualizamos, sea en imágenes de Afganistán, Irak o Txetxenia, sea en pateras naufragadas o trópicos desbaratados por el seismo. ¿Muros de exclusión? ¡Ni en Berlín ni en Palestina!. Y menos las alambradas de Ceuta y Melilla, que irritan nuestra alma humanitarias, pero que siguen allí, creciendo, multiplicándose, legitimadas con el ritual de rechazos emocionales ocasionales.
No me propongo aquí, al menos como objetivo explícito, argumentar un juicio de valor sobre esta apuesta general por el pacifismo como rechazo del dolor; de todas formas no cesaré de ejercer mi derecho a la sospecha sobre el imperativo pacifista que domina la escena, sobre la elevación de la paz y la no violencia a valor ético evidente, inmediato y absoluto, preguntándome si su aureola de santidad no es la máscara de una forma de consciencia histórica, contextual, como toda moral dictada desde fuera, que pinta el espejo que no queremos ver. La intensidad con que se viven los imperativos pacifistas, la indiscutibilidad con que se asume su certeza, incluso la universalidad de la heterogénea audiencia que los comparte, lejos de ser avales inefables de su verdad pueden ser meras figuras del valor de cambio que esconden la finitud y la particularidad a que sirven.
Para mostrar la pertenencia del pacifismo a la nueva ética y, por tanto, para presentarlo en el contexto del humanismo argumentaré dos tesis. Con la primera defenderé que el humanismo moderno no fue pacifista, no excluyó de la estrategia política la violencia y el dolor; su amor a la paz, su apuesta decidida por ella, no conlleva la asunción de una estrategia pacifista, del mismo modo que el espacio que su ética reserva a la caridad, la piedad o la compasión, contenidos genuinamente humanitaristas, no afectan la esencia de su humanismo. Con la segunda tesis defenderé que el pacifismo es el componente esencial del humanitarismo, en el sentido de que expresa con más intensidad su contenido ético y su función política.

6. Humanismo no pacifista.
Puesta la esencia del pacifismo en la estrategia política, creo que podemos argumentar que el humanismo moderno, ilustrado, no fue pacifista. Es innecesario insistir en que no es incompatible con el ideal de paz; pero el rechazo absolutode la violencia no forma parte de sus principios. Ilustraremos esta tesis al hilo de la reflexión de algunos autores.
6.1. (Rousseau: el humanismo del hombre emancipado). Las idea de Rousseau sobre la paz y la guerra están bellamente sintetizadas en un capítulo de su obra Del contrato social, que no arbitrariamente trata “De la esclavitud”[12], es decir, de la situación de máxima violencia ejercida por unos hombres sobre otros. Comentando aquella curiosa idea de Grocio según la cual si un particular puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un señor, del mismo modo puede ocurrir con un pueblo entero, el ginebrino se pregunta: “un hombre que se hace esclavo de otro no se da, se vende, se vende al menos por su subsistencia; pero un pueblo, ¿a cambio de qué se vende?”. La paz, viene a decirnos, puede ser la paz de los cementerios, ¿y qué valor tendría?. “También se vive tranquilo en las mazmorras: ¿basta para sentirse feliz en ellas?. Los griegos encerrados en la cueva del Cíclope vivían en paz, esperando el turno de ser devorados”.
Textos como estos aparecen con abundancia en las páginas de sus escritos. Todos ellos sirven para ilustrar que Rousseau no apuesta de forma incondicional por la sociedad pacificada; hay cosas más importantes que la vida, parece decirnos: la vida digna, la vida humana, la vida en libertad. Ni siquiera manifiesta entusiasmo alguno por la paz perpetua. Para sospechar de ella no necesitaba el ginebrino nuestro contexto actual de la ingeniería genética, en el que A. Huxley sitúa su “mundo feliz”, en el que de forma efectiva pueden eliminarse las condiciones de posibilidad de todo conflicto, de toda lucha, de toda guerra, convirtiendo a los individuos en seres condenados a la paz. Son suficientes sus sospechas del papel seductor de la razón, capaz de “tender guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro” que atan a los hombres, capaz de conseguir el prodigio de que, nacidos para la libertad, se acostumbren y acaben amando su servidumbre. Le basta al filósofo ginebrino la imaginación para no soñar con un orden político en el que la guerra sea imposible y para aspirar, en cambio, al ideal de sociedad justa, reino de la libertad y la igualdad, aunque la aventura se tome su precio en dolor y sangre; una sociedad en la que la paz, ¡qué duda cabe!, tiene reservado un lugar de privilegio, pero a la que el pacifismo no le es intrínseco, ni en su génesis (estrategia) ni en su propia esencia (derecho a la guerra como derecho de gentes).
Bien mirado, el estado definido por el contrato social hace las veces de sociedad pacificada, y se caracteriza porque ha desaparecido la guerra, aunque no la posibilidad de la misma siempre amenazante en el horizonte. Aunque el estado que instaura el contrato social, eliminando la dominación de los seres humanos por otras voluntades particulares, supone la expulsión de la guerra del seno de la comunidad política, la violencia no desaparece de su horizonte. Por un lado, porque el riesgo de violencia interior, e incluso de guerra civil, está siempre abierto, porque la esencia misma del estado, la voluntad de imponer la voluntad general sobre voluntades particulares, nunca se consolida definitivamente; por otro lado, porque resta la perspectiva de la guerra entre estados, auténtica forma de la guerra moderna, pues “la guerra no es una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la que los particulares sólo son enemigos accidentalmente, no como hombres y ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados”.
No sabemos qué pensaría el ginebrino de esta guerra contra Bin Laden o contra Al-Qaeda, ya que pensaba que “cada Estado no puede tener como enemigos sino otros Estados, y nunca a hombres, nunca a particulares”. Lo que sí sabemos es que el pacifismo fundamentalista, como principio ético absoluto, universal y evidente, no forma parte de su ideario. Y como la propuesta rousseauniana de hombre emancipado, política y económicamente liberado, dueño de su destino de la única forma que puede serlo, como ciudadano de una república independiente, es una propuesta genuinamente humanista, parece que podemos concluir que al humanismo, al menos al de Rousseau, no le es intrínseco el pacifismo.

6.2. (Kant, historia y guerra). Tampoco Kant, que tuvo la fortuna de teorizar el ideal de paz perpetua, y a quien se le reconoce con justicia haber definido el humanismo moderno, el ideal ilustrado de hombre que piensa por sí mismo y que autodetermina su voluntad autónoma de acuerdo con el deber, fue un pacifista en el sentido estricto que hemos definido. De hecho el título de su folleto, como es bien sabido, tiene su cara irónica, pues está inspirado en la inscripción “A la paz perpetua” que figuraba bajo una representación pictórica de un cementerio. Bien podríamos tomar esta anécdota como referencia a que tal vez ese sea el lugar natural de la paz perpetua. De hecho Kant, comentando la inscripción, deja en el aire la respuesta de si la misma se dirigía provocadoramente a los gobernantes, “nunca hartos de guerras”, ajenos a esa diosa seductora, o a los filósofos, “entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz”[13], proclamando una eterna profesión de fe a un fantasma. Seguramente no falta ironía en esa doble referencia: al cinismo de los gobernantes, recurriendo a la guerra en nombre de la paz, y a la tentación angélica de la filosofía, refractaria a asumir la legitimidad de recurrir al mal (y el mal político es la guerra y la violencia) para conseguir y defender el bien (y el bien político es la comunidad ética de hombres libres). En cualquier caso, lo que aquí queremos resaltar es que el folleto de Kant, aunque incluya una declaración de amor a la paz perpetua, lo relevante es que incluye una estrategia nada pacifista para conseguirla, y una situación final de paz perpetua que, tal vez a su pesar, sólo es pensable manteniendo el conflicto y la violencia en su horizonte, cosa que empaña el ideal.
Ya en los artículos preliminares, que tratan “de una paz perpetua entre los Estados”, concretamente en el 3º, tras afirmar que “los ejércitos permanentes –miles perpetuus- deben desaparecer por completo con el tiempo”, por ser una incesante amenaza de guerra y por ser inmoral “tener a gente a sueldo para que mueran o maten”, nos dice: “Muy otra consideración merecen, en cambio, los ejercicios militares que periódicamente realizan los ciudadanos por su propia voluntad, para prepararse a defender su patria contra los ataques del enemigo exterior”. Lo que quiere decir, en definitiva, que mientras exista el horizonte de guerra, el pacifismo está excluido de la propuesta kantiana. ¿Puede pensarse el pacifismo como conciencia propia de la paz perpetua?. Pensamos que no, y enseguida lo argumentaremos.
Kant acepta que, mientras la historia llega a su final, el estado de guerra es intrínseco a la relación entre estados; y ya sabemos que la historia es el lugar donde se realizan, por la fuerza, la violencia y la sangre, los preceptos de la razón práctica que los hombres no escuchan y, cuando lo hacen, no obedecen. Por tanto la guerra no sólo es inevitable, sino que en la dimensión histórica de la existencia humana es necesaria. Tan necesaria y útil que Kant la pone como origen de las instituciones políticas más sagradas para él, como el derecho y el Estado. En el fondo es la guerra la que hace realmente necesaria la organización política del mundo conforme a la paz perpetua.
Tanto es así que buena parte de su reflexión se orienta no a deslegitimar la guerra, sino a poner límites a su barbarie; límites que, contra lo que cabría esperar, no responden a una conciencia moral pacifista, sino que vienen exigidos por la necesidad de posteriormente construir la paz. Así nos dirá que, en la guerra entre estados, éstos no deben hacer “uso de hostilidades que imposibiliten la recíproca confianza en la paz futura” (Art. 6). Es decir, no deben recurrir a estrategias de crueldad o indignidad que hagan imposible la confianza necesaria mañana para la paz. Kant aspira a que no se vea en la guerra un simple acto conforme al derecho de gente, sino que se la interprete como mecanismo de la historia para llevar a los hombres hacia una vida racional. Desde este punto de vista se justifica su consejo de intentar conseguir la victoria sin recurrir a medios que nieguen su sentido histórico y la conviertan en simple e intrascendente acto de fuerza.
Que la paz perpetua incluye una estrategia (y, como vemos, una estrategia que no excluye la violencia, sino que la exige) se revela de forma iluminadora en los “Artículos definitivos de la paz perpetua entre Estados”. En el artículo primero se postula que “la constitución política debe ser en todo los Estados republicana”[14]. Una constitución, como Kant dice, que añade “la pureza de su origen, que brota de la clara fuente del concepto de derecho”. El papel que otorga a los estados es la clave de su pensamiento respecto a la paz. De hecho la paz perpetua es una estrategia de instauración de un nuevo orden internacional, basado en la “federación de Estados libres”. Kant recalca que sería “una Sociedad de naciones, la cual sin embargo no debería ser un Estado de naciones”. Tesis muy importante, que merecería especiales consideraciones, y que nos llevaría a ver sus múltiples implicaciones, muchas de ellas con resonancias actuales en nuestro país. Seguramente si el objetivo final fuera la paz absoluta y definitiva, es decir, si Kant fuera consecuente con su propia idea de paz perpetua, habría de haber sacrificado el estado nacional en un estado mundial en vez de salvarlo en la figura de una federación de naciones, como acertadamente le reprocharía Hegel.
La idea kantiana de federación muestra muchos puntos frágiles. La federación, en tanto que propuesta estratégica de paz, pues está llamada a garantizar el derecho y la paz entre los Estados como estos hacen respecto a sus particulares, no puede eludir cierta similitud funcional con el estado. Si estos son puestos como la forma política de la paz interior, parece razonable que la forma política de la paz exterior fuera similar. Pero, para salvar la soberanía del estado, cuestión teórica y prácticamente irrenunciable en Kant, ha de definir dicha federación de forma ambigua. Por un lado, es una autoridad supraestatal, exterior, que determina a los estados; pero, por otro, ha de ser distinta en esencia y fundamento a la autoridad del estado en el interior, pues éste no reserva soberanías para sus partes y aquella ha de respetarla de forma absoluta. La eficacia pacificadora de la federación parece que le vendría de su dimensión de estado, es decir, de aquello que en ella es semejante al estado; pero, al tratar de salvar la absoluta soberanía de los estados que integran la federación, perpetuando la posibilidad del conflicto entre ellos, se acentúan las sombras de su eficacia pacificadora.
Este problema no es una laguna de su teoría; es su teoría. La arquitectura de su federación no es, ni puede ser, un estado universal o mundial; es una Federación de estados libres y soberanos, que tienen en su derecho su fundamento y su legitimación, tal que en el lazo federativo sólo buscan una estrategia útil para dirimir los conflictos sin violencia. Kant al menos no elude los problemas, y dice coherentemente que “la manera que tienen los Estados de procurar su derecho no puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de ser la guerra” (Art. 2º). Además, a diferencia de los individuos, sometidos a la “máxima de derecho natural” de salir del estado de guerra y anarquía, los estados no están sometidos a una máxima semejante. Las naciones no están obligadas por derecho natural a buscar la paz: “los Estados poseen ya una constitución jurídica interna y, por tanto, no tienen por qué someterse a la presión de otros que quieran rededucirlos a una constitución común y más amplia, conforme a sus conceptos del derecho”. O sea, no hay una prescripción del derecho de gentes de formar un estado universal; la voluntad de paz, por tanto, tomará la forma de alianzas y pactos en la dirección de una federación de naciones.
Kant insiste, tal vez consciente de que es un punto débil, en que esta federación no es un mero tratado de paz, en cuyo caso sólo aplazaría las hostilidades; la federación, nos dice, las disuelve, las hace imposibles. Pero, a pesar de esta insistencia, y tal vez por ella, no desaparece nuestra sospecha de que la paz no puede derivarse del concepto mismo de federación tal como lo define. Porque, como él mismo dice, “esta federación no se propone recabar ningún poder del Estado”; pretende sólo “mantener y asegurar la libertad de un Estado en sí mismo, y también la de los demás estados federados, sin que éstos hayan de someterse por ello… a leyes políticas y a una coacción legal”. Con esa reserva de soberanía estatal, ¿cómo convencernos de la desaparición de la posibilidad de guerra?. Aunque Kant sitúa esta federación en un proceso acumulativo, creciente, por convencimiento de las ventajas de la misma, la guerra no parece desaparecer del horizonte ni siquiera acabado y universalizado el proceso: la autonomía de los Estados, la ausencia de un poder exterior a los mismos, principio sagrado de la propuesta kantiana de federación, hace que la paz se asiente en terreno inestable.
Por tanto, y cerramos este comentario, Kant no es pacifista en el sentido de pacifismo que hemos acotado, es decir, no defiende una estrategia pacifista, sino todo lo contrario; además, la paz perpetua, casi más que un ideal final es una estrategia política de construcción de una federación, proceso que en sí mismo no es pacifista. Por último, la federación no borra del horizonte la guerra, lo que implica que, en coherencia, no puede asumir estrategias absolutas de desarme.

6.3. (Hegel: el Estado universal). Acabaremos este recorrido con un breve comentario sobre Hegel, mostrando igualmente su indiferencia hacia el pacifismo. Podría objetarse esta inclusión en cuanto no es pertinente para la argumentación general de este capítulo, pues Hegel no es un humanista y nuestra reflexión estaba destinada a mostrar cómo el humanismo moderno no incluye el pacifismo como uno de sus principios éticos. Valga. No obstante, la propuesta hegeliana de un estado universal, que corrige a la federación kantiana, nos sirve para completar y dar relieve a la posición de Kant que hemos descrito.
Hegel entendía la guerra como un procedimiento para dirimir los conflictos ajeno a cualquier regulación moral o jurídica. Su teoría, expuesta en sus Principios de Filosofía del Derecho, deriva de su concepción del derecho internacional, que en lo que aquí nos interesa es coincidente con Hobbes, Rousseau o Kant. Entiende que puesto que la relación entre los Estados “tiene como principio su soberanía, los Estados están entre sí en estado de naturaleza, y sus derechos no tienen su realidad efectiva en una voluntad universal que se constituye como poder por encima de ellos, sino sólo en su voluntad particular. Aquella determinación universal permanece por lo tanto como un deber ser, y la situación real será una sucesión de relaciones conforme a los tratados y de aboliciones de los mismos”[15]. La ausencia de ese poder supraestatal hace que los Estados estén entre sí como en “estado de naturaleza”. La idea kantiana de paz perpetua, sustentada en el orden de una federación de Estados, que actuaría de árbitro en las disputas, previniendo de este modo la guerra, presupone un acuerdo de los Estados, o sea, presupone la soberanía de la voluntad particular de cada Estado. Por tanto, sentencia Hegel, sería una paz afectada siempre por la contingencia. Y tiene toda la razón del mundo.
O sea, en la medida en que no haya acuerdos, “las disputas entre Estados sólo pueden decidirse por la guerra”[16]. Y los motivos de conflicto serán múltiples, variados y relativos a la individualidad de cada Estado. Como dice Hegel, en cuanto “entidad espiritual”, un Estado “no puede contentarse con considerar meramente la realidad de la lesión, sino que como causa de sus desavenencias se agrega la representación de un peligro que amenaza desde otro Estado, con la evaluación de la mayor o menor verosimilitud, las suposiciones acerca de los fines que se persiguen, etc.”[17]. Es decir, será cada Estado quien valore y decida la conveniencia de la agresión o la respuesta, sin que haya tribunal moral o jurídico desde donde legitimar o deslegitimar su acción; en estado de naturaleza, como dijera Hobbes, se está por definición fuera del escenario de la moralidad, la justicia o la legitimidad. Hegel lo dice con contundencia: “El bienestar sustancial del Estado es su bienestar en cuanto Estado particular, con su situación y sus intereses determinados y en las peculiares circunstancias exteriores… El gobierno es, por tanto, una sabiduría particular y no la providencia universal; y el fin en la relación con otros Estados y el principio para determinar la justicia de la guerra y los tratados no es un pensamiento universal (filantrópico), sino el bienestar efectivamente afectado o amenazado en su particularidad determinada”[18].
No estamos obligados, sin duda, a asumir el punto de vista hegeliano como criterio de autoridad; pero sí lo estamos, qua filósofos, a pensar el reto que nos ha lanzado. Desde un mundo como el nuestro, que ha renunciado felizmente a la trascendencia, y en que no cuestionamos de forma suficiente la soberanía de los estados, la guerra no puede ser pensada como ilegítima; puede pensarse como indeseable, pero no como ilegítima. La ilegitimidad sólo sería pensable desde un estado universal, (o, al menos, desde una idea de derecho universal transcendente) en cuyo escenario la guerra entre estados particulares sería una guerra civil, y tan ilegítima como en el derecho particular de un estado. Ese estado universal, lejano e indeseable, deja el “derecho universal transcendente” como única esperanza. Ahora bien, ni la filosofía contemporánea, confesionalmente autoreferencial e inmanentista, ni los procesos reales de construcción de la Federación (valgan los ejemplos de la ONU o la UE), parecen favorables a esa sumisión del Estado a un orden político internacional que, asumiendo la legitimidad del monopolio del uso de la fuerza, diera un paso a la paz perpetua. Decimos “un paso”, pues en ese Orden Internacional, como en el estado actual, el ejercicio del poder no excluye la violencia.

7. La deriva humanitarista.
Argumentada la tesis de que el pacifismo político no es intrínseco al humanismo moderno ilustrado, se trata ahora de valorar si el nuevo pacifismo se corresponde con el humanitarismo, forma de conciencia ética de nuestro tiempo que brota entre las piedras del antihumanismo teórico y práctico. Para situar la reflexión, permítanme relatar una experiencia reciente, cuando reflexionaba en una clase de Filosofía Política sobre la crisis del proyecto humanista. Intentaba hacer comprender a mis alumnos que el proyecto sartreano de un “humanismo sin esencia” fue el último intento para salvar lo insalvable del naufragio, el último gesto de resistencia antes de que el antihumanismo se instalara en el palacio de invierno de la filosofía. Y trataba de explicarles que la imposibilidad de pensar el proyecto humanista una vez se abandonaba la ontología de la esencia simplemente anunciaba la imposibilidad de una consciencia empírica humanista en las nuevas condiciones de vida que impone el capitalismo contemporáneo. Entre preguntas y matizaciones recurrí a una imagen, que se me ocurrió espontáneamente, y que a pesar de su tosquedad sirvió al menos para ordenar el escenario de reflexión. Vine a decir: “La moral humanista puede representarse por la figura de las Brigadas Internacionales; la ética humanitarista por la del telemaratón solidario”.
No ignoro la componente retórica de la imagen, pero debidamente matizada la sigo considerando propedéuticamente adecuada para situar el problema y estratégicamente útil para reflexionarlo. Las dos figuras de la imagen sirven para escenificar la tensión entre dos formas de consciencia que pugnan por la primacía práctica. El gesto del militante de las Brigadas Internacionales ejemplifica bien la moral humanista, ilustrada, kantiana, del deber con uno mismo y con los demás, con la propia excelencia, con la del prójimo y con la de los otros (distantes en la diferencia); responde a una nítida consciencia de compromiso con una idea del ser humano, de su libertad, igualdad e independencia. Se trata de un gesto que incluye la consciencia de que el deber moral es una forma de autodeterminarse (la única humana) y una forma de existir (la única digna): y por ello justifica que se ponga en riesgo la propia vida por una idea y, sobre todo, que uno esté dispuesto a matar por ella. La moral del brigadista implica una idea de autoconstrucción del sí mismo comprometida con los otros; implica la certeza de que el acceso a la humanidad se juega en una amplia, compleja, ilimitada partida en la que sólo hay victorias y derrotas colectivas, universales, en las que no cabe la salvación personal. Por eso la paz perpetua sólo es pensable en un mundo articulado en federación universal de estados; por eso el internacionalismo era un principio estratégico esencial del socialismo, cuya existencia sólo podía ser pensada en su forma universalizada.
El gesto, por el contrario, del participante en el telemaratón solidario (como el de quien ejerce la solidaridad consumiendo en tiendas de “comercio justo” o mediante el consumo de Coca-Cola, un céntimo de solidaridad por cada unidad, un céntimo de alivio del dolor del otro mientras se disfrutan unos minutos de placer, ¿quién da mas?), sea enviando algún dinero a una cuenta corriente, sea, si se es famoso, enviando una corbata, un bastón o cualquier atavío personal subastable, responde sin duda a otra conciencia del compromiso con las ideas y con los hombres, consigo mismo y con los otros. Se trata de una nueva consciencia que, se explicite o no, presupone a los seres humanos como individuos sin deberes, ni para consigo mismo ni para con los otros (y mucho menos, lo veremos, para con la patria o con la humanidad); sin deberes con la propia excelencia ni con la de los demás. Se trata de una representación de la vida humana sin destino que cumplir ni esencia que realizar, sin compromiso con las personas o con las ideas, más allá de los libremente asumidos en los pactos mercantiles, sin cuyo respeto se quebraría el sistema productivo. Se trata, por tanto, de una representación de lo social en la que se interpreta el gesto solidario como una donación gratuita, ocasional, espontánea, que no está motivada por una regla moral, y mucho menos por el reconocimiento del derecho de los otros a vivir dignamente, sino por un sentimiento de amor (sinónimo de compasión, piedad, misericordia) que, ya se sabe, se tiene o no se tiene, pero no puede exigirse; un sentimiento que se alaba, que la nueva consciencia ética elogia y estimula, pero sin prescribirlo como deber, sin exigirlo; un sentimiento cuya posesión puede considerarse incluso gratificante, por lo cual vale la pena cuidarlo y evitar la sequía del alma, pero cuya ausencia no implica mala consciencia, remordimiento, culpa. Se trata, en fin, de una nueva consciencia ética emancipadora, liberadora de los últimos fantasmas de la sumisión y el resentimiento.
Yo creo que estos dos modelos, el del brigadista y el del telemarathoniano, están en el fondo del debate actual sobre la crisis del humanismo, uno en ocaso y otro en ascenso. Los textos de G. Lipovetsky describen ese proceso de nuestra cultura hacia una ética sin deber y sin dolor, dos rostros de la misma figura[19]. Y dentro de su descripción incluye como componente de la nueva ética precisamente “la escalada del pacificación”. Entiende que los sentimientos pacifistas van de la mano de la creciente individualización, del retraimiento del individuo, de su ruptura con la comunidad y de su indiferencia por los otros. Así dirá que “es la inversión de la relación inmemorial del hombre con la comunidad lo que funcionará como el agente por excelencia de pacificación de los comportamientos. En cuanto la prioridad del conjunto social se diluye en provecho de los intereses y las voluntades de las partes individuales, los códigos sociales que ligaban a los hombres a las solidaridades de grupo ya no pueden subsistir: cada vez más independiente en relación a las sujeciones colectivas, el individuo ya no reconoce como deber sagrado la venganza de sangre…”[20].
Entendemos que la ruptura con la comunidad intrínseca al proceso de individualización y personalización se traduzca en una indiferencia esencial ante los otros. Esto se manifiesta, según Lipovetsky, en la quiebra de los códigos de honor, que para nosotros tiene interés en tanto que plantea un rasgo que nos parece esencial de la nueva consciencia ética, a saber, la neta superioridad del valor de la vida sobre el de la dignidad: “La vida se convierte en valor supremo, se debilita la obligación de no perder la dignidad”[21]. La vida digna es un ideal que sólo tiene sentido en el seno de consciencias comunitarias y fuertemente republicanas, y que no excluye el conflicto ni la guerra; la personalización implica un distanciamiento de la preocupación por la dignidad, sustituida por una sublimación de la dimensión hedonista de la existencia, de la cual la paz deviene el contexto necesario. Puede haber vida digna tanto en la paz como en la guerra, pero los valores del consumo requieren de la paz. Por eso nos parece acertada la descripción que hace Lipovetsky de la nueva individualidad avocada al rechazo de todo deber, todo dolor y toda inquietud: “cada vez más absortos en preocupaciones privadas, los individuos se pacifican no por ética sino por hiper-absorción individualista: en sociedades que impulsan el bienestar y la realización personal, los individuos están más deseosos de encontrarse consigo mismos, de auscultarse, de relajarse en viajes, música, deportes, espectáculos, antes que enfrentarse físicamente. La repulsión profunda, general, de nuestros contemporáneos por las conductas violentas es función de esa diseminación hedonista e informacional del cuerpo social realizada por el reino del automóvil, de los mass media, del ocio”[22]. Por tanto, Lipovetsky viene a derivar el pacifismo de la consciencia personalista y hedonista que impone la sociedad de consumo; y no cae en la tentación de interpretar la consciencia pacifista contemporánea como efecto de sentimientos de amor hacia el otro, sino como efectos secundarios del narcisismo y de la absoluta indiferencia hacia los demás: “Esa es la paradoja de la relación interpersonal en la sociedad narcisista: cada vez menos interés y atención hacia el otro y, al mismo tiempo, un mayor deseo de comunicar, de no ser agresivo, de comprender al otro. Deseo de convivencia psi e indiferencia a los otros se desarrollan a la vez, ¿cómo en esas condiciones no iba a disminuir la violencia?”[23].
Ese contexto de desplazamiento hacia una ética sin deber ni dolor, que en el límite incluye la indiferencia hacia los otros, aunque Lipovetsky la denomine “un nuevo humanismo” que culmina y supera el humanismo clásico ilustrado[24], a nuestro entender es un síntoma más de la liquidación del humanismo y el surgimiento del humanitarismo como nueva consciencia ética. Una ética que, aunque de entrada pudiera resultar paradójico, excluye la moral; es una ética sin moral, o de moral mínima. No voy aquí a entrar en los esfuerzos actuales para distinguir la ética de la moral, en el sentido de circunscribir sus respectivos campos a los problemas relacionados con las dos siguientes preguntas kantianas: “¿Qué debo hacer?” y “¿Qué me es dado esperar?”. La primera referiría a la moral, como disciplina inevitablemente trascendental, y apuntaría a esa “vida buena” como ideal a seguir, al que sacrificarnos en espera de la beatitudo o, simplemente, porque sí, porque seguir el deber es lo esencialmente humano; la segunda referiría a la ética, como reflexión sobre la salvación, que en los tiempos actuales, desteologizados, sería una salvación en este mundo, es decir, una “buena vida” como plenitud de sentimientos y satisfacción de necesidades o deseo[25].
No nos meteremos, pues, en esta problemática filosófica. Pero sí queremos enfatizar que la aparición de la misma, del esfuerzo por conceptualizar la ética y la moral como territorios del saber diferenciados, discontinuos, revela ella misma, como síntoma, el desplazamiento de la consciencia del humanismo hacia el humanitarismo, al que nos estamos refiriendo. Y es en ese contexto, en ese desplazamiento de la moral a la ética (o de una ética con moral a otra sin ella, o de una ética moralizante a una ética estétizante), en el que debemos situar la aparición del pacifismo apolítico contemporáneo. Pacifismo que no se estructura en movimientos, en estrategias y en objetivos, sino que se expresa como figura relevante de esa forma de conciencia humanitaria, que rechaza toda violencia y todo mal físico, que se aparece como gestos de compasión o caridad, que no exige su desaparición sino sólo su ausencia. Conciencia superficial, sin duda, pues no hace tanto tiempo que asistimos al simulacro de guerra de las Malvinas, que hinchó de celo patriótico a los británicos; no está tan lejos la barbarie de Sarajevo, cuando toda Europa clamaba por una intervención bélica que diera fin a la violencia genocida de las armas serbias y croatas. Y, como hemos dicho, ahí está Irak, con una guerra que sólo esporádicamente logra convulsiones estériles y dispersas; y ahí sigue la OTAN, con la que convivimos en paz y sin amor.
Este pacifismo humanitario, solidario, compasivo, narcisista, merece más atención de la que hasta ahora le ha prestado la filosofía. Comprender su “lógica borrosa”, su esencia dispersa y contingente, su complicidad con las ausencias, en fin, su función política bajo su expresión estetizante, su juego en el dominio y la seducción en la sociedad de consumo, nos parece que es hoy una forma de practicar la pasión -¿el deber?- filosófica de pensar nuestro presente.

Barcelona, Septiembre de 2008.

* Este artículo es publicado con autorización del autor.
José Manuel Bermudo Ávila, Doctor en Filosofía y docente de filosofía política en la Universidad de Barcelona. Ha publicado obras sobre Marx, Engels, Vico, Hume, Rousseau, Diderot y el pensamiento ilustrado en general. Cabe destacar entre sus obras las siguientes: Eficacia y justicia (1992), Maquiavelo, consejero de príncipes (1996). Sus actuales líneas de investigación versan en torno a la crisis de la racionalidad práctica, el pluralismo, los derechos humanos y el derecho a la ciudadanía.

[1] Gandhi es un caso excepcional.
[2] Publicado vez en el Journal of European Nuclear Disarmement, nº 19 (1986): 21 ss., y antes en Mientras tanto, 22 (1986) 43-48. Recogido en M. Sacristán, Pacifismo, ecología y política alternativa. Barcelona, Icaria, 1987, 169-175 (Citamos sobre esta edición)
[3] Ibid., 171.
[4] Y el PSUC, indiferenciado a los efectos que tratamos.
[5] Ibid., 171
[6] Ibid., 173.
[7] Ver también, en el mismo texto, su artículo “Los partidos marxistas y el movimiento por la paz” (Ibid., 179-184).
[8] G. Bueno, “Síndrome de Pacifismo Fundamentalista”, en El Catoblepas. Revista crítica del presente, 14 (abril 2003): 2-18.
[9] Ibid., 2.
[10] Ibid., 6.
[11] Ibid., 7.
[12] J-J. Rousseau, Du contrat social. Libro I, cap. iv.
[13] I. Kant, Lo bello y lo sublime y La paz perpetua. Madrid, Espasa Calpe, 1984, 89.
[14] Pasemos por alto la distinción kantiana entre republicanismo y democracia, que aquí no es relevante.
[15] Hegel, Principios de Filosofía del derecho, $ 333.
[16] Ibid.,, $ 334.
[17] Ibid., $ 345.
[18] Ibid., $ 337.
[19] G. Lipovetsky, La era del vacío. Barcelona, Anagrama. 1986; El crepúsculo del deber. Barcelona, Anagrama, 1994.
[20] G. Lipovetsky, La era del vacío. Ed. cit., 193.
[21] Ibid., 193.
[22] Ibid., 199.
[23] Ibid., 200.
[24] Hemos abordado la crítica de esta tesis en J.M. Bermudo, Asaltos a la razón política. Barcelona, Ed. del Serbal, 2005. Cap. XIII: “Del humanismo al humanitarismo”, 487-524.
[25] Remito al diálogo que sorbe el tema mantienen André Comte-Sponville y J-L. Ferry en su libro conjunto La sagesse des Modernes París, Ed. Robert Laffont, 1998. Ver la 2ª Parte, especialmente el Capítulo 4º, 257- 346.

Educación, economía y mercado: crónica de una dificil relación

Alberto Montero Soler *
Universidad de Málaga

Resumen
La educación está sufriendo en la actualidad el embate de una serie de políticas que promueven inequívocamente la incorporación de mecanismos mercantiles a un mayor número de ámbitos del sistema educativo a los mecanismos de mercado.
Esta tendencia se ha visto reforzada desde la Economía, por dos factores fundamentales que son tratados en este artículo. En primer lugar, por el discurso emanado desde la economía de la educación a lo largo de su evolución como disciplina; un discurso que no ha tenido reparos en desnudar a la educación de su condición de derecho de ciudadanía y mecanismo esencial de socialización para tratarla meramente como una mercancía y, con ello, facilitar la posibilidad de su regulación a través del mercado. Y, en segundo lugar, por las políticas neoliberales de respuesta a la crisis económica de los setenta y por el posterior entorno impuesto por la globalización y sus condicionantes sobre las economías nacionales.

Palabras clave: educación; economía de la educación; globalización; privatización; mercantilización.



1. Introducción.
La reflexión sobre la concepción actual de la educación, en general, y de las políticas educativas, en particular, no puede desconsiderar las tendencias que apuntan hacia una progresiva, pero decidida, mercantilización de todo lo relacionado con aquéllas.
Ese cambio en la perspectiva, caracterizado genéricamente por la redefinición de la educación a partir del rechazo de su naturaleza de derecho universal y su transmutación en una mercancía que, como tal, debe quedar sometida a las leyes del tráfico mercantil, se ha visto acompañado simultáneamente de fuertes presiones para que los estados nacionales la asuman como propia y la conviertan en el eje director de sus programas de reforma en el ámbito educativo.
Resulta, entonces, que tanto a nivel nacional como supranacional la educación está siendo objeto de un proceso de transformación radical que va más allá de métodos e instrumentos, de discusiones pedagógicas o definiciones de currícula, y que alcanza a su misma esencia, a la definición de su función social, de sus objetivos y, como no podía ser de otra manera, a la forma en la que debe ser provista.
Una comprensión más aquilatada de este proceso y de la intensidad de las presiones que tienen como fin último la mercantilización de la educación entendemos que exige del análisis previo, siquiera somero, de las bases sobre las que se ha ido construyendo el discurso que le ha dado sustrato conceptual.
Así, difícilmente podría haberse extendido la idea de que la educación puede y debe ser considerada como una mercancía si, desde los años sesenta y con desigual intensidad y capacidad de materialización de sus propuestas teóricas en políticas concretas, no hubiera ido desarrollándose una disciplina dentro de la Economía que promovía esa visión mercantilista de la educación. Disciplina que, como veremos, fue mayoritariamente cultivada por una de las ramas más conservadoras de la Economía, aquélla vinculada a la Escuela de Chicago, y que, como era de esperar, acabaría por reconducir la cuestión educativa, como ya había hecho con otras materias que hasta entonces no habían constituido objeto de estudio propio del análisis económico, hacia el ámbito del mercado.
Tras una sintética revisión de la evolución de dicha disciplina, en la que se irán constatando los avances continuos de aquellas líneas de investigación que han tomado como hilo conductor la búsqueda de evidencia empírica a favor del progresivo desmantelamiento de los sistemas de educación pública, este trabajo continúa con la exposición del contexto en el que tanto el discurso como las políticas de agresión a la educación han tenido lugar. Un entorno que puede caracterizarse, básicamente, porque la respuesta a la crisis económica de los años setenta se articuló en torno tanto a la concesión de un mayor protagonismo al mercado como mecanismo regulador de la vida económica y social como por la creciente apertura de las economías nacionales a las influencias internacionales, esto es, por lo que ha dado en llamarse la globalización.
Finalmente, el trabajo se cierra con una reflexión acerca de cómo la aplicación de políticas neoliberales encontraron en el discurso teórico generado desde la economía de la educación la coartada científica para articular medidas de respuesta a la crisis económica que, en el ámbito concreto de la educación, se vienen manifestando bajo la forma de tres fenómenos diferenciados, aunque totalmente interrelacionados: privatización, mercantilización y comercialización de la educación.

2. La economía de la educación como disciplina: una breve panorámica.

Durante los años sesenta la Economía se acercó a ámbitos de la realidad social que habían sido tradicionalmente ajenos a su objeto de estudio, la actividad económica, para acabar haciéndolos propios. Así, sobre la base del planteamiento de que cualquier fenómeno social que fuera susceptible de análisis en términos de costes y beneficios, por muy dificultosa y subjetiva que pudiera resultar la cuantificación de los mismos, podía y debía ser sometido a consideración económica, aquélla fue expandiendo su campo de estudio tradicional hacia terrenos hasta entonces sólo tangencialmente analizados.
Los efectos de esa expansión “imperialista” de la Economía más allá de sus fronteras convencionales fueron contradictorios.
Por un lado, es cierto que permitía ampliar el enfoque desde el que determinados problemas sociales, siempre ricos en aristas, podían ser estudiados. Ello permitía revelar la incidencia decisiva de variables que hasta entonces habían sido desconsideradas y descubrir nuevas relaciones causales que no podían ser obviadas si se deseaban articular políticas sociales apropiadas que enfrentaran el problema en toda su complejidad y con perspectiva de solución global.
Pero, por otro lado, el análisis económico y un cierto discurso excesivamente economicista fueron adquiriendo de manera progresiva un peso decisivo en la formulación de las políticas públicas en detrimento de los enfoques y perspectivas aportados por otras disciplinas que se suponía que aquél había venido a enriquecer y no a suplantar[1].
En ese contexto fue adquiriendo carta de naturaleza y creciente aceptación un discurso que, en el terreno de las políticas públicas, iba marcando tendencias globales en una línea muy concreta: la relevancia que debía adquirir el mercado en la regulación de determinados procesos sociales que tradicionalmente habían estado insertos en la órbita regulatoria de las autoridades públicas y sus ámbitos específicos de actuación.
La aparición de la economía de la educación como disciplina formal surgió, precisamente, en el seno de la escuela de pensamiento económico que con mayor intensidad ha reivindicado ese papel regulador estelar para el mercado: la Escuela de Chicago, núcleo duro del economicismo neoliberal.
Será uno los fundadores y miembros más destacados de esa Escuela, Theodore Schultz, el primero que resalte la importancia de los beneficios derivados de la educación y, sobre todo, quien proponga y desarrolle el enfoque económico para su análisis, dando pie a multiplicidad de trabajos que, a lo largo de la década de los sesenta, tratarán de clasificar y cuantificar los beneficios y costes económicos asociados a la misma[2].
Hay que advertir que este enfoque novedoso para el tratamiento de la educación estuvo, a su vez, estrechamente vinculado, tanto en su aparición como en su evolución posterior, con una corriente de la economía del trabajo también desarrollada en el seno de dicha Escuela: la teoría del capital humano[3].
De esa forma, y mediante la integración de ambas disciplinas, se conseguía desde su origen que educación y trabajo aparecieran íntimamente asociados en una misma línea de investigación que, en su desarrollo, iría profundizando el discurso de que la primera debe ser puesta al servicio del segundo por encima de cualquier otra consideración ya que, según sus conclusiones últimas, en la perfecta articulación entre una y otro radica una de las claves decisivas del crecimiento económico de las naciones y del incremento de ingresos de los individuos y, con ello, del bienestar personal y social.
En efecto, tal y como postula la teoría del capital humano, que la heterogeneidad de los trabajadores que se constata en el mercado laboral no obedece tan sólo a razones de naturaleza genética, a capacidades innatas, sino que constituye, sobre todo, el resultado de los diferentes grados de inversión que aquéllos realizan en su educación y formación y, en consecuencia, en la adquisición de una determinada cualificación[4].
La educación y la formación se consideran, por lo tanto, como una forma de inversión que producirá beneficios futuros en la forma de mayores ingresos, tanto a nivel individual como para los países, por la vía de desarrollar y perfeccionar el activo que suponen los conocimientos y habilidades de los trabajadores; activo que, a su vez, repercutirá positivamente sobre la productividad y, en última instancia, sobre el crecimiento económico[5].
Como puede fácilmente deducirse, la teoría del capital humano pasaba a integrar rápidamente en su seno a la economía de la educación a partir de la premisa de que el gasto en educación, público o privado, es capaz de generar un importante efecto tanto sobre la posición económica de los individuos como sobre la evolución económica de las sociedades.
Pero, además, este planteamiento suponía un cambio radical en el tratamiento conceptual otorgado a la educación desde la economía. Si hasta entonces la demanda de educación no obligatoria había sido tratada como la demanda de un bien de consumo; ahora, la educación no obligatoria se convertía en un bien de inversión y, como tal, era demandado por los ciudadanos en función de su tasa de rentabilidad futura[6].
El vínculo entre educación y trabajo quedaba, pues, perfectamente delineado y el tratamiento conceptual otorgado a la naturaleza de la primera adquiría esa nueva perspectiva que, en lo sucesivo, marcaría decisivamente el marco normativo de las políticas educativas.
Y es que si el diagnóstico del desempleo que eventualmente pudiera existir en una sociedad pasaba por una insuficiente o inadecuada inversión en formación, las propuestas normativas de este análisis se remitirán en mayor medida al ámbito de las políticas educativas que al de las del mercado de trabajo o, en todo caso, a ampliar la capacidad de los individuos para invertir en sí mismos de cara a mejorar sus condiciones de empleabilidad.
Estos planteamientos se desarrollaron, además, en un contexto singularmente favorable, como fue el de los años sesenta, dominado aún en lo económico por las ideas de naturaleza keynesiana y, por lo tanto, por la confianza en el papel del Estado como impulsor del crecimiento económico y de mayores cotas de bienestar por la vía del estímulo de la demanda agregada y de políticas activas de redistribución de la renta.
En este sentido, es necesario destacar que las conclusiones que podían extraerse tanto de la economía de la educación como de la teoría del capital humano permitían justificar la inversión pública en educación –más allá de su aportación clave a la promoción de la movilidad e igualdad social- en razón a su repercusión positiva sobre el crecimiento económico a largo plazo y de paso, y vista la sintonía del momento entre resultados científicos y praxis política, se constituían a su vez en un acicate para profundizar en la investigación en ambas materias[7].
La contribución inmediata que, en ese contexto, dichas disciplinas estaban en condiciones de realizar se centró, básicamente, en el desarrollo de una metodología que permitiera definir nuevos criterios para la inversión social en educación. En concreto, una de las líneas de investigación prioritarias fue el diseño de criterios para lograr que los recursos se asignaran entre niveles de educación y años de formación de forma que se igualaran las tasas de rendimiento marginal social de la inversión educativa realizada en ambos factores y, al mismo tiempo, que esa tasa no fuera inferior a la que se obtendría de la inversión de dichos recursos en iniciativas sociales alternativas.
Se trataba, en definitiva, de determinar la tasa de rendimiento o rentabilidad de la inversión en educación y los efectos externos asociados a dicha inversión. La rentabilidad se constituiría, por lo tanto, el criterio que permitiría explicar la decisión de los individuos de invertir en los diferentes tipos, niveles y duración de la educación y, al mismo tiempo, podría ser utilizado como una guía para la asignación de los recursos públicos en el sistema educativo o en destinos sociales alternativos[8].

2.1. La economía de la educación en tiempos de crisis: el descrédito teórico de la financiación pública.

La crisis económica generalizada de los años setenta y el cambio en la consideración general sobre el papel y la preeminencia que Estado y mercado debían tener en la regulación de la relaciones sociales y económicas marcó la apertura de nuevas líneas de investigación en la economía de la educación que, en contraposición con lo acontecido durante la década precedente, cuestionaron seriamente la popularidad y bondades de la inversión pública en educación.
De entrada, el desarrollo de las teorías credencialistas (screening theories) puso en tela de juicio los beneficios sociales y económicos del gasto público educativo que inicialmente les había reconocido la teoría del capital humano[9]. Su argumentación giraba, básicamente, en torno a la idea de que la incidencia de la formación sobre la productividad de los individuos era muy reducida dado que el sistema educativo meramente actuaba como un mecanismo de filtro para identificar y seleccionar a aquéllos que poseían una serie de atributos concretos, ya fueran de carácter genético o producto de su entorno familiar; pero que, en ningún caso, proporcionaba ni permitía mejorar dichos atributos sino que se limitaba a otorgar credenciales a los más inteligentes y/o motivados de entre ellos[10].
Consecuentemente, y en la medida en que, desde esa perspectiva, la educación tan sólo proporcionaba beneficios privados, nunca sociales, estas teorías abrían el camino para el ataque frontal al carácter público de los sistemas educativos y a la asignación de recursos de esa naturaleza a la educación.
Pero, además, estas teorías también cuestionaban el vínculo establecido por la teoría del capital humano entre formación y crecimiento económico, afirmando que la única contribución de la educación al crecimiento era la de proporcionar a los empresarios un mecanismo previo de selección de personal (Blaug 1976, p.846). Y no puede negarse que esta crítica encontraba un cierto aval empírico en el deterioro que se estaba produciendo en las tasas de crecimiento de las economías occidentales a pesar del creciente nivel formativo de sus ciudadanos. De hecho, en algunas sociedades, como era el caso de la estadounidense, comenzaban a presentarse problemas de sobreeducación, es decir, unos niveles de educación de los trabajadores superiores a los requeridos por sus puestos de trabajo.
En este sentido, hay que destacar que esta tendencia empírica reforzó la preeminencia de las teorías credencialistas frente a la teoría del capital humano durante la década de los setenta y primeros años de los ochenta, por cuanto la llegada de una importante cantidad de recién graduados con una elevada formación al mercado de trabajo y la incapacidad de éste para absorberlos generó un descenso de sus salarios y un aumento de su tasa de desempleo[11]. De esa forma, acababan siendo las características del empleo y del mercado de trabajo en general las que determinaban el nivel salarial del trabajador y no su nivel formativo, en contraposición con lo que predecía la teoría del capital humano.
Las críticas de las teorías credencialistas hacia la inversión pública en educación y sus consecuentes propuestas normativas se complementaron, aunque bien es cierto que con un sentido diferente, con las que se realizaron desde las nuevas aportaciones de la economía del trabajo y, más concretamente, desde las teorías de los mercados de trabajo segmentados[12].
Éstas planteaban la existencia de una discriminación en los mercados de trabajo hacia los sectores más pobres de la sociedad, una de cuyas causas era la discriminación previa a la que esa población se veía sometida en el sistema educativo. De esta forma, se denunciaba la manifiesta debilidad del sistema público de educación para traducir el incremento de los recursos que se le asignaban en una mejora de la movilidad social y en una reducción de las desigualdades de renta en las sociedades. Y, en confluencia con los planteamientos últimos de las teorías credencialistas y a la luz de los primeros resultados empíricos que demostraban la existencia de una discriminación laboral y salarial hacia las minorías raciales y las mujeres, se concluía que el sistema educativo acababa convertido en un mecanismo de selección al servicio del empresario.
De todo lo anterior se deduce, evidentemente, que las perspectivas no eran nada halagüeñas para el mantenimiento y profundización de los sistemas públicos de educación.
La crisis económica pero, sobre todo, el replanteamiento del papel del Estado, en general, y de su función como productor y suministrador de bienes públicos, en particular, afectaron decisivamente a las cuestiones relacionadas con la educación y su financiamiento. De la preeminencia que hasta ese momento había tenido en el discurso sobre estas materias la contribución del sistema educativo a la consecución de mayores cuotas de igualdad social, a una mayor y mejor movilidad social vertical y a sus efectos externos positivos sobre las tasas de crecimiento económico, el énfasis se fue trasladando, por la vía de la preeminencia de los análisis de naturaleza microeconómica sobre la educación, hacia cuestiones relacionadas con la eficiencia del gasto, la rentabilidad social y privada de la inversión en educación, la evaluación de los sistemas educativos y el acoplamiento estricto tanto de la educación como de la formación a las necesidades del mercado de trabajo.
De esa forma, el recorte de fondos destinados al sistema educativo que comenzó durante la segunda mitad de la década de los setenta se acompañó, ya durante los ochenta, de una traslación del objeto de estudio de la disciplina hacia aspectos que hasta entonces habían sido desconsiderados de manera generalizada: la calidad de la educación, la forma en la que dicha calidad debía ser medida, la relación que la calidad mantenía con el gasto en educación y la responsabilidad, medida en términos de resultados, de las distintas instituciones del sistema educativo por los recursos que les eran asignados (Teixeira, 2000, p. 269).
Todo ello permitía enfocar la cuestión educativa dejando de lado el análisis de la suficiencia o insuficiencia del volumen de fondos asignados a la misma para, tomando éstos como un dato, centrarse en la eficiencia de dicho gasto. En última instancia, este enfoque resucitaba en el terreno de la educación y su financiación una de las grandes cuestiones siempre subyacentes al análisis de las políticas públicas: la aparente relación de intercambio existente entre eficiencia y equidad.
Este cambio de enfoque tuvo sus repercusiones positivas y, junto a la reconsideración del papel de la educación en el crecimiento económico, permitió el renacimiento a partir de la segunda mitad de los ochenta de una disciplina que, como reconocía Blaug (1985), había comenzado los ochenta con evidentes signos de estancamiento.
Detrás de ese resurgimiento se encontraba el nuevo impulso que tomó la teoría del capital humano tras la revisión de sus supuestos de partida por la vía de la integración de alguno de los elementos aportados por las teorías credencialistas y por los nuevos modelos de filtro y señal (sorting models). La fusión de estos diferentes enfoques confluyó en el planteamiento sintético de que, por un lado, la inversión en educación afectaba positivamente a la productividad de los trabajadores y, por otro lado, las instituciones educativas actuaban ciertamente como un filtro seleccionando a aquellas personas más inteligentes o motivadas y que, en consecuencia, presentaban unos mayores niveles de productividad sobre la base de características difícilmente observables de forma directa por los empresarios[13].
Y, por otro lado, también hay que considerar el efecto positivo que tuvieron sobre la disciplina los nuevos modelos de crecimiento económico endógeno dada la importancia atribuida en ellos a la educación por sus efectos positivos sobre la acumulación de capital humano. En concreto, la nueva generación de modelos de crecimiento ha incorporado la acumulación endógena de capital humano como un determinante decisivo de la tasa de crecimiento y del nivel de competitividad de las economías por la vía de su impacto en la productividad de los trabajadores y la mayor y mejor difusión de la tecnología entre las empresas[14]. En consecuencia, ello ha promovido la profundización en la investigación económica de aquellos aspectos de la educación que mayor incidencia pudieran ejercer sobre la cualificación de los trabajadores para, a partir de ahí, instar a la realización de reformas en ese sentido; reformas que, por otra parte y más allá de otras consideraciones, tienen como común denominador la progresiva relevancia otorgada a los mecanismos de mercado como vectores para la promoción de la eficiencia en los diversos ámbitos del sistema educativo.
Es por ello que puede afirmarse que lo más relevante de las tendencias adoptadas por la economía de la educación como disciplina durante este último periodo y para lo que aquí nos ocupa es su asunción decidida de una perspectiva abiertamente mercantilista.
Esa perspectiva no sólo se manifiesta en los enfoques adoptados durante los últimos años, sino que incluso las propias categorías de análisis se han modificado en ese sentido y ha acabado desvelando el giro conceptual que sus practicantes habían imprimido a la naturaleza de su objeto de estudio desde sus orígenes: la educación se trata abiertamente como una mercancía –o, más propiamente, como un servicio-; las matrículas se consideran el precio a pagar por dicho servicio; los estudiantes y sus familias son los nuevos clientes del sistema educativo; y las escuelas no son ás que las empresas productoras de formación y educación.

3. Los tiempos convulsos de la economía de fines de siglo y el ataque a las estructuras de bienestar social.

La revisión precedente nos ha permitido poner de manifiesto el sustrato teórico que ha constituido en cada momento la fuente de legitimación científica para la aplicación de una serie de políticas basadas tanto en la progresiva reducción del gasto público educativo como en el avance de la visión mercantilista de la educación y que, en última instancia, se ha traducido en la introducción paulatina, aunque continuada, de mecanismo de mercado en el sistema educativo.
En este sentido, hay que resaltar que las reformas educativas de las últimas décadas se insertan en un contexto generalizado de desmantelamiento de las estructuras de bienestar consolidadas durante los “años gloriosos” del crecimiento económico capitalista de postguerra; proceso que encontrará en la crisis de acumulación de los años setenta el punto de inflexión para su definitiva profundización en la mayor parte de los países occidentales[15].
En efecto, la respuesta a la crisis de los años setenta se articuló a partir de un cambio en las políticas económicas aplicadas por parte de los gobiernos como consecuencia del cambio en el paradigma económico dominante que, a su vez, había tenido lugar en los ámbitos académicos y políticos. El neoliberalismo pasó a ocupar el lugar que hasta ese momento, aunque con intensidad decreciente, habían ocupado los planteamientos de naturaleza keynesiana. Y, así, si éstos habían defendido la importancia de la participación directa del Estado en la economía a través de la gestión de la demanda agregada y sus diversos componentes, con especial incidencia en el gasto público, aquél incidirá en que el Estado y su intervención constituyen un obstáculo para el desarrollo económico y social de las naciones y que, por lo tanto, dicha intervención debe ser minimizada.
El neoliberalismo atribuirá al Estado intervencionista y al gasto público en bienestar social el origen de múltiples ineficiencias con innumerables consecuencias, todas ellas de repercusiones negativas sobre la tasa de crecimiento económico de las economías[16].
En concreto, el epicentro del discurso neoliberal girará en torno a la acusación de que el gasto público y los efectos redistributivos del Estado de bienestar afectan a la tasa de ahorro de la economía -especialmente, a la de los grupos sociales más favorecidos y con mayor capacidad de ahorro. Como consecuencia, la caída del ahorro provocará el descenso de la inversión, lo que se traducirá en el ralentizamiento de la tasa de crecimiento económico, el aumento del desempleo y, como efecto perverso último, en un descenso del mismo bienestar social que el Estado quería promover a partir del incremento inicial del gasto.
A estos efectos indeseados también se sumarán, por un lado, las rigideces que el Estado, en su función de regulador de la actividad económica, impone sobre los mercados laborales y, por otro lado, los costes que hace recaer sobre los empresarios para la protección social de los trabajadores. Todo ello provoca, en última instancia, un funcionamiento imperfecto de los mecanismos de mercado en el ámbito laboral, con los consiguientes efectos negativos sobre el empleo.
Ante este diagnóstico de las causas de la crisis que en esos momentos experimentaban las economías occidentales, las recetas neoliberales se pueden intuir sin demasiada complicación.
El neoliberalismo abogará por otorgar al mercado, en detrimento del Estado, un papel estelar en la regulación de todos los aspectos de la vida económica y social y, simultáneamente, por la reducción del gasto social y el ya referido desmantelamiento de las estructuras de bienestar. La reducción del déficit público, la búsqueda de la estabilidad presupuestaria y la lucha contra la inflación como mecanismos indirectos para la consecución del crecimiento económico sustituirán a las políticas de demanda activas que tan buenos resultados habían ofrecido durante el periodo precedente.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la aplicación de este tipo de políticas cuyo fin no era otro que la involución acelerada de los Estados de bienestar se vio favorecida por la llegada al poder de gobiernos de marcado signo conservador en países –Estados Unidos o Gran Bretaña- con una gran capacidad para influir y marcar tendencias en la esfera internacional y sobre las políticas nacionales de los países de su entorno físico y político.
En cualquier caso, el proceso de acoso sobre las estructuras del bienestar iba más allá del ataque frontal que suponían dichas políticas ya que, simultáneamente, se vieron reforzadas por las medidas desreguladoras y liberalizadoras encaminadas a la creciente apertura de las economías nacionales a la competencia internacional.
De esa forma, tanto a nivel nacional como internacional, se fue pergeñando un contexto propicio para la profundización y mantenimiento en el tiempo de ese tipo de políticas contra los Estados de bienestar justificadas, ahora, sobre la base de la ineludible inserción de las economías nacionales en una economía internacional globalizada y en la que los sistemas de protección social se convertían en un factor instrumental secundario y subordinado a la competencia entre países desarrollados y, más allá, entre éstos y los países en vías de desarrollo. Y es que, en un entorno dominado por la movilidad casi irrestricta del capital, la competencia entre Estados por la captación de inversiones se transfiere al ámbito de los factores productivos fijos, es decir, a la atracción que pudieran ejercer sobre los inversores la abundancia y precio de recursos naturales o las condiciones en las que se presta el trabajo y su coste, fundamentalmente.
En este sentido, conviene insistir en que la globalización, que como si de un fenómeno natural e inexorable ha pretendido interesadamente presentarse por parte de sus acérrimos defensores, no es sino la resultante de la aplicación de una serie de políticas que, por la vía de la liberalización de determinados ámbitos –singularmente, el financiero y el referido al comercio exterior- y apoyado sobre las oportunidades objetivas que brindan las nuevas tecnologías de la información, han desmantelado las barreras de diversa naturaleza con la que los estados nacionales preservaban la evolución de sus economías de las influencias externas.
Con ello, de un contexto en el que los Estados disponían de una considerable autonomía política en lo referente a la administración macroeconómica y la determinación de las políticas sociales, fiscales y monetarias se ha pasado a una situación en la que el Estado nacional se muestra mucho más sensible a unas influencias que son de naturaleza supranacional[17]. Desde esta perspectiva, y como destaca Alonso (2004, p.239), “la globalización pareciera ser algo más que el simple incremento de los flujos comerciales, financieros o comunicacionales entre países, algo más que la creciente porosidad de unos mercados altamente interrelacionados o que la uniforme proyección publicitaria de imágenes y marcas de presencia planetaria. Más bien parece aludirse a un nuevo estadio del sistema mundial caracterizado por la dislocación de las economías y los Estados nacionales y su recomposición sobre bases mundiales según las necesidades que impone el mercado”.

4. La lógica “economicista” llega a la educación: privatización, mercantilización y comercialización.

En el marco de esas transformaciones estructurales del sistema capitalista, la política educativa se ha visto, de entrada, sometida a dos tendencias contrapuestas[18].
De un lado, y en tanto que política de carácter generalmente público y social, sufrirá los embates de las políticas neoliberales que, sobre la base de la presunta crisis fiscal en la que se encontraban los Estados, reclamaban el recorte de los gastos públicos.
Y, de otro lado, y dada la importancia otorgada a la formación de capital humano para el crecimiento económico y, más aún, como factor estratégico de competitividad a nivel internacional en el nuevo orden de competencia impuesto por la globalización, se insistirá en la importancia que tiene la inversión en educación y formación, se demandarán mayores recursos financieros a tal efecto y se promoverán reformas que faciliten un ajuste más preciso de la formación a las nuevas necesidades del sistema productivo[19].
Esta contraposición de tendencias se constata a todos los niveles. Basta con observar, por ejemplo, los “indicadores de competitividad internacional” que elaboran algunos organismos económicos internacionales y en los que se presentan datos para dos índices cuyos niveles dependen de la aplicación y desarrollo de políticas contradictorias: el nivel de costes salariales y la cualificación de la mano de obra. Se sostiene, así, que la capacidad competitiva del país crecerá cuanto mayor sea la formación de unos trabajadores cada vez peor remunerados.
Sin embargo, en este caso se olvida que una estrategia espuria de competitividad basada en la reducción de los costes laborales, cuando la mayor parte de la población tiene en el salario su única fuente de renta, es incompatible con cualquier política que trate de promover la cualificación media de la mano de obra a partir del fomento de la inversión pública en su educación y formación.
La razón no es otra que, en un contexto caracterizado por el hecho de que la reducción de los niveles impositivos sobre el capital y los beneficios constituye un reclamo añadido para la atracción de inversión exterior, el peso del mantenimiento financiero del gasto público social se transfiere progresivamente hacia las rentas familiares, ya sea por vía impositiva o de gasto directo. Unas rentas familiares que, en tanto que constituidas mayoritariamente por unos ingresos salariales cada vez más mermados, difícilmente pueden soportar la carga fiscal añadida que supondría el incremento de la inversión pública en educación que reclama la aplicación continuada y creciente de programas de formación para los trabajadores, en particular, y para la población, en general.
Pero, además, si se tiene en cuenta que el entorno también queda definido porque un reducido nivel de gasto público como porcentaje del PIB es un factor añadido de competitividad internacional, la consecuencia de la confluencia de estas presiones en sentidos contrarios no puede ser otra que la progresiva privatización de los sistemas educativos[20].
En este sentido, la privatización se produce a través de la paulatina transferencia del gasto público educativo hacia nuevos actores que, evidentemente, pasan a adquirir una influencia creciente sobre los contenidos, procesos y objetivos del sistema educativo; influencia que no se deja sentir sólo sobre las partes del sistema o los centros concretos a los que afluye la financiación privada sino que también, y por la vía de la competencia de éstos con aquellos ámbitos del sistema que se mantienen en la esfera pública, va condicionando la evolución del conjunto del sistema educativo.
En cualquier caso, es necesario puntualizar que los procesos de privatización del sistema educativo revisten una peculiar naturaleza que la distinguen de los que tienen lugar en otros ámbitos del sector público.
Y es que, ciertamente, la privatización de la educación no ha venido acompañada, como sí ha ocurrido en el caso de otros servicios públicos, de una masiva transferencia de la propiedad hacia el sector privado. Antes bien, este proceso está revistiendo unas características peculiares que hacen que desde determinados ámbitos incluso se argumente que no está teniendo lugar aludiendo a que dicha transferencia de propiedad no se ha producido y desconsiderando otros elementos que son los que realmente están marcando el tránsito hacia una educación crecientemente privatizada y mercantilizada.
En términos generales, la privatización de los servicios públicos supone, no sólo la transferencia de los derechos de propiedad, sino también una reducción en la provisión pública del servicio a favor de la provisión privada, una reducción de la financiación estatal y, sobre todo, una mayor desregulación pública de la actividad. Sin embargo, en el ámbito educativo y dadas sus peculiares características, este fenómeno se está produciendo de una forma más encubierta y solapada, por vías intermedias y más sinuosas pero igualmente efectivas[21]. Así, por ejemplo, se ha recurrido a la introducción del cobro parcial por la provisión del servicio; o se ha permitido que sea el sector privado quien provea un servicio financiado con gasto público; o, finalmente, se ha desregulado y liberalizado el sector educativo, posibilitando que el sector privado pase a competir con el sector público, en igualdad de condiciones, por la provisión de educación y formación.
En concreto, si se atiende a la relación entre la provisión del servicio y su financiación, no debe olvidarse que los sistemas de educación de masas occidentales del periodo de postguerra se sustentaron, mayoritariamente, sobre la provisión y la financiación públicas.
En ese sentido, una interpretación simplista, excesivamente estática e incapaz de capturar y mostrar la complejidad del proceso de privatización contemporáneo en el ámbito educativo sería pensar en el mismo, tal como se acaba de señalar más arriba, en términos de la transferencia de ambos aspectos hacia el sector privado.
Pero si, por el contrario, se considera la privatización en el sector educativo como un fenómeno multidimensional que, sin llegar a la radicalidad de la transferencia de propiedad, tiene lugar de forma no siempre explícita y tomando posiciones intermedias en ese espacio bidimensional integrado por provisión y financiación, la realidad es indicativa de que, efectivamente, dicho proceso sí que se está produciendo.
De hecho, se está asistiendo a un cambio hacia sistemas más evolucionados de provisión de servicios educativos en los que el énfasis se ha puesto en aspectos tales como la elección por parte de los padres de los centros escolares o la competencia entre diferentes tipos de escuelas, crecientemente diversificadas y a menudo gestionadas por proveedores privados.
Y es por ello que, en última instancia, pudiera parecer más apropiado hablar de una creciente mercantilización de la educación que de su privatización. Se trataría, por lo tanto, de la generalización de los denominados cuasi-mercados en el ámbito de la educación, pudiendo caracterizarse éstos por la existencia tanto de una separación entre el consumidor y el proveedor del servicio como por la posibilidad que se le abre al primero de elegir entre varios proveedores, reservándose el gobierno el establecimiento de controles sobre materias tales como la entrada de nuevos oferentes, la inversión, la calidad del servicio e, incluso, el precio (Levaçic, 1995).
En cualquier acaso, mercantilización y privatización se complementan en el proceso de transformación de la educación en una línea que la aleja de su concepción y asimilación social como derecho de ciudadanía y la transforma progresivamente en una mercancía.
Pero, además, y en su intento por generar un clima social que favorezca una aplicación más intensa de dichas políticas, estos procesos difunden continuamente un discurso de fuerte contenido ideológico –subliminal, en la mayor parte de las ocasiones- con el que tratan de generar una nueva base de legitimación social que convenga a sus fines mediante la modificación de la concepción social de la educación y sus funciones.
En este sentido, lo que Whitty (2000) denomina la “privatización ideológica” de la educación se sustenta sobre tres pilares esenciales. En primer lugar, promueve la creencia de que el enfoque educativo adoptado por el sector privado es superior al tradicionalmente adoptado en el sector público. En segundo lugar, demanda de las instituciones del sector público un comportamiento y forma de operar que sean cada vez más similares a las del sector privado. Y, finalmente, fomenta la toma de decisiones privadas, ya sea a nivel individual o familiar, en lugar de estimular el recurso a criterios políticos y profesionales, en definitiva, a criterios colectivos.
Este último aspecto es singularmente relevante por cuanto la doctrina que subyace al proceso de mercantilización del sistema educativo se sustenta sobre el principio de que familias e individuos deberían ver garantizado un creciente poder de decisión en materia educativa. Y, efectivamente, la mercantilización de la educación proporciona a dichos agentes una mayor capacidad de decisión, por ejemplo, sobre la elección de centros o para el establecimiento de nuevos tipos de escuelas, pero al coste de un progresivo incremento de la desigualdad por la vía de la jerarquización del sistema educativo y la segregación social de los colectivos menos favorecidos[22].
Pero, además, esta ideología promotora de la competencia frente a la solidaridad o el bien común acaba calando en el propio discurso que se difunde en el aula e impregna al conjunto del sistema educativo. Así, en la medida en que los estudiantes se ven influenciados por su entorno institucional, el sistema “moral” que se transmite desde la escuela se va acomodando cada vez más en mayor medida a los valores de la cultura empresarial (Ball (1994)).
Y, finalmente, privatización y mercantilización se ven complementadas por un tercer proceso que abunda aún más en la introducción de mecanismos de mercado en el sistema educativo: la comercialización de la educación.
La educación se ha convertido, así, en uno de los grandes negocios de las últimas décadas del siglo XX y los primeros años del actual. Las posibilidades de beneficio son enormes en un sector con grandes potencialidades y que, en gran medida, permanecen sin explotar por el control que los Estados siguen manteniendo sobre él[23].
Pero, la comercialización no es sólo relevante por la magnitud de los recursos implicados, sino que también debe tenerse en cuenta los efectos que la aparición de nuevos actores de naturaleza privada ejercen sobre el sistema educativo. Así, la creciente presencia de organizaciones comerciales que asesoran en materia de provisión pública de educación puede, por sí misma, alterar la propia esencia del sector. Pero la cuestión es mucho más preocupante cuando los centros recurren al patrocinio comercial, incluso dentro de las aulas, como una forma de allegar financiación suplementaria en un contexto de restricciones presupuestarias.
En definitiva, las tendencias descritas apuntan hacia una situación ciertamente preocupante, en la que la educación pierde su sentido de derecho social universal y se convierte en una mercancía que forzosamente debe ser consumida por la ciudadanía si ésta quiere acceder al mercado laboral en las mejores condiciones posibles.
Se abandona, así, el ideal de la educación como mecanismo de socialización común e integrador de la ciudadanía en aras de su nuevo papel como formador de mano de obra al servicio de la reproducción capitalista.
Y, todo ello, en un medio cada vez más hostil, en el que las grandes corporaciones presionan a los gobiernos para que, mediante desregulaciones y liberalizaciones, cedan su soberanía en materia educativa y permitan que aquellas la acaben convirtiendo en el gran negocio del siglo XXI.


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* Este artículo es publicado con autorización del autor.
Autor
Alberto Montero Soler es profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Málaga. Es autor, junto a Juan Torres López, del libro Economía de los delitos y de las penas. Un análisis crítico y de más de una decena de artículos en revistas científicas y capítulos de libros. Sus principales líneas de investigación giran en torno a política monetaria e independencia de los bancos centrales; políticas sociales y Estado de Bienestar y, recientemente, también trabaja en temas de economía política de la revolución bolivariana en Venezuela, donde ha realizado tareas de asesoramiento.
Su dirección es Departamento de Derecho Financiero, Economía Política y Filosofía del Derecho. Facultad de Derecho. Campus de Teatinos s.n. 2907. Málaga. Tfno: +34 952 132187. Correo-e: amontero@uma.es.

[1] Por economicismo entendemos, como Vázquez Montalbán (1999, p.9), “la doctrina y la práctica política que confieren a los hechos económicos la primacía absoluta sobre las distintas esferas de la realidad social o la realidad humana, en el sentido más amplio de la expresión. (…). El economicismo sería la manera más correcta de denominar la hegemonía progresiva de la lógica interna de la economía sobre la política y las finalidades sociales”.
[2] referencia al trabajo inicial.
[3] No en vano, el libro “El Capital Humano”, considerado como la principal obra de uno de los exponentes máximos de la Escuela de Chicago, Gary S. Becker, también se convirtió en una referencia obligada de los trabajos que trataban la educación desde una perspectiva económica. Becker (1964).
[4] En este sentido, resulta que la teoría del capital humano dejaba de lado la concepción neoclásica tradicional del trabajo como una mercancía, para entroncar directamente con el análisis clásico de Ricardo o Marx en donde el trabajo es considerado como un factor de producción producido. Este replanteamiento de la concepción del trabajo no deja de ser terriblemente perverso por cuanto en ese viaje de vuelta a los orígenes, el trabajo desaparece, incluso como mercancía, y se convierte en capital. Torres y Montero (2005, p. 14).
[5] Así se plantea desde los primeros momentos en los trabajos pioneros de Schultz (1961), Denison (1962) y Becker (1962).
[6] La decisión de invertir en formación se plantea como un proceso de sustitución de renta actual por mayor renta futura, siendo la tasa de descuento temporal a la que cada individuo efectúe ese cálculo un elemento decisivo sobre su nivel de formación y posterior remuneración en el mercado laboral.
[7] La conclusión de la importancia atribuida al gasto público en educación para el estímulo del crecimiento económico fue inicialmente suscrita por instituciones internacionales, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 1962), que posteriormente imprimieron un giro de ciento ochenta grados a su discurso y pasaron a convertirse en acérrimas defensoras de la austeridad fiscal y de la progresiva privatización del sistema educativo.
[8] Una completa revisión de la metodología y resultados de las investigaciones sobre la tasa de retorno de la inversión en educación puede encontrarse en Psacharopoulos (1994). En cualquier caso, y sintéticamente, los principales resultados de esas investigaciones pueden resumirse en los siguientes: los rendimientos sociales y privados de la inversión en educación disminuyen a lo largo del tiempo y en función del nivel de la renta per cápita del país; el rendimiento de la inversión en educación de las mujeres es superior al de los hombres; diferentes tipos de curricula arrojan diferentes tasas de rendimiento; existen amplias variaciones en el rendimiento de la educación superior; los rendimientos varían en función del sector productivo en el que se emplee el trabajador tras su periodo formativo. (Psacharopoulos, 1994, p. 1327).
[9] Las referencias pioneras al respecto son Taubman y Wales (1973) y Stiglitz (1975).
[10] Esto significaba un distanciamiento radical del excesivo simplismo de los supuestos antropológicos de la teoría del capital humano de los años sesenta y setenta en donde, arbitraria y explícitamente, se asumía que tanto las preferencias como las capacidades personales venían dadas y eran semejantes entre todos los individuos (Blaug, 1976, p. 830).
[11] El primer análisis de referencia sobre la disminución de los retornos de la educación superior atribuyéndolo a la incorporación al mercado de trabajo de las generaciones con niveles educativos relativamente altos del baby boom estadounidense es el de Freeman (1976). Un análisis más reciente de las diferentes explicaciones económicas de este fenómeno puede verse en Sloane, Battu y Seaman (1999).
[12] Para una síntesis de los planteamientos de la teoría de los mercados de trabajo segmentados puede verse, entre otros, Toharia (1983) o Torres y Montero (2005).
[13] Una revisión de la aportación que supuso para la teoría del capital humano los modelos de sorting y de las nuevas perspectivas que éstos le abrían a aquélla puede encontrarse en Weiss (1995).
[14] Findlay y Kierzkowski (1983) fueron los primeros en presentar un modelo de crecimiento económico que incorporaba específicamente la acumulación endógena de habilidades profesionales. Más tarde, Romer (1986) incluyó en su modelo de crecimiento explícitamente, aunque de forma exógena, el capital humano. Desde entonces, los propios trabajos de Romer, Lucas (1988), Barro (1991) o Rebelo (1991) irán otorgando un papel creciente a la acumulación de capital humano frente a la de capital físico y su papel determinante en la generación de rendimientos crecientes a escala por la vía del aprendizaje y difusión de mejoras productivas en la economía. Para una magnífica visión de conjunto de la importancia de la educación en estos modelos puede verse Sianesi y Van Reenen (2003).
[15] Puede verse, al respecto, Torres López (2000).
[16] Para un análisis de las consecuencias de las políticas neoliberales sobre los Estados de bienestar siguen siendo vigentes los textos de Navarro (1998; 2000).
[17] Mishra (2004, p.46).
[18] Feldfebler y Vergés (2005, p. 61).
[19] Como ya pronosticaba O’Connor (1994, p.154) a principios de la década de los setenta en referencia a las consecuencias que la “crisis fiscal del Estado” podía tener sobre los contenidos de la educación, “la esencia de la ‘reforma’ consiste en la reordenación y modernización de los planes de estudio a fin de asegurar que cada joven disponga de una ‘habilidad vendible’ [lo que hoy denominamos, “empleabilidad”] en el momento en que decida abandonar los estudios superiores”.
[20] Son singularmente significativas las conclusiones del informe de la OCDE (1997) en el que se plantea directamente que “la privatización del financiamiento es un imperativo en un periodo marcado por la intensificación de las presiones presupuestarias”. Citado en Feldfebler y Verger (2005, p. 61).
[21] Una detallada revisión de las formas concretas que reviste el proceso de privatización de la financiación puede verse en AA.VV. (2006).
[22] Esa es una de las conclusiones fundamentales del libro de Whitty, Power y Halpin (1998) en donde se examinan los efectos de la introducción de cuasi-mercados en los sistemas educativos de EEUU, Suecia, Inglaterra, Australia y Nueva Zelanda.
[23] Para un detallado análisis del mercado internacional de bienes y servicios educativos puede verse Heyneman (2001).