Violencia política y globalización:

El derecho entre la solidaridad y el poder económico.


Guillermo Hoyos Vásquez*

Dos breves pasajes de la política internacional colombiana con los que se inaugura el Gobierno del Presidente Uribe nos muestran la relación estrecha entre violencia política y globalización. Este gobierno, temido por su actitud escéptica con respecto a diálogos con la subversión, manifestó desde el primer momento su disposición a negociar con ella sólo utilizando la mediación de las Naciones Unidas. Sin embargo es la alta comisionada de este organismo internacional, Mary Robinson, quien tiene que advertir al Gobierno que algunas de las medidas del Estatuto de Conmoción Interior, con el que se inicia este gobierno, como la constitución de redes de informantes y el empleo domiciliario de armas por los reclutas campesinos, pueden contribuir a que la población civil quede involucrada en el desarrollo de operaciones bélicas o expuesta a situaciones de riesgo. Y añade que estas medidas de orden público podrían ser incompatibles con la normativa internacional de derechos humanos y de derecho internacional humanitario. Le preocupa que "el fortalecimiento del poder militar contribuya al deterioro de las instituciones civiles, o produzca la subordinación de la autoridad civil al poder castrense". Y advierte que la constante expansión y consolidación de los gruposparamilitares y la persistencia de sus vínculos con servidores públicos puede incrementar las violaciones a los derechos fundamentales. Para Robinson, las medidas adoptadas por los Estados para mantener o restablecer el orden público en el marco de los estados de excepción debe respetar los límites cuando se imponen restricciones a los derechos y libertades fundamentales.

Al mismo tiempo los Estados Unidos han solicitado a Colombia, como parecen haberlo hecho a otros gobiernos, que para efectos de lo relacionado con la Corte Penal Internacional, a la que adhirió Colombia dos días antes del cambio de gobierno el pasado 7 de agosto, se convenga tratamiento de excepción para ciudadanos estadunidenses. Tal petición, con cierto sabor a chantaje para la cooperación con Colombia, causó indignación en ciertos medios de opinión, dado que se teme que con el recrudecimiento de la guerra en Colombia podría haber intervención directa de Estados Unidos. Sólo entonces se descubrió que también Colombia misma, en el momento de comprometerse con la Corte Penal Internacional, había hecho la salvedad que excluye de la competencia de la Corte los crímenes de guerra cometidos en el país durante los siete años siguientes, así hubiera insistido ante la Unión Europea considerar como terroristas a los mismos que favorecía la excepción. El nuevo Gobierno reconoce que fue consultado por el anterior acerca de esta ventana que se quería dejar abierta para posibles diálogos de paz y reitera que se trata de un gesto generoso de parte del gobierno entrante y del saliente. Todo esto, aunque sectores de la opinión no vean con buenos ojos una salvedad que podría fomentar aún más la impunidad y que, según la Corte Constitucional, no es necesaria para conceder las amnistías a que diere lugar un eventual acuerdo de paz.

Estos dos pasajes sólo pretendían ilustrar a manera de introducción cómo la situación de violencia que vive hoy Colombia, así la globalización no nos exima de análisis locales de los problemas ni de asumir responsabilidad alguna como país, sí abre un horizonte comprensivo más complejo que permite explicar mejor ciertas situaciones y buscar soluciones más razonables. Asuntos como la droga, para asomarnos quizá al más relacionado con la violencia política en mi país, ya no pueden reducirse a perseguir, acabando la naturaleza y potenciando las causas de violencia, a quienes la producen o la trasportan, sin tener en cuenta su comercialización y consumo, y los paraísos financieros en los que se refugia o se lava lo producido, y sin cuestionar el contraflujo de armas para la guerra. Temas como legalización sólo pueden ser abordados globalmente, lo mismo que lo que es señalado hoy como terrorismo, si se lo pretende comprender plena y diferencialmente y se quieren solucionar sus causas más que sólo vengar sus efectos.

Para comprender mejor la complejidad de las relaciones entre globalización y violencia política partiremos por caracterizar lo que se critica hoy con toda razón como malestar en la globalización (1), para ver luego si al explicitar los recursos de solidaridad y del derecho podemos ganar un sentido más incluyente para otros fenómenos más complejos que se presentan con la globalización (2), con lo cual se podrán sugerir vías de solución a una violencia política que no necesariamente tiene que ser clasificada como terrorismo.

1.- Una globalización unidimensional

Veamos ante todo el sentido de lo que se ha llamado “el malestar en la globalización”. No cabe duda de la creciente gravitación de los procesos económicos, sociales y culturales de carácter mundial sobre los de carácter nacional, acelerada aun más por movimientos migratorios y sobre todo por cambios relámpago en los espacios y tiempos generados por la revolución en las comunicaciones y la información.[1] La globalización entendida así ofrece oportunidades en el campo de los derechos humanos, de la interculturalidad y en general de valores universalizables, pero también representa riesgos, que se agudizan precisamente por una globalización incompleta de los mercados, en especial por la falta de coherencia, por no decir por la doble moral de las políticas macroeconómicas y comerciales, que producen aquellas crisis en el mundo en desarrollo, que precipitan situaciones de ingobernabilidad en muchos estados nacionales. Cuando la economía en su forma neoliberal se apodera de la globalización, termina manipulando el poder político de los Estados e instrumentaliza el derecho rompiendo el vínculo de solidaridad propio de la sociedad civil, agudizando la inequidad, el desempleo y la pobreza, causas últimas de toda violencia política.

No pretendo, ni estoy capacitado para ello, entrar a detallar lo que Joseph Stiglitz ha caracterizado como malestar, que radica en el modo en que ha sido gestionada la globalización, en especial por las instituciones económicas internacionales: “lo han hecho de formas que por lo general han favorecido los intereses de los países industrializados más avanzados –e intereses particulares dentro de esos países- más que los del mundo en desarrollo. Y no es sólo que hayan favorecido esos intereses: a menudo han enfocado la globalización desde puntos de vista particularmente estrechos, modelados conforme a una visión específica de la economía y la sociedad”[2]. El mismo Stiglitz muestra el desafío al que se enfrenta la globalización: “la preocupación por el medio ambiente, el asegurar que los pobres tienen algo que decir en las decisiones que los afectan, la promoción de la democracia y el comercio justos”[3] son temas prioritarios, si se quieren aprovechar las oportunidades que brinda la globalización. Este es precisamente el sentido que imprime Amartya Sen a sus planteamientos acerca del “desarrollo como libertad”[4]: se busca un desarrollo en el que los objetivos de las políticas públicas deben ser la persona como agente de transformación de su propia realidad y el fortalecimiento de la democracia, teniendo en cuenta los contextos particulares y determinados en los que se constituyen las naciones como Estados de derecho.

La lucha por este sentido libertario, cultural y democrático del desarrollo a escala mundial es el imperativo de los movimientos solidarios en contra de las políticas unidimensionales de globalización. Las lecciones de Génova ha llamado Boaventura Sousa Santos la contrastación de estas dos maneras de afrontar la globalización: el economicismo unidimensional es “insostenible” porque se basa en la “contradicción insaneable entre la economía neoliberal y el bienestar de la mayoría de la población mundial”, de la cual son testiminios fehacientes, entre otros, el manejo de la deuda, de las políticas monetarias, del comercio, de las patentes sanitarias, del medio ambiente. Esto ha provocado movimientos alternativos, basados en la sensibilidad moral y en la solidaridad de una opinión pública mundial: se denuncia que “los gobiernos nacionales son rehenes de los grandes intereses económicos y la democracia disfraza esa dependencia” ocupándose de lo accidental, mientras carece de control político efectivo para regular “las disparidades éticamente repugnantes entre ricos y pobres”. Se organiza “la resistencia a la globalización hegemónica” y se formulan alternativas, que reconociendo la diversidad, fijen la dignidad humana en valores superiores a los precios del mercado. La contradicción sólo puede ser disuelta en el diálogo entre las dos ideas de globalización para que se pase de la retórica cínica de las concesiones vacías a la elaboración de un nuevo contrato social global garantizado por una nueva arquitectura política democrática global.[5]

2.- La solidaridad y el derecho en tiempos de globalización.

El diálogo propuesto debería poder reducir las causas objetivas de la violencia política, respetando las identidades y valores culturales, promoviendo las estructuras democráticas de los países en desarrollo y fortaleciendo las libertades políticas de las personas como agentes sociales. El nuevo contrato social debe cambiar radicalmente el sentido del derecho en un mundo globalizado, cada vez más sensible a la problemática de los derechos humanos, como derecho internacional humanitario o simplemente como universal filosófico incluyente, en el sentido más auténtico y originario de globalización: tarea, idea regulativa y fundamento de legitimidad del Estado moderno. La crítica a la globalización unidimensional permite establecer una idea más compleja de globalización en la que se puedan proponer formas de interrelación y de organización social más comprensivas que las meramente estratégicas de la racionalidad sistémica. Se trata de reconstruir el derecho de acuerdo con el principio clásico de la soberanía popular para que en lugar de ser mero dispositivo de aplicación de políticas económicas, muchas veces por encima y en contra de los Estados, a condiciones humanas y sociales tan sensibles que podrían reaccionar violentamente, se convierta en correa de trasmisión, que partiendo de intereses solidarios los logre transformar en competencias efectivas de poblaciones capaces de constituir democráticamente poder de transformación, contando con los recursos económicos, de situaciones precarias en procesos de desarrollo sostenible.

Para liberar la globalización de su miopía economicista y darle un perfil más humano, es necesario por tanto volver sobre el sentido de los movimientos sociales y del derecho, para poder valorar y potenciar los retos que implica este nuevo contexto surgido con la globalización. Estamos hablando de movimientos que expresan una solidaridad amenazada por la modernización en procesos que llevan a perder la pertenencia comunitaria y que en la forma de agremiación meramente económica terminan por proletarizar las sociedades en la periferia. A medida que avanza la globalización parece como si el destino de los individuos y de los grupos sociales en la periferia dependiera cada vez más de sí mismos, de sus competencias y habilidades, mientras las condiciones sociales son más adversas al fragmentarse en múltiples escenarios y redes las tradiciones y recursos culturales. J. Habermas describe así este fenómeno: “Las reservas de solidaridad de las sociedades son saqueadas y consumidas como los tesoros de una colonia por los señores coloniales”[6]. Mientras no se solucione positivamente la ruptura causada por la separación entre moral y derecho, reconstruyendo un sentido del derecho mundial y nacional que recoja la esencia de la solidaridad, es decir, la sustancia ética del sentido mismo de universalidad de los derechos humanos, persistirá el riesgo y la solicitación a los fanatismos de toda índole, para los cuales con cierta razón la racionalidad económica hegemónica es otra forma de fundamentalismo. De hecho, en la diferenciación no meramente conceptual, sino real entre centro y periferia es donde la globalización causa mayores estragos. Mientras las mayorías no puedan acceder a los bienes de la globalización, recursos financieros, informáticos, transporte, tecnología, derecho, seguridad democrática, educación y cultura en general, se está repitiendo más dramáticamente, que lo indicado por Marx, el escándalo de una clase de excluídos dentro de la sociedad global: aquellos que sólo existen porque sobran y que no tienen naturalmente nada que perder, sino el control sobre su propio cuerpo[7]. Esto lleva de nuevo al fundamentalismo suicida de los que ya no pueden siquiera tener esperanza. Una clase sin posibilidades de integrarse económica y políticamente clama por un orden mundial en el que el principio de la democracia y la participación sea real, de suerte que las constituciones en la periferia no sean sólo cartas simbólicas pletóricas en declaraciones de derechos humanos, sino que puedan llegar a dar sentido de auténtica cooperación y participación y posibilidades de desarrollo como libertad a las personas y a la sociedad.[8]

El reclamo de solidaridad a nivel mundial es un movimiento que pretende superar la mera crítica teórica al neoliberalismo que se ha apropiado de la globalización, exigiendo “sacar al derecho del infierno”, para utilizar la expresión de Reyes Mate, y cambiarle de función: de legitimación de políticas económicas que empobrecen todavía más a los más pobres, desestabilizan gobiernos nacionales y provocan la violencia política, a garante y promotor de políticas orientadas a la justicia como equidad y al cumplimiento efectivo por parte de todos los Estados de los principios universales de los derechos humanos en un mundo multicultural.

No es necesario aquí detallar todos aquellos aspectos que en el avance del proceso de globalización han contribuido a hacer cada vez más complejo el sentido del derecho moderno.[9] Si bien el referente primero del derecho siguen siendo los diversos estados nación, es bien sabido hoy que uno de los efectos de la globalización es relativizar el sentido de soberanía nacional. A esto contribuyen en forma decisiva normas jurídicas de carácter internacional y supranacional, actores y autores de leyes que tienen que ver con campos que superan las competencias nacionales: las autoridades monetarias como Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y Organización Mundial del Comercio; pero también organizaciones supranacionales como las mismas Naciones Unidas o la Organización de Estados Americanos; a lo cual hay que añadir el influjo que de hecho tienen organizaciones no gubernamentales a nivel mundial como, por ejemplo, Amnistía Internacional y Greenpeace. A este desdibujamiento del sentido originario de legalidad, ínsito en el Estado moderno, contribuye hoy en forma favorable una opinión pública más compleja, ilustrada y sensible que ha revolucionado el clásico concepto de lo público y opera con un sentido de legitimidad menos jurídico-formal-positivo y más político-democrático-participativo.

Vista así la globalización puede contribuir a crear un pluralismo jurídico que ayude a reconstruir un sentido del derecho constituido a partir de procesos comunicativos, sensible a las diferencias tanto culturales como sociales y económicas, que sea capaz de resolver los conflictos a los que responden los movimientos y luchas libertarias, que permita en una palabra cambiarle el signo a una globalización determinada por la racionalidad económica para hacerla horizonte universal de realización de los derechos humanos.[10]

Esto no significa que el derecho tenga que perder su sentido cognitivo y volitivo de compromiso ciudadano, recogido en el concepto de contrato social fundador. Una teoría discursiva del derecho y del Estado de derecho democrático posibilita que, gracias precisamente a su unidad formal y legal, el derecho confiera legitimidad a los reclamos y protestas en las que se expresan contrafácticamente las necesidades, ideales e ilusiones de las ciudadanas y ciudadanos del mundo que luchan por sus derechos, así lo tengan que hacer tambien a veces violentamente.

Esta relación entre solidaridad y derecho permite entonces pensar en una globalización con rostro humano[11]. No se trata de estar tan entusiasmados con ella que pensáramos que los principios del mercado son claves inéquivocas de solución de las crisis, ni de demonizar los avances de una apertura que de todas formas nos defiende de paternalismos nacionalistas y proteccionismos aislacionistas. Pero la “tercera vía” no puede significar acomodo o adaptación reformista por más crítica que sea su apariencia. Es necesaria una actitud ofensiva que le apueste a la prioridad de la política con respecto a la lógica del mercado. En una sociedad moderna la política es la que está llamada a orientar el mercado, sus alcances, sus límites y sus funciones. Pero la política sólo podrá alcanzar a una economía globalizada en el momento que logre constituir estructuras globales fundadas en procesos regionales democráticamente legítimos. La meta final es una perspectiva de ciudadanía cosmopolita que pudiera superar la fragmentación social y la estratificación de la sociedad globalizada sin alterar las característicias culturales propias de los diversos pueblos.[12]

Concretamente se trataría de retomar lo mejor del planteamiento de Kant acerca de un orden y un derecho cosmopolita, que permitiera asumir positiva, auténtica y consecuentemente por todos los Estados las tareas que fortalezcan las Naciones Unidas, sus instituciones, declaraciones y políticas, de tal forma que al mismo tiempo se privilegien dentro de los Estados mismos las libertades de las personas como “sujetos jurídicos individuales” y se defienda su pertenencia no mediatizada por ningún colectivo a la asociación de ciudadanos del mundo libres e iguales[13]. A este respecto sigue siendo determinante lo que dijera Kant ya en 1795 en La paz perpetua: “Como se ha avanzado tanto en el establecimiento de una comunidad... entre los pueblos de la tierra, que una violación del derecho en cualquier lugar de la tierra repercute en todos los demás, la idea de un derecho cosmopolita no resulta una representación fantástica ni extravagante, sino un complemento necesario... del derecho político y del derecho de gentes mediante unos públicos derechos humanos en general y asimismo un complemento de la paz perpetua, a la que sólo bajo esta condición puede aproximarse de un modo continuo”[14].

3.- Conclusión: terrorismo o violencia política.

Cuando la Alta Comisionada de las Naciones Unidas Mary Robinson señala que después del 11 de septiembre se hicieron mayores esfuerzos para la guerra que para el fortalecimiento de los derechos humanos, precisamente ahora más necesarios, se refiere a la posibilidad y necesidad práctica de solucionar a nivel mundial las causas mismas de la violencia política mediante un fomento de los derechos económicos, sociales y culturales no menos importantes que los civiles y políticos[15].

Es necesario, por tanto, liberar la globalización del unilateralismo economicista, al que se deben sus efectos perniciosos, que no permiten, como lo hemos indicado en la primera parte, el desarrollo autónomo de los pueblos y el fomento de la justicia como equidad. Esto posibilitaría liberar también la globalización de políticas hegemónicas de Estados que no quieren sustituir la ley del más fuerte por el derecho cosmopolita. La incoherencia de la doble moral debilita políticamente formas de derecho universal y justifican así reacciones violentas. Esto no debería confundir tanto que no fuera posible entonces distinguir entre violencia y violencia y fijar los criterios que permitieran caracterizar la violencia política.

El recurso de la sensibilidad moral y los movimientos alternativos a la globalización hegemónica amplian el horizonte de comprensión global a un sentido de solidaridad mundial, en el cual se expresan performativamente derechos humanos universalizables, algo semejante a lo que quería Hume con el sentimiento de humanidad. Se trata de derechos que pueden estar negados no sólo en el neoliberalismo, sino también y específicamente en formas de gobierno hegemónicas, amparadas por aparatos ideológicos, contra las cuales fuere necesario luchar violentamente. Es misión del derecho internacional no condenar sin más toda forma de violencia política como terrorismo y es obligación de los movimientos que apelan a la violencia política reconocer el derecho internacional humanitario y esforzarse por mostrar que sus luchas son expresamente por los derechos humanos.

Precisamente frente a los así llamados y declarados internacionalmente actos terroristas, convendría aprovechar el espacio abierto por la globalización, en el cual parece prudente hacer una pausa en este afán de seguridad para plantear al menos la pregunta por la necesidad y posibilidad de establecer diferencias entre terrorismo y violencia política ¿Debe tratarse necesariamente toda violencia política como terrorismo? ¿O hay formas de violencia política, que al ser modos de oposición y protesta contra determinados poderes, no pueden ser reprimidas internacionalmente como terrorismo? ¿Hay derechos humanos reconocidos globalmente que al ser negados por un gobierno legitimen ciertas formas de violencia política?

Para intentar siquiera dar respuesta a esta preguntas es necesario proponer una concepción del derecho de los ciudadanos del mundo (Weltbürgerrecht, en términos de Kant), que los defina como tales independientemente de su pertenencia a uno u otro Estado nación. Esto permite superar en un aspecto fundamental el derecho de gentes (Völkerrecht), en el que los ciudadanos están necesariamente mediados por “pueblos” y formas políticas determinadas. Por más necesaria que sea la lucha por el multiculturalismo ésta puede caer en la trampa de desconocer al individuo; y éste debe poder de alguna manera manifestarse como ciudadano en cuanto tal, como miembro de determinados grupos y asociaciones y no sólo como miembro de una Nación. Esta perspectiva abierta por la globalización de los derechos humanos y por un concepto de ciudadanía mundial, más fundamental que el pluralismo razonable de las visiones omnicomprensivas, ayuda a solucionar las divisiones internas en los países y los conflictos y desacuerdos ideológicos y políticos; en dicha perspectiva pueden afirmarse las comunidades más pequeñas dentro de colectividades mayores; y sobre todo, los grupos subordinados que luchan contra gobiernos de élites excluyentes, pueden reclamar internacionalmente sus derechos como ciudadanos que promueven principios liberales, democráticos e igualitarios en las sociedades jerárquicas, hegemónicas[16] y discriminadoras. Pero entonces es necesario que la violencia política para legitimarse como tal reconozca aquellos derechos fundamentales que serían reconocidos por todos a nivel global, independientemente de sus tradiciones culturales y de las diversas formas de organización política.

Los fundamentalismos como fenómenos culturales se originan en el reduccionismo que hace de una cultura la cultura y minusvalora en la sociedad mundial las otras culturas y especialmente a quienes no pertenecen a la civilización canónica. El dogmatismo y el autoritarismo son monoculturales y por ello intolerantes. Las consecuencias de este desconocimiento de la dignidad personal en las diversas formas culturales, que es en lo que consiste el multiculturalismo, son tanto la discriminación y la exclusión como la violencia. Esto nos lo ha recordado la globalización. José Luis Aranguren en su Ética y política lo había ya formulado certeramente: “Los individuos o grupos aislados, los que se sienten excluidos, a la izquierda o a la derecha, social o regionalmente, de la política, los que se consideran desprovistos de derechos, atención pública o status, así como los grupos sociales en declive o mal dotados para una adaptación a las demandas de una civilización en transición o expansión, y quienes se consideran sin oportunidades, condenados a la inmovilidad, a un imposible ascenso social, se inclinan, normalmente, al disconformismo radical y, por tanto, a la repulsa de una democracia que, para ellos, no es tal”[17].

* El autor es Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente Director del Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR de la Universidad Javeriana de Bogotá.
[1] Cfr. CEPAL 2000, Equidad, desarrollo y ciudadanía, p. 13.
[2] Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Bogotá, 2002, p. 269.
[3] Ibid., p. 271.
[4] Cfr. Amartya Sen, Desarrollo y libertad, Bogotá, Planeta, 2000.
[5] Cfr. Miguel Riera Montesinos (editor), La batalla de Génova. Barcelona, El viejo topo, 2001, pp. 319-323.
[6] Cfr. J. Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, Bd. 2, Frankfurt a.M. 1981, S. 489 ff.
[7] Cfr. Niklas Luhmann, Die Gesellschaft der Gesellschaft, Frankfurt a.M., 1997, S. 632.
[8] Cfr. Hauke Brunkhorst, “Globale Solidarität. Inklusionsprobleme der modernen Gesellschaft” en: Lutz Wingert und Klaus Günther (Hrsg.), Die Öffentlichkeit der Vernunft und die Vernunft der Öffentlichkeit, Frankfurt a. M., 2001, SS. 605-626.
[9] Cfr. Klaus Günther, “Rechtspluralismus und universaler Code der Legalität: Globalisierung als rechtstheoretisches Problem” en: L. Wingert u. K. Günther (Hrsg.), op. cit., SS. 539-567.
[10] Cfr. Boaventura de Sousa Santos, Toward a New Common Sense – Law, Science and Politics in the Paradigmatic Transition, New York and London 1995.
[11] Cfr. Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Bogotá, 2002, p. 307.
[12] Cfr. Jürgen Habermas, “Euroskepsis, Markteuropa oder Europa der (Welt-)Bürger” en: Zeit der Übergänge, Frankfurt a.M., 2001, S. 85 ff.
[13] Cfr. J. Habermas, “Kants Idee des ewigen Friedens – aus dem historischen Abstand von 200 Jahren” en: Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt a.M., 1997, SS. 192-236.
[14] Immanuel Kant, “Zum ewigen Frieden” en: Kant, Werke, Band 9, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, pp. 216-7.
[15] Cfr. Nicolás Suescún, “La salida de Mary Robinson” en: La Revista, Nº 112, El Espectador, Bogotá, 8 de septiembre de 2002, pp. 24-26.
[16] Cfr. Thomas McCarthy, “Unidad en la diferencia: reflexiones sobre el derecho cosmopolita” en: ISEGORÍA, nº 16, Madrid, mayo 1997, pp. 55-56.
[17] José Luis Aranguren, Ética y política, Madrid, Guadarrama, 1968, p. 205.

La paz como desarrollo humano[i]


Emilio Martínez Navarro

Creemos saber de un modo espontáneo qué países del mundo están desarrollados y cuáles no, del mismo modo que cualquier persona medianamente informada podría señalar qué países disfrutan de paz y cuáles no. Pero la reflexión filosófica nos hace más cautos, puesto que nos invita a desconfiar de las apariencias y a preguntarnos si acaso los criterios que venimos aplicando para decir que un determinado país está desarrollado, o que disfruta de paz, no serán tal vez unos criterios obsoletos, cargados de prejuicios y sustancialmente equivocados. Si ese fuera el caso, nos quedaríamos perplejos ante la posibilidad de contemplar como no-desarrollados a países que hasta ahora no dudábamos en calificar como desarrollados, y también nos sorprendería pensar en determinados países, que creíamos en paz, como lugares que, en realidad, viven en guerra. Desde el punto de vista de la Ética del desarrollo[ii], tanto los criterios para afirmar que en un país hay desarrollo, como los criterios para mantener que hay paz, han de ser sometidos a una profunda revisión, y una vez que han sido revisados a la luz de consideraciones éticas relevantes, el resultado es el que sería de esperar: hay países que parecen desarrollados, pero en realidad están infra desarrollados o mal desarrollados. Y viceversa: países que aparentemente están subdesarrollados, en realidad disfrutan de un grado de desarrollo propiamente dicho mucho mayor que el que se creía. Y en cuanto a la paz, aunque los criterios e indicadores que suelen utilizarse para detectar su ausencia suelen ser más obvios, no por ello son más confiables, de modo que bien pueden darse algunos casos en que ciertos países que parecen vivir en paz estén, en realidad, padeciendo algún tipo de guerra. Y viceversa, algunos países que parecen sumidos en un conflicto bélico, en realidad disfrutan de una paz que para sí quisieran otros. En este trabajo trataremos de arrojar alguna luz sobre los criterios que, desde la perspectiva de la Ética del desarrollo, pudieran servir para comprender de un modo más adecuado los criterios que conviene aplicar la relación entre los conceptos de “desarrollo” y “paz”: Unos conceptos que han sufrido un gran desgaste en los últimos años, hasta el punto de que muchos abogan por su completo abandono. Sin embargo, es posible que una revisión filosófica pueda prestar un servicio clarificador que permita seguir utilizándolos, pero haciendo un uso crítico de ellos.

1. ¿Qué significa afirmar que un país está desarrollado?
Ante todo hemos de aclarar que la noción de “desarrollo” referida a un país no es una noción exclusivamente económica, que sólo pueda contemplarse desde el punto de vista de la ciencia económica. Los propios economistas reconocen que el desarrollo es un asunto muy complejo, que contiene aspectos sociales, políticos y culturales en estrecha relación con los aspectos estrictamente económicos. En este sentido, cuenta Amartya Sen[iii] que cuando comenzaron los trabajos para el Informe sobre el Desarrollo Humano en el seno del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), manifestó cierto escepticismo con respecto al valor que podría tener el diseño de un nuevo indicador bruto del desarrollo como acabó siendo el índice de desarrollo humano (IDH). Su escepticismo provenía del hecho de que ningún índice unificado o agregado puede expresar adecuadamente "una realidad compleja acerca del desarrollo y la privación de los seres humanos". Sin embargo, a posteriori tuvo que reconocer que la mejor manera de desplazar el predominio del PNB como indicador del desarrollo era sustituirlo por un nuevo indicador del desarrollo que fuese igualmente bruto y resumido, pero mucho más sensible a los aspectos "sociales" de la vida humana como la longevidad, la educación y el ingreso per capita. De este modo, el nuevo IDH ha tenido el suficiente éxito como para llamar la atención de los expertos sobre otros muchos indicadores más concretos que se recogen en el informe anual del PNUD, desplazando en gran medida la excesiva atención al PNB como indicador de desarrollo.
En efecto, uno de los mayores logros del Informe sobre el Desarrollo Humano, que viene publicando regularmente desde 1990 el PNUD, ha sido poner de relieve la posibilidad de medir el desarrollo de un modo más adecuado que con los indicadores tradicionales, y de ese modo insistir en la idea de que no basta con observar cómo evoluciona el PNB a lo largo de los años. Y no sólo por las razones que alega Sen, a saber, que el PNB es un índice bruto y vulgar que se muestra ciego a muchos aspectos relevantes del desarrollo y de la privación humanas, sino también porque el propio concepto de desarrollo no es un concepto meramente económico, sino más bien un concepto ético que incluye lo económico como uno de sus componentes, pero no el único.
En otro lugar[iv] he expuesto con cierta amplitud una propuesta de Ética para el Desarrollo que se articula en torno a cuatro grandes grupos de necesidades humanas: económicas, de seguridad, de libertad y de identidad. La idea central es que todos los pueblos comparten algunas necesidades básicas, si bien el modo de satisfacerlas es manifiestamente distinto. Y al mismo tiempo, la satisfacción de tales necesidades exige un enfoque diferente según se trate del desarrollo personal, social (local y nacional), mundial y ecológico. Desde este punto de vista el concepto de desarrollo muestra una considerable complejidad que se concreta en un total de dieciséis metas de desarrollo que he llamado "bienes internos de las tareas de desarrollo". Por ejemplo, el desarrollo local o nacional de la necesidad de libertad exige tomar en serio lo que podríamos llamar "Democracia realizada", es decir, que un país al que consideremos desarrollado no sólo ha de tener formalmente un régimen constitucional democrático, sino que ha de funcionar de modo efectivo como un país que promueve el debate público y la participación ciudadana en las cuestiones que afectan a la comunidad en su conjunto, de modo que toda la población sea tenida en cuenta y ninguna persona tenga motivos fundados para considerarse excluida del demos, del pueblo supuestamente gobernante. A continuación reproducimos el cuadro resumen de las metas del desarrollo[v]:

El enfoque adoptado en esta reflexión sobre el desarrollo nos lleva a alcanzar ciertas conclusiones preliminares en relación con la pregunta que encabeza este apartado (¿Qué significa afirmar que un país está desarrollado?):
1) Un país desarrollado sería aquel que ha logrado satisfacer las necesidades de toda su población en aspectos tan esenciales como el económico (necesidades de alimentación, vivienda, salud, educación básica y empleo), el de seguridad (necesidades de protección frente a la violencia de cualquier tipo), el de libertad (necesidades relacionadas con la posibilidad real de llevar a cabo cualquiera de los proyectos vitales permisibles y de participar eficazmente en las decisiones colectivas) y el de identidad (necesidades relacionadas con el mantenimiento y enriquecimiento de la propia lengua y cultura en un marco de libertad que también permita a las personas conocer y valorar las culturas ajenas).[vi]
2) Un país desarrollado sería aquel que ha logrado hacer compatibles las metas de desarrollo expresadas en el criterio anterior con la preservación del medio natural, contribuyendo eficazmente a que todo el planeta recupere el equilibrio ecológico que estamos perdiendo y a que se frene la acelerada extinción de especies que estamos provocando.
3) Un país desarrollado sería aquel que realiza una eficaz contribución al desarrollo mundial, colaborando en la medida de sus posibilidades a: eliminar la pobreza en todo el planeta, potenciar una verdadera paz entre los pueblos basada en relaciones justas, promover una solidaridad universal que permita garantizar las libertades en cualquier parte del mundo, y mantener la diversidad cultural y el patrimonio histórico-artístico.
En síntesis, si aplicamos con rigor estos criterios, probablemente habremos de concluir que no existe sobre la Tierra ningún país realmente desarrollado, aunque lógicamente habría algunos que se acercan mucho más que otros a la realización del exigente concepto de desarrollo que estamos comentando.
Pero no es arbitrario proponer que el desarrollo auténtico sea medido con criterios ético-políticos como los que estamos comentando, puesto que la propia noción de “desarrollo” lleva consigo la idea de una multiplicidad de aspectos que han de realizarse simultáneamente en el individuo al que se le aplique, sea éste último una persona, una institución, un país, o incluso un planeta. Si lo que ocurre, al utilizar estos criterios, es que tomamos conciencia de lo lejos que estamos de un mundo realmente desarrollado, este resultado puede ayudar a reaccionar de un modo positivo: podemos rectificar nuestras políticas y comportamientos para avanzar hacia el desarrollo real de las personas y de los pueblos, sin exclusiones; podemos —y debemos, conforme a una ética cívica racional y razonable[vii]— llevar a cabo las diversas tareas de desarrollo que están pendientes para pasar de la jungla global[viii] en que vivimos a una posible aldea global desarrollada en la que los seres humanos convivamos en paz con nosotros mismos y con la naturaleza.
2. Condiciones de posibilidad del desarrollo de los pueblos
Las controversias en torno al concepto mismo de desarrollo de los pueblos no han cesado desde que comenzaron las iniciativas de Ayuda al Desarrollo tras la Segunda Guerra Mundial. Dichas controversias, de las que existe una amplia documentación en la bibliografía especializada[ix], muestran que tanto los fines como los medios que se han manejado en relación con la noción de desarrollo de los pueblos son susceptibles de una revisión constante, que trate de mantener la tensión entre los discursos retóricos y las realizaciones prácticas, entre las aspiraciones a medio y largo plazo y los retos que aparecen como urgentes en el corto plazo. Desde un punto de vista filosófico, la cuestión se puede plantear con cierto rigor del siguiente modo: Si el desarrollo de los pueblos es una meta compleja, que incluye al menos los elementos y dimensiones que hemos comentado en el apartado anterior, ¿cuáles serán entonces las condiciones que se precisan para avanzar hacia esa meta? Veamos algunas de ellas.
En primer lugar, podemos sintetizar la meta del desarrollo de los pueblos en tres dimensiones principales, tal como ha quedado reflejado anteriormente: El logro del desarrollo de un pueblo se manifiesta en relación con 1) su propia población, 2) la naturaleza y 3) su relación con los otros pueblos de la Tierra. De este modo, podemos analizar ahora las condiciones de posibilidad relacionadas con cada una de esas tres dimensiones.

2.1 Condiciones de posibilidad del desarrollo de la propia población
En este punto es relevante la noción de desarrollo humano que se está promoviendo desde finales de los ochenta y principios de los noventa por parte de importantes teóricos del desarrollo y sobre todo por los influyentes Informes sobre el Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El desarrollo humano es definido en estos Informes como “un proceso de expansión de las opciones de las personas. Se logra ampliar las opciones de las personas mediante la expansión de las capacidades y funcionamientos humanos. En todas las dimensiones del desarrollo, las tres capacidades esenciales para el desarrollo humano de las personas son: disponer de una vida larga y saludable, ser una persona con formación y tener un nivel de vida decente. Si estas capacidades básicas no se logran, muchas opciones serán sencillamente inviables y muchas oportunidades permanecerán inaccesibles. Pero el ámbito del desarrollo humano va más allá: abarca áreas esenciales de elección, altamente valoradas por las personas, que incluyen las oportunidades políticas, económicas y sociales para ser creativas y productivas y para disfrutar de auto-respeto, de empoderamiento y de sentido de pertenencia a una comunidad. El concepto de desarrollo humano es un concepto omniabarcante que pone a las personas en el centro de todos los aspectos del proceso del desarrollo. Ha sido malinterpretado a menudo, al confundirlo con otros conceptos y enfoques del desarrollo.”[x] Uno de los principales inspiradores de este concepto de desarrollo de los pueblos entendido como desarrollo humano es el economista y filósofo moral Amartya Sen, una de cuyas obras más emblemáticas lleva por título Desarrollo como libertad.[xi] En efecto, la idea central de este enfoque del desarrollo es la idea de que la meta del desarrollo es que toda la población disponga de libertad real[xii], de posibilidades reales de llevar a cabo los proyectos de vida que tienen razones para valorar.
Ahora bien, el desarrollo humano o desarrollo como libertad no es algo que cae del cielo, sino que precisa de unas condiciones que hagan posible su aparición y permanencia en el mundo. Son necesarios varios elementos que interaccionan entre sí: la población misma, los condicionantes geográficos del territorio y las estructuras socioeconómicas y políticas que condicionan sus vidas. En cada uno de esos factores hay elementos valiosos, pero es preciso distinguir entre los que tienen un valor meramente instrumental y los que tienen un valor intrínseco. Las personas, obviamente, tienen el valor intrínseco que llamamos dignidad; ellas constituyen el sentido último del proceso de desarrollo, mientras que lo que tiene un valor instrumental es el trabajo que realizan para generar recursos. El entorno geográfico condiciona, para bien o para mal, el proceso de desarrollo, pero siempre hay un valor intrínseco en dicho entorno en la medida en que se valora como un lugar “único”, un paisaje, un hogar; en este caso, el valor instrumental remite a las posibilidades que brinda ese entorno natural para la vida de las personas: presencia o ausencia de agua potable, de tierras cultivables, de pastos, de recursos energéticos y minerales, etc. Por último, las estructuras socioeconómicas vigentes, las que de verdad inciden en la vida diaria de las personas, con independencia de la retórica que las justifique, constituyen un referente decisivo, puesto que dichas estructuras son las que proporcionan los esquemas a través de los cuales se van a percibir los otros dos elementos: según cuáles sean las estructuras socioeconómicas, así se verán las personas a sí mismas y así percibirán el territorio y sus posibilidades vitales. En dichas estructuras socioeconómicas puede haber elementos intrínsecamente valiosos: por ejemplo, aquellos que posibilitan que las personas ejerzan su libertad haciéndola compatible con la misma libertad para los demás. Estas libertades tienen también un valor instrumental, puesto que permiten establecer marcos estables de cooperación entre las personas, con el consiguiente beneficio para la producción de bienes y servicios y para las iniciativas de mejora de las estructuras. Pero las estructuras socioeconómicas también pueden tener elementos negativos, como por ejemplo las desigualdades arbitrarias, basadas en creencias acerca del género, del color de la piel, de los estereotipos acerca de los extranjeros, etc. Ahora bien, en la actualidad ya no quedan en el mundo pueblos aislados, sino que vivimos en la era de la interdependencia y las comunicaciones. Lo que condiciona decisivamente las posibilidades de desarrollo humano en la actualidad son las consecuencias de proceso de globalización, del que hablaremos en detalle un poco más adelante.

2.2 Condiciones de posibilidad del desarrollo en relación con la naturaleza
Como es sabido, todos los procesos de producción y consumo humanos ocurren en el seno de la biosfera o ecosfera, un sistema que se ha formado a lo largo de cinco mil millones de años de historia del planeta. Este ecosistema global es la fuente de todos los recursos materiales que alimentan el subsistema económico mundial, y a la vez es el sumidero de todos los desechos, de modo que la capacidad de la biosfera para suministrar recursos y para servir de vertedero al sistema económico constituye el límite para el crecimiento de este último. Cuando el subsistema económico mundial tenía un tamaño reducido en relación al ecosistema global —todavía en 1900 lo tenía—, los recursos y los vertederos eran comparativamente grandes y no parecía haber límite alguno al crecimiento económico. Pero a lo largo del siglo XX la situación ha ido cambiando: el subsistema económico crece exponencialmente, mientras que la biosfera no puede crecer, y no tenemos otra de repuesto. Si el subsistema económico sigue creciendo al ritmo actual, en unos pocos años habremos colapsado la capacidad de vertedero y de fuente de recursos de la biosfera, por no hablar de las consecuencias catastróficas que ya pueden observarse en cuanto a la alteración del clima, el deterioro de la capa de ozono, la contaminación del suelo y de las aguas, la masiva extinción de especies de animales y plantas, etc. Para expresar los riesgos que este crecimiento descontrolado supone para la humanidad en su conjunto, la comisión Brundtland acuñó el conocido término de "desarrollo sostenible", que viene a expresar la idea de que la presente generación debe satisfacer sus necesidades sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.[xiii]
A primera vista, el objetivo de un desarrollo mundial que respete ese límite de sostenibilidad ecológica es plenamente aceptable: es razonable y éticamente correcto que se preserven las capacidades de la biosfera que nosotros estamos disfrutando para ser aprovechadas también por nuestros descendientes. La idea de un desarrollo sostenible se convierte entonces en correctivo necesario a los objetivos de desarrollo: el desarrollo económico, particularmente en la escala mundial, ha de ser en todo momento un desarrollo sostenible. Pero inmediatamente hemos de preguntarnos qué implica exactamente ese postulado de la sostenibilidad ecológica. Jorge Riechmann[xiv] ha denunciado el abuso que supone identificar, como han hecho interesadamente muchos beneficiarios del actual status quo, el "desarrollo sostenible" con el "crecimiento sostenido": "desgraciadamente, en el informe Brundtland se afirma que para conseguir este desarrollo sostenible es menester que continúe el crecimiento económico tanto en los países pobres del Sur del planeta como en los del rico Norte: y esta última afirmación parece ser la única que han retenido la mayoría de los empresarios y de los políticos."[xv] Al insistir en el crecimiento económico, que aún recomienda el informe Brundtland, frente a los compromisos ecológicos que el mismo informe propone, se está produciendo una apropiación y manipulación del concepto de sostenibilidad para neutralizar sus implicaciones ecológicas y continuar con las pretensiones economicistas de mayor crecimiento económico, pero aprovechando una apariencia de mayor legitimidad que se toma prestada de ese "permiso para un mayor crecimiento económico global" que se encuentra en el propio informe Brundtland. Pero si hay algo suficientemente obvio para cualquier persona que no esté obcecada por intereses de corto plazo y por mala fe, es que los problemas derivados del deterioro ecológico constituyen una verdadera bomba de relojería que puede suponer la desaparición de la especie humana sobre la Tierra. Seguir creciendo económicamente como lo estamos haciendo hasta ahora puede ser tan suicida como minar lentamente los cimientos de nuestra casa con todos nosotros dentro.
Barry Commoner, biólogo norteamericano especialista en Ecología, ha mostrado que la contaminación que convierte en insostenibles los modos de producción y consumo actuales tiene su origen en tres factores que se combinan provocando el desequilibrio ecológico[xvi]: el primero es la tecnología utilizada en la producción de bienes, puesto que hay tecnologías "limpias" y otras, en cambio, peligrosas y contaminantes; el segundo factor de deterioro ecológico es el consumo, sobre todo el de productos que llevan consigo un efecto contaminante o depredador del medio ambiente, como por ejemplo la generalización del coche particular frente a otras alternativas de transporte; y por último la cantidad de población, que Commoner reconoce como factor contaminante pero argumenta de modo convincente que no es el primero ni el principal de tales factores, puesto que unas tecnologías más limpias y unas pautas de consumo y reciclaje más adecuadas serían compatibles con cantidades de población muy superiores a las que hoy tenemos.
Por otra parte, si atendemos a muchos estudios serios que se están haciendo en torno a la relación entre la pobreza y el deterioro ecológico, observamos que se puede afirmar la existencia de un "círculo diabólico"[xvii] que conecta internamente ambos fenómenos en el seno de la expansión global del capitalismo de nuestros días. En efecto, al identificar sistémicamente la riqueza con "maximización del beneficio económico" y al mismo tiempo considerar los problemas ecológicos como "externalidades", el resultado a nivel global es una destrucción de recursos naturales, una pérdida de biodiversidad y un aumento de la contaminación que en muchos casos vienen forzados por la situación desesperada de los pueblos más pobres, que se ven obligados a agravar la crisis ecológica como única vía de supervivencia. Como era de esperar, la falta de equidad a nivel mundial tiene consecuencias desastrosas en el terreno ecológico.
El dilema moral no es, entonces, o bien perseguimos un modelo de desarrollo que elimine la miseria en todo el mundo, o bien preservamos la naturaleza con su biodiversidad y sus recursos eliminando la contaminación. Desde el punto de vista ético no cabe duda alguna de que ha de buscarse al unísono la eliminación de ambas lacras: la que empobrece la vida de personas de hoy y la que empobrece la de personas de mañana. El problema es cómo controlar y transformar políticamente la dinámica del sistema económico dominante para que sea posible una redistribución mundial de la riqueza que permita satisfacer las necesidades básicas de todos y un cambio de rumbo en las prácticas contaminantes y depredadoras del medio ambiente.
En ésta como en tantas otras cuestiones, la solución histórica tendrá dos vertientes: 1) la propia dinámica de la naturaleza alterada por el hombre está poniendo su parte (en forma de catástrofes que sirven de aviso sobre los procesos peligrosos que hemos desatado) y 2) la conciencia ética de la humanidad tendrá que poner también de su parte, si es que ha de haber algún tipo de respuesta a la crisis ecológica. En definitiva, la solución histórica a los problemas del ecosistema global tiene que venir de la mano de considerar universalmente el desarrollo ecoglobal como objetivo de las tareas de desarrollo, esto es, alcanzar un consenso moralmente correcto, políticamente realizable y técnicamente realizable en torno a un modelo de desarrollo que realmente sea sostenible. Con la expresión "desarrollo ecoglobal" me refiero a un posible proceso de concertación mundial que afronte los retos derivados de la grave alteración del ecosistema global, tal como se manifiestan en los tres grandes problemas que hemos apuntado anteriormente: el cambio climático (calentamiento global, efecto invernadero), el agujero de la capa de ozono y la pérdida de biodiversidad. Ese proceso de concertación para el "desarrollo ecoglobal" comenzó tímidamente en 1972, con la celebración de la Primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio
Ambiente. Ha tenido posteriormente un escaso progreso en las sucesivas conferencias y cumbres celebradas en torno a la cuestión del medio ambiente. En particular, si algo puso de manifiesto la Conferencia de Río de Janeiro de 1992, pomposamente conocida como “la Cumbre de la Tierra”, es que los países ricos no están dispuestos a revisar a fondo los actuales modelos de producción y consumo para que se pueda preservar la biodiversidad o para recortar sus emisiones contaminantes, pero sí están dispuestos a presionar a los países pobres que aún tienen selvas vírgenes y otros recursos de interés ecológico para que los mantengan intactos. Esta actitud de prepotencia e hipocresía es hoy el principal obstáculo en el proceso de concertación política que se necesita con toda urgencia para afrontar la crisis ecológica. A trancas y barrancas se van dando algunos pasos. Pero, naturalmente, un proceso de desarrollo ecoglobal no tiene ningún valor si no va acompañado del correspondiente seguimiento para asegurar al máximo que no existan posibilidades de "dumping ecológico", esto es, modos de saltarse impunemente los compromisos y normas que obligan a producir, consumir y proteger los recursos ecológicos en los términos acordados para afrontar los retos ecoglobales.
La seguridad ecológica abarca al menos dos bienes propios que fomentar: uno es preventivo, la evitación de nuevos daños ecológicos y de catástrofes ambientales previsibles, incluyendo la extinción de especies en peligro; el otro es un bien de reparación: regenerar las zonas contaminadas o degradadas y recomponer el equilibrio ecológico de la biosfera. La crisis ecológica global en la que está sumido el planeta por efecto de la depredación y la imprudencia de los seres humanos amenaza con "robarnos el futuro"[xviii]. Por eso es urgente adoptar políticas de prevención y regeneración ecológicas en todos los niveles de responsabilidad: desde la conciencia de cada persona hasta los organismos internacionales, pasando por los gobiernos locales, estatales y regionales.
No puede haber desarrollo para nadie —ni mantenimiento del desarrollo ya conseguido ni alcance de un desarrollo posible— si alteramos de tal modo la biosfera que hacemos inviable nuestra propia supervivencia como especie. Ahora bien, desde el punto de vista que aquí nos interesa, la cuestión clave es la siguiente: ¿Existe algún tipo de incompatibilidad entre el desarrollo de los pueblos pobres y la superación de la inseguridad ambiental? Algunos autores e informes (particularmente Garret Hardin, los sucesivos informes del Club de Roma y gran número de economistas y demógrafos) insisten en que existe esa incompatibilidad mientras las tasas de crecimiento de la población en esos países continúen siendo tan altas como lo vienen siendo en los últimos años. Sin embargo, como ha visto muy bien Barry Commoner[xix] esta posición pretende cargar toda la responsabilidad de la crisis ecológica al factor población, cuando en realidad son mucho más dañinos otros factores, como la proliferación de tecnologías destructivas del medio ambiente, la adopción de patrones de consumo sin reciclaje y sobre todo la distribución injusta de los recursos básicos, que provoca la aparición de bolsas de pobreza y desesperación en algunos países cuyas poblaciones no podrán reducir su tendencia al crecimiento demográfico hasta que no se eleve suficientemente su nivel de vida. Dejar que los que hoy sufren miseria se mueran sin más es humanamente inaceptable, moralmente repugnante, e ignora por completo las posibilidades de una transición demográfica que es típica de cualquier país del pasado y del presente: a medida que el país se desarrolla, a medida que mejora la calidad de vida de la población, se produce una reducción voluntaria de la tasa de natalidad y, en consecuencia, un cese del crecimiento demográfico. Commoner argumenta convincentemente que la transición demográfica no ha podido llevarse a cabo en los países pobres porque la mayoría de ellos sufren todavía las consecuencias de la dominación colonial y neocolonialista a que se les ha sometido por parte de las potencias hegemónicas en los últimos siglos. De haber podido contar con los recursos que se les robaron en la fase de explotación colonial, sus economías les habrían permitido poner las bases para la transición demográfica, al modo como lo hicieron en su momento los propios países colonialistas.
La seguridad ambiental global es sin duda un bien a proteger en las tareas de desarrollo, pero su logro ha de escrutar cuidadosamente todas las causas de inseguridad ambiental, y no quedarse perezosamente con la explicación unilateral e injusta de que es el exceso de población la causa principal o casi única. Por el contrario, es fácil comprender que el desequilibrio del factor demográfico es un efecto pasajero producido por causas más primarias de injusta distribución mundial de los recursos, y que el deterioro ecológico es producto en gran medida de la adopción de tecnologías contaminantes y de hábitos de producción y consumo altamente problemáticos. Si se afrontan de lleno las cuestiones de la equidad mundial y de la revisión de tecnologías y pautas de producción y consumo, la población se estabilizará en niveles sostenibles para el ecosistema global.

2.3 Condiciones de posibilidad del desarrollo en las relaciones entre los pueblos
El proceso de creciente libertad y movilidad mundial de bienes, servicios, mercado de trabajo, tecnología y capitales, al que llamamos globalización, está teniendo una enorme influencia en todas las sociedades que, de un modo u otro, participan en él. También está afectando al concepto y al funcionamiento del Estado-nación tal y como hasta hace poco venía existiendo, y a través de la crisis de ese modelo tradicional de Estado-nación, está afectando también a otros muchos conceptos políticos como los de soberanía, ciudadanía, derecho internacional, derechos humanos, etc. Para esclarecer en lo posible este proceso seguiremos aquí principalmente las exposiciones de Guillermo de la Dehesa[xx] y de García Roca.[xxi] Estos dos autores presentan el asunto de forma diferente y, hasta cierto punto, complementaria.
Mientras el primero hace una exposición predominantemente descriptiva de las realidades que, con sus luces y sombras, va generando el proceso de globalización, el segundo aborda el tema desde un punto de vista más prescriptivo u orientativo, centrado en qué se podría hacer desde dentro mismo del proceso de globalización para construir un mundo más igualitario, menos desequilibrado, con menos antagonismos, y a ese posible proceso prefiere llamarle "mundialización" (frente a la mera globalización de los capitales y sus poderes anexos).
Desde ese punto de vista, García Roca plantea que la tarea política fundamental consiste en crear vínculos entre la globalización económica, preocupada por los aspectos cuantitativos del crecimiento económico, y la mundialización, más pendiente de los aspectos cualitativos del desarrollo humano. Para García Roca, la globalización sería el medio para construir la mundialización. La globalización es la ocasión histórica que se nos brinda para hacer del mundo un hogar para todos los seres humanos. La globalización es contemplada como una realidad llena de oportunidades y riesgos, y por eso exige estar más pendientes de la globalidad del proceso y de la necesidad de buscar soluciones a escala mundial; no sólo hay que estar pendientes de lo que ocurre en los países industrializados, sino de lo que ocurre simultáneamente en el mundo entero. En su opinión, el rostro que identifica la globalización es el rostro de la desigualdad[xxii], porque la globalización no produce inevitablemente un aumento del nivel de vida de los países que intervienen en ella, ni conduce automáticamente a una sociedad más justa. El mercado mundial, dejado a su propia espontaneidad, no produce igualdad ni justicia, sino una estela de agravios, desigualdades, desempleo y pobreza crónica, como vienen mostrando certeramente los sucesivos informes del PNUD desde 1990.[xxiii]
Una de las tesis principales que defiende Guillermo de la Dehesa es la de que la globalización ha demolido una de las bases del Estado-Nación: la del autoabastecimiento nacional. La creciente liberalización del comercio y de las inversiones, la mayor velocidad en el suministro de bienes y servicios, junto con la caída de los costes del transporte, han reducido la idea de autoabastecimiento nacional al mantenimiento de un serie de stocks de tipo estratégico como petróleo, gas o granos. Ningún país aspira ya al autoabastecimiento, mientras que las negociaciones internacionales de la OMC van encaminadas a una mayor liberalización de los mercados mundiales. El hecho de que el número de países pequeños que dependen de su apertura al comercio haya crecido sin parar a lo largo del siglo XX, es una muestra y una garantía de supervivencia del propio proceso de globalización.
Sin embargo, a juicio de García Roca, esa liberalización del comercio, verdadero soporte de la globalización, es parcial a favor de los países ricos: llega sólo hasta donde beneficia e interesa a los países ricos y se detiene donde podría empezar a beneficiar a los países pobres. Porque, por ejemplo, otorga una enorme movilidad al capital, pero la mano de obra sigue obligada a permanecer fija en sus lugares de origen, y los países industrializados ponen todo tipo de trabas políticas para defenderse de uno de sus grandes miedos ante la globalización: la presión migratoria del Sur hacia el Norte.
La segunda de las tesis mantenidas por De la Dehesa es la que se refiere a la mayor dificultad para mantener el nacionalismo tradicional como un elemento de cohesión del Estado-nación, puesto que la mayor libertad en los intercambios económicos, el turismo y la difusión de contenidos audiovisuales permiten un mayor conocimiento y acercamiento a los ciudadanos de otros países, a los que ya no se percibe como antes —personas muy distintas a los ciudadanos del propio Estado— sino como gentes que tienen similares aspiraciones y problemas. A la vez, este proceso de globalización está favoreciendo situaciones de desintegración política y de separatismo, puesto que permite y estimula la supervivencia de pequeños Estados gracias a la liberalización de los intercambios, al tiempo que también fomenta la reacción defensiva de tipo localista, regionalista o nacionalista ante la propia globalización: lo más cercano identifica y une más a la gente que la participación en el mercado mundial.
La tercera de las tesis defendidas por De la Dehesa es la de la pérdida de soberanía del Estadonación, que está sufriendo una desintegración que afecta a la concepción que se tiene de él desde la Revolución Francesa. Hay un doble proceso de cesión de soberanía: por un lado se ceden competencias a organismos de carácter supranacional (como la Unión Europea, por ejemplo), mientras que por otro lado se ceden también competencias a las instituciones regionales y locales. En palabras de Daniel Bell, el
Estado-nación es "demasiado pequeño para atender los grandes problemas del mundo actual y demasiado grande para hacer frente a los problemas del ciudadano en el día a día".[xxiv] Los grandes problemas que ha de afrontar un Estado, como seguridad nacional, droga, terrorismo y protección del medio ambiente, exigen cada día más la necesidad de integración en organismos supranacionales o en áreas de integración regional, ya que se trata de problemas globales que exigen necesariamente la concertación y cooperación cada vez más estrecha entre los Estados, y en el límite, la integración del Estado-nación en un Estado supranacional. Esa integración en organismos supranacionales supone una cesión inevitable de soberanía.
Pero a la vez hay un proceso de mayor exigencia de los ciudadanos ante los políticos, a los que se exige que estén más cerca de sus necesidades, y como consecuencia de esta exigencia se está dando un proceso de descentralización de la Administración. En lógica aplicación del Principio de subsidiariedad, se resuelve a nivel local lo más posible, y sólo se gestiona a nivel nacional o supranacional aquello que no funciona en el nivel inferior. Esta descentralización es una nueva cesión de soberanía por parte del Estadonación.
Por su parte, García Roca sostiene que la globalización pone en entredicho tres grandes mitos de la era moderna: "El mito de la soberanía de los Estados, especialmente de los más industrializados; el mito del crecimiento continuo de las economías —si todos los habitantes del globo vivieran según los patrones de consumo habituales en los países industrializados, la vida sería imposible sobre el planeta—; y el mito del mercado como solución universal, ya que preservar el medio ambiente supone sacrificar alternativas económicas rentables a corto y medio plazo. El desarrollo, además de humano, ha de ser sostenible, ya que la satisfacción de las necesidades del presente no puede hacerse a costa de las necesidades del futuro y de las generaciones que todavía no han nacido."[xxv]
Por todo ello, a su juicio, lo que la globalización está planteando es algo que va más allá de la pérdida de soberanía de los Estados. Se trata de cuestionar la finalidad, la dirección y el ritmo del desarrollo. Este autor explica que la globalización ha quebrado los tres consensos básicos que presidían el crecimiento económico. Hasta hace unos pocos años, se entendía que desarrollarse era alcanzar un crecimiento económico que acercara cuantitativamente el nivel de riqueza de los países del Sur al de los países industrializados, mientras que hoy se va imponiendo un concepto de desarrollo humano más plural, que incorpora criterios cualitativos como los de felicidad, libertad, satisfacción y realización personal. La globalización también ha roto el consenso sobre la capacidad del crecimiento para cubrir por sí solo las necesidades básicas y llegar a todos. Porque se ha demostrado que el crecimiento económico por sí mismo no crea empleo ni erradica pobrezas, sino que ha de ir acompañado de medidas políticas que incorporen equidad y sostenibilidad. También se ha roto el consenso acerca de que el desarrollo es un proceso de igualación hacia arriba, de modo que sólo tenían que moverse los que estaban peor situados, mientras que los de arriba no quedaban afectados por la pobreza de los excluidos; en cambio, en la actualidad, somos conscientes de que la globalización afecta tanto al centro como a la periferia, a los ricos como a los peor instalados: si en el Norte no adoptamos patrones de consumo mucho más austeros, será imposible que en el Sur se puedan alcanzar niveles de vida decentes.
Todo lo anterior hace proponer a García Roca un modelo de desarrollo de la gente, para la gente y por la gente. Un modelo de desarrollo de la gente porque se trata de invertir en capacidades humanas (conforme a las propuestas de Amartya Sen): el ingreso económico es un medio para aumentar las opciones y el bienestar, pero más ingreso no significa automáticamente más capacidad humana; por ello es preciso que la globalización se oriente, no tanto hacia el aumento del ingreso de los desfavorecidos, cuanto a la inversión de dicho ingreso en el desarrollo de capacidades básicas. Un desarrollo para la gente, porque se trata de que el crecimiento se reparta de un modo justo y sea un medio para potenciar el acceso a la nutrición, agua potable, salud, enseñanza, transporte, vivienda, seguridad, libertad, ausencia de opresión y explotación. Un desarrollo por la gente, ya que ha de partir del protagonismo de las personas, no buscando sólo la participación, sino la creatividad y las iniciativas de personas y poblaciones.
En síntesis, habría que investigar hasta qué punto la erosión del Estado-nación que constata Guillermo de la Dehesa, es o no compatible con las metas de desarrollo que propone García Roca. Y en caso afirmativo, habría que diseñar las estrategias adecuadas para avanzar hacia dichas metas. Muy probablemente, esa investigación nos llevaría a replantear las relaciones de los poderes públicos con la sociedad civil. Pero de esta relación nos ocuparemos más adelante.
Según Guillermo de la Dehesa, los agentes de la globalización son ante todo las grandes empresas multinacionales. El protagonismo de estas instituciones ha introducido un nuevo poder fiscalizador de la política económica de los gobiernos, que ahora no sólo tienen que pensar en la reacción de la oposición o de la opinión pública ante sus políticas económicas, sino que han de tener en cuenta la opinión de los agentes que operan en los mercados financieros, puesto que ellos pueden mantener o hundir la credibilidad internacional del gobierno. Estos mercados financieros sancionan con mucha celeridad las políticas económicas que les resultan poco creíbles o poco ortodoxas, y pueden generar una crisis económica inmediata en un país, e incluso hacer caer un gobierno. Los Estados ven con preocupación esta pérdida de soberanía, ya que ahora no sólo son responsables ante los ciudadanos que les han votado. Además, mientras que los ciudadanos sólo pueden reaccionar ante su descontento con la política de un gobierno esperando a unas nuevas elecciones, o a que exista la posibilidad de que triunfe una moción de censura, los mercados financieros, por el contrario, reaccionan de forma inmediata con retiradas de capital ante cualquier medida gubernamental que les desagrade. Los Estados pueden intentar reducir su dependencia de los mercados financieros globales obstaculizando los flujos excesivos de capital, para evitar crisis económicas, pero ese tipo de medidas genera desconfianza en los mercados, y sólo el intento de ponerlas en marcha puede dar lugar a una reacción negativa y a una crisis de confianza de esos mismos mercados, con perjuicio inmediato para el Estado.
Para los Estados resulta indispensable mantener su credibilidad internacional ya que de ella depende la obtención de créditos baratos, un mayor flujo de inversiones y un crecimiento sostenido de su economía. La única esperanza de cara al futuro para reducir el poder fiscalizador de los grandes mercados financieros parece estar en organizar una reacción coordinada de todos los gobiernos. Pero esta posibilidad aún parece lejana, ya que los Estados compiten entre sí por atraer inversiones.
¿Qué posibilidades le quedan a un Estado para hacer y controlar su propia política económica?
Guillermo de la Dehesa opina que no muchas, al menos en lo que a las políticas macroeconómicas se refiere. Este es uno de los costes que está teniendo el proceso de globalización, pero no es el único: exclusión de países menos desarrollados, desempleo, salarios bajos para los trabajadores de menor cualificación, etc., son otras tantas lacras asociadas al proceso. Un Estado únicamente puede hacer frente a estos costes a través de un sistema de impuestos y de gasto público que financie las compensaciones y transferencias a los colectivos perdedores. Por ello, el gasto público ha crecido mucho en los países desarrollados a lo largo del siglo XX, tanto en épocas de crisis como en épocas de bonanza económica.
Algunos economistas explican este hecho como una consecuencia de la apertura económica: una mayor concentración empresarial hace crecer la sindicalización, y con ella las demandas y transferencias del Estado, que intenta asegurar a sus ciudadanos ante los riesgos de la competencia y la mayor apertura al exterior.
Pero esta política de expansión del gasto público ha tenido como consecuencia una crisis fiscal en la mayoría de los Estados, que han visto crecer su Deuda Pública y sufren un problema grave de rechazo al Estado por parte de los contribuyentes, ya que cada vez es más necesario el aumento de impuestos para mantener los gastos de seguridad social y del servicio de la deuda. Casi todos los gobiernos están de acuerdo en la necesidad de no tener un Estado grande y caro, aunque no existe acuerdo sobre cuáles han de ser en el futuro las funciones de un Estado. Un Estado muy grande reduce la competitividad de las empresas, que ante un aumento de los impuestos, se trasladarán a otro país. Un Estado con una deuda elevada acaba expulsando la inversión privada, puesto que resulta más rentable invertir en deuda que en mejorar la competitividad o en aumentar la producción.
Los Estados compiten entre ellos a través de sus sistemas fiscales, dada la creciente libertad y movilidad de capitales y de personas físicas y jurídicas, que se instalan en países con una menor carga fiscal. Fruto de ello es la dificultad cada vez mayor que tienen los Estados para hacer una política de redistribución de la renta. Aunque los ciudadanos estén de acuerdo con un aumento de impuestos para atender las necesidades de los perdedores del proceso globalizador, las empresas y los mercados financieros pueden evitarlo gracias a su mayor movilidad, pues se trasladarán allí donde los costes sean menores. Este hecho dificulta la capacidad de un Estado para recaudar impuestos, y por tanto, para mantener el gasto público. De modo que su única alternativa es gravar con impuestos aquellos factores de producción con menor movilidad, como la mano de obra, o recaudar a través de impuestos indirectos lo necesario para mantener el gasto público y el servicio de la deuda. Esta ha sido la tendencia de los últimos diez años en los países de la OCDE: un traslado del peso de la recaudación de las rentas de capital hacia las rentas de trabajo, y de los impuestos directos a los indirectos, que gravan el gasto. Si bien parece lógico gravar el gasto, ya que gastará más quien más tenga, esta práctica tiene un riesgo que es el del aumento de la inflación, y por tanto el de la pérdida de competitividad de la economía de un país, lo que hace cada día más difícil mantenerla, a la vez que dificulta la posibilidad de hacer una política fiscal para afrontar los costes de la globalización.
Para García Roca, la globalización ha supuesto, ciertamente, un duro golpe a la protección social concebida en términos de Estado nacional. Pero el nacimiento de un mercado-mundo ha puesto en evidencia la necesidad de hacer nacer simultáneamente un mundo-sólido que propicie medidas de seguridad social y políticas redistributivas a escala global, y requiere ver cómo se puede vincular el sistema de protección nacional con el ejercicio de la ciudadanía mundial. Ya no se trata de un pacto entre viejos y jóvenes, entre sanos y enfermos, sino de diseñar un nuevo pacto social entre países industrializados y países menos desarrollados, un vínculo social que vaya más allá del Estado nacional.
Este nuevo vínculo social ha de tener un carácter mundial, lo que obliga a ampliar y recrear algunos intentos de fundamentación basados en la conciencia, la subjetividad, el sentido o el lenguaje. Desde las explicaciones weberianas, el vínculo social sólo sería posible en la medida que los actores sociales participen en una comunidad de sentido. Pero, obviamente, el sistema mundial no es una comunidad de sentido, puesto que existe una gran pluralidad cultural. Durkheim señaló que el vínculo social se debería más bien a la división social del trabajo, que en los últimos siglos ha adquirido una dimensión mundial, de la mano del imperialismo y el colonialismo. Pero esta explicación dejaría excluidas amplias zonas del planeta que ya no son interesantes para la explotación de su mano de obra, pero que forman parte de la sociedad global.
Para Habermas el vínculo social hay que buscarlo en las estructuras comunicativas de validez intersubjetiva. La sociedad mundial sólo se alcanzaría cuando se lograra un mismo nivel de racionalidad discursiva. Pero hay pueblos contemporáneos que están situados en fases evolutivas diferentes y que incluso se plantean este nexo lingüístico como menos valioso desde su propia cultura, más basada en la observación, la meditación o la contemplación, que en la discusión. De modo que se hace necesario seguir buscando nuevas conceptualizaciones que permitan encontrar un nexo social que vaya más allá de los expuestos e incluya a todos los pueblos. Para García Roca este nuevo vínculo social debería tener como meta la creación de una única familia humana, puesto que la idea de pacto o contrato consiste en dar a cada uno lo suyo, pero las relaciones familiares son radicalmente diferentes. En la familia se da un juego asimétrico en el que cada uno es atendido según sus necesidades: en su interior circulan los dones entre viejos y jóvenes, sanos y enfermos, hombres y mujeres, y es esta circulación de bienes la que asegura su existencia como familia y convierte a sus miembros en aliados. La mundialización necesita a los ciudadanos del Sur como parte de esa familia humana y no sólo como los consumidores que necesita un mercado global.
Guillermo de la Dehesa señala que, sin duda, el Estado ha redefinir cuál es su papel, su tamaño y sus funciones, puesto que la globalización ha puesto límites a las ambiciones y al poder de los Estados, y además les hace competir económicamente con todos los demás Estados. Ya hemos señalado más arriba cómo las políticas macroeconómicas son ahora menos efectivas que antes, debido a la mayor libertad y movilidad de los capitales y las empresas, lo que obligará los Estados a hacer un mayor esfuerzo en las políticas institucionales y microeconómicas. Ante todo, el Estado ha de evitar aquellas realidades que resultan disuasorias para la inversión internacional: la corrupción, la delincuencia y la inseguridad jurídica y policial. Estas realidades, presentes en muchos países menos desarrollados, y en algunos desarrollados, espantan a los inversores, impiden las inversiones y dejan en el campo de los excluidos a estos países. En consecuencia, según Guillermo de la Dehesa, los países que pretendan gozar de los beneficios de la globalización, como son los recursos financieros estables y a precios razonables, deberían centrar sus políticas económicas en:
1) Diseño de una política de flexibilización de su economía para que pueda ser más competitiva a través del mejor funcionamiento de los mercados y las empresas.
2) Invertir en un buen sistema de educación y en una formación de calidad, de modo que tenga una mano de obra cualificada.
3) Tener una buena red de infraestructuras que faciliten los transportes y las comunicaciones.
4) Mantener un sistema eficiente de salud.
5) Tener un sistema financiero saneado.
6) Contar con un sistema judicial rápido e imparcial.
7) Garantizar la seguridad ciudadana.
De la Dehesa añade que, a su juicio, ante el proceso de privatizaciones y desregulación al que ha dado lugar la globalización, la mejor manera de que el Estado cumpla sus funciones es que imponga unas reglas objetivas de funcionamiento, con total apertura y transparencia. Opina que es básica la colaboración entre el sector público y el privado para el oportuno funcionamiento de los mercados con transparencia y honestidad. Esta colaboración debería centrarse en una serie de aspectos entre los cuales correspondería al Estado la supervisión y sanción del incumplimiento de las reglas de juego establecidas. Estas reglas de juego deberían estar aceptadas internacionalmente, de modo que exista colaboración entre los organismos internacionales para la resolución de los grandes problemas globales: medio ambiente, droga, terrorismo, excesiva volatilidad de los capitales, etc.
Por su parte, señala García Roca que en este proceso de construcción de un escenario adecuado para gobernar la escena mundial, es indispensable tanto la democratización de las organizaciones internacionales —ONU, FAO, FMI, BM—, como el establecimiento de controles políticos que puedan impulsar un nuevo orden mundial y sustituyan al llamado "Estado paralelo global, es decir el Grupo de los siete". Sin unas instituciones internacionales así organizadas será inviable una política de redistribución, tal como advierten los informes del PNUD.
De cara al interior del país, el Estado debería asegurar, según García Roca, la provisión de servicios públicos en las áreas de educación, salud, seguridad social y pensiones, si bien parece imparable el hecho de que en el futuro, el que pueda pagarse algunos de estos servicios lo haga, dada la creciente iniciativa privada en la provisión de estos servicios. Pero el Estado ha de seguir suministrando estos servicios a aquellos que por falta de medios estén excluidos de los servicios prestados por el sector privado. Es posible que esta mezcla de provisión pública y privada, junto con unas reglas de juego que se impongan y supervisen con rotundidad, mejorará estos servicios para todos los ciudadanos.
La adaptación del Estado a las nuevas tendencias de la globalización exige una creciente colaboración entre el Estado y la sociedad civil, la existencia de reglas de juego transparentes y que se cumplan, de modo que generen mayor confianza y credibilidad en los ciudadanos, y en los mercados, en los políticos y las políticas.
Señala García Roca que la satisfacción de las necesidades básicas es un elemento central del proceso de legitimación de la globalización. Por eso la sociedad única, desigual y antagónica que está surgiendo de la globalización, que se está construyendo a costa de los recursos, la dignidad y los derechos de los pueblos más débiles, requiere la contrapropuesta de nuevas utopías movilizadoras. Sólo podemos hablar de desarrollo humano si los haberes de una moral cívica de mínimos pueden extenderse a toda la humanidad. Y esa utopía necesaria es la del valor central de la vida frente a la muerte física, cultural y legal de los excluidos; esa utopía es la pasión por la justicia.
Para García Roca, el nuevo pacto social necesario ha de estar basado en el interés mutuo: ha de ser beneficioso para el Norte y par el Sur. Por ello, la solidaridad se convierte en una condición necesaria para la vida digna de todos. Este comienzo de siglo nos sitúa ante la evidencia de que los pobres no están en condiciones de ganar una guerra ni de conquistar el poder por la vía política. Se hace, por tanto, indispensable establecer políticas y vías de cooperación, entendidas como conjunto de acciones que inicien procesos que producen vida para los empobrecidos, que se basen en las acciones y decisiones de las personas implicadas.
Activar las redes de solidaridad mundial es activar la sociedad mundial. Es importante el papel de las ONGD como laboratorios mundiales de esa mundialización que se propone como fin de este proceso de desarrollo humano. Es hora de desarrollar una solidaridad que vaya más allá de la que llevó a cabo el movimiento obrero en el siglo XIX, una solidaridad por ascensión que pretendía cambiar el sistema; más allá de la solidaridad por distribución que creó el Estado de bienestar, que ya sólo pretendía mejorar el sistema, se trata ahora de crear una solidaridad por abajamiento, una solidaridad compasiva, que sea capaz de ir contra los intereses de los países ricos y de generar vida y desarrollo humano en todo el planeta.
Al mismo tiempo se hace necesario, para conseguir esa mundialización, profundizar la democracia en una doble dirección: 1) Democratización en cuanto a no supeditar la política a la economía. Hay que hacer crecer la capacidad de los gobiernos para oponerse al funcionamiento de los mercados que sean contrarios a los intereses de los ciudadanos. 2) Democratización de los propios mercados, ya que en la actualidad sólo el 7% del comercio mundial es realmente libre, y las políticas proteccionistas tienen un altísimo coste, tanto para los ciudadanos del Norte como para los del Sur.

3. La paz como parte del desarrollo pleno a escala mundial
A lo largo de los apartados anteriores hemos podido apreciar la profunda interrelación existente entre los problemas que plantean las relaciones de dominación propias del proceso globalizador realmente existente y aquellas otras situaciones de pobreza y deterioro ecológico que acarrea esa larga historia de colonialismo que hoy culmina en la propia globalización descontrolada. Los conflictos bélicos se extienden sobre todo por aquellas zonas del mundo en las que el desarrollo no es más que un sueño, mientras que los presuntos “países desarrollados” abastecen de armas a los diferentes bandos enfrentados, que en esas zonas canalizan su rencor y desesperación por la vía de la guerra contra otras gentes más débiles que ellos. ¿Puede hablarse entonces de verdadero desarrollo a escala mundial, o más bien habría que reconocer que nuestro planeta en su conjunto es un lugar deprimentemente maldesarrollado?
La cuestión no es que la paz se construya sólo a base de promover el desarrollo, puesto que numerosos casos muestran que puede haber lugares “desarrollados” en los que subsisten enconados conflictos armados, pero no cabe duda de que un verdadero desarrollo humano es a la vez una condición de posibilidad de la paz y un efecto típico de la convivencia pacífica. Lo que falla es que el desarrollo humano es todavía muy escaso a escala planetaria, y por eso mismo la paz es un bien escaso y precario.
No estamos, desde el punto de vista mundial, en actitud de “hacer las paces”[xxvi], sino enfrentados entre el mantenimiento de un sistema industrial-militar que impone cierto “orden” mundial y la resistencia a ese mismo sistema. Pero cuidado: la línea divisoria de ese enfrentamiento no es la que separa a “los buenos” de “los malos”, como en las películas clásicas, sino que pasa por el interior de cada uno de nosotros: cada uno tenemos nuestro “yo” colaboracionista y nuestro “yo” rebelde, como cada uno de nosotros es egoísta y altruista, sociable e insociable. Por eso la consecución de la paz depende en gran medida de la madurez moral de todos y cada uno: El desarrollo moral forma parte del desarrollo humano, es un elemento propio del mismo desarrollo integral del que hemos hablado en los apartados anteriores como meta de las tareas de desarrollo. Por esa razón, en la medida en que se van dando pasos firmes para expandir el desarrollo humano en todo el planeta, la convivencia pacífica entre los pueblos sobreviene como efecto de ese mismo desarrollo propiamente dicho. El reto está por tanto, en hacer posible ese desarrollo humano a escala mundial, haciendo los esfuerzos correspondientes para orientar nuestros comportamientos por una ética cosmopolita. En otro lugar[xxvii] he argumentado con detalle que la convivencia pacífica entre los pueblos de la Tierra exige un compromiso de los ciudadanos y de los gobiernos con los principios de una ética cosmopolita cuyos contenidos están en gran medida fijados en las declaraciones de Derechos Humanos y en los valores que subyacen al Derecho Internacional. El deseable avance de la paz en nuestro mundo está ligado a nuestro compromiso cívico con tales valores que forman parte del desarrollo humano.
Notas

[i] Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico HUM2004-06633-CO2-01/FISO, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia y Fondos FEDER de la Unión Europea.
[ii] La Ética del desarrollo es una de las llamadas “éticas aplicadas” nacidas en los últimos decenios. Los pioneros de esta nueva disciplina fueron J. Lebret en Francia y D. Goulet en Estados Unidos a mediados de los años sesenta del siglo XX. Posteriormente ha destacado la aportación de D. Crocker (profesor de la Universidad de Maryland) y de un buen número de estudiosos organizados en torno a la Internacional Development Ethics Asociation (IDEA): véase http://www.developmentethics.org/ . Por otra parte, gran parte de la obra del economista y filósofo Amartya Sen y gran parte de las reflexiones sobre el desarrollo humano que ha impulsado el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) confluyen con las aportaciones de la Ética del desarrollo en el sentido de renovar los criterios e indicadores para comprender el desarrollo, la paz, y otros aspectos conexos.

[iii] Sen, A.: “Evaluación del desarrollo humano” en PNUD: Informe sobre desarrollo humano 1999, Madrid, Mundiprensa, 1999, p. 23.

[iv] Martínez Navarro, E.: Ética para el desarrollo de los pueblos, Madrid, Trotta, 2000.
[v] Ibid., pp. 192.
[vi] Véase González R. Arnaiz, G. (Coord.): El discurso intercultural. Prolegómenos a una filosofía intercultural, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002; Marina, J. A.: voz “Interculturalidad” en Conill, J. (Coordinador): Glosario para una sociedad intercultural, Valencia, Bancaja, 2002, pp. 222-228.

[vii] Véase Cortina, A.: “El quehacer público de la ética aplicada: ética cívica transnacional” en A. Cortina y D. García Marzá(editores): Razón pública y éticas aplicadas. Los caminos de la razón práctica en una sociedad pluralista, Madrid, Tecnos, 2003, pp. 13-44.
[viii] Véase Conill, J.: “El reto de la jungla global”, capítulo 3º de J. Conill: Horizontes de economía ética, Madrid, Tecnos, 2004, pp. 199-245.

[ix] Véase, por ejemplo, Hidalgo, A. L.: El pensamiento económico sobre desarrollo. De los mercantilistas al PNUD, Universidad de Huelva, Huelva, 1998; Sen, A.: Teorías del desarrollo a principios del siglo XXI, documento electrónico disponible en la Biblioteca de la Iniciativa Interamericana de Capital Social, Ética y Desarrollo (www.iadb.org/etica); Pedrajas, M.: “El estatuto del desarrollo en los modelos económicos y en los proyectos éticos”, capítulo 1 de la Tesis de Doctorado El desarrollo humano en la economía ética de Amartya Sen, Valencia, Universidad de Valencia, 2005.

[x] Definición de “Human development” en la página oficial del PNUD. http://hdr.undp.org/hd/glossary.cfm
[xi] Sen, A.: Development as freedom, Nueva York, Alfred Knopf Inc., 1999. Trad. esp. de Esther Rabasco y Luis Toharia: Desarrollo y libertad, Planeta, Barcelona, 2000.
[xii] El enfoque de Sen podría considerarse como convergente en cierta medida con el de Ph. van Parijs, autor de otro libro con título sugerente: Libertad real para todos [Real freedom for all. What (if anything) can justify capitalism? Oxford, Clarendon Press, 1995; trad. Esp. de J. Francisco Álvarez, ed. Paidós, Barcelona, 1996].

[xiii] Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo: Nuestro futuro común, Madrid, Alianza, 1998.
[xiv] Riechmann, J.: "Desarrollo sostenible: la lucha por la interpretación" en Riechmann, J. y otros: De la economía a la ecología, Trotta/ Fundación 1º de Mayo, Madrid,1995, pp. 11-36.
[xv] Ibid. P. 12.
[xvi] Commoner, B.: En paz con el planeta, Barcelona, RBA, 1993.
[xvii] Zamora, J. A.: "Globalización y cooperación al desarrollo: desafíos éticos" en Foro Ignacio Ellacuría Solidaridad y Cristianismo: La globalización y sus excluidos, Verbo Divino, Estella, 1999, pp. 151-228.
[xviii] Colborn, T. y otros: Nuestro futuro robado, Ecoespaña, Madrid, 1997.
[xix] Véase Commoner, B.: ob. cit.
[xx] De la Dehesa, G.: Comprender la globalización, Madrid, Alianza, 2000.
[xxi] García Roca, J.: "Globalización. Un mundo único, desigual y antagónico" en Cortina, A. (Dir.): Diez palabras clave de Filosofía política, Estella, Verbo Divino, 1998, pp. 163-212.
[xxii] García Roca, J.: ob. cit., p. 177.
[xxiii] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): Informe sobre el DesarrolloHumano. Versión española: Madrid, Mundi Prensa (anual desde 1990).
[xxiv] Bell, D.: "The World and the United Estates in 2013" en Daedalus, verano 1987 (citado por De la Dehesa, G.: ob. cit., p.112).
[xxv] García Roca, J.: ob. cit., pp. 180s.
[xxvi] Martínez, V.: Podemos hacer las paces. Reflexiones éticas tras el 11-S y el 11-M, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2005 y Filosofía para hacer las paces, Barcelona, Icaria, 2001.

[xxvii] Martínez, E.: “Ética cosmopolita para la convivencia internacional” en Daimon, Revista de Filosofía, 29 (2003), pp. 171- 182.