¿Educación para el Mercado o Educación vs. Mercado?

Carlos M. Sánchez Paredes (*)


Nuestro mundo de hoy es un mundo de muchos contrastes pero asimismo de grandes desafíos. En efecto, aunada a la liberalización visible en muchos ámbitos de la economía, la política, la sociedad en general y las costumbres, puede notarse que la nuestra es una época marcada por contrastes de diversa índole. La rápida y amplia expansión del gran capital ha permitido generar, por un lado, que las grandes potencias consoliden un poder no sólo económico y político, sino también ideológico, en amplias regiones del mundo, y, en nuestro caso latinoamericano, con la subsecuente consolidación de la dominación y la dependencia irresuelta, dos categorías a las cuales en su momento se refiriera con amplitud el extinto doctor Augusto Salazar Bondy.
Por otra parte, precisamente esto último es consecuencia de lo anterior. Secularmente destinados a permanecer en un estado de dependencia económica, política e ideológica, la gran expansión del capitalismo neoliberal ha traído como inmediata consecuencia que dicha dependencia se posicione ―para emplear un término empresarial y comunicacional de moda― peligrosamente inclusive en nuestra idiosincrasia general. Hoy en día se ha convertido en una religión el hablar de la necesidad de inversiones y de capitales para nuestra alicaída economía, y seguimos pensando que si son foráneos, pues es muchísimo mejor.
El gran capital necesita tener a todos los sectores en actitud genuflexa en torno suyo, y en el país donde ingrese debe legislarse en su favor, aún a despecho de los intereses de la misma población nativa. Empero, al parecer se han subestimado los verdaderos efectos y el sentido de la inversión extranjera en el Perú y en América Latina. Este hecho se inscribe en el contexto de la ética empresarial, tema al cual, de alguna manera, también estará implicado en este ensayo.
Aún no ha sido sopesado con objetividad, por ejemplo, si la inversión extranjera acarrea auténtico progreso o, por el contrario, más atraso y dependencia para países como el nuestro. No puede ser posible que, tras décadas de inversión extranjera en nuestro país, las empresas transnacionales resulten más fortalecidas y enriquecidas, mientras que nuestro pueblo resulta inversamente más empobrecido y dependiente, sin capacidad alguna para impulsar por sí mismo un desarrollo tal que le haga menos dependiente del gran capital foráneo; porque, como indica Stiglitz, “dicha inversión a menudo sólo florece merced a privilegios especiales arrancados a los Estados”
[1]. No podemos dejarnos impresionar por escuelitas, caminos o postas médicas que construyan las transnacionales en los pueblos en donde invierten, haciendo tabla rasa de los lamentables daños ecológicos que causan, como por ejemplo el tema de los relaves mineros en los ríos del Perú[2]. ¿Hasta cuándo el incremento del PBI estará en función principalmente del aumento de inversiones extranjeras?
No se puede pontificar ingenuamente de un tema respecto del cual ni siquiera se ha examinado su alcance real ni sus supuestos. No está del todo garantizado que, por ejemplo, por el solo hecho de que una empresa transnacional explote determinados recursos –aunque sea primarizando la actividad económica- de cierta región y en ésta realice determinadas inversiones, en dicha región se vaya a generar más empleo o más valor agregado y otros beneficios como el canon, tal como lo pone de relieve el reciente Informe de la CEPAL sobre inversión extranjera en América Latina y El Caribe en el 2003: “La experiencia reciente en la región” ―dice el citado Informe― “sugiere que han surgido ciertos problemas relacionados fundamentalmente con el hecho de que las actividades de las empresas transnacionales asumen la forma de enclaves que no se integran en las economías locales, generan poco valor agregado y el nivel de procesamiento local es bajo; asimismo, los ingresos por concepto de impuestos sobre los recursos no renovables resultan escasos y a esto se agregan complicaciones asociadas a la inestabilidad de los precios internacionales de los productos primarios, así como a la contaminación del medio ambiente”
[3]. Al respecto, cabe señalar el caso reciente de Cerro de Pasco, que genera el 10% de nuestras exportaciones mineras, pero en la calidad de vida del pueblo no se aprecian mejorías. Es verdad que el Estado debiera devolver a tales sitios siquiera algo de la riqueza que se ha generado, y alentar a que el gran capital extranjero igualmente lo haga, pero ¿quiénes son aquellos que, así, sin mayor examen, del modo más ingenuo y con mentalidad colonialista unos, del modo más interesado y ansioso otros, gritan a los cuatro vientos a favor del gran capital?
De otro lado, tampoco ha sido debidamente examinado el rol que cumplen al respecto las clases políticas nacionales. Lamentablemente señalada por la historia, en América Latina ha existido una burguesía antinacional y que maneja el tema de la deuda externa, por ejemplo, a favor del gran capital. Se trata de una clase política únicamente obsesionada por perpetuarse en el poder y defender sus granjerías y privilegios, sin interesarse en verdad por los pueblos y sus problemas. Se trata de una clase política que trafica con los intereses populares, haciendo de éstos simples pretextos electorales para consolidarse en el poder. Se trata de una clase política que ‘actualiza’ la Constitución y las leyes cuando le conviene a los intereses del gran capital y también del Estado empobrecido. En tal contexto, ¿qué manejo puede esperarse que se dé al tema del capital foráneo, si sabemos que la clase política a su servicio, desde el poder, siempre lo rodea y lo rodeará de proteccionismo arancelario, exoneraciones y prerrogativas?
No puede, por consiguiente, pontificarse con ligereza de la presencia de inversiones extranjeras en América Latina si ni siquiera hemos examinado a profundidad el rol que desempeña una clase política que, tal como lo viene demostrando históricamente, maneja al Estado según sus intereses. Cuando le conviene a sus intereses, la clase política en el poder hace empresa y subemplea con mano de obra barata al pueblo, cuya seguridad y cuyo porvenir le importan muy poco; otras veces, a despecho de “acuerdos nacionales” que ella misma promueve y cuyos compromisos ella misma incumple
[4], desde el Congreso legisla a favor del gran capital y sus intereses, y no a favor del pueblo trabajador.
En países como el nuestro, la clase política promueve y vive de un Estado que es muy competitivo ―y aquélla con éste― en desconocer derechos adquiridos de los trabajadores. En tal sentido, ¿cómo pontificar ingenua y alegremente del capital foráneo sin siquiera examinar este rol ―lamentablemente decisivo― que juegan las clases políticas nacionales en defensa de los intereses no del país sino más bien del gran capital?
La nuestra es una economía que -lo sabemos, según la Constitución Política, se rige por los principios de la economía social de mercado (Artº 58 de la CPP). Sin embargo, en la práctica esto no pasa de ser un discurso retórico, puesto que lo que rige -aunque de modo deforme- es el libre mercado, y a este modelo neoliberal se halla hoy sometida nuestra economía. Y, sometida como está nuestra economía a los movimientos del mercado, se plantean en la práctica ciertas exigencias sobre preparación, accesibilidad y adiestramiento directamente vinculados al tema educativo y que es preciso aquí considerar.
Sin consumo, el mercado no es hoy mercado. De facto, es simplemente un museo virtual, en donde los individuos, lejos de consumir, se limitan a mirar y contemplar, cual impávidos voyeuristas de un frustrante espectáculo sin precedentes históricos, desprovistos de poder adquisitivo. El sujeto es manipulado sicológicamente con la tesis del posicionamiento, para que, ante todo, se cree en él una necesidad artificialmente nacida, una necesidad de consumir, de adquirir determinado bien. El sujeto, para sobrevivir, necesitará dinero suficiente y, al no poder conseguirlo, sobrevendrá en él una sensación de frustración, no porque él carezca de principios éticos que lo pongan a buen recaudo de las garras del consumismo, sino porque así es la característica fundamental del sistema en que le tocó ser. El sistema vigente está basado en su consumo, a toda costa, aunque este individuo no produzca nada ni sepa tampoco por qué.
Como consecuencia de lo anterior, tenemos a un sujeto sensualista. El sistema, que vive a costa del individuo, se encargará de promover en él la facultad individual que más le interesa que promueva, esto es, sus sentidos. A este sistema, en rigor, no le importa si el sujeto tiene o no valores, si tiene o no dinero, si tiene o no empleo. Lo que le interesa es posicionarse en la mente del potencial consumidor sensualista y volverlo un adicto al mercado, un mercadinómano, un consumodependiente; para decirlo con términos de Ernesto Sábato, le interesa convertirlo en un hombre-cosa, es decir, cosificarlo. Este individuo, como señala el filósofo peruano Jorge Quispe, ya dejó de ser un ciudadano y se ha convertido en un apologista del consumismo, vale decir, en un sujeto hedonista, indiferente y relativista
[5]. Además, es oportuno recordar aquí lo señalado por el filósofo peruano Juan Rivera Palomino: “Los principios sociales sobre los que se sustenta este tipo de sociedades sometidas al yugo neoliberal son: el individualismo, el egoísmo, la competitividad destructiva, el mercantilismo, el consumismo, la inseguridad, la desconfianza, la incomunicación, la imitación, la dependencia, la alineación” [6].
Estamos aquí, pues, ante una especie de maximalismo gnoseológico: “Sométete a tus sentidos lo más que puedas”. Una consecuencia de esto es que el sujeto tal se habitúa al imperio de los sentidos, en cuyo radio de influencia, en primer lugar, no hay espacio para la reflexión, para el pensamiento, menos para el sentido crítico y muchísimo menos para la filosofía; el sujeto ‘vive’ únicamente en el presente. La fuente de conocimiento de este individuo son sus sentidos, pero en el entendido más empírico y espontáneo que cabe ser concebido. No se trata de que la vida basada en el imperio de los sentidos, que se forja a consecuencia de lo anterior, le reste al sujeto espacio como para una suerte de duda al modo cartesiano, que abrigue la siquiera remota posibilidad de ensayar, en algún momento de su vida, una distancia crítica con respecto a los sentidos mismos
[7]. Por el contrario, se trata de algo aun peor: anular en el sujeto todo resquicio de esta última y definitiva posibilidad. “Tenemos lavado el cerebro con economía, estabilidad, convertibilidad, dólar balanza y producto bruto. El último resultado de todo es el producto: bruto. Embrutecidos, no alcanzamos a divisar los otros valores”, escribe Barylko[8].
Al pretender posicionarse en la mente del consumidor, lo que busca el mercado es extinguir en él toda posibilidad de pensar, que no haya en sus sentidos la más mínima posibilidad de abrir una ventanilla por ahí y romper con ese hechizo casi pavloviano del consumo. Se trata, simplemente, de que el sujeto debe ser un robot moviéndose bajo la lógica del dinero-consumo-más dinero-más consumo. Para esto, se tiene por válido ahora emplear las modernas estrategias del márketing, buscando cautivar sus sentidos y seducir a este potencial e hipnótico consumidor. Y ni siquiera se trata de demostrar los beneficios, características o bondades de los bienes o servicios, porque esto sería contraproducente, ya que el sujeto puede activar su sentido crítico y desposicionarse. Ahora se trata de sensibilizar al sujeto vía un ad populum: dispararle “al corazón”, como dicen en la actualidad algunos expertos en márketing. Aquí no cuenta para nada el pensar, sino sólo la captación sensible y, por lo tanto, el consumir. Es decir, en otras palabras, lo que se busca es que el sujeto se vuelva inmediatista, un ser cuya vida se caracterice por ser esencialmente vegetativa. Vive aunque pareciera no saberlo, y este hombre-cosa resultará ser como el Meursault de El Extranjero de Albert Camus, o el Gregorio Samsa kaffkiano. Se tratará, en consecuencia, de un sujeto para el cual lo único que cuenta en la vida es el dinero, su consumo y su disfrute de los bienes materiales.
De esta manera deshumanizado, el sujeto en cuestión pierde todo sentido de humanidad y, por consiguiente, trasmuta todo su sistema axiológico, llegando inclusive a la situación límite de concebir a los otros sujetos como potenciales enemigos que bien pueden hacer peligrar su consumismo cosificante. Divorciándose cada vez más del hombre real, sustituye a éste por una imagen deformada y carente de contenido de sí. Estamos ante el típico sujeto de una sociedad tal como la denominó Guy Debord: una sociedad del espectáculo. Este sujeto no tiene del otro ni siquiera ya un mínimo sentido. Las relaciones humanas se han tornado de tal manera despersonalizadas y la otredad ha perdido sentido, que así es ‘su’ hombre-espectáculo: vacío y carente de entidad real. “El espectáculo” ―escribe Debord― “no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes”
[9].
La escuela pública refuerza aun más aquella tendencia. Como señala Illich, “los valores institucionalizados que infunde la escuela son valores cuantificados. La escuela inicia a los jóvenes en un mundo en el que todo puede medirse, incluso sus imaginaciones y hasta el hombre mismo”
[10]. Y, en otro lugar, el propio Illich agrega lo siguiente: “Para una sociedad de consumo, educación equivale a entrenamiento del consumidor. La reforma del aula, la dispersión del aula, y la difusión del aula son formas diferentes de moldear a los consumidores de mercancías obsoletas. La supervivencia de una sociedad en que las tecnocracias pueden redefinir constantemente la felicidad humana en función del consumo de su último producto depende de las instituciones educativas (desde las escuelas hasta los anuncios) que convierten a la educación en control social” [11].
Las personas socioeconómicamente más pobres también han aprendido esto pero a su manera, según su condición. Han aprendido a vender un producto no explicando, sino suplicando o, en ciertos casos, asaltando. Entonces, de esta manera deshumanizado, al sujeto no le importa nada más que su consumo, puesto que eso es lo que al sistema le interesa, a ello le ha empujado y por ello se lo exige, de eso vive: de que esté completamente posicionado; al sistema le interesa que, desde que amanece hasta que anochece, sólo debamos de vivir para el mercado. Para la sed, por ejemplo, nada como la química bien helada de la Coca-Cola, como si no existiera el agua. Y al sistema, por supuesto, le importa muy poco o casi nada que consumamos con avidez sensualista un producto químico, artificial y potencialmente cancerígeno. El mercado me robotiza: “Consume, consume, pero si te enfermas, tú verás qué haces”. De homo sapiens me convierto en robot sapiens.
Al procurar que el sujeto se interese únicamente en su consumo, el mercado lo vuelve primero individualista y, en formas comportamentales más consolidadas, lo vuelve egoísta. Todo individuo se nos convierte, incluso, en un obstáculo para que sigamos subsumidos bajo la lógica del ciego consumismo. Cual si esto fuese poco, pronto seremos capaces de todo por el consumo. Cual si fuese esta una darwiniana lucha por la supervivencia del más fuerte, el sistema exigirá del sujeto mayor entrega a la droga que él mismo le proporciona, y se encargará de matar todo cuanto de educación en valores haya aprendido, y empiece a concebir a los individuos como obstáculos para su consumo; le dice, por ejemplo: limítate a consumir o desaparecerás; más bien, procura ser competitivo.
¿Y qué significa esto? ¿Qué se entiende aquí por competitividad? El término competitividad se ha puesto muy de moda en las últimas décadas. En principio, si nos atenemos al diccionario de la Real Academia, encontraremos dos acepciones:”Competitividad. 1. Capacidad de competir. 2. Rivalidad para la consecución de un fin”. Y, por “competir”, el mismo diccionario define así: “1. Dicho de dos o más personas: Contender entre sí, aspirando unas y otras con empeño a una misma cosa. 2. Dicho de una cosa: Igualar a otra análoga, en la perfección o en las propiedades”. De acuerdo con estas definiciones, la idea de competitividad involucra que yo debo de contender con otro, ver al otro como un rival; si dos sujetos coinciden con el mismo fin, entonces entre ellos competirán ―léase, rivalizarán― para definir quién es el mejor. Será mejor quien mejor se posicione en un potencial consumidor. Ante todo, el mejor será aquel que, hablando en términos darwinianos, sea el “más apto”. Y por más apto entenderemos aquí al que logre posicionarse mejor en la mente de un consumidor, desplegando, para ello, una agresiva campaña publicitaria y de márketing tales que induzcan u obliguen mentalmente al consumo, de modo tal que, al lograr vender más y posicionar la empresa en el mercado, ésta sobrevivirá, supuestamente podrá ganar más, brindar mejor trato no sólo al consumidor sino también a sus trabajadores, y poseerá un importante resto para reinversión; en tanto que la empresa ‘perdedora’, al verse desplazada en la promoción y consecución del consumo, propiciará una reingeniería de sus procesos, incluyendo la racionalización de sus gastos y, por qué no también, de su personal. A menos que, para evitar competir, decida asimilarse a la otra empresa más sólida y posicionada, en una suerte de holding, con lo cual se consolida todavía más una jerarquía y una estructura de poder entre las mismas empresas.
Sin embargo ‘competir’ puede significar todavía más. Como señaláramos, dos empresas pueden competir entre ellas para lograr posicionarse en un mismo fin, que es la mente del consumidor, y lograr la preferencia de éste en el consumo. Esto, si ambas están en paridad de condiciones de poder competir entre sí. Pero, siguiendo la segunda acepción de ‘competir’ ofrecida por el diccionario, si una de ellas busca igualar a la otra, es porque están en disparidad de condiciones. Igualarla, como dice la definición, en su perfección o en sus propiedades. Que la quiera igualar en su perfección, significará que aspirará a posicionarse como ella; pero, si la quiere igualar en sus propiedades, no sólo aspirará a la meta cumbre de posicionarse como la otra, sino a imitar sus procedimientos de márketing, precisamente para lograr tal fin.
No obstante, ¿están las empresas en paridad de condiciones como para competir con limpieza entre ellas, sin socavarse, o valerse de recursos vedados, inclusive desde el ámbito político? En el contexto de la globalización mundial actual, mientras existan en el mundo grandes desequilibrios y brechas entre ricos cada vez más ricos y egoístas, y pobres cada vez más pobres, ¿podrá hablarse, en rigor, de globalización? ¿Se podrá hablar de competitividad? ¿Podrán las empresas competir así, en condiciones tan desiguales? Es evidente que no; en la práctica, las empresas apelan a diversos recursos monopolísticos que distorsionan la idea de competitividad, la debilitan, la hacen vacua y, en consecuencia, en rigor, ya no cabe seguir hablando de libre competencia. Ésta, stricto sensu, funcionaría si el mercado fuese de competencia perfecta, si las empresas, lejos de afanes monopolísticos, fuesen capaces de respetar reglas de juego preestablecidas entre ellas, sin menoscabo de los intereses del consumidor. Pero no existe ninguna economía moderna de competencia perfecta universal ni menos que estimule a que, por ejemplo, como dicen los economistas, las curvas de oferta se deriven de las curvas de los costos de las empresas, y en la cual la empresa en dicho régimen acepte el precio de mercado como un dato, ajustando su producción de forma tal que consiga el máximo beneficio al precio existente. Por consiguiente, esta ausencia de optimalidad en el empleo de los recursos disponibles determinará la deformación del mercado y, desde luego, la proliferación de la informalidad entre las empresas menores ―con similares consecuencias entre los consumidores― en su afán de igualar a la de más envergadura, o de evitar a toda costa sucumbir víctima de una pugna desigual. A todo lo anterior, finalmente, habría que agregarle el surgimiento de distorsiones, en donde para nada cabe seguir hablando de competencia en sentido estricto.
Por otra parte, vista desde el ámbito del desfalleciente ‘mercado laboral’, la idea de competitividad encierra una extraña paradoja. Por ejemplo, bajo la lógica de la competitividad se sostiene que si un individuo es altamente competitivo, entonces ventajas en el acceso al ‘mercado laboral’ por encima de quien o quienes no estén a su nivel. El puesto de trabajo será ocupado por quien resulte ser el más ’competitivo’. ¿Y qué ocurrirá con aquellos que resulten ‘menos’ competitivos que el primero? Simplemente, se quedarán sin empleo. Es decir, por una parte el sistema maniqueo me dice: ‘Capacítate (=adiéstrate, no ‘edúcate’) para que seas competitivo’, y, por otra parte, tras gran inversión de tiempo y dinero, me capacito para ser más ‘competitivo’, y, al tratar de insertarme en el sistema que me exigió capacidad para integrarme a él, veo que me segrega. Entonces, el capitalismo neoliberal es definitivamente incapaz de ofrecerme una solución a esta aporía creada por él. La única opción que me crea es la del desempleo, dado que absorbió a otros ‘más capaces que yo’. Ni siquiera fue capaz de imaginar alternativas para los ‘menos capaces’ como yo, o de propiciar que todos, o la mayor cantidad posible, accedan a mejores condiciones de vida. Los ‘menos capaces’ como yo tenemos la suerte de los judíos de Auschwitz: estamos condenados al exterminio, no hay espacio para nosotros dentro de la ‘democracia liberal’. Esto muestra una dimensión nueva dentro de la idea de la ‘competitividad’: la de que se trata de una noción elitista, segregacionista e inclusive con aroma racista.
Si a la base de esta actitud se encuentra acaso la creencia según la cual los hombres son ingénitamente diferentes unos a otros, entonces, cada individuo tiene talentos diferentes a los de otros, y cada individuo puede resultar útil al todo desde su propia esfera aptitudinal. El problema surge cuando algunos sostienen que, debido a las diferencias congénitas, algunos individuos están predispuestos para ser superiores y dirigentes, y otros para ser inferiores y dirigidos. Esta tesis conduciría a mantener que existirían una ocupaciones o profesiones que serían superiores y más importantes que otras, como algunas voces han sostenido con respecto a las ciencias naturales, porque solucionan problemas inmediatos de la vida humana, y por ello tendrían más importancia que las denominadas ‘humanidades’.
Pero es el caso que esta tesis, de trasfondo racista, es desmentida categóricamente, por ejemplo, por el caso de la bioética. Para que la ciencia biológica pueda contribuir al bienestar de los hombres, es preciso que esté impregnada de un fuerte contenido ético. Escuchemos lo que en 1970 escribía el fundador de esta disciplina, el bioquímico estadounidense Van Rensselaer Potter: “Necesitamos combinar la biología con el conocimiento humanista de distintas fuentes y forjar una ciencia de supervivencia que sea capaz de implantar un sistema de prioridades” (...)( y ello porque) “el destino del mundo descansa sobre la integración, preservación y extensión del conocimiento que posee un número relativamente pequeño de hombres, que hasta ahora ha comenzado a darse cuenta de lo inadecuada que es su fuerza, frente a la enormidad de la tarea”
[12]. No existe, por consiguiente, ningún sustento válido para seguir sosteniendo que las humanidades son prescindibles y menos importantes que otras disciplinas en cualquier contexto educativo, y menos en una educación como la que se requiere para contrarrestar la trampa sensualista y consumista.
Por otra parte, tampoco ha sido debidamente tomado en cuenta el hecho de que la pobreza en que se halla subsumida la mayor parte de la población, así como el estado de subempleo, son factores que tienden a desvirtuar toda posibilidad de competitividad, por cuanto, al no disponer de los medios pertinentes ni siquiera para el alivio de la pobreza, la población no puede pensar en ambicionar ‘ser los mejores’ en tal o cual aspecto. Los medios limitados, tanto como la imposibilidad de poder explotar por sí mismos sus propios recursos, postran aun más a la población al estado de pobreza que parece secularmente insuperable en la medida que el gran capital, por la vía de la privatización y las concesiones, cobra una mayor sólida presencia, situándose, como lo señala el citado informe de la CEPAL, como un enclave extraño y ajeno a la economía local. Esta presencia transnacional opaca, así, cualquier intento de promover la competitividad en una población que, en los hechos, se limitará a ser impertérrita testigo del enriquecimiento y consolidación de un poder extraño a sus intereses.
Ni siquiera la misma ley de oferta y demanda puede cumplirse químicamente pura, más aún si el mismo Estado permite la formación de monopolios que concentran el poder y el capital en pocas manos. Empresas y consumidores no están en paridad de condiciones: aquellas tienen el poder suficiente para manipular el mercado en su provecho, mientras que el consumidor se encuentra maniatado y sin verdadero poder decisorio. El bien o servicio, o lo toma o lo deja, para que el ‘más fuerte’ ―léase, aquel que posea dinero― lo pueda adquirir. Más aún cuando las empresas tengan de su lado al Estado, el cual inclina la balanza legislando a favor del capital y no del trabajo. Entonces, en tales condiciones, no entendemos de qué competitividad puede hablarse hoy, con un Estado que posee superlativo poder para desconocer los derechos de las personas y al cual, en verdad, le interesa muy poco que éstas puedan progresar.
El aspecto ético del problema ―a donde nos importa llegar― no puede ser aquí soslayado. Nosotros nos preguntamos si puede hablarse de competitividad en un país en el cual ni siquiera existe una conciencia tributaria adecuada. ¿De qué competitividad estamos hablando, cuando la manera de hacer empresa en el Perú de hoy tiene que ver con la evasión tributaria a raudales? Son muchos los empresarios que alardean de tener influencias en el poder, amiguerías y compadrazgos en caso de “problemas”. En una realidad como la nuestra, en donde aún predomina la cultura del tarjetazo o la ‘recomendación’ del compadre, ¿es posible mantener siquiera remota la posibilidad de competitividad? ¿Me servirá ser ‘competitivo’ para un empleo, sabiendo que hay otros con recomendaciones o sometidos a algún tipo de clientelaje?
No se ha tomado en cuenta, tampoco, que la idea de competitividad, tal como es hoy en día alentada por el mismo gran capital, promueve, en rigor, la consolidación de diferencias socioeconómicas y, por lo tanto, de mayor concentración de poder en unas cuantas manos. En efecto, ‘competir’ implicará que alguien será declarado ‘mejor’ que otro por un juez externo, no sabemos en realidad ateniéndose a cuáles criterios de evaluación o juzgamiento. Nosotros nos preguntamos aquí si en una realidad pluricultural y multiétnica como la nuestra podrá calar de modo genuino el discurso por la competitividad, realidad ésta en la cual existen no sólo enormes contrastes de carácter socioeconómico, cultural e inclusive político, sino también grandes brechas culturales impregnadas de racismo y marginación social nada disimulados. Sometida como está a las fuerzas del mercado la vida nacional, y con una clase política de las características ya descritas anteriormente, ¿es posible pensar en exigir o esperar competitividad a una población de tales características e idiosincrasia?
Como consecuencia de esto, tampoco se ha tomado debidamente en cuenta el hecho de que la idea de competitividad, al remarcar y consolidar las diferencias de diversa índole ya existentes, promueve la tesis de que unos individuos ―y, por analogía y extensión, empresas, grupos, culturas, países y hasta continentes― son no tanto diferentes sino más bien superiores a otros, en la medida en que son más competitivos y, por lo tanto, más ‘capaces’ que otros. Por lo tanto, esta tesis de la competitividad resuelve el problema de la convivencia entre las culturas no con la convivencia pacífica o consenso intercultural, sino remarcando que una cultura es superior a otra y, por lo tanto, deberá de tomar como ‘modelo’ de desarrollo a otra cultura, ‘superior’ a ella. Esta tesis de la competitividad, como puede apreciarse, resulta de facto un buen recurso para justificar la dominación y penetración imperialista en cualquier parte del mundo. Para muchos, esta tesis puede muy bien servir de apoyo teórico llegar a sustentar que un individuo es superior a otro, y hasta que una raza es superior a otra. La mayor competitividad de un individuo en relación con otro bien puede ser explicada por un resucitado determinismo racial. Es bueno recordar aquí lo manifestado por Marvin Harris, quien sostiene que “el determinismo racial fue la forma que tomó la ola creciente de la ciencia de la cultura al romper en las playas del capitalismo industrial. Bajo ese disfraz fue como la antropología tuvo un papel activo y positivo, junto a la física, la química y las ciencias de la vida, en el mantenimiento y en la difusión de la sociedad capitalista”
[13]. Y nosotros agregamos aquí que, bajo ese mismo disfraz, ahora con el eufemístico apelativo de ‘globalización’, la tesis de la competitividad, alentada por el gran capital, promueve la difusión del capitalismo neoliberal e imperialista en todo el mundo, anulando toda posibilidad de desarrollo independiente y de genuina competitividad y autonomía en los pueblos.
Como consecuencia de lo anterior, sobreviene entonces un proceso de destrucción de la cultura, en cuyo contexto, como ha hecho notar bien el doctor Jorge Lora Cam
[14], una de las más importantes víctimas es la mujer. La situación de ésta refleja, acaso mejor que ningún otro rubro, el extremo cosificante a que el sistema reduce al individuo.
En consecuencia, la idea de ‘competitividad’, tal como tiene lugar en las actuales condiciones y circunstancias, resulta ser teóricamente insostenible y prácticamente inviable y inimaginable. No existe ni puede sostenerse ni menos exigirse competitividad a nadie en las actuales condiciones de disparidad y privilegio monopolístico que la distorsionan completamente.
Nosotros pensamos que todo cuanto acabamos de señalar tiene sobre los individuos efectos simplemente devastadores cuando dichos conceptos le son extrapolados de manera acrítica y mecánica. Sometida ciegamente a las fuerzas del mercado como está nuestra economía, y apropiado como está el mercado por las empresas, en la práctica son éstas las que deciden la suerte del potencial consumidor. Son ellas las que finalmente decidirán si el individuo puede o no ser consumidor, si puede o no ser empleado, si puede o no resultarles útil y rentable. En pocas palabras: son las empresas las que decidirán el destino del individuo. El ser desempleado se constituirá, además, en un poderoso factor de exclusión y marginalidad social. Como señala Viviane Forrester, este individuo, para el sistema, carece de razón de ser, y, al ni siquiera poder desempeñar el papel de consumidor, corre el alto riesgo de ser declarado como prescindible del sistema. Es decir, el consumidor, como tal, va en franco proceso de ser declarado una especie en extinción. Y con él, por cierto, la familia, que también paga las consecuencias de semejante inestabilidad.
Si el sistema excluyó al sujeto y lo postró a la mendicante situación de prescindible, el sujeto, según las alarmantes estadísticas vigentes, es más vulnerable de optar por autoeliminarse. Se puede apreciar una alarmante oleada de suicidios que progresivamente crece en el mundo. Según los investigadores, las personas que pierden su empleo son tres veces más propensas a cometer suicidio que aquellos que sí cuentan con empleo. Por ejemplo, científicos de la Escuela de Medicina Wellington, de Nueva Zelanda, nos indican que el desempleo, de hecho, puede aumentar la proclividad a eventos generadores de estrés en la vida, por lo que existe una fuerte asociación entre ser desempleado y el suicidio en hombres y mujeres adultos. En efecto, la ausencia de empleo no es sólo nociva para el bolsillo: lo es, sobre todo, para la mente, para la salud física y el equilibrio mental y emocional de las personas. ¿Le importa esto al mercado y su apetito de posicionamiento? ¿Le importa esto a las empresas de hoy? En una palabra, ¿les importa a las empresas realmente el individuo, a despecho del Artº 1 de la Constitución vigente?
[15]
En la práctica, el sujeto se ve situado ante un poder que le sobrepasa y le domina, que puede decidir su suerte e, incluso, desconocer o atropellar ―según le convenga al sistema― sus derechos más elementales. Es decir, este sujeto es víctima de lo que Forrester denomina la violencia de la calma
[16]. En este estado de cosas, el individuo no cuenta, no importa, no sirve. Y para la proliferación de estados ansiosos y males depresivos que todo esto genera en los individuos, el sistema, lejos de crear las condiciones más adecuadas para mejorar el nivel y la calidad de vida de las personas, ha inventado paliativos tipo prozac, o ansiolíticos, neurolépticos, psicotropos y demás drogas inhibidoras de la actividad neurovegetativa. Frente a esto, habría que parafrasear aquí a Lou Marinoff: “Más Platón y menos Prozac”.
Mucho se ha dicho, en distintos lugares, que la economía y la empresa debieran de tener rostro humano
[17]. ¿Cómo es esto? ¿Es esto realmente posible en las actuales condiciones? Ante todo, no se nos escapa que todo lo anterior tiene un correlato en el plano político. El gran capital, que se ha expandido y ha ‘globalizado’ el mundo, ha logrado generar intereses suyos en amplias regiones del orbe, como dijimos al principio; y esto significa generación de poder. Al volverse estos grandes capitales prácticamente imprescindibles para países pobres como el nuestro, se cierra el círculo vicioso de la dependencia que acrecienta la dominación exterior. En tales condiciones, el imperialismo norteamericano es, en los hechos, quien decide cuál globalización es la que conviene a sus intereses y qué debemos nosotros de creer por tal globalización. Con esta disparidad de condiciones, frente a todo esto, ¿qué se puede hacer por que la economía se democratice y la empresa no se convierta en un centro de explotación del hombre por el hombre sino más bien en una oportunidad de rescate y promoción de la persona? ¿Realmente se puede esto? Siguiendo las consideraciones precedentes, y mientras la empresa siga anteponiendo el lucro y el afán de poder, antes que colaborar más activamente en el engrandecimiento de los individuos así como de la nación, nosotros pensamos que aquello no pasará de ser una quimera más, de aquellas que un pobre puede imaginar para autoconsolarse en medio de la desesperanza.
Libre empresa no querrá significar que las empresas tengan licencia para hacer con el mercado y con el agonizante consumidor lo que quieran, a vista y paciencia de un Estado indiferente y supuestamente neutral, sin embargo, de facto, por ‘neutral’, cómplice. Por el contrario, querrá significar que, más allá de tener licencia para consolidar su poder mediante millonarias ganancias, deberán de llevar a la praxis lo que el mismo sistema sostiene desde el discurso político. En efecto, desde sus orígenes mismos, el Estado moderno apostó por la protección del individuo como fuente creadora de la riqueza; sin embargo, como señala Marcuse en El Hombre Unidimensional, “los derechos y libertades que fueron factores vitales en los orígenes y etapas tempranas de la sociedad industrial se debilitan en una etapa más alta de esta sociedad: están perdiendo su racionalidad y contenido tradicionales”
[18]. Estamos, entonces, ante una contradicción: por un lado, el discurso político, que, por ejemplo, en el antedicho Art. 1º de la Constitución Política del Perú, señala que la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado; mientras que, en la cotidianeidad económica, las empresas no sólo obran de espaldas a este precepto, sino que tienen plena licencia para excluir y marginar al individuo hasta hacerlo prescindible del sistema o, cuando le sea posible, explotarlo y vivir a costa de él. El poder económico sigue siendo, hoy igual que ayer, más poder que el político; y éste, por el contrario, está también sometido a los dictados de aquél.
El sistema insiste en que respeta la libre iniciativa de los individuos; sin embargo, en la práctica, éstos son sentenciados a la consumodependencia. Cuando el mercado está monopolizado, no hay la libertad de elegir que el consumidor necesitaría. Pero cuando existe competencia entre empresas, éstas siempre tenderán a la conformación de enclaves monopolísticos.
Por otra parte, el problema se agrava cuando, desde el ámbito de la educación, el Estado anti-individuo pretende articular una respuesta para todo esto. Lo primero que tenemos que manifestar aquí es que nos resulta completamente incomprensible cómo un concepto como el de competitividad, que acabamos de verlo como elitista, débil e insostenible en las condiciones actuales, sea reivindicado tercamente por los funcionarios educacionales del Estado, aún a despecho de la contradicción antes reseñada. En un país como el nuestro, de profundos y no resueltos contrastes socioculturales; de profundos contrastes de orden racial, social, cultural, étnico, económico, político, religioso. ideológico, etc., insistir en insertar, mediante la educación, el afán de ser competitivo, es decir de ver a los demás como potenciales rivales a desplazar, resulta, por decir lo menos, una pluscuamperfecta necedad. Exigir competitividad a la juventud, a despecho de que se trata de uno de los sectores menos favorecidos y más desatendidos precisamente por el Estado, conlleva no poca sorna, y se trata de un asunto de consecuencias éticas y políticas que precisa de ser cuidadosamente examinado.
En un país como el nuestro, la juventud resulta ser un gran capital humano de alta disponibilidad para el sistema pero únicamente para lo que a éste le interesa de aquél: consolidarlo como poder político, aun vendiéndole quimeras como aquella de la ‘educación para el mercado’. Como bien escribe el citado doctor Rivera Palomino, “lo que interesa es el orden del capital, no el orden del trabajo ni el orden social y humano. Los jóvenes se perciben como mercancías con valor de uso y valor de cambio, vendibles y perecibles”
[19].
Pero, ante todo, la misma expresión ‘educación para el mercado’ encierra un absurdo: ¿Educar a alguien para que sea consumista? ¿Educar a alguien para un ‘mercado laboral’ que no existe? No puedo hablar de que voy a educar a mis estudiantes para el mercado, cuando ni siquiera estoy seguro de si tal ‘mercado’ realmente existe. Ni comprando bienes o servicios –que seguro no podrá comprar- ni vendiendo su fuerza de trabajo a un mercado inexistente. Tal vez ni siquiera pueda hablar de ‘adiestrar’ al sujeto para el mercado, a que aprenda a desenvolverse en un mundo ficticio, cual si fuera un esquizofrenico. En las condiciones actuales, en las cuales el problema educativo pretende ser planteado al margen de su trasfondo económico, es imposible, strictu sensu, hablar de ‘educación para el mercado’, no sólo porque éste es una fábula, sino además porque no se atiende a la problemática integral de las personas y las familias, con soluciones integrales, que propugnen el bienestar integral de las personas y las familias en todo orden, desde el económico; y no pretendiendo, mediante reduccionismos facilistas, que con impulsar supuestos cambios en la educación se ha de mejorar todo.
Resulta curioso comprobar cómo son los empresarios los que más hablan de competitividad en la educación y de educación para el trabajo, aún a despecho de que es el mercado, precisamente sometido al poder decisorio de las empresas, el que cierra las puertas a oportunidades dignas para los jóvenes. Y más curioso resulta comprobar cómo reclaman cambios en la educación, para que ésta, supuestamente, responda a las exigencias actuales de la economía. Es fácil identificar aquí un cierto elemento maniqueo: bajo el ropaje de hacer creer que se interesan por el bien de la juventud, someten a ésta, en los hechos, a engrosar la lista de excluidos del sistema. Esto impide hablar, en rigor, de igualdad de oportunidades, porque el sistema promueve la desigualdad, la misma que es esencial y constituyente del orden burgués
[20].
Todo lo anterior nos lleva a recordar aquí lo que hacen casi ochenta años escribiera José Carlos Mariátegui: “El problema de la enseñanza no puede ser bien comprendido al no ser considerado como un problema económico y como un problema social. El error de muchos reformadores ha residido en su método abstractamente idealista, en su doctrina exclusivamente pedagógica. Sus proyectos han ignorado el íntimo engranaje que hay entre la economía y la enseñanza y han pretendido modificar ésta sin conocer las leyes de aquélla. Por ende, no han acertado a reformar nada sino en la medida que las leyes económicas y sociales les han consentido”
[21]. A lo cual habría que agregar las palabras de Sebastián Salazar Bondy quien, en un artículo escrito en 1961, señalaba que “...la estructura o superestructura educativa del feudalismo y el capitalismo peruanos reposa en la estructura socioeconómica. Es a ésta a la que hay que atacar rotundamente, sin vacilaciones” [22].
Nosotros pensamos que estas palabras citadas aún palpitan de actualidad entre nosotros. El negarse a escuchar este enfoque ha llevado y lleva, en la práctica, a los líderes a ver al revés el problema, pretendiendo que bastará con reformar la educación para reformar la sociedad
[23]. He aquí la fuente de que se empecinen en hablar a los jóvenes de competitividad, posicionamiento y educación para el mercado.
Si mediante una supuesta educación para el mercado -¿educación para ser un consumista, un productor, un parásito o un esquizofrénico?- prepararán al individuo para ser un trabajador dependiente de la empresa, lo ideal sería, al contrario, que lo adiestrasen para que sea independiente. Al respecto, leemos en la ‘propuesta’ educativa del actual régimen, cuando nos habla del Área de Educación para el Trabajo, lo siguiente: “...los empleos dependientes se hacen cada día más escasos surgiendo el interés por el autoempleo o empleo independiente”
[24]. Pero ¿cómo? ¿No están obligadas las grandes empresas a generar empleo dizque productivo, para lo cual cuentan con exoneraciones tributarias? ¿Quiere esto decir que el sector economía planifica una cosa, mientras que el sector educación pretende hacer otra cosa?.
Hasta aquí hemos argumentado en torno al tipo de individuo que el mercado genera y exige. Continuemos ahora considerando la respuesta educacional. En efecto, desde el ámbito educacional, ¿cómo responde el Estado a esto? Si revisamos con atención el discurso oficial del sector en los últimos años, comprobaremos cómo se extrapola mecánicamente un concepto empresarial como la competitividad como un objetivo central, a despecho de tratarse, como dijimos, de una categoría insostenible en las actuales condiciones, y a despecho, además, de que la nueva Ley de Educación reivindica como un Principio de nuestra educación a la ética, la cual sustentará una educación que promueva la solidaridad y la justicia, entre otros valores, que son contrarios al tipo de sujeto consumista, egocéntrico, gnoseológicamente maximalista y sensualista que exige la sociedad sometida hoy al mercado.
Nosotros señalamos en este ensayo que la competitividad de que se habla en el mundo actual es aquella que al gran capital le conviene que sea pregonada en su favor, en condiciones desiguales y en un contexto de dependencia, dominación e intolerancia, auspiciados por el imperialismo y, lamentablemente, promovidos por gobiernos serviles. Abogamos, en contra de promover la competitividad que quiere el imperialismo maniqueo o sus transnacionales, por promover, más bien, la consecución de una identidad personal, cultural y nacional
[25]; una identidad que acaso necesite no tanto ser descubierta ―porque acaso no esté ahí, aristotélicamente en potencia para ser ‘descubierta’― cuanto más bien construida, definida en pleno ejercicio de un irrestricto libre arbitrio; porque, parafraseando a Sartre, el hombre necesita ser inventado[26]. Libre arbitrio que, sin embargo, no significará que cada individuo piense y actúe como mejor le parezca, como ocurre con la llamada ‘educación para el mercado’, en la medida que el Estado, como encarnación del poder, suministre a los individuos las líneas fundamentales de un Proyecto Educativo Nacional con el cual éstos puedan identificarse. Admito que es posible que, a consecuencia de esto, los individuos, al afianzar su identidad y sentido del compromiso con un proyecto que harán suyo en la medida que sea respuesta a sus aspiraciones y reivindique su ser histórico, puedan lograr un nivel de competitividad con genuino sentido intercultural que, ante todo, sea capaz de rescatar al individuo como persona, reconociendo y respetando sus derechos y su cultura, pero también el derecho de los pueblos a su libre determinación; empero, de ningún modo podemos admitir que el sujeto humano sea instrumentalizado para cualquier fin que no sea el de su realización como persona. Este proyecto debe hacer suyo el espíritu del Artº 1 de la Constitución, que ya citamos antes, de defensa cerrada de la persona.
Lo anterior no tiene por qué conducir ni de lejos al exacerbamiento de falsos nacionalismos o tribalismos de trasfondo relativista en la hora actual, globalizada. La definición y defensa de una identidad no tiene por qué estar signada con la marca cultural de lo exclusivo y excluyente; por el contrario, es necesario “...subrayar más que nunca, los valores nacionales, los valores culturales nuestros”
[27]. De esta manera, encontraremos los elementos teóricos necesarios como para ponernos a buen recaudo de la depersonalización a que nos somete la globalización[28].
Revestida, pues, de una voluntad intercultural, nuestra identidad reivindicará para sí lo que para los demás: siempre el mejor bien que les conviene, no la rivalidad casi ciega, como es alentada hoy por el gran capital y sus defensores. En rigor, entonces, podremos hablar de competitividad cuando estemos en paridad de condiciones con los países altamente industrializados y con el imperialismo, como para competir con justicia y equidad. Esto significará acabar con el trato injusto, discriminatorio, intolerante y excluyente. ¿Será esto posible algún día?
Por consiguiente, más que la búsqueda de una bufonada de supuesta competitividad desde el ámbito educacional, a lo que debe de apuntarse como prioridad, más bien, es a la definición de tal Proyecto Educativo Nacional, que sea parte y prioridad esencial de un Proyecto Nacional Integral, que apunte a reivindicar nuestro derecho a ser nosotros mismos y nuestra identidad, entendiendo por identidad a la definición, afianzamiento y reivindicación de mi yo histórico, de aquello que me es propio, porque el secreto de mi ‘competitividad’ residirá en reivindicar precisamente mi derecho a ser diferente o a ser quien soy, pero respetuosos del derecho ajeno. El proyecto que reivindicamos aquí requiere de esclarecer quiénes somos; es decir, que sea capaz de plantearnos cuál educación para qué tipo de hombre y en función de qué tipo de sociedad queremos tales. Esto significa que, en otras palabras, una definición esencial de nuestro probable proyecto nacional es cuál es nuestra identidad, o si cada ciudadano deba descubrir la suya bajo el impulso del proyecto nacional. Quiénes somos, quiénes queremos ser y qué debemos hacer para ello: la definición de esto debiera ser la prioridad del sistema educativo, y no la de vender fábulas sobre una supuesta competitividad que, en las actuales condiciones, como ya hemos mostrado, simplemente jamás se dará.
Afirmamos, en consecuencia, que la educación de la juventud no debe ponerse reduccionistamente en función de ficciones alentadas por el mercado, o por los intereses del gran capital o por quienes defienden a éste. Para ello, afirmamos que esto se puede contrarrestar generándose un auténtico cambio desde la educación en valores, pero ésta será completamente ineficaz mientras pretenda prescindir de su eje vertebrador que es la filosofía, y mientras, bajo una ciega óptica liberal, pretenda la vida social ser reducida y sometidas a los vaivenes maniqueos del mercado. Mientras, además, las políticas económicas estén completamente divorciadas de las educativas y vean a éstas como subalternas o prescindibles, será muy poco lo que realmente pueda hacerse a favor de una genuina educación.
La educación en valores debe tener por meta revalorar al individuo como persona, cuya conducta social sea espontáneamente moral y respetuosa del derecho ajeno, fomentándose así un nuevo tipo de sociedad basada en una cultura de paz. La educación que se necesita deberá estar impregnada de los valores democráticos, cultivando una visión planetaria del hombre -como señala Morin
[29]- como ciudadano de un mundo que los Estados liberales e indiferentes destruyen. Y esto, a despecho de que el Estado es actualmente campeón vigente en desconocer derechos adquiridos de los trabajadores. Con esta praxis, ¿de qué educación de calidad nos viene a hablar el Estado ahora?
Somos conscientes que el diseño y ejecución de un genuino proyecto educativo para nuestro país pasará, en primer lugar, por redefinir qué tipo de organización sociopolítica queremos mantener: si una basada en el voluntarismo ególatra y maniqueo de un “presidente” omnímodo e impune al cual se le delegó el poder pero que abusa de él, o más bien un nuevo tipo de sociedad que, reivindicando para sí su derecho soberano a elegir con autonomía su propia forma de vida política, base sus decisiones en asambleas populares, no manipuladas desde el poder, sino garantizándoles autonomía en sus decisiones a favor del bien común.
No se nos escapa aquí que, frente al egoísmo y el sensualismo del individuo, promovidos y alentados por el sistema sometido al mercado, la tan mentada educación en valores tropieza con algunas dificultades. En efecto, si el mercado alienta y alimenta la dependencia de un estilo de vida basado en el consumismo egoísta, los valores, como hemos recordado más arriba, en rigor, no tienen cabida en semejante sistema, es absurdo insistir en su práctica por que no constituyen la regla económica vigente y, además, es incoherente e inconsecuente por parte del Estado una prédica basada en valores en un mundo sometido ciegamente al mercado en el cual aquellos para nada interesan. Sin embargo, al respecto, a despecho de ello, no es posible resignar la formación en valores precisamente como forma de contrarrestar los efectos negativos del sistema. El sistema sentencia al individuo al fracaso y la extinción, deshumanizándolo, dejándolo desprovisto de sentido, volviéndolo en el homo lupus homini hobbesiano. Lo peor que puede hacer el Estado, en tales circunstancias, sería renunciar a la educación en valores. Esto no significa que pontifiquemos de una suerte de valoritis aguda, obviando que el verdadero problema es socioeconómico: en función de qué intereses se educa, de qué manera, con cuáles contenidos y con qué fines, y por qué las políticas educativas son de escasísima prioridad para el Estado.
En rigor, pues, resulta asaz paranoide predicar un discurso de educación en valores a ultranza, obviando que no sólo al mercado esto no le importa, sino también al mismo Estado, que prefiere fortalecer las Unidades de Gestión Educativa Local (UGELs) como centros de concentración de poder y control burocrático y estratégico ―profundizando así uno de los peores lastres de nuestra educación: la burocratización, contrariamente a toda su retórica axiológica a favor de una “escuela democrática y participativa”. Si al gobierno le importara en verdad la educación en todos sus aspectos, entonces la convertiría en su prioridad A1.
Si bien el discurso estatal por una educación en valores está en contradicción con los intereses consumistas del mercado ante el cual el mismo Estado se rinde, hay que insistir en que al Estado le interesa muy poco la educación en el Perú. Las UGELs se han convertido en centros de control burocrático estratégico y, lamentablemente, gozando de omnímoda autonomía, constituyen el mejor ejemplo de la desidia e incapacidad del Estado para solucionar los problemas educativos del país y menos para efectuar un enfoque teórico correcto sobre los mismos. Si algún funcionario, por ejemplo un director de escuela, es acusado de romper las relaciones humanas cordiales en su institución educativa y sancionado por ese hecho, el ‘castigo’ que recibe es...ser enviado a otra institución educativa. Además, las UGELs muestran un supino desconocimiento de la problemática educacional real al interior de las instituciones educativas.
¿Qué clase de hombre queremos formar? ¿Para las cosas fugaces y pasajeras, o para el disfrute de los bienes del espíritu?
[30]. El consumismo capitalista mata al individuo, puesto que lo reduce a lo pasajero e inmediato. Para los griegos antiguos, con el relato histórico de las cosas extraordinarias hechas por los hombres, dignas de ser perpetuadas para la memoria de la posteridad, se pretendía insertar al hombre mortal en el curso de una naturaleza inmortal, que se regenera a sí –mediante la reproducción- y posee así, por tanto, una suerte de movimiento en círculo, que el hombre/individuo quiebra con la muerte[31]. Este tipo de individuo quiere el capitalismo: un individuo sensualista e inmediatista, que empieza a morir desde que acude a una escuela que le pregona un discurso que nada tiene que ver con lo que el mercado quiere. La escuela empieza a matar al individuo y el mercado se encarga de darle el tiro de gracia y sepultarlo. El Estado, por su parte, reduce el problema educativo a establecer un control vertical sobre las escuelas. Se cree que reformar la educación en el Perú es reformar la escuela y sus métodos de enseñanza-aprendizaje, olvidando ingenuamente lo que señalara Mariátegui [32].
Con una actitud de este tipo, el Estado convierte a la escuela pública en un poderoso agente de dominación y alineación, como señalaba el doctor Augusto Salazar Bondy: “...lo que generalmente el educando recibe en la escuela es un reforzamiento de las nociones y los valores que, en lugar de ponerla a descubierto, velan la situación existencial en que se encuentra. Lo que la educación les da es pues otra vuelta de tuerca a la opresión que los agobia”
[33]. Pero, para que esto no ocurra, el Estado no debe recurrir a una suerte de minimalismo cívico promovido por ciertos liberales, como señala Guttman[34], sino asumir un rol activo de defensa de la identidad y la nacionalidad en medio del panorama pluricultural en que nos encontramos Este mismo Estado que, en su Constitución Política, dice defender a la persona humana, evidenciando una grave inconsecuencia entre su discurso político y su praxis económica y educacional.
Si poner por escrito los hechos constituye una forma de inmortalizarlos, entonces la palabra es un espacio privilegiado de ensayar a perpetuar la memoria de los hombres. Y si la palabra perpetúa los hechos, con mayor razón al pensamiento. Y si el pensamiento tiende a la inmortalidad, al igual que la naturaleza, ¿por qué negar al hombre la oportunidad de inmortalizarse? Los hombres no necesitan un sistema político o un Estado que los elimine o los sentencie a presenciar su propia agonía, sino que los rescate como personas mortales que quieren inmortalizarse en el curso de su propia historia. Un sistema que les restituya la dignidad perdida, que al explotarlo, él mismo se la arrebató. ¿Puede lograrse todo esto prescindiendo del conocimiento de la filosofía por parte de nuestros jóvenes, como ha hecho el gobierno en sus planes curriculares
[35]? Acaso a la base de esta actitud se encuentren aquellos antihumanistas a los que Savater se refiere en su libro El valor de Educar [36].
El gobierno y el Estado desoyen lo que la UNESCO escribió sobre nuestra educación, en junio del 2001: “Ningún ‘shock educativo’, ni masivo recurso a tecnologías informáticas y de comunicación de punta desterrará la necesidad de hacer algo serio –quizás gradual, quizás sin logros espectaculares de corto plazo- para que los docentes puedan cumplir los viejos y nuevos roles en la tarea educativa que con seguridad seguirán siendo llamados a ejercer durante mucho tiempo más”
[37]. Nada jamás desplazará a la palabra del maestro en su función orientadora y de amor a los niños; ni una computadora, Internet o el constructivismo promovido por un Estado que, de modo incoherente, alienta una economía que quiere un sujeto ―ya se vio― contrario al que su misma educación en valores anhela. En consecuencia, el Estado deja las cosas educativas tal como están, sin siquiera concebir teorías pedagógicamente consistentes y prácticamente viables.
En síntesis, se necesita, para seguir al joven filósofo peruano Gustavo Flores Quelopana, una educación descosificante del individuo y que lo ponga en alerta crítica ante el reduccionismo consumista: “En realidad nuestra educación está atrapada en la dramática situación de la sociedad contemporánea y no cambiará mientras permanezca inalterada la estructura económica de la misma, por un lado gigantescos monopolios transnacionales manipulan las necesidades humanas, por el otro monstruosos aparatos políticos anulan la libertad del individuo”
[38].

[1] Cf. Stiglitz, Joseph E. El malestar en la globalización. Madrid, Taurus, 2002; p.101.
[2] Amén de que han sido detectados casos de evasión tributaria por parte de algunas transnacionales en el Perú. Véase, por ejemplo, el caso de la industria farmacéutica. Cf. Diario La República, domingo 07/11/2004, p. 14.
[3] Cf. CEPAL, La inversión extranjera en América Latina y El Caribe. Santiago de Chile, mayo del 2004; p. 60.
[4] Véanse, por ejemplo, las quejas de los miembros de “Acuerdo Nacional”, en el sentido que el gobierno ha incumplido su compromiso de incrementar el presupuesto para el sector Educación en el 2005, más bien reduciéndolo. Cf. Diario Correo, sábado 30 de octubre del 2004, p.4. Véase también el diario La República, domingo 31/10/2004, p. 9.
[5] Cf. Quispe Cárdenas, Jorge. “Las raíces de la razón instrumental”. En: SULLULL, Revista de Filosofía. Lima, Año 2, Nº 2, setiembre 2004; p. 115.
[6] Cf. Rivera Palomino, Juan. Filosofía y Globalización. Problemas filosóficos del Perú y América Latina. Lima, Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos (Serie: Ciencias Sociales, Vol.s/n), 2004; p.113.
[7] Cf. Descartes, Renato. Meditaciones Metafísicas. 7ª edición, Bs. As., Aguilar (Biblioteca de Iniciación Filosófica, Nº 60), 1973; Meditación 1ª, p. 48 ss.
[8] Cf. Barylko, Jaime. Los valores y las virtudes. Buenos Aires, Emecé Editores, 2002; p.177.
[9] Cf. Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. Santiago, Edcs. Naufragio, s/f; aforismo 4, p.8.
[10] Cf. Illich, Ivan. La sociedad desescolarizada. Barcelona, Barral Editores (Breve Biblioteca de Respuesta, Series de Respuesta, Vol. 100), 1974; p. 58.
[11] Cf. Illich, Ivan. “La alternativa a la escolarización”. En su: Alternativas. México, D.F., Editorial Joaquín Mortiz (Serie Cuadernos de Joaquín Mortiz, Vol.s/n), 1974; p.121.
[12] Cf. Potter, Van Rensselaer. “Bioética, la ciencia de la supervivencia”. En: Alfonso Llano Escobar, S.J. (editor), ¿Qué es Bioética? Según notables bioeticistas. Bogotá, 3R Editores, 2001; pp.28-9.
[13] Cf. Harris, Marvin. El desarrollo de la teoría antropológica. Una historia de las teorías de la cultura. Madrid, Siglo XXI Editores, 1978; p. 69.
[14] Cf. Lora Cam, Jorge. Recolonización y Resistencia en el Espacio Andino-Amazónico (Colombia, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Perú). Lima, Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos (Serie: Ciencias Sociales, Vol. s/n), 2004; p. 288.
[15] “La defensa de la persona humana –dice- y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”(la negrita es nuestra). Empero, no así para las empresas, que parecen estar licenciadas de esto; con tal de posicionarse o vender, les importa poco despedir trabajadores y sumirlos en la desesperación. A despecho de que hoy nos salgan con el novísimo discurso de la “Responsabilidad Social Empresarial” (Cf. diario La República, Lima, Año 23, Nº 8,207, domingo 20 de junio de 2004; p. 23).
[16] Cf. Forrester, Viviane. El horror económico. 8ª reimpresión, Bs.As., Fondo de Cultura Económica (Sección de Obras de Economía, Vol.s/n), 1997; p.21.
[17] El citado novísimo discurso sobre la “Responsabilidad Social Empresarial” (RSE) así lo evidencia. Cómo crear riqueza practicando valores como la solidaridad, promoviendo una industria que siembre ética y valores.
[18] Cf. Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional.9ª edición, Barcelona, Seix Barral (Biblioteca Breve de Bolsillo, Libros de Enlace, Vol.24),1972; p.31.
[19] Op. Cit., p. 154.
[20] Cf. Fernández de Castro, Ignacio. “La igualdad de oportunidades”. En: Varios autores, Sociedad, Cultura y Educación. Homenaje a la memoria de Carlos Lerena Alesón. Madrid, Centro de Investigación y Documentación Educativa de la Universidad Complutense, 1991; p. 86 ss.
[21] Cf. Mariátegui, José Carlos. “La enseñanza y la economía”. En su: Temas de Educación. 3ª edición, Lima, Empresa Editora Amauta S.A. (Obras de Mariátegui, Vol.14), 1976; p.32.
[22] Cf. Salazar Bondy, Sebastián. “La educación, un explosivo”. En: Escritos Políticos y Morales (Perú: 1954-1965) .Lima, Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Serie Clásicos Sanmarquinos, Vol.s/n), 2003; p. 80.
[23] Este mismo espíritu puede percibirse en el reciente documento oficial Lineamientos de Política 2004-2006 del Ministerio de Educación (suplemento del diario La República, domingo 07/11/2004, 28 pp.). Todo está supeditado a que el sector Economía asuma como prioridad a la Educación en el Perú.
[24] Cf. Ministerio de Educación. Propuesta de Diseño Curricular Básico de Educación Secundaria de Menores. Una Nueva Secundaria. Lima, febrero del 2002; p.156.
[25] La citada nueva Ley Nº 28044 – Ley General de Educación, en su Artº 9 Inc.a) dice: “Son fines de la educación peruana: a) Formar personas capaces de lograr su realización ética, intelectual, artística, cultural, afectiva, física, espiritual y religiosa, promoviendo la formación y consolidación de su identidad y autoestima y su integración adecuada y crítica a la sociedad...” (cursiva nuestra). Por lo demás, ¿podrían explicar los funcionarios gubernamentales cómo puede esta criticidad ser promovida en los educandos prescindiendo de la filosofía?
[26] “El hombre” ―escribe J. P. Sartre― “sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre”. Cf. Sartre, J. P. El existencialismo es un humanismo. 6ª edición, Buenos Aires, SUR, 1977; p. 28.
[27] Cf. Peñaloza Ramella, Walter. “Por una reforma educativa adecuada a nuestra realidad nacional”. En: Las Reformas Educativas en el Perú, América Latina y El Caribe. I Seminario Internacional sobre Reformas Educativas organizado por el Instituto Superior Pedagógico San Marcos. Lima, Pedagógico San Marcos, 2001; p. 32.
[28] Ibíd., p. 31.
[29] “Desde ahora” -escribe Morin- “una ética propiamente humana, es decir una antropo-ética debe considerarse como una ética del bucle de los tres términos individuo ↔ sociedad ↔ especie, de donde surgen nuestra conciencia y nuestro espíritu propiamente humano. Esa es la base para enseñar la ética venidera”. Cf. Morin, Edgar. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. París, UNESCO, 1999; p.52.
[30] “El hombre práctico, en el uso corriente de la palabra” ―escribe Sir Bertrand Russell― “es el que sólo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu” (Russell, Bertrand. Los problemas de la filosofía. 6ª edición, Barcelona, Ed. Labor (Nueva Colección Labor, Serie Azul: Filosofía, Vol. 118), 1980; p. 129-30.
[31] Cf. Arendt, Hannah. Entre el pasado y el futuro. Barcelona, Ediciones Península, 1996; pp. 49-50.
[32] V. supra..
[33] Cf. Salazar Bondy, Augusto. “Carácter y problema de la educación”. En: Dominación y Liberación. (Escritos 1966-1974). Edición de Helen Orvig y David Sobrevilla. Lima, Fondo Editorial de la Facultad de Letras UNMSM, 1995; p.278.
[34] Cf. Guttman, Amy. La educación democrática. Barcelona, Paidós (Serie Paidós Estado y Sociedad, Vol.84), 2001; epílogo, p.357 ss.
[35] Así, mientras que en su documento sobre la Nueva Secundaria de febrero del 2002 el Ministerio de Educación mantiene las Áreas (Comunicación, Matemática, Desarrollo Ambiental, Desarrollo Social, Desarrollo Personal y Educación para el Trabajo) creadas durante el régimen fujimorista, en el documento de setiembre del 2003 retorna a las antiguas asignaturas, cambiando de nombre a algunas de aquellas (Persona y Relaciones Humanas, Educación por el Arte, Educación Religiosa, Educación Físico-Coroporal, Matemática, Comunicación, Idioma Extranjero, Educación Técnico-Laboral, Ciencias Sociales y Ciencia, Tecnología y Ambiente), los cuales, sumado al currículo “tradicional”, han venido a constituir tres currícula coexistentes en la educación secundaria, los dos primeros mencionados experimentales. Ver nota siguiente.
[36] Cf. Savater, Fernando. El valor de educar. Barcelona, Ed. Ariel, S.A., 1997. Véase el capítulo 5: “¿Hacia una humanidad sin humanidades?”.
[37] Cf. UNESCO, Una Mirada a la Educación en el Perú. Balance de 20 años en el Perú del Proyecto Principal de la UNESCO para América Latina y el Caribe. Lima, UNESCO/Tarea, 2001; pp. 139-40.
[38] Cf. Flores Quelopana, Gustavo. “La educación descosificante”. En su: La barbarie civilizada. Ensayos filosóficos sobre la cosificación social. Lima, Instituto de Investigación para la Paz (IIPCIAL), 1998; p. 55.

(*) Carlos Miguel Sánchez Paredes
Licenciado en Educación, especialidad de Filosofía y Psicología, por la Universidad Nacional de Educación. Realizó estudios de Maestría en Tecnología en la Escuela de Posgrado de la UNE. Cursa actualmente estudios de Filosofía en la Escuela de Filosofía de la UNMSM. Ganó el Concurso de Ensayo de Filosofía “Augusto Salazar Bondy” 1996, realizado por la Escuela de Filosofía de la UNMSM. Ha publicado la obra
Para una fenomenología de la pregunta por el “para qué” de la filosofía.