Gonzalo Gamio Gehri (*)
De todos los retos planteados por el Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (CVR), el proyecto de reconciliación política y social es el que ha generado mayor incomodidad y resistencia en diversos sectores de la sociedad, especialmente nuestra autodenominada “clase política”. En efecto, con excepción de la posición de algunos activistas y políticos conservadores, parece existir consenso en torno a la necesidad de recuperar la memoria como único camino para evitar que en el futuro se reproduzcan las condiciones de violencia y exclusión que padecimos en los años del conflicto armado interno (y que en más de un sentido seguimos padeciendo en el día de hoy). La discusión pública acerca del Informe Final de la CVR podría convertirse en el horizonte crítico de la comprensión de los nudos de nuestra historia reciente. Del mismo modo, sólo los defensores de la impunidad rechazan hoy por hoy la invocación de la CVR al ejercicio de la justicia para castigar con las armas de la ley a quienes hayan cometido delitos contra la vida o desarrollado estrategias políticas para la violación de los Derechos Humanos y las libertades cívicas. Verdad y Justicia constituyen – para la mayoría de los ciudadanos – exigencias legítimas para la construcción de una auténtica transición democrática.
La propuesta de reconciliación, en contraste, ha suscitado reservas y suspicacias entre los políticos y otras autoridades sociales. En un inicio, sectores reacios a la formación de la CVR consideraban positiva la invocación a la “reconciliación” desde una estrategia política conducente a resentir el filo crítico de una Comisión que contaba entre sus objetivos – consignados en el Decreto que le dio vida - la asignación de responsabilidades entre los actores del conflicto armado interno. Estos sectores – comprometidos otrora con la tenebrosa Ley de Amnistía - querían hacer pasar las expectativas de impunidad para los perpetradores desde una supuesta “lectura” (bastante burda y antojadiza en realidad) de la concepción cristiana del perdón. Una vez que los miembros de la CVR precisaron que el perdón sólo puede otorgarlo libremente la víctima, y que ni siquiera ese acto podría bloquear la acción de la justicia, la reacción conservadora contra el proyecto de reconciliación osciló entre el rechazo abierto y el desconcierto: “¿Qué reconciliación? ¿Reconciliación con quién?”. Se trataba en principio de cuestiones que revelaban más la intencionalidad política de los supuestos “censores” de la CVR que de genuinas inquietudes éticas , eso al menos puede deducirse del talante difamatorio de las acusaciones y del carácter virulento de las críticas, que en la mayoría de los casos apuntaban más hacia el honor de las personas que al corazón de los argumentos en torno a la justicia transicional (recordemos – por ejemplo - que el órgano mediático de esta campaña fue el funesto diario La Razón, vocero político de los sectores presuntamente “intelectuales” del entorno fujimontesinista). En todo caso, tales dudas y cuestionamientos se despejarían pronto en el debate que se generó sobre el concepto y sus alcances para la vida pública.
1.- El tiempo de la reconciliación
.El proyecto de reconciliación alude a un proceso histórico de conversión ético – institucional orientado a la reconstitución de los vínculos sociales y cívicos, la regeneración del tejido social dañado por los hechos de violencia, discriminación e indiferencia que el país sufrió entre los años 1980 – 2000. El horizonte histórico – práctico que da sentido a la propuesta de reconciliación es la afirmación de la transición democrática, el ideal de construcción de una comunidad de ciudadanos basada en el diálogo entre las naciones, las culturas y los credos que conforman el Perú. Arguedas prefiguraba este ideal al referirse –al final de El zorro de arriba y el zorro de abajo - a la construcción de un mundo social en el que podamos vivir “todas las patrias” . No se trata de proponer una “síntesis”, como proclamaban los antiguos patriarcas del pensamiento ‘republicano’ (por ejemplo, la famosa apelación al “mestizaje”, esa peculiar y gaseosa abstracción, generalmente desprovista de concretas dimensiones políticas), sino de comprometerse con la construcción de un sistema de instituciones y formas de vida en donde puedan encontrarse los peruanos desde el marco del respeto de sus diferencias y del discernimiento de sus propósitos comunes.
En general la necesidad de configurar una cultura pública y una comunidad política basada en el diálogo intercultural y el respeto de la diversidad ha sido sistemáticamente negada o desatendida por los múltiples grupos que han tentado, de grado o por la fuerza, lograr el poder en el Perú. La diversidad es un “hecho social” que se pretendió eliminar o negar de diversas maneras, a veces sutiles, a veces violentas. Tradicionalmente, nuestros sectores conservadores han ignorado el problema (o han pretendido anularlo sin demora), apelando a una imaginaria identidad unitaria (la “peruanidad”, resultado de una curiosa “fusión cultural”, entre – en términos cuasi-escolásticos - la “materia andina” y la “forma hispánica”), que terminaba imponiendo, en el plano de los hechos, el modelo “occidental y cristiano” y sus peculiares estructuras culturales, sociales y jurídicas decimonónicas. Los diferentes proyectos militares golpistas, de derechas y de izquierdas, han enarbolado el mismo indeterminado estandarte de combate. Los ideólogos del neoliberalismo han desestimado a su vez la relevancia social las identidades colectivas, en tanto las consideran serias limitaciones a las libertades individuales: para ellos, las personas son fundamentalmente electores de sus propios modos de vida, o productores y consumidores de bienes diversos en el gigantesco mercado de los recursos, las ideas y los valores. El Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso – por su parte – pretendió imponer a sangre y fuego el factor “clase social” como la única categoría identitaria con sentido. Quienes encontraban en otras instancias una fuente relevante para la autocomprensión, como la cultura o la pertenencia en el caso de las comunidades asháninkas, se convertían inmediatamente en víctimas del fundamentalismo senderista, y sus terribles métodos de sometimiento y exterminio. Carlos Iván Degregori ha desarrollado este argumento con especial lucidez en un persuasivo y reciente estudio, en el que examina la escasa disposición de los sectores sociales del Perú – no sólo los explícitamente violentos, también muchos ciudadanos decentes - a pensar su identidad colectiva desde las posibilidades del encuentro entre las culturas y las creencias.
“Si por algún desastre cósmico desapareciera la vida en la tierra y mucho después alguna expedición extraterrestre comenzara a buscar evidencias sobre la tierra y excavando encontrara documentos de Sendero Luminoso, al leerlos con ayuda de alguna máquina traductora pensaría que este país era tan homogéneo como Islandia y Japón porque no existe ni una sola línea en los documentos oficiales de Sendero Luminoso que hable sobre las diferencias étnicas, lingüísticas o culturales en general, que constituyen un problema y posibilidad en el país. Considero que esa ceguera ante la diversidad cultural fue una de las causas de la derrota de Sendero Luminoso, que terminó reprimiendo a las costumbres “atrasadas” de los campesinos quechuas, aymaras o de los asháninkas y otros pueblos amazónicos a los que supuestamente quería representar.
Pero éste no fue sólo un problema de SL. Muchos de nosotros mismos, si bien reconocemos la diversidad cultural, étnica y racial porque nos la cruzamos en las calles, o en nuestra propia casa, o en nuestro propio cuerpo, tenemos dificultades para aceptarla como positiva.”
Pasados casi dos siglos de vida política independiente, nos sigue costando concebirnos en términos de una cultura pública pluralista e inclusiva. En buena cuenta, ese es el peso de la irresuelta historia de nuestra herencia postcolonial, discriminadora, monológica, observante de veladas jerarquías y privilegios en lo cultural y lo sociopolítico. Estos modos de pensar y de vivir impiden la configuración de una auténtica cultura de paz en el Perú. No debería sorprendernos que un ideólogo paleoconservador postmoderno – me refiero a Eduardo Hernando, - considere hoy que la defensa de la diversidad ética y cultural constituya una especie de aberración babélica , un signo de la sombría decadencia de nuestras formaciones morales y sociales. Más allá de lo extravagante de esta última posición, resulta evidente que el rechazo de la diversidad y del diálogo de horizontes comunitarios no es extraño en el país. No obstante, esta actitud cerrada ante las diferencias reproduce situaciones de violencia, estructural o manifiesta, que conspira contra las demandas de justicia y atenta contra cualquier propuesta lúcida de reconciliación.
En el Informe Final de la CVR se señala claramente que el proyecto de reconciliación debe entenderse tomando en consideración tres niveles, estrechamente relacionados entre sí: 1) el político, en tanto Estado y sociedad reconstruyen sus lazos de compromiso y confianza; 2) el social, en el sentido de que la sociedad civil y sus espacios se reencuentran con una sociedad que la violencia y la dictadura contribuyó a dividir; 3) el interpersonal, referente a la reconstrucción de los lazos al interior de las comunidades y grupos sociales que se vieron enfrentados en el período de conflicto. De este modo, los individuos y los colectivos se confrontan e interactúan a partir de sus propias historias, pero también desde sus aspiraciones para el futuro . Sólo desde la concreción de estas tres dimensiones de restitución de los vínculos comunitarios es que es posible afirmar las condiciones de la paz y la convivencia social en una democracia constitucional. La CVR enfatiza la importancia decisiva de la comunicación intercultural en esos tres niveles. La reconciliación en el Perú debe ser – señala el Informe – “en primer lugar, multiétnica, pluricultural, multilíngue y multiconfesional, de manera que responda a una justa valoración de la diversidad étnica, linguística, cultural y religiosa del Perú” . La reconciliación sociopolítica que buscamos supone el cultivo del respeto a la alteridad en el seno de una cultura política democrática, y el abandono (esperemos que definitivo) del sueño homogenizante de una identidad nacional monolítica, indiferenciada.
Lo que se busca es en gran medida la refundación de la república. Ante la envergadura de tal proyecto, resulta claro que la importante investigación interdisciplinaria que constituye el Informe Final de la CVR sirve específicamente como material para la discusión cívica, debate que procure impulsar el proceso de reconciliación – a través, por ejemplo, del diseño de una agenda pública y la implementación de reformas institucionales – desde los foros de la sociedad civil y el Estado. En primera instancia, esto significa colaborar con la recuperación pública de la memoria y la generación de los mecanismos sociopolíticos conducentes al encuentro entre los peruanos en los tres frentes mencionados líneas arriba. La reconciliación es una tarea conjunta que exige la participación de cada ciudadano y cada comunidad de vida .
El conflicto armado interno provocó un enorme dolor en el pueblo peruano, y generó aun mayores injusticias que las que ya existían en las zonas más empobrecidas y olvidadas del país. La angustia y el temor sufridos permanecen en el alma de las víctimas, desafiando el paso de los años. La tortura, la indiferencia y la desaparición forzada del ser querido suscitan terribles heridas en las personas, y siembra el odio y la desesperanza en el corazón de los suyos y sus comunidades de origen. El ejercicio de la crueldad, la indolencia de las autoridades y la impunidad de los criminales producen seres desdichados como Urania Cabral – el personaje central de La fiesta del chivo – criaturas con enormes dificultades para amar, volver a creer en otros seres humanos y confiar en las instituciones que los dejaron indefensos y desconocieron sus derechos básicos. Develar la verdad de lo ocurrido y castigar a los culpables constituyen elementos esenciales para que la víctima recupere realmente su condición de ciudadano. Ni el silencio ni el olvido reconcilian.
La reconciliación, ante todo, es un proceso histórico que nos convoca como agentes sociales y políticos. Constituye un signo de ingenuidad pretender que el “tiempo de la reconciliación” corresponda a un período corto, de modo que podamos pensar que en unos cuantos años podamos saldar todas las cuentas pendientes en materia de inequidad, abuso, ausencia de reconocimiento y autoritarismo “político”. Las heridas no sanan así. Luego de un “tiempo de duelo” (un período de exposición de y ante la verdad que des-ocultamos a través de la purificación de la memoria) y del ejercicio de la justicia – a la sazón “momentos” iniciales y decisivos de la reconciliación – es preciso abocarnos a la re-escritura crítica de nuestra historia y a la discusión y construcción de una estructura público – legal inclusiva, re-escritura enmarcada en el proyecto más amplio, de la transición política. Se trata de un trabajo colectivo de largo aliento, que implicará probablemente el trabajo paciente, la perseverancia y la esperanza de varias generaciones de ciudadanos. Quizá las múltiples formas de resistencia frente a la transición, que pueden identificarse en diversos sectores de nuestra “clase dirigente” puedan entenderse como los dolores de un parto, los signos posibles de un “cambio epocal” – un cambio en el sentido de las relaciones humanas y políticas - que se va generando en nuestro país. El desgano y la hostilidad de nuestros políticos y de ciertas autoridades sociales frente a las exigencias de la justicia transicional puede contrastarse sin duda con el entusiasmo y el sentido de compromiso con las víctimas de tantos estudiantes y jóvenes que han integrado con entusiasmo programas de voluntariado y grupos de reflexión en torno al desafío planteado por la CVR a la sociedad. Esa actitud nos permite abrigar esperanzas respecto de nuestro futuro.
El supuesto ético de mi posición – más precisamente, mi esperanza, aunque ciertamente no sólo la mía - es que el tiempo de la reconciliación ya se inició entre nosotros, a pesar de su precariedad, sus retrocesos, resistencias e incertidumbres. Quizá con el derrumbe del fujimorato, o con la entrega del Informe Final, un tiempo nuevo haya comenzado, no podemos saberlo con certeza. No obstante, este cambio epocal no puede en absoluto gestarse a nuestras espaldas: o es obra nuestra o simplemente no es: depende de nosotros que se trunque o vaya definiendo su curso. No es algo que “está hecho”, es algo que “está haciéndose” o que acaso “tendría que hacerse”, no pertenece al ámbito de los hechos, sino al de la acción, al campo de la ética cívica. El reto de la reconciliación pone a prueba nuestro sentido de la justicia y nuestra capacidad de ponernos en el lugar de las víctimas tanto como nuestro espíritu de ciudadanía y nuestra sensibilidad democrática. El proyecto apela a nuestra capacidad de movilizarnos en torno al propósito de la reconstrucción pública de nuestros lazos ético – sociales. Se trata de ampliar el círculo de nuestros compromisos y lealtades de modo que este abarque la totalidad de las comunidades del Perú, que el discurso de la ciudadanía y los Derechos Humanos pueda ser expresado en los diversos idiomas que se hablan en el país, desde los mundos vitales en que habitan los peruanos.
El proyecto de reconciliación plantea diversas tareas tanto al Estado como a las instituciones de la sociedad civil. La primera de ellas es, sin lugar a dudas, el diseño de una agenda pública en torno a los lineamientos medulares de este proceso social y político. Estos abarcan temas de justicia redistributiva, descentralización socioeconómica y políticas de reconocimiento intercultural y sexual tanto como la configuración de programas educativos para la formación de una genuina conciencia ciudadana y la promoción de una cultura política democrática para combatir el autoritarismo y los fundamentalismos de diverso carácter. Sin perder de vista esta multiplicidad de cuestiones involucradas en la efectiva puesta en marcha de las políticas de reconciliación, permítanme desarrollar brevemente un punto que considero central respecto de la construcción de una ética cívica, ética que resulta esencial para la afirmación de la transición que perseguimos. Se trata de la defensa del pluralismo.
2.- Regular nuestros conflictos. Cultura política y pluralismo
La cultura democrática es una forma de considerar los conflictos prácticos desde el cultivo de la deliberación pública al interior de instituciones políticas y sociales. Ella busca mediaciones institucionales y procedimientos públicamente reconocidos para afrontar racionalmente estos conflictos. La democracia no constituye una utopía social más, pretende ser una forma de vida concreta y un régimen político puntual que no promete más que la distribución del poder y el escrutinio público de las decisiones públicas y las políticas sociales a través de los canales que establece la ley como ejes de la vida política. En un sentido importante, las sociedades democráticas practican un cierto anti -utopismo y son adversarias de los fundamentalismos de toda especie. Es evidente que una de las causas principales de la emergencia y el imperio del terror en el país ha sido el evidente fanatismo de la ideología del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso y el modo en que esta “doctrina” pretendió ser impuesta por sus suscriptores, a sangre y fuego. Este ideario – autocalificado como “científico” - consideraba la revolución violenta como el único medio para el logro de la justicia y la libertad en el Perú (y, según la dogmática senderista, para “liberar” el mundo entero).
La doctrina maoísta / el autodenominado “pensamiento Gonzalo” pasaba por ser una ideología que re-velaba todos los misterios del sentido de la historia bajo la forma de leyes que regían su curso, y que conducían a la resolución de las contradicciones socio-económicas en una futura “sociedad sin clases”. Una sociedad idílica, sin injusticia ni desigualdades sociales. En suma, un mundo sin conflictos; esa fue la promesa de Guzmán a sus adeptos, una vez consumada la revolución, el reino de la libertad habría sido conquistado de una vez y para siempre. La búsqueda de la “justicia social” – concebida exclusivamente como igualdad simple – constituye el valor supremo que guía la vida de los militantes y del Partido. Los valores rivales (por ejemplo, las libertades cívicas o la dignidad del individuo) o se asimilan finalmente al relato de la Igualdad, o son desconocidos como valores. En esta versión monista de la sociedad, quienes discrepan con el credo del Partido están “alienados”, están simplemente suscribiendo creencias incorrectas. Para el partidario del Terror, no tiene sentido discutir con ellos: es preciso “convertirlos”, o eliminarlos, pues simplemente son enemigos de la revolución y del ineludible y “objetivo” destino de la Humanidad.
Pese al carácter perverso de su imaginario social – particularmente su elogio de la violencia – la prédica senderista encontró un terreno fecundo en algunos pobladores, sectores más empobrecidos del ande y la periferia de algunas ciudades de la costa y sierra. Como el Informe Final de la CVR ha señalado, el PCP-SL invitaba expresamente – esto es explícito en la prédica de Guzmán, por ejemplo – “al genocidio”, a pagar “la cuota de sangre” que el pensamiento único imponía a la población. Las masacres y atentados en el campo y la ciudad y la reducción de pueblos ashaninkas a trabajos forzados muestra hasta que punto, para la ideología senderista, la vida de personas inocentes podía (y debía) ser sacrificada sin mayores escrúpulos en los altares del supremo y unívoco ideal. En contraste con aquella visión totalitaria, la alternativa democrática – implícita en el proyecto de justicia transicional – defiende el cultivo del pluralismo como eje de la acción política.
¿Qué se entiende por “pluralismo”? Mas que aludir al factum histórico de la diversidad de ethe y formas culturales al interior de las comunidades políticas, se trata de una propuesta ético – política consistente en reconocer que en algunas situaciones concretas – que, por ejemplo, debe afrontar una institución social, o un agente individual - tenemos que elegir entre cursos de acción que resultan incompatibles o incluso entre valores inconmensurables que no podemos realizar simultáneamente. Si los valores chocan entre sí, es preciso deliberar y optar, aun sabiendo que la elección podría implicar pérdida o lamentación: las razones que apoyan nuestra decisión no anulan aquellas que sostienen la alternativa rival como una opción valiosa en sí misma. Se trata de conflictos de valores de gran intensidad. Pensadores como Isaiah Berlin y John Gray estaban convencidos de que no existe una jerarquía a priori de bienes que nos ahorre las dificultades que entraña a nivel público (y personal) el deliberar y tomar decisiones. La promoción de la igualdad de derechos y oportunidades y las libertades individuales, así como la participación cívica constituyen valores que la democracia constitucional busca realizar: ellos traducen exigencias que a veces colisionan entre sí. Es preciso buscar mediaciones para combinarlos atendiendo a los contextos sociales en los que los conflictos se plantean; por ello es tan importante la educación de los ciudadanos en la deliberación pública. Las utopías decimonónicas por lo general – y la versión senderista del maoísmo es un ejemplo bastante crudo de esta actitud, evidentemente totalitaria – han pretendido absolutizar sin más un único valor y asfixiar todos los demás a través de la represión y la violencia.
Pretender realizar sólo un valor en el contexto de la biografía personal o en la vida social – rechazando dogmáticamente los bienes rivales - constituye en el plano de la teoría un signo de estrechez de miras; en la perspectiva de la práctica esta es simplemente una opción mutiladora. En el curso de la vida tanto como en el escenario de la acción política, buscamos múltiples bienes, que a veces se definen en tensión. La justicia social, la libertad individual y la pertenencia cultural son valores importantes para una sociedad floreciente ¿Necesitamos renunciar absolutamente a alguno de ellos, en nombre de un exclusivo y solitario “valor supremo”? ¿Es posible diseñar programas sociales que rescaten esa pluralidad y procuren observar tales bienes aplicándolos y destacándolos de acuerdo con las situaciones concretas que en la práctica se nos hacen manifiestas? La concepción democrática responde “no” a la primera pregunta y “sí” a la segunda. En una democracia – en una sociedad reconciliada, o en todo caso en vías de reconciliación – los conflictos no son eliminados, son regulados y “resueltos” a partir de los recursos de la deliberación y la forja de consensos públicos. Lo conflictos siempre se resuelven provisionalmente, a través de la acción ciudadana: aquí no existe, ni debe existir, una “solución final” o un “fin de la historia” (conocemos el talante totalitario y excluyente de estas imágenes). No debemos caer en la tentación del utopismo de los Reinos definitivos de la Libertad. Imaginar un mundo futuro en el que no existan los conflictos, en el que estos hayan desaparecido para siempre, parece implicar la desafortunada postulación de un mundo en el que parte de lo que apreciamos como humano hubiese sido extirpado sin remedio. En ese hipotético mundo, la acción política sería innecesaria o indeseable. Podríamos concebirlo como un “mundo perfecto”, pero – obviamente – ese mundo no sería en ningún sentido un mundo libre. No se trataría, en absoluto, de una res pública.
3.- Sociedad civil y ética cívica.
El cultivo del pluralismo y el fortalecimiento de las políticas de reconciliación requieren de espacios para la interacción, la inclusión del otro y el diálogo. Es sabido que la CVR fue conformada por un Decreto Supremo, vale decir, por acción del Estado, a través de la iniciativa del gobierno de transición. Es sabido también que aquellos que representan ese mismo Estado – en la persona de su actual gobierno, el Congreso, el Poder Judicial – han puesto (y ponen) una serie de obstáculos y resistencias a la discusión de las investigaciones y recomendaciones que la CVR ha desarrollado en su Informe. La mayoría de los partidos políticos han mostrado una actitud indiferente y frecuentemente hostil frente a la propuesta misma de recuperación de la memoria. Se trata básicamente de un grupo de militantes políticos y representantes parlamentarios que no parecen tener interés en dialogar con la sociedad que una vez los eligió. Se sabe que la mayoría de los cuadros políticos peruanos - a fin de cuentas - ni siquiera cultiva la lectura o la investigación. La denominada “sociedad política” no parece dispuesta a involucrarse seriamente con las tareas de la justicia transicional; ni siquiera han configurado genuinos espacios públicos para someter a crítica este proyecto.
Si la tesis que he intentado defender aquí es correcta – si el futuro de la propuesta de reconciliación depende del compromiso activo de la ciudadanía con la transición democrática y la cultura de los derechos humanos – entonces nuestra atención debe concentrarse en otros espacios cívicos que se sitúan fuera de la esfera del Estado, aunque desde ellos pueda ejercerse alguna influencia ético – política, democrática, sobre el propio Estado. Espacios abiertos al libre encuentro de argumentos y puntos de vista de los diferentes grupos sociales que conforman nuestra comunidad política. Espacios abiertos tanto a la generación discursiva de corrientes de opinión pública como a la expresión del disentimiento en un clima de respeto a las diferencias y a las reglas de juego de una democracia constitucional. Me refiero, por supuesto, a las instituciones de la sociedad civil.
3.1.- Una aproximación filosófico - política al concepto de sociedad civil
Desde los tiempos de la lucha contra la dictadura y la recuperación de la democracia, el concepto de sociedad civil - así como su rol al interior de un régimen republicano - ha cobrado una singular importancia en la discusión pública en el país. En los fueros parlamentarios y ciudadanos, hoy se discute acerca de la necesidad de encontrar alguna forma por la que la sociedad civil pueda estar presente incluso en las comisiones de reforma del Poder Judicial o en la formación de eventuales “consejos de ética” que supervisen la actuación de los medios de comunicación o de los poderes del Estado. Por otro lado, se asocia fuertemente el concepto de sociedad civil con los espacios ordinarios de participación directa del ciudadano común en los debates públicos y en el diseño de programas sociales y políticos. Se dice – y creo que con toda razón – que en nuestro tiempo podemos identificar una sociedad como realmente democrática en la medida en que cuente con una sociedad civil organizada.
El concepto de sociedad civil es complejo y conviene precisar rigurosamente sus sentidos en el pensamiento político y sobre todo en el ejercicio de la democracia. En la historia de la filosofía política occidental, por “sociedad civil” se ha entendido tres cosas diferentes, que es preciso no confundir (como se ha hecho, por desgracia, muchas veces ). Inicialmente, societas civilis constituía la expresión latina para traducir koinonía politiké (“comunidad política”), concepto utilizado por Aristóteles y otros pensadores griegos de la vida pública. Con esta expresión se aludía a la entidad política básica, la comunidad de ciudadanos libres que construyen el bien público a través del debate y el compromiso común. Los autores romanos, Hobbes y Kant utilizaban el término como sinónimos de “Estado” y “estado de sociedad”; en el caso del segundo y el tercero – pensadores individualistas al fin y al cabo – contrastaban la societas civilis con el hipotético “estado natural” previo al “contrato” que en el imaginario ilustrado daba origen al orden social. El primero en distinguir filosóficamente entre el Estado y la sociedad civil fue Hegel, filósofo que, tanto en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas como en sus Principios de filosofía del derecho, procuró hacer justicia a la diversidad de vínculos e instituciones sociales en contra del reduccionismo contractualista de sus predecesores. En su concepción de la Eticidad moderna, Hegel reconoce con claridad tres instancias éticas de interacción humana: aquella en la que la sangre y el afecto mutuo es el fundamento de los vínculos intersubjetiva (la familia); el ámbito de las relaciones socioeconómicas desarrolladas en el mundo del trabajo y del mercado (la sociedad civil) y los espacios de deliberación y decisión políticas (el Estado). Para Hegel y los hegelianos del siglo XIX - en el pensamiento de Marx, la visión hegeliana de la sociedad civil es aplicada sin mayores cambios - se trata del espacio en el que se plantea el conjunto de conflictos de interés y necesidades, y de los vínculos pre-políticos de solidaridad particular (corporaciones) y pública (policía).
El tercer concepto de sociedad civil corresponde la definición actualmente en uso en la filosofía política contemporánea. Es también el enfoque que goza de consenso al interior de las teorías de la democracia y el que subyace a nuestras polémicas cotidianas en la arena pública. En un sentido republicano o cívico-humanista - cuyo espíritu podemos encontrar en Tocqueville - se denomina “sociedad civil” al conjunto de instituciones y asociaciones voluntarias que se sitúan entre los individuos y el Estado y que buscan crear espacios libres para la forja de consensos cívicos (y la expresión de disensos) con el fin de influir comunicativamente en el ámbito político. Se trata de promover la ciudanía activa para así acercar la sociedad a la esfera de las decisiones en materia pública; en este sentido, sus instituciones se distinguen de los sistemas propios del Estado y del mercado. Universidades, comunidades religiosas no verticales, ONGs, colegios profesionales constituyen espacios para la vigilancia y el control cívico del poder.
Al Estado compete la administración del poder, la sociedad civil debe velar porque el Estado no desarrolle políticas autoritarias, respete la legalidad y escuche las voces de los ciudadanos. Por otro lado, la actividad crítica de sus instituciones puede ponerle límites a las pretensiones de lobbies económicos para influir en el ámbito del Estado para imprimir en la legislación y en las medidas del ejecutivo el sello de sus intereses particulares. En un sentido importante, la sociedad civil constituye el lugar propio de la política activa en un sentido clásico, dado que configura el espacio desde el cual los ciudadanos participan – a través de la palabra y la acción – de la construcción de un destino común de vida. A través de sus instituciones – y la mayoría de nosotros pertenece al menos a una de ellas - podemos influir en las decisiones de los políticos y del Estado. La presencia de ciudadanos organizados en las instituciones de la sociedad civil permite que los asuntos públicos no queden exclusivamente en las manos de una cúpula de gobierno o de un grupo de políticos profesionales, partidarizados o “independientes”. La ciudadanía comprometida combate así los brotes autoritarios – sutiles o gruesos, como los de la funesta década de los noventa - implícitos en la lucha partidaria o gubernamental por el poder.
3.2.- Representación y participación. Crítica de la confusión conservadora
Desde hace algunos años – en una época que coincidía con la lucha contra el fujimorato desplegada desde la propia sociedad civil – los sectores conservadores de la política peruana han cuestionado el rol de la sociedad civil en la política moderna. Desde algunos artículos con pretensiones académicas, hasta columnas de opinión escritas desde las almenas del antiguo Expreso y el inefable La Razón, han intentado una y otra vez simplificar el carácter y alcances de la sociedad civil, así como su relevancia para la reconstrucción de la democracia peruana. En sus escritos identifican sin más la sociedad civil con las diversas organizaciones no gubernamentales que operan en nuestro país (organismos de Derechos Humanos, asociaciones de promoción social y cultural, entre otras instituciones que jamás han gozado de sus simpatías), insinuando su desconexión con el ciudadano “de a pie”. El encono con estas instituciones tiene larga data. En otro tiempo, se sugirió que estas organizaciones podrían representar “los oscuros intereses de ideologías foráneas”. Hoy, se preguntan a quiénes simplemente representan. Mientras los presidentes y los parlamentarios hablan en nombre del conjunto de sus electores, los investigadores y activistas de las ONGs – y por extensión, los miembros de la sociedad civil, pues esta es el objetivo real de la crítica – no representan a nadie .
No voy a detenerme en el caso específico de las ONGs, que merecería un artículo aparte. Sólo señalaré que es importante resaltar la labor decisiva de muchas de estas organizaciones en la defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos más desfavorecidos en el Perú, especialmente en la época del autoritarismo y en los tiempos de la violencia. Las insinuaciones contra ellas la mayoría de las veces simplemente son fruto del prejuicio y el desconocimiento respecto de su trabajo y estructura programática. No obstante, es preciso señalar que ellas no constituyen la sociedad civil, sólo son una parte de ella. Creo sin embargo que es necesario tomar al toro por las astas y enfrentar la objeción conservadora en contra de la propia sociedad civil, tomarla en serio y responder a ella, a pesar de la mala fe que lleva implícita. En efecto, los conservadores - pienso en Francisco Tudela y en el ya citado Eduardo Hernando, por ejemplo – se preguntan efectivamente a quién representa la sociedad civil. Considero que la crítica encierra un grave malentendido, que revela la profunda ignorancia que padece este punto de vista respecto de las formas y escenarios de la ciudadanía democrática.
La lógica de las instituciones democráticas no se agota en la representación; ese es tan sólo el caso de las autoridades del gobierno y el de los congresistas. En virtud de los procesos electorales que los erigen como tales, ellos tienen el deber de transmitir en los fueros del Estado las propuestas y preocupaciones de sus votantes, y más allá de ellos, recoger los puntos de vista de otros sectores de la sociedad. Sin embargo, ello no impide que los ciudadanos puedan – y acaso deban – intervenir directamente en la deliberación cívica y en la configuración pública con miras a plantear sus propuestas o a cuestionar las existentes. Ellos tienen derecho a intervenir en la discusión política, a vigilar y criticar la conducta de las instituciones estatales en una democracia constitucional. Algunos políticos e intelectuales nacionales consideran que la “actividad política” se reduce a la labor de los partidos políticos y sus líderes; de modo que al ciudadano común no le quedaría otra cosa que dedicarse a sus deberes laborales y familiares y cruzar los dedos para que los “políticos” hagan “bien” su “trabajo”. Ello contribuye a reproducir prácticas autoritarias veladas, y lentamente alimenta – cuando influye en la gente - el recorte efectivo de libertades cívicas y de la acción ciudadana: los individuos terminan retirándose de la arena pública – renunciando tácitamente al ejercicio de la ciudadanía - y convierten a los políticos en los grandes señores de su libertad. Esta es la “servidumbre voluntaria”, noción que Hugo Neira ha reactualizado en uno de sus libros más recientes .
Esta actitud es caldo de cultivo de las reacciones autoritarias que han contribuido a desmantelar nuestras instituciones políticas y a mermar las posibilidades de la acción cívica. El argumento conservador, en la práctica, estimula la falta de fe del ciudadano común en su capacidad de discernimiento, convocatoria y en sus posibilidades como agente de transformación política y social. Más aún, introduce la tesis de que la política es un “arte mayor” para la que sólo es apta una élite de iniciados, conformada por profesionales de la negociación, de la administración del Estado o por “líderes natos, jefes, caudillos”, como sugiere Eduardo Hernando con singular entusiasmo (este curioso enfoque ideológico, pretendido “deconstructor de la legalidad”, curiosamente aspira erigirse en el “heraldo” de una aristocrática“nueva clase política” ¿o se tratará acaso de una cúpula gubernamental que ya ha tenido el poder en sus manos en la década pasada?). El resto de los miembros de la sociedad constituye - para esa posición, explícitamente antidemocrática – simplemente la “masa”, el conjunto de los individuos que se hallan – según palabras del propio Hernando - “demasiado corrompidos para merecer la libertad y por ende ni siquiera saben como usarla” ; en esta perspectiva los “políticos” deben saber “guiar” a la “plebe” hacia un “bien común”(¿?) que desconocen y al que no se hayan preparados para acceder por sí mismos. Para los paleoconservadores, el individuo común es básicamente pusilánime e ignorante, inepto para las tareas del gobierno y del discernimiento político. Resulta increíble que en pleno siglo XXI existan quienes todavía piensen de esta forma. Lo curioso del caso es que para los portavoces de esta concepción, este ideario, más que una pieza extravagante de un museo pre-moderno, es pura y dura Realpolitik; ello dice mucho de su más que cuestionable sentido de la realidad. La “política” según el conservadurismo deviene así en el mero paternalismo respecto de los miembros de la sociedad, que son tratados como súbditos antes que como ciudadanos. El talante totalitario y excluyente de esta visión de la vida pública resulta más que evidente. Lo que predican los conservadores más extremos (generalmente autodenominados “reaccionarios”) es simplemente la mutilación de la libertad política y la exaltación de la “dictadura comisarial” . Conocemos, lamentablemente – a través de la contribución de estos personajes con el régimen de Fujimori en sus brazos político y mediático -, las catastróficas consecuencias de esta bizarra ideología para la salud de la institucionalidad política, la cultura de los derechos humanos y la ética pública.
Pero volvamos a nuestra réplica a la crítica conservadora de la sociedad civil. Representación y participación directa son dimensiones necesarias y complementarias en una democracia. La sociedad civil no pretende usurpar la labor de los partidos o de las autoridades, sino ofrecer espacios para la práctica política ciudadana. La pregunta “¿A quién representan los ciudadanos que actúan desde las instituciones de la sociedad civil?”, no es una buena pregunta, en el sentido que no ha sido pensada con rigor, simplemente confunde los modos de actuación y convicción involucrados en los espacios de la sociedad civil. Cuando el ciudadano interviene políticamente, desde o en la sociedad civil, no representa a nadie – no a la manera de los parlamentarios o los partidos – o mejor, se representa a sí mismo en tanto agente político. No necesitamos ser elegidos para actuar como ciudadanos. El saber propio de la política es phrónesis y no epistéme: es un saber implícito en la práctica razonable del diálogo y el compromiso común, fruto de la paideia y no de alguna misteriosa “ciencia”. Corresponde a la sabiduría práctica que los antiguos identificaban con la ética. El ciudadano puede optar por participar en el debate político sin que nadie pretenda hablar por él. Sin el soporte de la praxis cívica, la representación puede derivar en el “tutelaje” de las autoridades estatales, de los partidos políticos o aun de ciertas instituciones sociales (por ejemplo, en el antiguo imaginario social conservador, a las Fuerzas Armadas y a la Iglesia Católica se les había asignado el rol de “instituciones tutelares” de la nación, desde un punto de vista de suyo incompatible tanto con los principios de un Estado de Derecho como con los valores originarios de estos mismos organismos sociales, perfectamente afines al pluralismo democrático). Pero en una democracia ninguna autoridad o institución puede usurpar el lugar que le corresponde al juicio y la deliberación ciudadanas como generadores de legalidad y vida en común.
4.- A modo de conclusión. Construir el propio destino.
Construir “espacios intermedios” entre los la sociedad en general y el Estado – espacios de deliberación y elección de programas sociales y políticos de largo alcance – constituye un paso fundamental en un auténtico proceso de democratización de nuestra sociedad y sus instituciones. Con ello se busca generar escenarios de libertad que pongan límites a las eventuales pretensiones monopólicas del poder estatal y los partidos. En la medida en que el ciudadano ejercite sus derechos políticos actuando en concierto, el poder político podrá descentralizarse efectivamente. La democracia no es algo que pueda realizarse plenamente exclusivamente desde arriba: antes bien, la ausencia de mediaciones públicas (y la desidia ciudadana) empuja a los gobernantes y los políticos a posiciones autoritarias. Las instituciones de la sociedad civil son creación de la ciudadanía activa, no de iniciativas del Estado. Nacen de la necesidad misma de la participación cívica: muchas veces ese nacimiento puede ser conflictivo, puesto que se trata de espacios distributivos del poder que los poderes oficiales no suelen conceder. Se trata de conquistas sociales, no de concesiones gratuitas. No en vano el anhelo de sociedad civil surgió hace unas décadas en el contexto de las demandas de participación política y las protestas ciudadanas contra las dictaduras comunistas de Europa del Este. En el Perú, dichas luchas tuvieron lugar en las movilizaciones cívicas contra el fujimorismo.
En circunstancias como la presente, en la que tenemos que afrontar una precaria transición democrática en medio de una cierta apatía del Estado y los protagonistas políticos tradicionales, la sociedad civil tiene una gran responsabilidad en lo referente a la consecución de políticas exitosas en materia de la lucha anticorrupción y en el seguimiento a las recomendaciones de la de la CVR. La recuperación pública de la memoria y la vindicación de la justicia en asuntos de Derechos Humanos y ética pública son tareas esenciales para reconstruir nuestras instituciones y los lazos sociales que la violencia y la exclusión se han encargado de fracturar. Es curioso que los objetores de la CVR ni siquiera hayan caído en la cuenta que al revisar el Informe Final hubiesen podido reparar en la inminencia de brotes de violencia como el caso de Ilave, en el que la situación de desamparo estatal y la pobreza ha alimentado las posibilidades de la barbarie y la manipulación. Recientes investigaciones nos advierten acerca del preocupante avance, al interior de algunas universidades del país, de ciertos grupos políticos fundamentalistas, que intentan reproducir en los claustros universitarios los esquemas violentistas y dogmáticos de Sendero Luminoso, así como sus clásicos métodos de intimidación. Estos grupos extremistas buscan impedir, a través del miedo y el uso de la fuerza, los debates intelectuales y difundir el inaceptable discurso de la violencia entre los jóvenes, precisamente como a inicios de los años ochenta (fenómeno que el Informe Final estudia en detalle, análisis que resultaría útil para enfrentar estos nuevos casos con eficacia y racionalidad).
La voz de las víctimas queda condenada al silencio si su dolor permanece inexpresado, si su historia deja de ser contada. Las investigaciones de la CVR sobre el conflicto armado interno, así como los estudios sobre las causas de la corrupción pública y la cultura autoritaria en el Perú merecen ser tema de discusión al interior de los foros de la sociedad civil. Las universidades, iglesias y organismos sociales – en la persona de los ciudadanos que pertenecen a estas instituciones – definitivamente tendrán algo que decir sobre ellos. Callar, en estos casos, sólo contribuye con el imperio de la impunidad y el despotismo. Esto es patente hoy en cuanto los sectores autoritarios parecen recomponerse y conspiran en contra de la transición política.
Defender el ejercicio de la acción política tiene una especial significación para la configuración de la democracia y de la libertad. Sin foros deliberativos generadores de opinión pública, no podemos hablar de políticas democráticas. Se trata de contar con escenarios para la construcción del propio destino, en los que podamos ser capaces de convertirnos en coautores de la ley y las instituciones que rigen nuestra vida en común. Necesitamos una ética “cívica” – utilizo deliberadamente una expresión que los detractores de la democracia han pretendido denigrar y satirizar, un concepto cuya alta dignidad es preciso restablecer – que, discutida desde la escuela, pueda promover los bienes de la acción ciudadana y el espíritu crítico. El peor enemigo de la vida democrática, y también de la ética, es evidentemente la in-diferencia, la escasa o nula disposición a procurar distinguir entre lo que nos hace libres y lo que no, el tenebroso vacío del “todo da igual”, que tanto beneficia a la concentración del poder y la corrupción y anula el sentido de ciudadanía.
No es difícil percatarse de cuán decisivo para la concreción de las libertades políticas es la existencia de la sociedad civil. Ella configura espacios ciudadanos para la crítica y el compromiso cívico directo. Frente a la vocación administrativa del Estado, y los peligros que ella conlleva - la corrupción y el autoritarismo, por ejemplo - el espíritu vigilante de la sociedad civil constituye un elemento necesario para mantener el aparato estatal y las organizaciones partidarias en el cauce democrático. Esta tesis llama nuestra atención acerca de la importancia fundamental de la disposición del ciudadano común frente a la actividad política. Contrariamente a lo que suele pensarse, su interés por la participación o su renuencia a intervenir en los asuntos públicos genera consecuencias decisivas en lo relativo a la solidez de las instituciones democráticas o en su defecto, al reciclaje de los dictadores corruptos que han lacerado nuestra corta vida republicana. Podemos elegir ser súbditos o ser ciudadanos, atreverse a evaluar críticamente los proyectos y puntos de vista sociopolíticos, o someterse a los designios de nuestros gobernantes o representantes. Elegir no sólo repercute en la adopción de nuestro modo de vida, sino en el sistema entero de instituciones y leyes. Abstenerse de optar implica por sí mismo haber elegido ya. Como tantas veces en la historia, el futuro de la democracia está en las manos de sus ciudadanos y no exclusivamente sobre los hombros de la autodenominada “clase dirigente”. Nuestro reto estriba en elegir o no erigirnos en actores políticos.
(*) Gonzalo Gamio Gehri
Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y actualmente es candidato al Doctorado por la Universidad Pontificia de Comillas, donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados en filosofía. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en el ISET “Juan XXIII” y en el Instituto Juan Landázuri Ricketts. Autor de Racionalidad y conflicto ético (2007).