Presentación

Los temas éticos y políticos tradicionalmente se han denominado filosofía práctica, elemento imprescindible del ámbito de las relaciones interpersonales. Y como bien sabemos, es una dimensión que no está ausente de conflictos, tanto interpretativos como sociales. A nivel peruano, como latinoamericano y mundial, se manifiestan hechos que deben convocarnos a pensar sobre su significado: la marginación de culturas indígenas, el fracaso de la educación moral, el desastre ecológico, la corrupción política, la violación de los derechos humanos, la crisis de los partidos políticos, los límites de la democracia representativa, entre otros.

Abrimos esta revista virtual, Razón práctica y asuntos públicos, para pensar las dimensiones morales y políticas de los asuntos humanos, tanto en sus fundamentos teóricos como en las acciones e instituciones que las sostienen. No pretendemos difundir una perspectiva en particular, aunque sí un espacio de difusión y debate entre distintas perspectivas. Y es que creemos que uno de los elementos que da dinámica a la vida moral y política de los pueblos es la filosofía, dimensión crítica y reflexiva que busca descubrir los supuestos y someterlos a una revisión racional de su sentido, así como proponer salidas a los problemas y a las dificultades morales y políticas de una sociedad.

Sin embargo, para promover y enriquecer esos debates se requiere tener, crear, asimilar o recrear teorías e ideas éticas y políticas. Y luego con esas herramientas poder enfrentar los problemas morales y políticos que nuestro mundo contemporáneo nos presenta. Por lo que este también queremos que sea un espacio que nos permita aprender de y pensar en las grandes tradiciones de la ética y la filosofía política, analizando sus fundamentos y matices en sus desarrollos. Además, una parte práctica, tanto para la ética y la filosofía política.

Para dar vida a este espacio filosófico, invitamos a los intelectuales a pensar sobre estos tópicos, creando las posibilidades de una mejor comprensión de nuestras perspectivas y que tienda a influir en los actores sociales.

Miguel Ángel Polo Santillán
Director

Violencia, Memoria y Verdad a partir del Informe Final de la CVR

Carlos Esteban Giraldo Rojas (*)

El presente trabajo es consecuencia del Informe Final
[1] de la Comisión de la Verdad y Reconciliación[2] (en adelante CVR) y el Seminario Interdisciplinario “Memoria y Violencia Política en el Perú Contemporáneo”[3]. Uno de los objetivos del seminario fue el generar un espacio de debate y reflexión en torno a la memoria y la violencia política en el Perú. En ese sentido el presente trabajo intenta hacer una serie de reflexiones en torno al tema de la verdad, la violencia y la memoria en el contexto del Informe Final de la CVR.

La pregunta por el “qué pasó” se hace sobre un problema, el problema de la violencia en el Perú. Este primer punto es sin duda el más importante porque de una vez por todas se hace frente a uno de los más graves hechos de violencia que padeció y desangró a nuestro país durante unos veinte años y que dejó un saldo de víctimas, sobre todo inocentes, y de consecuencias que aún padecemos. Si bien se derrotó militarmente a las fuerzas subversivas, lo que no se derrotó es el pensamiento, la ideología y, sobre todo, las causas de todo ese proceso de violencia que, hasta en cierta forma, subsisten aún. Si subsisten hasta hoy es porque aún no se han resuelto todas las causas de ese hecho de violencia.

Para abordar el problema de la violencia es necesario, primero, tener delimitado los objetivos de la misma. La CVR se encargó -en términos generales- de analizar las causas del proceso de violencia
[4] ocurridos desde 1980 hasta el año 2000, establecer responsabilidades e identificar la situación de las victimas, elaborar propuestas, recomendar reformas institucionales para que no se repita y establecer mecanismos de seguimiento a sus recomendaciones[5]. De estos cinco objetivos de la CVR nos interesa hablar del primero de ellos, que debemos tomar en cuenta, para hacer un balance de lo que ocurrió en el Perú, pero sobre todo para plantear soluciones. Para desarrollar ese primer objetivo la CVR no sólo se dedicó, como muchos puedan pensar, a describir, analizar, interpretar y plantear soluciones a los hechos de violencia, sino que además justificó lo que iba a hacer. No se trata sólo de una justificación en sentido político, sino de una justificación en sentido metodológico que contempla además varios aspectos que vamos a describir a continuación. No pretendo entrar en debate con respecto a si la justificación que se hace es adecuada o no metodológicamente sino simplemente voy a describir esos supuestos.

La primera justificación tiene que ver con la legitimidad del proceder de la CVR. La legitimidad de la CVR tiene cuatro aspectos. La legitimidad política de la CVR se da cuando recibió, por parte de un gobierno democrático peruano
[6], un mandato de carácter político que significó una responsabilidad frente a la nación entera. La legitimidad ética se da, como consecuencia de ese mandato político, al asumir los integrantes de la CVR la adhesión a un conjunto de principios éticos: defensa de la cultura de los derechos humanos, consolidación de una democracia genuina, implantación de una justicia solidaria y la transparencia de sus investigaciones. La legitimidad personal se da con el nombramiento de cada uno de los comisionados y la responsabilidad de ellos frente al trabajo encomendado[7]. El concluir el trabajo encomendado otorga también a la CVR una legitimidad adicional, la legitimidad por la tarea realizada, esto significa una responsabilidad frente a las víctimas de la violencia[8]. Es sobre la base de estos principios que la verdad, justicia y reconciliación toman sentido.[9]

Por otro lado tenemos una justificación, o serie de supuestos, en torno a la “naturaleza” del objeto de la investigación que tiene una dimensión social. Por ello, la justificación para un trabajo de esta naturaleza y de esta envergadura se abordó, primero, al tratar en tema de la “verdad”. En el Informe Final de la CVR se define “verdad” de la siguiente manera: “La CVR entiende por «verdad» el relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible, sobre lo ocurrido en el país en los veinte años considerados por su mandato.”
[10]

Éticamente articulado significa que trata sobre hechos humanos (voluntad, intención y afectos), incorporando además principios éticos como el compromiso con los derechos humanos, los valores democráticos, la justicia solidaria, y la honestidad en sus investigaciones. Científicamente respaldado significa que la CVR recurrió a los mejores expertos y a los métodos científicos y técnicos más actualizados. Se trata entonces de dar mayor respaldo científico al trabajo éticamente articulado. Contrastado intersubjetivamente significa el haber escuchado y procesado “las voces” de todos los participantes involucrados, privilegiando sobre todo el testimonio de las víctimas de la violencia. Hilvanado en términos narrativos significa describir, explicar y proponer
[11]. Que sea afectivamente concernido significa que esos hechos tienen una dimensión afectiva[12]. Finalmente, que sea perfectible significa que se trata de una narración que se proyecta al futuro y, que debe ser continuada y enriquecida. Por todo esto se trata de un relato fidedigno (digno de fe, de crédito)[13].

A partir de esa definición de “verdad” más las fuentes de legitimidad política, legitimidad ética, legitimidad personal y legitimidad por la tarea realizada, es que el trabajo avocado por los miembros de la CVR toma sentido
[14]. Encontrar sentido no significa justificar la violencia sino encontrar una narración, un relato coherente de lo ocurrido, si se quiere, de una explicación, una interpretación de lo sucedido.

Entonces la violencia y todo lo ocurrido cobra sentido con estos fundamentos, con estos principios y todo lo que involucra en la tarea realizada por la CVR. Es a partir de esas fuentes que se reconstruye un sentido de la violencia, de una “verdad” no explicativa sino de una “verdad” acorde a la naturaleza de la fuente misma; es decir, a acciones humanas no libres de voluntad, intención e interpretación
[15]. Aquí es donde incorporamos el concepto de “memoria” porque justamente a partir de este concepto de “memoria” es que podemos hablar de sentido de la violencia. Se trata entonces de vincular dos temas como son la violencia y los afectados o víctimas de esa violencia a través del concepto de “memoria”. El concepto de “memoria” no es unívoco pero podemos trabajar con algunos conceptos que nos parecen útiles en este tema. Hay que aclarar que estamos hablando de la “memoria” como categoría teórico-metodológica y no como categoría social a la que se refieren o no los actores sociales. Tampoco se trata de pensar la “memoria” en términos sólo individuales sino también sociales, incluyendo una serie de aspectos vinculados al tema de la violencia, tal es el caso de: los afectos, los sentimientos, el recuerdo, el olvido y el hecho mismo de la violencia. En ese sentido es que nos parece importante tomar en cuenta las precisiones que hace Elizabeth Jelin[16] sobre el tema de la “memoria”: “La memoria es otra, se transforma. El acontecimiento o el momento cobra entonces una vigencia asociada a emociones y afectos, que impulsan una búsqueda de sentido. El acontecimiento rememorado o «memorable» será entonces expresado en una forma narrativa, convirtiéndose en la manera en que el sujeto construye un sentido del pasado, una memoria que se expresa en un relato comunicable, con un mínimo de coherencia.”[17]

Es de destacar aquí que las emociones y afectos, como en el caso de la violencia de la que hablamos, impulsan la búsqueda de sentido de un acontecimiento rememorado. Este sentido -dice E. Jelin- es expresado en una forma narrativa; es decir, que es un “relato comunicable” y con coherencia. Pero no todo relato es fácilmente comunicable, como los hechos de violencia que son traumáticos de por sí, sino también que existen hechos donde hay una dificultad para dar sentido al acontecimiento pasado. Aquí el olvido no es ausencia o vacío sino la falta de esa ausencia
[18]. De lo anterior vemos que E. Jelin también distingue dos tipos de memorias narrativas. La que nos interesa es la memoria narrativa que tiene dificultades para construir los sentidos y su narrativa del pasado. Todas estas precisiones de E. Jelin son importantes porque al vincularlas con los hechos de violencia, del que hablamos, y del trabajo de la CVR, podemos incorporar algunos conceptos que pueden ayudarnos como herramienta teórico-metodológica y también como el marco teórico que puede dar sentido a lo ocurrido. Obviamente quienes no pueden dar sentido a lo ocurrido son los más afectados por esos hechos de violencia, son además la principal fuente de información. Entonces una de las principales fuentes con las que contó el Informe Final de la CVR son los miles de testimonios de personas, de compatriotas, de ciudadanos, de seres humanos que antes no fueron escuchados y que ahora pueden hacer oír sus voces.

De que el Informe Final de la CVR sirve como documento de debate es algo indudable, más bien lo que más preocupa es lo que pasa después; es decir, que no sea tomada en cuenta como debería, no sea parte de la agenda pública, sobre todo de la agenda política. El trabajo de la CVR significa un gran esfuerzo que involucra a muchos actores y sectores sociales del Perú, significa también un punto de partida si se quiere dar solución a muchos de nuestros problemas nacionales como la inequidad, el centralismo, el racismo, etc. En ese sentido es importante saber qué pasó, porque este qué pasó sirve:

Para no olvidar lo ocurrido, porque sabiendo este que pasó es que se pueden plantear alternativas de solución.
Para que no se repita, porque conociendo este qué pasó se puede también evitar que vuelva a ocurrir.
Para que se haga justicia y no permitir que la memoria sea sólo un testimonio sin sanción alguna. Es decir, toda acción contra los derechos humanos no deben ser objeto del olvido sino también de la justicia. Rechazar al olvido es buscar justicia. Un elemento interesante para incorporar aquí es el de Guillermo Nugent cuando dice que “... la negativa a terminar el duelo es señal de que todavía no hay lugar para la memoria.”
[19]
Cuarto para una reconciliación, pero una reconciliación con justicia.

Unas reflexiones finales, a partir del primer punto anterior, es que para dar solución a algo es mejor ir a la causa o a las causas que la motivaron, desafortunadamente -como ya mencionamos- la vida humana, la vida en sociedad, las relaciones sociales no deberían ser simplificados a una sola causa, eso es sólo una pretensión y muchas veces una utopía. Por ello no se puede hablar de la causa del proceso de violencia, sino más bien de las causas de ese proceso. En el Informe Final de la CVR encontramos muy claro esto; por ello, es que al hablar de la causa que desencadenó la violencia se refiere en estos términos: “... la causa inmediata y decisiva que desencadenó el conflicto armado interno en el Perú fue la libre decisión del Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-SL) de iniciar una «guerra popular» contra el Estado.”
[20] Las consecuencias, en cuanto a víctimas, son más de 69 mil personas muertas o desaparecidas[21], la mayoría de ellas se encuentran ubicados en los departamentos de Ayacucho, Junín, Huánuco, Huancavelica, Apurímac y San Martín, donde se han registrado el 85% de las víctimas[22]. Que sean menos o más no quita que murieron compatriotas, ciudadanos y sobre todo seres humanos. Además, cuatro de estos departamentos son considerados entre los más pobres del país[23]. Igualmente el 55% de muertos y desaparecidos, reportados a la CVR, trabajaban en actividades agropecuarias; es decir, que los más afectados eran campesinos y de áreas rurales[24].

El Informe Final de la CVR es en estos términos un producto cultural. No es una “memoria” en sí misma es más un producto de muchas “memorias”. También debemos decir que no estamos hablando de cualquier “memoria” sino de una “memoria” que está vinculada -como concepto- con el hecho de violencia del que estamos hablando y además con los actores sociales que han pasado por esta tragedia. Hay también olvidos motivados por diversas circunstancias, una de ellas a través de la política -pero ese es otro tema- pero el peor olvido es la de nosotros mismos. El Informe Final de la CVR debe ser considerado como uno de los mejores “productos culturales” que da sentido a lo ocurrido por esa experiencia trágica de nuestro país.

[1] El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación fue presentado el 28 de agosto del 2003. La versión electrónica que consultamos es la proporcionada por la Defensoría del Pueblo a través de su Centro de Información para la Memoria Colectiva y los Derechos Humanos.
[2] La Comisión de la Verdad fue creada el 4 de junio del 2001 por Decreto Supremo Nº 065-2001-PCM. Con el DS Nº 101-2001-PCM se modificó su denominación a Comisión de la Verdad y Reconciliación.
[3] Seminario organizado por el Taller Interdisciplinario de Ciencias Sociales-TICS que se realizó de febrero a abril del 2004.
[4] En el presente trabajo entendemos por “violencia” lo siguiente: abusos y violaciones a los derechos humanos cometidos por las organizaciones terroristas del Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-SL), el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y agentes del Estado peruano.
[5] DS Nº 065-2001-PCM, artículo 1: “... encargada de esclarecer el proceso, los hechos y responsabilidades de la violencia terrorista y de la violación a los derechos humanos producidos desde mayo de 1980 hasta noviembre de 2000, imputables tanto a las organizaciones terroristas como a los agentes del Estado, así como proponer iniciativas destinadas a afirmar la paz y la concordia entre los peruanos.”
[6] El gobierno de transición de Valentín Paniagua Corazao.
[7] Se trata de la confianza depositada en los comisionados.
[8] Informe Final de la CVR. Op., cit., pág. 39.
[9] Informe Final de la CVR, Tomo I, Introducción, pág. 39-40: “La Comisión de la Verdad y Reconciliación se dirige pues al país desde esta cuádruple fuente de legitimidad. Habla investida de la autoridad política que le otorgó el mandato de la nación, de la autoridad ética de los principios que asumió y practicó, de la autoridad personal conferida por la propia trayectoria de vida de los comisionados y de la autoridad práctica derivada del trabajo ya realizado. Es desde esta compleja perspectiva que expresa sus convicciones sobre el sentido de la «verdad», la «justicia» y la «reconciliación», y que hace explícitos los principios que han sustentado su misión y guiado su proceder.
[10] Informe Final de la CVR, Tomo I, Introducción, pág. 41
[11] Ibíd., pág. 42: “La exposición de los resultados de nuestra investigación, una vez contrastados los testimonios y el análisis, lleva la forma de un relato coherente en el que se enlazan los acontecimientos entre sí. Los hechos violentos, por más crudos que sean, no hablan por sí solos; la CVR los interpreta a la luz de las diversas dimensiones referidas hasta que cobran su sentido.”
[12] Ibíd., pág. 42: “Porque los hechos que nos ocupan son obra de voluntades humanas, y porque han provocado el dolor y el sufrimiento de muchísimos compatriotas, el relato que los expone debe tener en cuenta la dimensión afectiva que les es consustancial.”
[13] Ibíd., pág. 41- 42
[14] Ibíd., pág. 42- 43: “La CVR aspira a que la nación entera encuentre en él un sentido de lo ocurrido, y a que se reconozca tanto en la explicación de las causas como en las propuestas de refundación de nuestros vínculos sociales. De esa «verdad» habla la CVR: de un relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible.”
[15] Informe Final de la CVR. Tomo I, Introducción, página 41: “Se trata de una verdad en sentido «práctico» o en sentido «moral», pues lo que nos toca juzgar son hechos humanos -acciones- indesligables de la voluntad, las intenciones y las interpretaciones de sus protagonistas.”
[16] Jelin, Elizabeth. “Memorias y Luchas Políticas”. En “Jamás tan cerca arremetió lo lejos: memoria y violencia política en el Perú”. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2003.
[17] Ibíd., ver pág. 32
[18] Ibíd., pág 33: “En este nivel, el olvido no es ausencia o vacío. Es la presencia de esa ausencia, la representación de algo que estaba y ya no está, borrada, silenciada o negada.”
[19] NUGENT, Guillermo. “Para llegar al suave pueblo de la memoria: la política del recuerdo y del olvido al inicio de nuestro siglo XXI”. En: Batallas por la Memoria: antagonismos de la promesa peruana”. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2003. Ver pág. 17
[20] Informe Final de la CVR. Op. cit., Tomo VIII, Los Factores que Hicieron Posible la Violencia, pág. 23
[21] Hatun, Willakuy: versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Lima: Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2004, 477 pp. Ver pág. 17
[22] Ibíd., pág. 21
[23] Ibíd., pág. 22
[24] Ibíd., 23

(*) Carlos Esteban Giraldo Rojas
Bachiller en sociología (PUCP) y filosofía (UNMSM). Es investigador de Promtecnología (Centro de Promoción de Tecnologías para el Desarrollo) en los temas de descentralización y participación ciudadana. Es también miembro de los colectivos Egresados por la Democracia (Egredem) y del Taller Interdisciplinario de Ciencias Sociales (TICS).

¿Cómo somos y por qué somos los peruanos lo que somos?

La humillada Cerviz


Gustavo Flores Quelopana


1.La identidad neurótica
Nadie como el peruano se interroga tanto sobre la identidad nacional, y no precisamente porque carece de ella, sino porque resulta inaguantable reconocer el estado patológico de nuestra personalidad social.
Se trata de una especie de neuroticismo –el término pertenece al psicólogo americano Eysenck- que designa, en nuestro caso, la inestabilidad emocional del sujeto social. Este transtorno grave de nuestro psiquismo colectivo nos impulsa a movernos desordenadamente desde la falta de reacción abúlica hasta las explosivas capacidades en crear proyectos pero sin corresponderle una paralela capacidad de realización.
Es por ello que durante el siglo veinte sólo tuvimos dos momentos sin calco ni copia, a saber, la brillante intelligentzia peruanista de los treinta y el proyecto inconcluso e imperfecto del general Velasco. Es decir, en los únicos momentos en que predominó una mentalidad y un proyecto nacionalista se produjo una saludable interrupción de la anomalía de nuestra psicología colectiva, que sintió la identidad con orgullo.
El orgullo humano, individual o colectivo está casi siempre en proporción a sus bienes materiales. El orgullo prehispánico no necesitó de este soporte porque fue un orgullo interior basado en la íntima riqueza racial –la gran cultura regional cuando no el gran imperio-, seguidora de una única religión del dios Wiracocha, nunca abolida ni por los incas. Pero con la conquista española todo el cosmos andino, como es conocido, sufre un profundo trastocamiento, que hasta hoy palpita en nuestras venas.
El Perú virreynal no fue levantado como el Escorial de Felipe II para presentarlo a Dios como muestra de devoción y orgullo, sino que fue horadado en minas y encomiendas para satisfacer el hormigueo belicista e imperial de la metrópoli. Si hubo algo que lo salvó al barbudo hidalgo español de convertirse en un consumado y exitoso genocida, comparable a los anglosajones del norte, fue que su infernal Iracundia fue refrenada por su insuperable Avaricia y exitante Lujuria.
Estos entusiastas piropeadores, de mirada y labios sensuales, de gran atractivo para las indias, polígamos por excelencia, depositarios de la tradición donjuanesca, que vivieron para la aventura erótica –recuérdese la gran cantidad de restos de párvulos encontrados debajo de los conventos y monasterios-, y cuya tradición es pecar, arrepentirse y luego volver a pecar y así otra vez –a esta carencia de asco racial por parte de los peninsulares Jorge Basadre buenamente lo llamó “fenómeno de incalculable sentido democrático-, repoblarían nuevamente el territorio asolado por pestes, abusos y crímenes, pero lo harían con toda una variopinta mezcla racial capaz de desafiar al más moderno genetista.
Pero el desembarazo racial no es más que un aspecto, no del todo pequeño por cierto, en la configuración de la psicología colectiva, la cual estuvo en su momento dominada por el concubinato y el bastardeo. La ínclita memoria del Inca Garcilaso de la Vega nos da un testimonio temprano de la búsqueda de esa identidad en crisis, bilingüe, castellanizada, hegemonizada por otra visión del mundo.
Los siglos han pasado, pero la visión de la “madre india alejada y humillada” se prolonga hasta nuestros días con la idea de un país que transita de derrota en derrota, de un colonialismo mental a otro, de un racismo soterrado y bajo cuerda y con un himno nacional de ominosa letra –abordado recientemente por mi amigo Julio Rivera Dávalos en su libro El mito de un símbolo patrio-, que marca a fuego desde niños la idea derrotista y de baja autoestima de la “humillada cerviz”.
Así, lo extraordinario resulta que si la soberbia es la clave de la actitud española ante la sociedad (se cuenta que cuando a un español que sale de su país se le pregunta cómo está, éste responde: -Aquí jodido, rodeado de extranjeros), en cambio aquí la humildad es la clave de la actitud peruana ante lo social (es conocida la sorpresa que causa en el exterior el tono bajito con que hablamos, así nos suelen decir: -Está Usted mal de la garganta?, no se le escucha. O de lo contrario cuántas veces somos testigos de la exagerada amabilidad áulica con el extranjero y el desdén con el nacional).
La modestia, la sencillez, el no llamar la atención suele ser una difundida característica nacional. Pero esta humildad no es precisamente aquella virtud de reconocer los fallos y defectos propios, sino que nace de la inseguridad, la ambigüedad, la falta de carácter que hunde sus raíces en un choque emocional histórico, de profunda y duradera huella en el subconsciencte, que se presenta como un debilitamiento del yo y con regresiones intelectuales reivindicatorias (hispanismo e indigenismo).
La personalidad peruana se ha forjado ya en los siglos cruciales del xvi y xvii y el hecho de que el enemigo desaparezca del mapa, con la independencia –que pasó por nosotros pero que nosotros no pasamos por ella- y la vida republicana –que reprodujo más los vicios que las virtudes del virreynato-, no cambia el concepto del pueblo de la “humillada cerviz”.
La china tudela, conocida columna de Rafo León –lanzado recientemente como libro-, registra esta frustración incluso en las capas altas de nuestra sociedad, la misma que detesta estar rodeada de cholos pestíferos (o como dice un conocido vals cantado por Avanto Morales, con olor a parmesano y chanel), pero que a su vez no deja de sentirse menos ante el extranjero o la high life international y que refleja la pérdida de su superioridad intelectual y espiritual en su lenguaje y modo de pensar. Esto nos recuerda el título de un afamado libro de Franz Fanon de los sesenta, Piel negra, máscaras blancas. La diferencia aquí es que se trata más bien de “piel mestiza, máscara blanca”. Mi amigo el embajador Antonio Belaunde diría más bien, con su libro Perú: persona, sombra y alma, que a la persona blanca se le extravió el alma india. Diagnóstico certero, por cierto.
Se trata de un complejo discriminatorio que también se discrimina a sí mismo sintiéndose inferior. Esta firme convicción personal y social de no poder ser o realizar una determinada cosa o identidad es normalmente llamada en psicología como complejo neurótico. Este impulso conflictivo se manifiesta de diversas formas: podemos ser discutidores hasta la remaceta por el solo hecho de no sentirnos vencidos por lo menos en el debate, o puede ser intelectualizado hasta la alambicada defensa de la creencia que no somos capaces de manifestar un pensamiento propio o que no existe un filosofar nacional.
La severidad de este cuadro también se expresa en el deseo de sentirse jefe o cabeza de grupo, de tener siempre a alguien a quien ordenar, lo cual no sólo satisface esa ansia de poder, que todo ser humano convencional lleva adentro, sino que provee una compensación a su profunda falta de seguridad.

2.¿Una cultura del fracaso?
Esto hace que la “humillada cerviz” de los peruanos sea a su vez sumisa y autoritaria, obedece por temor y no por convicción, le gusta hacer lo que quiere por el gusto al capricho, oscila entre la anarquía y la dictadura –por eso es que la democracia es un hueso todavía duro de roer entre nosotros-, se discute interminablemente, pero el desahogo no siempre es verbal y la brutalidad suele desbocarse en ajusticiamientos populares –aquí suele decirse se le metió el indio-, a la familia suele perdonársele todo y al desconocido nada, es aguantador hasta la desesperación, receloso y simulador –espíritu de lacayo o de filipillo-.
Una amiga antropóloga peruana, que es muy cosmopolita, me decía: “Dentro y fuera del país el peor enemigo del peruano es otro peruano”. Claro que esto tiene sus excepciones, especialmente con los amigos y los miembros de la familia. Se dice que la idiosincracia peruana es muy familista, y se lo repite como si fuese muy meritorio cuando mucha de las veces sirve de justificación para un criterio de justicia y de igualdad totalmente desproporcionado e irreal, propio del clan primitivo o de la tribu enquistada como un tumor en la sociedad moderna. Ya decía Víctor Hugo:” Ser bueno es fácil, lo difícil es ser justo”.
A propósito de esta pintoresca costumbre nacional, muy frecuente en nuestra vida política, especialmente presidencial, cuenta Don Ricardo Palma lo siguiente:

“-Dios sacó al hombre de la nada; pero el presidente Echenique con su Consolidación, lo superó, sacando a muchos hombres, a muchísimos, de la nada, esto es, de la pobreza humilde a la opulenta soberbia”.

La cultura de la improvisación se destila, como por gravedad natural, de la identidad neurótica, que suele estar frecuentemente muy bien representada por la Presidencia de la república y la burocracia gubernamental, especialmente. En el argot criollo esta conducta se conoce como el “hinchazón de pavo”. Es decir, aquel seudo afortunado funcionario que es promovido no en vista de su mérito sino de sus recomendaciones y favores, cuando no de formar parte de una partida de forajidos saltimbanquis, y en el colmo de la estulticia adopta un ademán despreciativo y superior ante los demás subordinados.
Esta anomalía de la psicología colectiva, que supura falta de fortaleza moral, ha entorpecido y retrasado el desarrollo nacional en proporciones inusitadas. No ser parte del clan o del grupo, por lo general de incapaces pero de audaces y ambiciosos, revela un bastardeo de la moral que destruye los soportes superiores de la comunidad.
A estas alturas, sería provocador decir líricamente que el alma peruana está jalonada por lo fáustico español y lo mágico indígena, pero esto no pasaría de ser una agradable simplificación excesiva porque lo mestizo, que pulula por doquier -“El que no tiene de Inga tiene de mandinga” decía Don Ricardo Palma-, aún no sintetiza las fuerzas telúricas disímiles que contiene, y en esa desarmonía se ha comportado en la vida republicana –salvo dignas excepciones- como si no estuviese hecho para el triunfo sino para el fracaso.
Esto me recuerda unas duras y desafortunadas palabras, desde el punto de vista político y diplomático, de un senador republicano, cuyo nombre no recuerdo, de los tiempos de Clinton, que a propósito del libre comercio con la subregión espetó:

“Nada con los del Sur, porque ellos pertenecen a la cultura del fracaso y nosotros a la cultura del éxito”.

Y últimamente, Samuel Huntington en un libro suyo llamado Quiénes somos (2004), se pronunció a favor de una democracia de blancos anglosajones y comparó, muy desafortunadamente, el peligro de la conquista demográfica de su país por las prolíficas masas hispánicas, con el desbalance racial en Bosnia-Herzegovina, que provocaría su limpieza étnica.

3.Las dos dimensiones de la identidad neurótica: exitofobia y fracasofilia
A veces hasta los más brutales insultos suelen contener un grano de verdad y ésta quizá puede ser iluminada con el emblemático y contrafáctico título del libro del entrenador del Cienciano, Fredy Ternero, Sí se puede.
Es decir, siempre creímos que no se podía. Con el desarrollo de las relaciones humanas, industriales, el marketing, la reingeniería y otras disciplinas ligadas al mundo de los negocios y de la empresa se puso de moda el acápite sobre El temor al cambio. Tal concepto nos puede ser útil para entender que también se puede detectar el temor al éxito o triunfo y del paradójico amor al fracaso.
La exitofobia y la fracasofilia son partes substanciales de nuestra neurótica “humillada cerviz”, como componentes inherentes y naturales a nuestro comportamiento social. Presidentes que pretenden perennizarse –Fujimori fue el último-, dirigentes exitosos defenestrados por celos –Arturo Woodman es el último caso en el deporte-, y el mantenimiento del bajo perfil en la empresa, el hogar, el barrio, el cuartel, el colegio, la fábrica, la universidad o el ministerio resulta siendo el santo y seña más seguro para librarse de las ojerizas ajenas –previa fraterna comunión en el delito, lo etílico, la obscenidad, la indignidad o lo erotómano-.
Existe un antiguo proverbio sufí que dice: “Cuando el hombre practica maldades, acumula moho en su corazón, de modo que está ciego para los misterios divinos. De modo análogo se puede decir que,cuando lo deshonroso causa simpatía y la honradez provoca recelo,entonces el progreso espiritual de una comunidad es un desideratum imposible, la fuerza moral de una sociedad ha llegado a su más bajo nivel y sus miembros se acostumbran a una servidumbre tranquila que a una libertad peligrosa. La viveza criolla, la sacada de vuelta se convierte entonces en la divisa de una descomposición moral que deforma al individuo y subdesarrolla a la comunidad.
El pueblo de la “humillada cerviz”, que no vive precisamente en las más dignas condiciones humanas sino en las más indignas en salud, educación, vivienda y empleo, ve con recelos, suspicacia y sospecha, cuando no con temor, el avance de todo progreso del vecino, y, por supuesto, de una nueva mentalidad que se hace escuchar de vez en vez en cada generación.
Son voces de renovación patriótica e integración social cuya fuerza moral sufre casi siempre una derrota de estreno pero, como la gota de agua que horada la dura piedra, también no tarda en penetrar en el tejido social. Pero no sin levantar nuevos muros, fosos y trincheras en qué perpetuarse –para este propósito son de una gran eficacia en nuestro medio el chisme, la calumnia, el rumor, el infundio, cuando no la trampa-.
En suma, en los traumáticos siglos cruciales del dieciseis y diecisiete se forjaron en la psicología colectiva de los peruanos una identidad neurótica, que vive en función de su autonegación, delineándo una cultura del fracaso que acepta como moneda corriente y normal la exitofobia y la fracasofilia, como categorías anímicas colectivas. Este estado patológico se ha visto interrumpido solamente en las grandes gestas patrióticas, en la intelligentzia peruanista de los treinta y en el nacionalismo velasquista. Las prosperidades conocidas, en la otrora oligarquía y renovada plutocracia, no han conseguido conformar una identidad nacional consensuada, lo cual ha recaído en la deslegitimización de sus proyectos históricos.

4. La fantasía mercadólatra postmoderna
Hace más de una década – en medio de un contexto internacional unipolar- que existe una ofensiva ideológica llamada neoliberal, que busca legitimar como proyecto histórico al capitalismo. Este sistema exacerba la codicia, y sobre el círculo infernal de la misma podemos recordar lo que afirmó Horacio: “El que codicia muchas cosas necesitará muchas más”.
En el tiempo transcurrido el sueño de convertir a América Latina en otro Tigre asiático no se ha hecho realidad. Muchos creyeron que la aplicación de las recetas neoliberales modernizarían al país hasta el límite de cambiar radicalmente nuestra pisología colectiva. No faltó quienes fueron de la opinión que el neoliberalismo acabaría con la virreynal mentalidad mercantilista por otra más moderna y democrática. Pero las cosas resultaron más complicadas y sutiles que los fantásticos esquemas de los mercadólatras.
Por supuesto que existen causas externas que colaboran permanentemente con el estado de postración psicológica de los peruanos, y un nuevo componente ha venido a sumarse con el mismísimo neoliberalismo, que resulta siendo de un formalismo tan gélido y extremado capaz de poner entre comillas a millones de seres humanos o más exactamente a dos tercios de la humanidad, los cuales quedan excluídos de las vitrinas del mercado.
Muchos creyeron dogmáticamente, como Vargas Llosa o Hernando de Soto, que la apertura de las economías en el modelo neoliberal cambiaría esta manera conservadora o mercantilista de pensar o ver las cosas, pero en la práctica la realidad superó las fantasías de los mercadólatras. Una élite socioeconómica mediocre, economicista, que confunde el bienestar macroeconómico con el malestar microeconómico, resulta siendo incapaz de realizar lo que Basadre llamó la promesa de la vida peruana. Príapo, Marte y Mammon son los verdaderos ídolos modernos que dirigen a nuestras élites productivas, políticas, guardianes y pensantes.
Para la fantasía mercadólatra la República se fundó para cumplir con la promesa de la prosperidad económica y un apreciable desarrollo material. Para ellos no es esencial el elemento espiritual y el perseguir un ideal superior. Los mentores del neoliberalismo nunca se preguntaron qué iban a hacer para evitar que, junto con la elevación de los ingresos y la multiplicación del empleo, se produjera la ola de divorcios, la disolución del matrimonio, el aumento de la delincuencia, los crímenes, la pornografía, la trivialización de la cultura, entre otras linduras más que suelen acompañar al frenesí consumista y adquisitivo de la sociedad moderna.
Nunca repararon en que este modelo civilizacional, desespiritualizado y anético, es inviable no sólo respecto con la Naturaleza sino con el hombre mismo. Es decir, el modelo neoliberal globalizado resulta acelerando el estrangulamiento de la vida espiritual ya no sólo en Occidente sino en todo el orbe.
Las grandes ideas no nacen del mercado libre, nacen de la libertad del espíritu incluso ante los mercados. Esta confusión grave contamina a nuestras universidades, las cuales han devenido de centros de formación humanística en centros de comercialización de grados y títulos, es decir es otro mercado más. El supuesto centro del pensamiento libre y científico es hoy descuartizado por las gangas de la competencia y de la ineptitud científica. Los presupuestos para investigación – que es la razón de ser de la universidad- o son pírricos, por no llamarlos ridículos o simbólicos, o son inexistentes. De los ingresos y gastos no se da cuenta idóneamente, mientras que las instalaciones físicas se multiplican y los exámenes de admisión se duplican.
La universidad se ha dejado tiranizar pasivamente por el mercado, se ha sometido y humillado, y salvo honrosas excepciones es hoy refugio del soberbio y engreído homo academicus.
Nuestra crisis es de índole espiritual y civilizacional y no se resolverá con revoluciones de la propiedad.
El automatismo que impone la lógica del capital, si en los sesenta y ochenta tuvo provocó la condena del sectarismo marxista –sectarismo que tampoco respetaba al sabio, y a propósito en San Marcos se recuerda mucho la visita del eminente Gregorio Marañon allá por los años sesenta que tuvo que soportar un deshonroso desaire del alumnado por razones de índole ideológica, lo mismo le sucedería mucho antes a José de la Riva Agüero y a Víctor Andrés Belaunde-, decía que dicho automatismo tiene hoy tiene que ver con la indiferencia de la juventud posmoderna que ve al hombre de conocimiento como portador de reliquias cuentísticas.
La “humillada cerviz” encuentra entonces en este paso de la modernidad a la posmodernidad un calmante más: la indiferencia del todo vale. Así, la joroba ya no pesa tanto pero sigue afeando, no obstante quién sabe si lo feo puede ser otra ilusión más. No es extraño entonces que lo mostruoso y lo horrible se hallan convertido en juguetes infantiles corrientes.
Recapítulando, es posible decir que a nuestros defectos psicológicos históricos se ha venido a sumar la barbarización de la cultura occidental, el cual ha venido a provocar la vejez niveladora en los propios jóvenes, quienes corren encanecidos en el alma tras el condumio y el lucro, cuando no tras el placer momentáneo y disolvente.
Estas líneas podrán parecer una catilinaria contra los arquetipos de la mediocridad nacional pero no lo es, porque la pendencia es aquí una reflexión sobre nuestro ser nacional en crisis. Y lo que crece más rápido en esta crisis no son precisamente las virtudes sino los defectos. La fantasía mercadólatra se ha vuelto en una pesadilla que contribuye a ello.

5.La revolución somatotónica
Al respecto quisiera emplear los aportes de Scheldon, médico y psicólogo norteamericano, que descubrió tres componentes primarios de la constitución física humana: endomorfismo, mesomorfismo y ectomorfismo; y tres correspondientes componentes temperamentales: viscerotónico (regordete, aficionado a los lujos, ceremonias y comodidades), somatotónico (musculoso, agresivo, competitivo y ávido de poder) y cerebrotónico (intelectual, introvertido, abstraído y supersensible).
Con cada temperamento pasamos de una clase de universo enteramente diferente a otro, de un Sancho Panza a un César Borgia o a un Hamlet, el de un cuerpo construído alrededor a su conducto digestivo a otro edificado por la actividad muscular o esteotro que gira en torno a un elevado grado de construcciones de pensamiento y de imaginación. Y aún cuando creo que todas las almas reciben un remoto llamado a la unión con Dios, existen en ellas diversas tendencias que las particularizan.
El punto es que el esquema de Scheldon nos permite advertir que el orbe occidental está inmerso desde el siglo dieciocho en medio de una “revolución somatotónica”, es decir dirigida contra todo lo que es propiamente cerebrotónico en la teoría y en la práctica de la cultura cristiana. Me explico.
Las sociedades premodernas intentaron desalentar sistemáticamente la somatotonía para no ser destruídas por la avidez de poder, riqueza y éxito. En cambio desde la era moderna se vive cegado por un exceso de extraversión, que ha dado lugar a los descubrimientos tecnológicos, y a su vez el progreso tecnológico es productor y mantenedor de esa revolución somatotónica, la cual persuade a la población para que la acepte como weltanschauung. En ella, la acción es considerada como el fin supremo, y el pensamiento desinteresado como un medio para tal fin.
Esto explica cómo se ha extendido por el mundo –primero anglosajón y luego latino- la deformación que quiere concebir a la filosofía -la expresión cultural más desinteresada, lo cual nunca entenderán los filosofastros- como un “conocimiento aplicado”, como otra especialidad técnica más. Acorde con esta deformidad, lo que más importa en esta era somatotónica no es la situación espiritual sino la situación material.
La meta suprema de ganar más como sea, lleva no sólo a los tristes ejemplos de los burriers sino también a catedráticos principales que hurtan horas para dictar a escondidas en otros centros académicos. De la mano con estas tendencias, va el nuevo oscurantismo de los medios masivos de comunicación social, que fabrican la “verdad”, y la publicidad, que es el pulmón por el que respira la sociedad de la sensación y retroalimenta la devoción por toda clase de estímulos instintivos.
Por último, con este sistema de comportamiento y de pensamiento somatotónico está estrechamente asociado una educación para la competencia, la cual alienta la manifestación de la somototonía tanto en los sibaritas ricos como en el resto de la población pobre.
La revolución somatotónica que sopla con fuerza en América Latina y sobre nuestra identidad colectiva tiene como característica esencial el de ser una afirmación de la vida sin contenido ético, sin espiritualidad ni interioridad. Esto tiene el indeseable corolario de inflacionar los defectos y marchitar las virtudes. Dicho cambio tiene que ver con la cultura cristiana.
La unión espiritual y mística con el ser infinito ha sido puesta de lado en el pensamiento occidental desde el siglo XVIII. No se trató aquí del abandono de la supraética mística de la identidad, muy presente en el pensamiento de la India, sino del abandono de la mística ética del amor activo, propia del cristianismo. La actual afirmación anética del mundo y de la vida resulta siendo mortal para la humanidad entera.

6. La sociedad de la sensación
A nivel planetario millones de hombres y mujeres son educados para ser laxos y seguir los impulsos de sus sentidos.
Se configura una sociedad de la sensación, acostumbrada a proyectar del ser humano solamente sus sentidos externos, todo lo concerniente al sentido interno deja de formar parte integrante y esencial de la vida humana. Homo videns es el término acuñado por el filósofo Sartori, apelativo que resulta corto y no hace justicia a un individuo sometido no sólo a la fascinación por las luces de neón, sino también al sonido estridente y al imperio tactíl.
Ya en su momento Aldous Huxley señalaba que nuestra tecnología ha sido lanzada contra el silencio, se trata de una Babel de distracciones y ansiedades que no deja que la voluntad logre nunca el silencio. En la sociedad de la sensación vagan erráticos las tres clases de silencio básicos: el silencio de la boca, el silencio de la mente y el silencio de la voluntad. En nuestro vertiginoso hiperactivismo sin finalidad resultan incomprensibles las palabras de un San Juan de la Cruz: “El hablar distrae y el callar da fuerza al espíritu, luego hay que obrar con silencio, humildad y caridad”.
Los medios masivos de comunicación son verdadera presa de las palabras inspiradas en la malicia, en la codicia y en la imbecilidad. Su constante bombardeo de veinticuatro horas difundiendo estulticias sobre la comunidad tiene el desastroso resultado de que la persona deje de percibir su sentido interno, porque sólo en silencio ha de ser escuchada el alma. Lao Tse solía repetir que “el que sabe no habla, y el que habla no sabe”. Verdaderamente hoy padecemos la logomaquia irrefrenable e incontenible del que habla sin saber, y oyendo sus sermones nunca puede lograrse la verdadera sabiduría que exige el silencio y la meditación.
Para la sibarita y hedonista sociedad de la sensación siempre resultará incomprensible que la mortificación de la lengua es una de las más difíciles pero también una de las más fructíferas, porque la verdadera música no es aquella que uno penetra sino aquella que penetra en uno. El verdadero saber es litúrgico porque adentra al alma en sus infiernos, padecimientos y gemidos. El fondo del alma brota con el silencio, no por placentera sino por facilitar su viaje doloroso a sus adentros. El silencio es la vía regia del alma para el rescate y salvación de su propio horror.
En la sociedad de la sensación lo que falta no es el escribir o el hablar –toneladas de tinta y saliva se vierten diariamente en los diarios, radios y televisoras del planeta- sino el callar y obrar con solidaridad.
La abolición del silencio en la sociedad de la sensación representa la realización del arcaico sueño humano del regresar del ciclo vida-muerte, el sonido sempiterno equivale a algo que permanece en la condición de lo divino. El vencimiento del silencio viene a ser la imagen acabada del sueño que anida en lo más hondo de la vida humana, la sed de inmortalidad. La humanización del sonido no es lo mismo a la trivilización del sonido humano. Ejemplo de sonido humanizado lo encontramos en las penetrantes notas de la música barroca y clásica, las cuales facultan que el alma conozca los misterios de la naturaleza y del corazón humano. El contraejemplo de trivialización del sonido mecanizado y sensiblero lo hallamos en la música que oculta la dimensión constitutivamente trágica de la condición humana.
En la sociedad de la sensación la imagen que se proyecta resulta lo más importante que sea imaginable. La relación inicial y primaria entre el ser humano y lo divino ha sido reemplazado por la vigilancia y la persecución implacable de la mirada del otro, hasta que al fin el hombre exasperado y cercado hace culminar su delirio en una peculiar imagen banal, lleno de un vacío consenso cotidiano.
“Haz caso a tu sed”, dice una conocida transnacional de bebidas gaseosas. Con este sistema de ética “débil” está asociada la idólatra seudoreligión del dinero, mucho más fuerte que cualquier metarrelato.
Hoy la meta suprema es vivir adaptado al mundo bajo estos valores inferiores, es decir suprimir la angustia que sólo puede provenir cuando uno no se cierra a lo trascendente. Y así espectamos a religiosos y filósofos, teóricamente los más angustiados, poniéndose a tono con el mundo, suprimiendo su filo crítico, sin capacidad de reacción y de denuncia, lo cual viene como anillo al dedo de la “humillada cerviz”.
La sociedad de la sensación es uno de los intentos más maduros del hombre moderno para librarse de lo divino, se niega deliberadamente a padecer a Dios y a lo divino que todo hombre lleva dentro de sí. Y en su despropósito es de gran ayuda aquella visión del mundo de la afirmación de la vida sin contenido ético. Esto le facilita la tarea de no tener a nadie más allá de sí, sintiendose el centro de todo le es más fácil prescindir del Dios desconocido y de lo desconocido de Dios.
Una sociedad de la sensación tiene un efecto sumamente nocivo sobre una identidad neurótica, sin profundidad y desarraigada que resulta necesitando del más ventrudo materialismo y tiranía de lo externo. Esa es su chata teleología. De manera que, la revolución somatotónica acentúa nuestro desarraigo espiritual hasta límites mortales, pues en vez de avanzar hacia una nueva síntesis cultural de esencia ético-religiosa nos encaminamos hacia una disolvente globalización crematística en esencia deshumanizada y tecnológica.
En suma, la sociedad de la sensación no es el nihilismo de la desesperación pesimista y destructora de un Cioran o el humanismo rebelde del esfuerzo moral de un Camus, sino una era del vacío donde el hombre renuncia a sí mismo, a su misteriosa finitud, aceptando pasivamente como cierta su escueta realidad psicológico-biológica, su consolidación como “cosa deseante”. El Marqués de Sade entrevió nítidamente el antagonismo entre el deseo y la razón en la condición humana, declarándolo irreconciliable. A esta visión dicotómica –y por cierto luciferina- se adhiere la sociedad de la sensación, como triunfo postrero del controvertido legado del pensamiento del Marqués.

7. Crisis del quietismo y activismo cristiano
En su momento Víctor Andrés Belaunde avizoró que un Perú basado en la justicia sería posible no desde un marxismo extraño sino desde la concepción cristiana de la vida.
El asunto es más complejo, porque la actual encrucijada no es ajena a la concepción cristiana de la vida. Me explico. Cristianismo es por un lado deseo de aniquilación en Dios o misticismo de la identidad con el Ser Infinito, y por otro es voluntad de salvación del mundo o misticismo de la firmación activa del mundo y de la vida. Lutero –al margen de su controvertida doctrina de la justificación-, renunciando a la negación del mundo y de la vida del cristianismo medieval, se atrevió a decir que la profesión y el trabajo humano son sagrados.
Pues bien, la revolución somatotónica es hija legítima del segundo aspecto del cristianismo, con la particularidad que está amenazando a la propia cultura occidental con descristianizarla para tecnologizarla, y esto es lo que en último término representa la posmodernidad.
Entonces, entender lo que significa la concepción cristiana de la vida no es unívoco, como imaginó Belaunde, sino que está comprometido con su esencia bifronte el desarrollo de los acontecimientos. El resultado es que la personalidad espiritual de Occidente está hecha jirones, y sus últimos profetas filósofos hablaron algo patéticamente, como Kierkegaard que ofrece al hombre el suicidio o la fe, o como Heidegger que habló de la muerte y la de resignación. Los posmodernos que tratan de desligarse de todo este pasado espiritual, sólo ofrecen el disolvente “todo vale”.
Personalmente no creo que el cristianismo, como ninguna de las grandes religiones mundiales, esté agotado, menos en un país como el Perú con un masivo sentimiento religioso, especialmente en los andes. Pero sospecho, al igual que el teólogo Leslie Dewart, que la experiencia cotidiana del hombre contemporáneo exige una extensa deshelenización del dogma y particularmente de la doctrina cristiana de Dios.
La inmutabilidad introducida en el cristianismo por la helenización de los Padres de la Iglesia pone el acento en la supraética negación del mundo y de la vida, pero no ahogó la verdadera ética del amor activo del propio Jesús, que enfatiza más bien la afirmación del mundo y de la vida. Jesús y Buda coinciden en que al estar bajo la influencia de la negación del mundo ambos presentan una ética de la perfección interior; pero se diferencian en cuanto que la ética de Buda a diferencia de la de Jesús no pide un verdadero amor activo. La ética de Jesús ordena el amor activo, en el Buda no se va tan lejos.
Tagore criticando el quietismo de los brahmines llamó aberración del pensamiento oriental al hecho de que el pensamiento sólo se ocupe con la cuestión de la unión con Dios y, sin embargo, no permita que el hombre logre una relación positiva con el mundo que procede de Dios.
Es decir, el pensamiento de la India, de la China y de Occidente ha evolucionado entre un conflicto del misticismo de la negación del mundo y de la vida, de contenido supraético –Dios está sobre el bien y el mal-, y un misticismo de la afirmación del mundo y de la vida, de contenido ético –Dios es una personalidad moral-. El primero en bajar de la montaña ha sido el pensamiento europeo, pero también ha sido el primero en traicionarlo desde el siglo XVIII.
La tragedia que se está desarrollando inexorablemente ante nuestros ojos es el desarrollo de la afirmación del mundo y de la vida sin contenido ético –Dios ha muerto junto con el bien y el mal-, como visión occidental que se impone incluso a otros orbes culturales. Esto significa que tanto el quietismo como el activismo cristiano está atravesando por una profunda crisis que representra en buena cuenta la crisis de la identidad de la cultura occidental.
La crisis de identidad de la cultura occidental abarca no sólo la dimensión religiosa, sino también la racionalidad griega y el derecho romano. Son los propios pilares de la cultura occidental que se remecen, provocando la agudización de las crisis de identidad nacionales como la nuestra.
Pues bien, el hombre secularizado de hoy no podrá salir del hoyo en que se hunde sin vincular la religión con el creciente dominio del mundo, integrando el concepto dinámico de Dios con un mundo que procede de él.

8.Hacia un misticismo ético como órbita de la identidad
Es decir, el reto es espiritualizar la vida contemporánea desde nuestras propias bases culturales, que son occidentales y cristianas a nuestro modo.
Antes se intentó infructuosamente extraer de la visión del mundo una ética, ahora el desafío consiste en que de la ética hay que extraer la visión del mundo y no al revés. Una verdadera visión del mundo no proviene del conocimiento, finito y limitado, sino de la ética. Etica es responsabilidad sin límites, es concebir la unidad con el Espíritu del mundo como una tarea moral, es culto a la vida entera.
El misticismo de la negación como de la afirmación intentaron conocer el Universo para derivar de ahí una ética. Pero hay que ser humildes y reconocer que es imposible comprender como ético y lleno de sentido del drama del Espíritu del mundo. Albert Schweitzer insistió en que el misticismo de la identidad no es ético, mientras que el misticismo ético es realista, es empírico y reconoce el misterio de cuanto existe.
Hoy más que nunca el futuro de la humanidad depende del surgimiento de nuevos guías espirituales, nuevos exégetas, que demuestren la posibilidad de superación de esta sociedad afrodisiaca. La humanidad actual, incluso los que se consideran creyentes, están famélicos íntimamente porque están siempre relamiendo y triturando la letra en vez de aprehender el espíritu.
El verdadero modo de sacar provecho de las faltas de nuestra época es humillarlas en su fealdad, sin cesar de esperar en Dios y no esperando nada de sí mismo. La gracia del Ser Infinito no requiere que hurguemos en el sucio fango de nuestra alma. La ética del amor activo sólo exige que así como esquivamos los vericuetos del infierno esquivemos también nuestras culpas. Somos más hijos de Dios en el amor al prójimo que en el éxtasis contemplativo. Es decir que conocemos mejor lo divino en la acción positiva por la vida que en el quietismo idolátrico de la intimidad.
Atormentándonos interiormente con remordimientos el yo no se abre a la luz divina, porque es mero amor propio estar incurriendo en remordimientos. En el remordimiento el hombre fija narcisísticamente la atención en sí mismo y no en Dios. Con razón decía San Juan de la Cruz:”El alma que a su miel se arrima impide su libertad y la contemplación”.
Un misticismo ético como eje de la identidad no significa preocuparse por una religión universal comprensiva de todas las religiones, asunto que tanto interesan a los ecuménicos. El misticismo ético, por el contrario, subraya que no tiene sentido cambiar una religión por otra, sino que, la unión con Dios debe buscarse en su propia tradición religiosa. Lo que hace a una religión verdadera no es su doctrina, antes bien, es la piedad de los hombres que se entregan al amor de Dios y sirven a su prójimo con amor.
A la sociedad de la sensación le sobra soberbia y le falta humildad, a la revolución somatotónica hace falta contraponerle hombres cerebrotónicos, sensibles y abstraídos, capaces de abrirse al llamado del Absoluto y del prójimo, a la fantasía mecadólatra hay que demostrarle que el hombre puede dejar de ser esclavo de Mamonn, Marte y Príapo, a la cultura del fracaso y del éxito se le puede contrarrestar edificando una cultura espiritualizada, y a nuestra identidad neurótica se le puede devolver la salud sellando una alianza entre lo nacional y lo ético-religioso.
Contra la actitud hipercrítica de los espíritus racionalistas que creen que cuando se habla de misticismo es siempre hablar de éxtasis y milagros, hay que decirles que de lo que se trata aquí es de una inspiración profunda del espíritu más cálido de amor por sus semejantes. “Es más fácil –expresaba Jesús- decir a un paralítico: Levántate y anda, que decirle tus pecados te son perdonados”. Por esto, no se trata tozudamente de promover una sociedad de duros ascetas, nada más lejos, sino de edificar una abierta simpatía por el contacto con la humanidad y todo lo vivo. Insistir en lo contrario es no entender lo que aquí se plantea.
El humanismo secular de los espíritus racionalistas pasan toda su vida en la creencia de que están completamente consagrados a los demás y nunca a sí mismos. Pero como señalaba inteligentemente Fenelón, esto no es más que presunsión y devoción al propio yo. Solamente la calma, la sencillez y la tranquilidad de espíritu –cualidades raras en nuestro tiempo- pueden ofrecer la aprehensión de la base divina en la realidad.
Una ética completa contiene una verdadera significación mística porque supone una devoción simpática y útil de culto a la vida. En los seres vivientes hay que ver que lo que en el fondo emana no es la criatura, sino la energía creadora divina. No se trata de un punto de vista lógico, se trata de un punto de vista ético en tanto que la ética es responsabilidad sin límites y es el vínculo con lo divino. Con razón escribía Whitehead: “Dios es la última limitación, no hay razón para su naturaleza porque ella es la razón de la racionalidad”.
En suma, el misticismo ético como órbita de la identidad implica que la adoración de Dios no es una regla de seguridad, es una aventura del hombre entero, un lanzarse en pos de lo inasible, lo ilimitado y lo absoluto.

9.Popurri de pecadillos nacionales
Y mientras esto suceda la humildad seguirá siendo proverbial entre nosotros. Por ejemplo, la falsa humildad congresal hace que éstos se despachen un desproporcionado e insultante emolumento navideño. Esta falsa humildad recubre una enorme soberbia inconfesada, que hace posible las situaciones más inimaginables y refuerza la creencia de que en el Perú pueden ocurrir las cosas más increíbles, por injustas por supuesto.

-La familia presidencial está involucrada, ¡es que te lo crees todo!
-¡Pero si lo he visto por televisión!
-¡Normal nomás!, ¿acaso a tí sobrino no te tengo en el ministerio?

El peruano tiene por lo común poca consideración y respeto por la verdad. Un viejo amigo me contó lo ocurrido con un peruano conductor en Miami. Habiendose detenido pisando con la llanta delantera la línea peatonal ocurre lo siguiente:

-¡Papers! –le grita el gigantesco policía gringo- oh peruvian,lets go, lets go…(papeles,ah peruano, largo de aquí, largo)

La explicación de tal inexplicable conducta policial es que, el juez había dado la orden de que no se le enviasen al tribunal peruanos por faltas leves de tránsito, porque cuando eran interrogados por su señoría gringa, que tiene en alto valor a la verdad, éste recibía por respuesta:

-Quién?.... yoooo…, noooo…hay un errooor…

No admitimos la verdad, y nos gusta vivir entre la verdad de las mentiras. ¿Será por eso somos tan impuntuales, que nuestra justicia es tan lenta y venal, y nuestros abogados tan reveseros y codigeros?. Al peruano – que se siente con patente de corso ante el reloj-cuando se le dice a las 7 hay que dar por descontado que llegará treinta minutos más tarde. La puntualidad refleja organización y respeto, pues bien, el peruano es desorganizado e irrespetuoso, le cuesta trabajo no tutear, ¡ah, pero eso sí, no le gusta que lo tuteen! Lo ancho para él y lo angosto para el resto. Evidentemente que este comportamiento corresponde a alguien que se ha creído una inmensa mentira sobre sí mismo, esto es,!la importancia de su insignificancia!.
Otro pecadillo capital del peruano es la Gula. Pero de la cual se deriva la virtuosa comida nacional. En principio, al peruano le irrita muchísimo no tener un plato abundantemente servido, culpando de la indigestión a la calidad y nunca a la cantidad. Pero no sólo lleva un hambre de siglos sino también una sed de milenios, por eso que bebe hasta la embriaguez, y el ridículo a que se expone queda compensado por el momentáneo alejamiento de una sociedad poco grata.
Además, cuántas veces hemos oído: - ¡A ver, si es tan bueno que lo haga otra vez!
Si hay algo que irrita al peruano es que otro se destaque, muy a su pesar se concede una virtud al aludido. Lo tremendo de la Envidia peruana es que obliga a casi todo el mundo a mantener un perfil bajo, a no llamar la atención. La instintiva actitud a rebajar revela un tenebroso afán por buscar lo malo en el prójimo; así nos especializamos en la censura, el vituperio y la burla. A propósito de burla, se cuenta que cuando el cobrizo general Santa Cruz cortejaba a la mujer de fuerte carácter que iba a ser su esposa, se produjo el siguiente diálogo:

-Mira que no soy un mal partido, ¡seré presidente!
-Y qué…!la presidencia pasa y el cholo queda en casa!

Pese a todo sigo creyendo que el peruano puede ser mejorado, justificado y salvado. ¡Que así sea!
Lima,Salamanca 21 de febrero 2005


FLORES QUELOPANA, Gustavo (Lima, 1959). Estudió Filosofía en la Universidad de San Marcos. Presidente fundador de la ONG cultural Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL). Miembro de la Sociedad Peruana de filosofía y de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA). Ensayista, escritor y poeta. Autor de veinticinco libros publicados, entre los últimos: El imperio posmoderno y el hombre anético (2004), El placer del mal, ensayos sobre la crisis de la civilización occidental(2004), En torno al problema del ser en Kant(2004).

Ética Cívica, Espacios Públicos y Políticas Transicionales

Reflexiones sobre el tiempo y los espacios de la reconciliación

Gonzalo Gamio Gehri (*)


De todos los retos planteados por el Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (CVR), el proyecto de reconciliación política y social es el que ha generado mayor incomodidad y resistencia en diversos sectores de la sociedad, especialmente nuestra autodenominada “clase política”. En efecto, con excepción de la posición de algunos activistas y políticos conservadores, parece existir consenso en torno a la necesidad de recuperar la memoria como único camino para evitar que en el futuro se reproduzcan las condiciones de violencia y exclusión que padecimos en los años del conflicto armado interno (y que en más de un sentido seguimos padeciendo en el día de hoy). La discusión pública acerca del Informe Final de la CVR podría convertirse en el horizonte crítico de la comprensión de los nudos de nuestra historia reciente. Del mismo modo, sólo los defensores de la impunidad rechazan hoy por hoy la invocación de la CVR al ejercicio de la justicia para castigar con las armas de la ley a quienes hayan cometido delitos contra la vida o desarrollado estrategias políticas para la violación de los Derechos Humanos y las libertades cívicas. Verdad y Justicia constituyen – para la mayoría de los ciudadanos – exigencias legítimas para la construcción de una auténtica transición democrática.

La propuesta de reconciliación, en contraste, ha suscitado reservas y suspicacias entre los políticos y otras autoridades sociales. En un inicio, sectores reacios a la formación de la CVR consideraban positiva la invocación a la “reconciliación” desde una estrategia política conducente a resentir el filo crítico de una Comisión que contaba entre sus objetivos – consignados en el Decreto que le dio vida - la asignación de responsabilidades entre los actores del conflicto armado interno. Estos sectores – comprometidos otrora con la tenebrosa Ley de Amnistía - querían hacer pasar las expectativas de impunidad para los perpetradores desde una supuesta “lectura” (bastante burda y antojadiza en realidad) de la concepción cristiana del perdón. Una vez que los miembros de la CVR precisaron que el perdón sólo puede otorgarlo libremente la víctima, y que ni siquiera ese acto podría bloquear la acción de la justicia, la reacción conservadora contra el proyecto de reconciliación osciló entre el rechazo abierto y el desconcierto: “¿Qué reconciliación? ¿Reconciliación con quién?”. Se trataba en principio de cuestiones que revelaban más la intencionalidad política de los supuestos “censores” de la CVR que de genuinas inquietudes éticas , eso al menos puede deducirse del talante difamatorio de las acusaciones y del carácter virulento de las críticas, que en la mayoría de los casos apuntaban más hacia el honor de las personas que al corazón de los argumentos en torno a la justicia transicional (recordemos – por ejemplo - que el órgano mediático de esta campaña fue el funesto diario La Razón, vocero político de los sectores presuntamente “intelectuales” del entorno fujimontesinista). En todo caso, tales dudas y cuestionamientos se despejarían pronto en el debate que se generó sobre el concepto y sus alcances para la vida pública.

1.- El tiempo de la reconciliación

.El proyecto de reconciliación alude a un proceso histórico de conversión ético – institucional orientado a la reconstitución de los vínculos sociales y cívicos, la regeneración del tejido social dañado por los hechos de violencia, discriminación e indiferencia que el país sufrió entre los años 1980 – 2000. El horizonte histórico – práctico que da sentido a la propuesta de reconciliación es la afirmación de la transición democrática, el ideal de construcción de una comunidad de ciudadanos basada en el diálogo entre las naciones, las culturas y los credos que conforman el Perú. Arguedas prefiguraba este ideal al referirse –al final de El zorro de arriba y el zorro de abajo - a la construcción de un mundo social en el que podamos vivir “todas las patrias” . No se trata de proponer una “síntesis”, como proclamaban los antiguos patriarcas del pensamiento ‘republicano’ (por ejemplo, la famosa apelación al “mestizaje”, esa peculiar y gaseosa abstracción, generalmente desprovista de concretas dimensiones políticas), sino de comprometerse con la construcción de un sistema de instituciones y formas de vida en donde puedan encontrarse los peruanos desde el marco del respeto de sus diferencias y del discernimiento de sus propósitos comunes.

En general la necesidad de configurar una cultura pública y una comunidad política basada en el diálogo intercultural y el respeto de la diversidad ha sido sistemáticamente negada o desatendida por los múltiples grupos que han tentado, de grado o por la fuerza, lograr el poder en el Perú. La diversidad es un “hecho social” que se pretendió eliminar o negar de diversas maneras, a veces sutiles, a veces violentas. Tradicionalmente, nuestros sectores conservadores han ignorado el problema (o han pretendido anularlo sin demora), apelando a una imaginaria identidad unitaria (la “peruanidad”, resultado de una curiosa “fusión cultural”, entre – en términos cuasi-escolásticos - la “materia andina” y la “forma hispánica”), que terminaba imponiendo, en el plano de los hechos, el modelo “occidental y cristiano” y sus peculiares estructuras culturales, sociales y jurídicas decimonónicas. Los diferentes proyectos militares golpistas, de derechas y de izquierdas, han enarbolado el mismo indeterminado estandarte de combate. Los ideólogos del neoliberalismo han desestimado a su vez la relevancia social las identidades colectivas, en tanto las consideran serias limitaciones a las libertades individuales: para ellos, las personas son fundamentalmente electores de sus propios modos de vida, o productores y consumidores de bienes diversos en el gigantesco mercado de los recursos, las ideas y los valores. El Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso – por su parte – pretendió imponer a sangre y fuego el factor “clase social” como la única categoría identitaria con sentido. Quienes encontraban en otras instancias una fuente relevante para la autocomprensión, como la cultura o la pertenencia en el caso de las comunidades asháninkas, se convertían inmediatamente en víctimas del fundamentalismo senderista, y sus terribles métodos de sometimiento y exterminio. Carlos Iván Degregori ha desarrollado este argumento con especial lucidez en un persuasivo y reciente estudio, en el que examina la escasa disposición de los sectores sociales del Perú – no sólo los explícitamente violentos, también muchos ciudadanos decentes - a pensar su identidad colectiva desde las posibilidades del encuentro entre las culturas y las creencias.

“Si por algún desastre cósmico desapareciera la vida en la tierra y mucho después alguna expedición extraterrestre comenzara a buscar evidencias sobre la tierra y excavando encontrara documentos de Sendero Luminoso, al leerlos con ayuda de alguna máquina traductora pensaría que este país era tan homogéneo como Islandia y Japón porque no existe ni una sola línea en los documentos oficiales de Sendero Luminoso que hable sobre las diferencias étnicas, lingüísticas o culturales en general, que constituyen un problema y posibilidad en el país. Considero que esa ceguera ante la diversidad cultural fue una de las causas de la derrota de Sendero Luminoso, que terminó reprimiendo a las costumbres “atrasadas” de los campesinos quechuas, aymaras o de los asháninkas y otros pueblos amazónicos a los que supuestamente quería representar.

Pero éste no fue sólo un problema de SL. Muchos de nosotros mismos, si bien reconocemos la diversidad cultural, étnica y racial porque nos la cruzamos en las calles, o en nuestra propia casa, o en nuestro propio cuerpo, tenemos dificultades para aceptarla como positiva.”

Pasados casi dos siglos de vida política independiente, nos sigue costando concebirnos en términos de una cultura pública pluralista e inclusiva. En buena cuenta, ese es el peso de la irresuelta historia de nuestra herencia postcolonial, discriminadora, monológica, observante de veladas jerarquías y privilegios en lo cultural y lo sociopolítico. Estos modos de pensar y de vivir impiden la configuración de una auténtica cultura de paz en el Perú. No debería sorprendernos que un ideólogo paleoconservador postmoderno – me refiero a Eduardo Hernando, - considere hoy que la defensa de la diversidad ética y cultural constituya una especie de aberración babélica , un signo de la sombría decadencia de nuestras formaciones morales y sociales. Más allá de lo extravagante de esta última posición, resulta evidente que el rechazo de la diversidad y del diálogo de horizontes comunitarios no es extraño en el país. No obstante, esta actitud cerrada ante las diferencias reproduce situaciones de violencia, estructural o manifiesta, que conspira contra las demandas de justicia y atenta contra cualquier propuesta lúcida de reconciliación.

En el Informe Final de la CVR se señala claramente que el proyecto de reconciliación debe entenderse tomando en consideración tres niveles, estrechamente relacionados entre sí: 1) el político, en tanto Estado y sociedad reconstruyen sus lazos de compromiso y confianza; 2) el social, en el sentido de que la sociedad civil y sus espacios se reencuentran con una sociedad que la violencia y la dictadura contribuyó a dividir; 3) el interpersonal, referente a la reconstrucción de los lazos al interior de las comunidades y grupos sociales que se vieron enfrentados en el período de conflicto. De este modo, los individuos y los colectivos se confrontan e interactúan a partir de sus propias historias, pero también desde sus aspiraciones para el futuro . Sólo desde la concreción de estas tres dimensiones de restitución de los vínculos comunitarios es que es posible afirmar las condiciones de la paz y la convivencia social en una democracia constitucional. La CVR enfatiza la importancia decisiva de la comunicación intercultural en esos tres niveles. La reconciliación en el Perú debe ser – señala el Informe – “en primer lugar, multiétnica, pluricultural, multilíngue y multiconfesional, de manera que responda a una justa valoración de la diversidad étnica, linguística, cultural y religiosa del Perú” . La reconciliación sociopolítica que buscamos supone el cultivo del respeto a la alteridad en el seno de una cultura política democrática, y el abandono (esperemos que definitivo) del sueño homogenizante de una identidad nacional monolítica, indiferenciada.

Lo que se busca es en gran medida la refundación de la república. Ante la envergadura de tal proyecto, resulta claro que la importante investigación interdisciplinaria que constituye el Informe Final de la CVR sirve específicamente como material para la discusión cívica, debate que procure impulsar el proceso de reconciliación – a través, por ejemplo, del diseño de una agenda pública y la implementación de reformas institucionales – desde los foros de la sociedad civil y el Estado. En primera instancia, esto significa colaborar con la recuperación pública de la memoria y la generación de los mecanismos sociopolíticos conducentes al encuentro entre los peruanos en los tres frentes mencionados líneas arriba. La reconciliación es una tarea conjunta que exige la participación de cada ciudadano y cada comunidad de vida .

El conflicto armado interno provocó un enorme dolor en el pueblo peruano, y generó aun mayores injusticias que las que ya existían en las zonas más empobrecidas y olvidadas del país. La angustia y el temor sufridos permanecen en el alma de las víctimas, desafiando el paso de los años. La tortura, la indiferencia y la desaparición forzada del ser querido suscitan terribles heridas en las personas, y siembra el odio y la desesperanza en el corazón de los suyos y sus comunidades de origen. El ejercicio de la crueldad, la indolencia de las autoridades y la impunidad de los criminales producen seres desdichados como Urania Cabral – el personaje central de La fiesta del chivo – criaturas con enormes dificultades para amar, volver a creer en otros seres humanos y confiar en las instituciones que los dejaron indefensos y desconocieron sus derechos básicos. Develar la verdad de lo ocurrido y castigar a los culpables constituyen elementos esenciales para que la víctima recupere realmente su condición de ciudadano. Ni el silencio ni el olvido reconcilian.

La reconciliación, ante todo, es un proceso histórico que nos convoca como agentes sociales y políticos. Constituye un signo de ingenuidad pretender que el “tiempo de la reconciliación” corresponda a un período corto, de modo que podamos pensar que en unos cuantos años podamos saldar todas las cuentas pendientes en materia de inequidad, abuso, ausencia de reconocimiento y autoritarismo “político”. Las heridas no sanan así. Luego de un “tiempo de duelo” (un período de exposición de y ante la verdad que des-ocultamos a través de la purificación de la memoria) y del ejercicio de la justicia – a la sazón “momentos” iniciales y decisivos de la reconciliación – es preciso abocarnos a la re-escritura crítica de nuestra historia y a la discusión y construcción de una estructura público – legal inclusiva, re-escritura enmarcada en el proyecto más amplio, de la transición política. Se trata de un trabajo colectivo de largo aliento, que implicará probablemente el trabajo paciente, la perseverancia y la esperanza de varias generaciones de ciudadanos. Quizá las múltiples formas de resistencia frente a la transición, que pueden identificarse en diversos sectores de nuestra “clase dirigente” puedan entenderse como los dolores de un parto, los signos posibles de un “cambio epocal” – un cambio en el sentido de las relaciones humanas y políticas - que se va generando en nuestro país. El desgano y la hostilidad de nuestros políticos y de ciertas autoridades sociales frente a las exigencias de la justicia transicional puede contrastarse sin duda con el entusiasmo y el sentido de compromiso con las víctimas de tantos estudiantes y jóvenes que han integrado con entusiasmo programas de voluntariado y grupos de reflexión en torno al desafío planteado por la CVR a la sociedad. Esa actitud nos permite abrigar esperanzas respecto de nuestro futuro.

El supuesto ético de mi posición – más precisamente, mi esperanza, aunque ciertamente no sólo la mía - es que el tiempo de la reconciliación ya se inició entre nosotros, a pesar de su precariedad, sus retrocesos, resistencias e incertidumbres. Quizá con el derrumbe del fujimorato, o con la entrega del Informe Final, un tiempo nuevo haya comenzado, no podemos saberlo con certeza. No obstante, este cambio epocal no puede en absoluto gestarse a nuestras espaldas: o es obra nuestra o simplemente no es: depende de nosotros que se trunque o vaya definiendo su curso. No es algo que “está hecho”, es algo que “está haciéndose” o que acaso “tendría que hacerse”, no pertenece al ámbito de los hechos, sino al de la acción, al campo de la ética cívica. El reto de la reconciliación pone a prueba nuestro sentido de la justicia y nuestra capacidad de ponernos en el lugar de las víctimas tanto como nuestro espíritu de ciudadanía y nuestra sensibilidad democrática. El proyecto apela a nuestra capacidad de movilizarnos en torno al propósito de la reconstrucción pública de nuestros lazos ético – sociales. Se trata de ampliar el círculo de nuestros compromisos y lealtades de modo que este abarque la totalidad de las comunidades del Perú, que el discurso de la ciudadanía y los Derechos Humanos pueda ser expresado en los diversos idiomas que se hablan en el país, desde los mundos vitales en que habitan los peruanos.

El proyecto de reconciliación plantea diversas tareas tanto al Estado como a las instituciones de la sociedad civil. La primera de ellas es, sin lugar a dudas, el diseño de una agenda pública en torno a los lineamientos medulares de este proceso social y político. Estos abarcan temas de justicia redistributiva, descentralización socioeconómica y políticas de reconocimiento intercultural y sexual tanto como la configuración de programas educativos para la formación de una genuina conciencia ciudadana y la promoción de una cultura política democrática para combatir el autoritarismo y los fundamentalismos de diverso carácter. Sin perder de vista esta multiplicidad de cuestiones involucradas en la efectiva puesta en marcha de las políticas de reconciliación, permítanme desarrollar brevemente un punto que considero central respecto de la construcción de una ética cívica, ética que resulta esencial para la afirmación de la transición que perseguimos. Se trata de la defensa del pluralismo.

2.- Regular nuestros conflictos. Cultura política y pluralismo

La cultura democrática es una forma de considerar los conflictos prácticos desde el cultivo de la deliberación pública al interior de instituciones políticas y sociales. Ella busca mediaciones institucionales y procedimientos públicamente reconocidos para afrontar racionalmente estos conflictos. La democracia no constituye una utopía social más, pretende ser una forma de vida concreta y un régimen político puntual que no promete más que la distribución del poder y el escrutinio público de las decisiones públicas y las políticas sociales a través de los canales que establece la ley como ejes de la vida política. En un sentido importante, las sociedades democráticas practican un cierto anti -utopismo y son adversarias de los fundamentalismos de toda especie. Es evidente que una de las causas principales de la emergencia y el imperio del terror en el país ha sido el evidente fanatismo de la ideología del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso y el modo en que esta “doctrina” pretendió ser impuesta por sus suscriptores, a sangre y fuego. Este ideario – autocalificado como “científico” - consideraba la revolución violenta como el único medio para el logro de la justicia y la libertad en el Perú (y, según la dogmática senderista, para “liberar” el mundo entero).

La doctrina maoísta / el autodenominado “pensamiento Gonzalo” pasaba por ser una ideología que re-velaba todos los misterios del sentido de la historia bajo la forma de leyes que regían su curso, y que conducían a la resolución de las contradicciones socio-económicas en una futura “sociedad sin clases”. Una sociedad idílica, sin injusticia ni desigualdades sociales. En suma, un mundo sin conflictos; esa fue la promesa de Guzmán a sus adeptos, una vez consumada la revolución, el reino de la libertad habría sido conquistado de una vez y para siempre. La búsqueda de la “justicia social” – concebida exclusivamente como igualdad simple – constituye el valor supremo que guía la vida de los militantes y del Partido. Los valores rivales (por ejemplo, las libertades cívicas o la dignidad del individuo) o se asimilan finalmente al relato de la Igualdad, o son desconocidos como valores. En esta versión monista de la sociedad, quienes discrepan con el credo del Partido están “alienados”, están simplemente suscribiendo creencias incorrectas. Para el partidario del Terror, no tiene sentido discutir con ellos: es preciso “convertirlos”, o eliminarlos, pues simplemente son enemigos de la revolución y del ineludible y “objetivo” destino de la Humanidad.

Pese al carácter perverso de su imaginario social – particularmente su elogio de la violencia – la prédica senderista encontró un terreno fecundo en algunos pobladores, sectores más empobrecidos del ande y la periferia de algunas ciudades de la costa y sierra. Como el Informe Final de la CVR ha señalado, el PCP-SL invitaba expresamente – esto es explícito en la prédica de Guzmán, por ejemplo – “al genocidio”, a pagar “la cuota de sangre” que el pensamiento único imponía a la población. Las masacres y atentados en el campo y la ciudad y la reducción de pueblos ashaninkas a trabajos forzados muestra hasta que punto, para la ideología senderista, la vida de personas inocentes podía (y debía) ser sacrificada sin mayores escrúpulos en los altares del supremo y unívoco ideal. En contraste con aquella visión totalitaria, la alternativa democrática – implícita en el proyecto de justicia transicional – defiende el cultivo del pluralismo como eje de la acción política.

¿Qué se entiende por “pluralismo”? Mas que aludir al factum histórico de la diversidad de ethe y formas culturales al interior de las comunidades políticas, se trata de una propuesta ético – política consistente en reconocer que en algunas situaciones concretas – que, por ejemplo, debe afrontar una institución social, o un agente individual - tenemos que elegir entre cursos de acción que resultan incompatibles o incluso entre valores inconmensurables que no podemos realizar simultáneamente. Si los valores chocan entre sí, es preciso deliberar y optar, aun sabiendo que la elección podría implicar pérdida o lamentación: las razones que apoyan nuestra decisión no anulan aquellas que sostienen la alternativa rival como una opción valiosa en sí misma. Se trata de conflictos de valores de gran intensidad. Pensadores como Isaiah Berlin y John Gray estaban convencidos de que no existe una jerarquía a priori de bienes que nos ahorre las dificultades que entraña a nivel público (y personal) el deliberar y tomar decisiones. La promoción de la igualdad de derechos y oportunidades y las libertades individuales, así como la participación cívica constituyen valores que la democracia constitucional busca realizar: ellos traducen exigencias que a veces colisionan entre sí. Es preciso buscar mediaciones para combinarlos atendiendo a los contextos sociales en los que los conflictos se plantean; por ello es tan importante la educación de los ciudadanos en la deliberación pública. Las utopías decimonónicas por lo general – y la versión senderista del maoísmo es un ejemplo bastante crudo de esta actitud, evidentemente totalitaria – han pretendido absolutizar sin más un único valor y asfixiar todos los demás a través de la represión y la violencia.

Pretender realizar sólo un valor en el contexto de la biografía personal o en la vida social – rechazando dogmáticamente los bienes rivales - constituye en el plano de la teoría un signo de estrechez de miras; en la perspectiva de la práctica esta es simplemente una opción mutiladora. En el curso de la vida tanto como en el escenario de la acción política, buscamos múltiples bienes, que a veces se definen en tensión. La justicia social, la libertad individual y la pertenencia cultural son valores importantes para una sociedad floreciente ¿Necesitamos renunciar absolutamente a alguno de ellos, en nombre de un exclusivo y solitario “valor supremo”? ¿Es posible diseñar programas sociales que rescaten esa pluralidad y procuren observar tales bienes aplicándolos y destacándolos de acuerdo con las situaciones concretas que en la práctica se nos hacen manifiestas? La concepción democrática responde “no” a la primera pregunta y “sí” a la segunda. En una democracia – en una sociedad reconciliada, o en todo caso en vías de reconciliación – los conflictos no son eliminados, son regulados y “resueltos” a partir de los recursos de la deliberación y la forja de consensos públicos. Lo conflictos siempre se resuelven provisionalmente, a través de la acción ciudadana: aquí no existe, ni debe existir, una “solución final” o un “fin de la historia” (conocemos el talante totalitario y excluyente de estas imágenes). No debemos caer en la tentación del utopismo de los Reinos definitivos de la Libertad. Imaginar un mundo futuro en el que no existan los conflictos, en el que estos hayan desaparecido para siempre, parece implicar la desafortunada postulación de un mundo en el que parte de lo que apreciamos como humano hubiese sido extirpado sin remedio. En ese hipotético mundo, la acción política sería innecesaria o indeseable. Podríamos concebirlo como un “mundo perfecto”, pero – obviamente – ese mundo no sería en ningún sentido un mundo libre. No se trataría, en absoluto, de una res pública.

3.- Sociedad civil y ética cívica.

El cultivo del pluralismo y el fortalecimiento de las políticas de reconciliación requieren de espacios para la interacción, la inclusión del otro y el diálogo. Es sabido que la CVR fue conformada por un Decreto Supremo, vale decir, por acción del Estado, a través de la iniciativa del gobierno de transición. Es sabido también que aquellos que representan ese mismo Estado – en la persona de su actual gobierno, el Congreso, el Poder Judicial – han puesto (y ponen) una serie de obstáculos y resistencias a la discusión de las investigaciones y recomendaciones que la CVR ha desarrollado en su Informe. La mayoría de los partidos políticos han mostrado una actitud indiferente y frecuentemente hostil frente a la propuesta misma de recuperación de la memoria. Se trata básicamente de un grupo de militantes políticos y representantes parlamentarios que no parecen tener interés en dialogar con la sociedad que una vez los eligió. Se sabe que la mayoría de los cuadros políticos peruanos - a fin de cuentas - ni siquiera cultiva la lectura o la investigación. La denominada “sociedad política” no parece dispuesta a involucrarse seriamente con las tareas de la justicia transicional; ni siquiera han configurado genuinos espacios públicos para someter a crítica este proyecto.

Si la tesis que he intentado defender aquí es correcta – si el futuro de la propuesta de reconciliación depende del compromiso activo de la ciudadanía con la transición democrática y la cultura de los derechos humanos – entonces nuestra atención debe concentrarse en otros espacios cívicos que se sitúan fuera de la esfera del Estado, aunque desde ellos pueda ejercerse alguna influencia ético – política, democrática, sobre el propio Estado. Espacios abiertos al libre encuentro de argumentos y puntos de vista de los diferentes grupos sociales que conforman nuestra comunidad política. Espacios abiertos tanto a la generación discursiva de corrientes de opinión pública como a la expresión del disentimiento en un clima de respeto a las diferencias y a las reglas de juego de una democracia constitucional. Me refiero, por supuesto, a las instituciones de la sociedad civil.

3.1.- Una aproximación filosófico - política al concepto de sociedad civil

Desde los tiempos de la lucha contra la dictadura y la recuperación de la democracia, el concepto de sociedad civil - así como su rol al interior de un régimen republicano - ha cobrado una singular importancia en la discusión pública en el país. En los fueros parlamentarios y ciudadanos, hoy se discute acerca de la necesidad de encontrar alguna forma por la que la sociedad civil pueda estar presente incluso en las comisiones de reforma del Poder Judicial o en la formación de eventuales “consejos de ética” que supervisen la actuación de los medios de comunicación o de los poderes del Estado. Por otro lado, se asocia fuertemente el concepto de sociedad civil con los espacios ordinarios de participación directa del ciudadano común en los debates públicos y en el diseño de programas sociales y políticos. Se dice – y creo que con toda razón – que en nuestro tiempo podemos identificar una sociedad como realmente democrática en la medida en que cuente con una sociedad civil organizada.

El concepto de sociedad civil es complejo y conviene precisar rigurosamente sus sentidos en el pensamiento político y sobre todo en el ejercicio de la democracia. En la historia de la filosofía política occidental, por “sociedad civil” se ha entendido tres cosas diferentes, que es preciso no confundir (como se ha hecho, por desgracia, muchas veces ). Inicialmente, societas civilis constituía la expresión latina para traducir koinonía politiké (“comunidad política”), concepto utilizado por Aristóteles y otros pensadores griegos de la vida pública. Con esta expresión se aludía a la entidad política básica, la comunidad de ciudadanos libres que construyen el bien público a través del debate y el compromiso común. Los autores romanos, Hobbes y Kant utilizaban el término como sinónimos de “Estado” y “estado de sociedad”; en el caso del segundo y el tercero – pensadores individualistas al fin y al cabo – contrastaban la societas civilis con el hipotético “estado natural” previo al “contrato” que en el imaginario ilustrado daba origen al orden social. El primero en distinguir filosóficamente entre el Estado y la sociedad civil fue Hegel, filósofo que, tanto en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas como en sus Principios de filosofía del derecho, procuró hacer justicia a la diversidad de vínculos e instituciones sociales en contra del reduccionismo contractualista de sus predecesores. En su concepción de la Eticidad moderna, Hegel reconoce con claridad tres instancias éticas de interacción humana: aquella en la que la sangre y el afecto mutuo es el fundamento de los vínculos intersubjetiva (la familia); el ámbito de las relaciones socioeconómicas desarrolladas en el mundo del trabajo y del mercado (la sociedad civil) y los espacios de deliberación y decisión políticas (el Estado). Para Hegel y los hegelianos del siglo XIX - en el pensamiento de Marx, la visión hegeliana de la sociedad civil es aplicada sin mayores cambios - se trata del espacio en el que se plantea el conjunto de conflictos de interés y necesidades, y de los vínculos pre-políticos de solidaridad particular (corporaciones) y pública (policía).

El tercer concepto de sociedad civil corresponde la definición actualmente en uso en la filosofía política contemporánea. Es también el enfoque que goza de consenso al interior de las teorías de la democracia y el que subyace a nuestras polémicas cotidianas en la arena pública. En un sentido republicano o cívico-humanista - cuyo espíritu podemos encontrar en Tocqueville - se denomina “sociedad civil” al conjunto de instituciones y asociaciones voluntarias que se sitúan entre los individuos y el Estado y que buscan crear espacios libres para la forja de consensos cívicos (y la expresión de disensos) con el fin de influir comunicativamente en el ámbito político. Se trata de promover la ciudanía activa para así acercar la sociedad a la esfera de las decisiones en materia pública; en este sentido, sus instituciones se distinguen de los sistemas propios del Estado y del mercado. Universidades, comunidades religiosas no verticales, ONGs, colegios profesionales constituyen espacios para la vigilancia y el control cívico del poder.

Al Estado compete la administración del poder, la sociedad civil debe velar porque el Estado no desarrolle políticas autoritarias, respete la legalidad y escuche las voces de los ciudadanos. Por otro lado, la actividad crítica de sus instituciones puede ponerle límites a las pretensiones de lobbies económicos para influir en el ámbito del Estado para imprimir en la legislación y en las medidas del ejecutivo el sello de sus intereses particulares. En un sentido importante, la sociedad civil constituye el lugar propio de la política activa en un sentido clásico, dado que configura el espacio desde el cual los ciudadanos participan – a través de la palabra y la acción – de la construcción de un destino común de vida. A través de sus instituciones – y la mayoría de nosotros pertenece al menos a una de ellas - podemos influir en las decisiones de los políticos y del Estado. La presencia de ciudadanos organizados en las instituciones de la sociedad civil permite que los asuntos públicos no queden exclusivamente en las manos de una cúpula de gobierno o de un grupo de políticos profesionales, partidarizados o “independientes”. La ciudadanía comprometida combate así los brotes autoritarios – sutiles o gruesos, como los de la funesta década de los noventa - implícitos en la lucha partidaria o gubernamental por el poder.

3.2.- Representación y participación. Crítica de la confusión conservadora

Desde hace algunos años – en una época que coincidía con la lucha contra el fujimorato desplegada desde la propia sociedad civil – los sectores conservadores de la política peruana han cuestionado el rol de la sociedad civil en la política moderna. Desde algunos artículos con pretensiones académicas, hasta columnas de opinión escritas desde las almenas del antiguo Expreso y el inefable La Razón, han intentado una y otra vez simplificar el carácter y alcances de la sociedad civil, así como su relevancia para la reconstrucción de la democracia peruana. En sus escritos identifican sin más la sociedad civil con las diversas organizaciones no gubernamentales que operan en nuestro país (organismos de Derechos Humanos, asociaciones de promoción social y cultural, entre otras instituciones que jamás han gozado de sus simpatías), insinuando su desconexión con el ciudadano “de a pie”. El encono con estas instituciones tiene larga data. En otro tiempo, se sugirió que estas organizaciones podrían representar “los oscuros intereses de ideologías foráneas”. Hoy, se preguntan a quiénes simplemente representan. Mientras los presidentes y los parlamentarios hablan en nombre del conjunto de sus electores, los investigadores y activistas de las ONGs – y por extensión, los miembros de la sociedad civil, pues esta es el objetivo real de la crítica – no representan a nadie .

No voy a detenerme en el caso específico de las ONGs, que merecería un artículo aparte. Sólo señalaré que es importante resaltar la labor decisiva de muchas de estas organizaciones en la defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos más desfavorecidos en el Perú, especialmente en la época del autoritarismo y en los tiempos de la violencia. Las insinuaciones contra ellas la mayoría de las veces simplemente son fruto del prejuicio y el desconocimiento respecto de su trabajo y estructura programática. No obstante, es preciso señalar que ellas no constituyen la sociedad civil, sólo son una parte de ella. Creo sin embargo que es necesario tomar al toro por las astas y enfrentar la objeción conservadora en contra de la propia sociedad civil, tomarla en serio y responder a ella, a pesar de la mala fe que lleva implícita. En efecto, los conservadores - pienso en Francisco Tudela y en el ya citado Eduardo Hernando, por ejemplo – se preguntan efectivamente a quién representa la sociedad civil. Considero que la crítica encierra un grave malentendido, que revela la profunda ignorancia que padece este punto de vista respecto de las formas y escenarios de la ciudadanía democrática.

La lógica de las instituciones democráticas no se agota en la representación; ese es tan sólo el caso de las autoridades del gobierno y el de los congresistas. En virtud de los procesos electorales que los erigen como tales, ellos tienen el deber de transmitir en los fueros del Estado las propuestas y preocupaciones de sus votantes, y más allá de ellos, recoger los puntos de vista de otros sectores de la sociedad. Sin embargo, ello no impide que los ciudadanos puedan – y acaso deban – intervenir directamente en la deliberación cívica y en la configuración pública con miras a plantear sus propuestas o a cuestionar las existentes. Ellos tienen derecho a intervenir en la discusión política, a vigilar y criticar la conducta de las instituciones estatales en una democracia constitucional. Algunos políticos e intelectuales nacionales consideran que la “actividad política” se reduce a la labor de los partidos políticos y sus líderes; de modo que al ciudadano común no le quedaría otra cosa que dedicarse a sus deberes laborales y familiares y cruzar los dedos para que los “políticos” hagan “bien” su “trabajo”. Ello contribuye a reproducir prácticas autoritarias veladas, y lentamente alimenta – cuando influye en la gente - el recorte efectivo de libertades cívicas y de la acción ciudadana: los individuos terminan retirándose de la arena pública – renunciando tácitamente al ejercicio de la ciudadanía - y convierten a los políticos en los grandes señores de su libertad. Esta es la “servidumbre voluntaria”, noción que Hugo Neira ha reactualizado en uno de sus libros más recientes .

Esta actitud es caldo de cultivo de las reacciones autoritarias que han contribuido a desmantelar nuestras instituciones políticas y a mermar las posibilidades de la acción cívica. El argumento conservador, en la práctica, estimula la falta de fe del ciudadano común en su capacidad de discernimiento, convocatoria y en sus posibilidades como agente de transformación política y social. Más aún, introduce la tesis de que la política es un “arte mayor” para la que sólo es apta una élite de iniciados, conformada por profesionales de la negociación, de la administración del Estado o por “líderes natos, jefes, caudillos”, como sugiere Eduardo Hernando con singular entusiasmo (este curioso enfoque ideológico, pretendido “deconstructor de la legalidad”, curiosamente aspira erigirse en el “heraldo” de una aristocrática“nueva clase política” ¿o se tratará acaso de una cúpula gubernamental que ya ha tenido el poder en sus manos en la década pasada?). El resto de los miembros de la sociedad constituye - para esa posición, explícitamente antidemocrática – simplemente la “masa”, el conjunto de los individuos que se hallan – según palabras del propio Hernando - “demasiado corrompidos para merecer la libertad y por ende ni siquiera saben como usarla” ; en esta perspectiva los “políticos” deben saber “guiar” a la “plebe” hacia un “bien común”(¿?) que desconocen y al que no se hayan preparados para acceder por sí mismos. Para los paleoconservadores, el individuo común es básicamente pusilánime e ignorante, inepto para las tareas del gobierno y del discernimiento político. Resulta increíble que en pleno siglo XXI existan quienes todavía piensen de esta forma. Lo curioso del caso es que para los portavoces de esta concepción, este ideario, más que una pieza extravagante de un museo pre-moderno, es pura y dura Realpolitik; ello dice mucho de su más que cuestionable sentido de la realidad. La “política” según el conservadurismo deviene así en el mero paternalismo respecto de los miembros de la sociedad, que son tratados como súbditos antes que como ciudadanos. El talante totalitario y excluyente de esta visión de la vida pública resulta más que evidente. Lo que predican los conservadores más extremos (generalmente autodenominados “reaccionarios”) es simplemente la mutilación de la libertad política y la exaltación de la “dictadura comisarial” . Conocemos, lamentablemente – a través de la contribución de estos personajes con el régimen de Fujimori en sus brazos político y mediático -, las catastróficas consecuencias de esta bizarra ideología para la salud de la institucionalidad política, la cultura de los derechos humanos y la ética pública.

Pero volvamos a nuestra réplica a la crítica conservadora de la sociedad civil. Representación y participación directa son dimensiones necesarias y complementarias en una democracia. La sociedad civil no pretende usurpar la labor de los partidos o de las autoridades, sino ofrecer espacios para la práctica política ciudadana. La pregunta “¿A quién representan los ciudadanos que actúan desde las instituciones de la sociedad civil?”, no es una buena pregunta, en el sentido que no ha sido pensada con rigor, simplemente confunde los modos de actuación y convicción involucrados en los espacios de la sociedad civil. Cuando el ciudadano interviene políticamente, desde o en la sociedad civil, no representa a nadie – no a la manera de los parlamentarios o los partidos – o mejor, se representa a sí mismo en tanto agente político. No necesitamos ser elegidos para actuar como ciudadanos. El saber propio de la política es phrónesis y no epistéme: es un saber implícito en la práctica razonable del diálogo y el compromiso común, fruto de la paideia y no de alguna misteriosa “ciencia”. Corresponde a la sabiduría práctica que los antiguos identificaban con la ética. El ciudadano puede optar por participar en el debate político sin que nadie pretenda hablar por él. Sin el soporte de la praxis cívica, la representación puede derivar en el “tutelaje” de las autoridades estatales, de los partidos políticos o aun de ciertas instituciones sociales (por ejemplo, en el antiguo imaginario social conservador, a las Fuerzas Armadas y a la Iglesia Católica se les había asignado el rol de “instituciones tutelares” de la nación, desde un punto de vista de suyo incompatible tanto con los principios de un Estado de Derecho como con los valores originarios de estos mismos organismos sociales, perfectamente afines al pluralismo democrático). Pero en una democracia ninguna autoridad o institución puede usurpar el lugar que le corresponde al juicio y la deliberación ciudadanas como generadores de legalidad y vida en común.

4.- A modo de conclusión. Construir el propio destino.

Construir “espacios intermedios” entre los la sociedad en general y el Estado – espacios de deliberación y elección de programas sociales y políticos de largo alcance – constituye un paso fundamental en un auténtico proceso de democratización de nuestra sociedad y sus instituciones. Con ello se busca generar escenarios de libertad que pongan límites a las eventuales pretensiones monopólicas del poder estatal y los partidos. En la medida en que el ciudadano ejercite sus derechos políticos actuando en concierto, el poder político podrá descentralizarse efectivamente. La democracia no es algo que pueda realizarse plenamente exclusivamente desde arriba: antes bien, la ausencia de mediaciones públicas (y la desidia ciudadana) empuja a los gobernantes y los políticos a posiciones autoritarias. Las instituciones de la sociedad civil son creación de la ciudadanía activa, no de iniciativas del Estado. Nacen de la necesidad misma de la participación cívica: muchas veces ese nacimiento puede ser conflictivo, puesto que se trata de espacios distributivos del poder que los poderes oficiales no suelen conceder. Se trata de conquistas sociales, no de concesiones gratuitas. No en vano el anhelo de sociedad civil surgió hace unas décadas en el contexto de las demandas de participación política y las protestas ciudadanas contra las dictaduras comunistas de Europa del Este. En el Perú, dichas luchas tuvieron lugar en las movilizaciones cívicas contra el fujimorismo.

En circunstancias como la presente, en la que tenemos que afrontar una precaria transición democrática en medio de una cierta apatía del Estado y los protagonistas políticos tradicionales, la sociedad civil tiene una gran responsabilidad en lo referente a la consecución de políticas exitosas en materia de la lucha anticorrupción y en el seguimiento a las recomendaciones de la de la CVR. La recuperación pública de la memoria y la vindicación de la justicia en asuntos de Derechos Humanos y ética pública son tareas esenciales para reconstruir nuestras instituciones y los lazos sociales que la violencia y la exclusión se han encargado de fracturar. Es curioso que los objetores de la CVR ni siquiera hayan caído en la cuenta que al revisar el Informe Final hubiesen podido reparar en la inminencia de brotes de violencia como el caso de Ilave, en el que la situación de desamparo estatal y la pobreza ha alimentado las posibilidades de la barbarie y la manipulación. Recientes investigaciones nos advierten acerca del preocupante avance, al interior de algunas universidades del país, de ciertos grupos políticos fundamentalistas, que intentan reproducir en los claustros universitarios los esquemas violentistas y dogmáticos de Sendero Luminoso, así como sus clásicos métodos de intimidación. Estos grupos extremistas buscan impedir, a través del miedo y el uso de la fuerza, los debates intelectuales y difundir el inaceptable discurso de la violencia entre los jóvenes, precisamente como a inicios de los años ochenta (fenómeno que el Informe Final estudia en detalle, análisis que resultaría útil para enfrentar estos nuevos casos con eficacia y racionalidad).

La voz de las víctimas queda condenada al silencio si su dolor permanece inexpresado, si su historia deja de ser contada. Las investigaciones de la CVR sobre el conflicto armado interno, así como los estudios sobre las causas de la corrupción pública y la cultura autoritaria en el Perú merecen ser tema de discusión al interior de los foros de la sociedad civil. Las universidades, iglesias y organismos sociales – en la persona de los ciudadanos que pertenecen a estas instituciones – definitivamente tendrán algo que decir sobre ellos. Callar, en estos casos, sólo contribuye con el imperio de la impunidad y el despotismo. Esto es patente hoy en cuanto los sectores autoritarios parecen recomponerse y conspiran en contra de la transición política.

Defender el ejercicio de la acción política tiene una especial significación para la configuración de la democracia y de la libertad. Sin foros deliberativos generadores de opinión pública, no podemos hablar de políticas democráticas. Se trata de contar con escenarios para la construcción del propio destino, en los que podamos ser capaces de convertirnos en coautores de la ley y las instituciones que rigen nuestra vida en común. Necesitamos una ética “cívica” – utilizo deliberadamente una expresión que los detractores de la democracia han pretendido denigrar y satirizar, un concepto cuya alta dignidad es preciso restablecer – que, discutida desde la escuela, pueda promover los bienes de la acción ciudadana y el espíritu crítico. El peor enemigo de la vida democrática, y también de la ética, es evidentemente la in-diferencia, la escasa o nula disposición a procurar distinguir entre lo que nos hace libres y lo que no, el tenebroso vacío del “todo da igual”, que tanto beneficia a la concentración del poder y la corrupción y anula el sentido de ciudadanía.

No es difícil percatarse de cuán decisivo para la concreción de las libertades políticas es la existencia de la sociedad civil. Ella configura espacios ciudadanos para la crítica y el compromiso cívico directo. Frente a la vocación administrativa del Estado, y los peligros que ella conlleva - la corrupción y el autoritarismo, por ejemplo - el espíritu vigilante de la sociedad civil constituye un elemento necesario para mantener el aparato estatal y las organizaciones partidarias en el cauce democrático. Esta tesis llama nuestra atención acerca de la importancia fundamental de la disposición del ciudadano común frente a la actividad política. Contrariamente a lo que suele pensarse, su interés por la participación o su renuencia a intervenir en los asuntos públicos genera consecuencias decisivas en lo relativo a la solidez de las instituciones democráticas o en su defecto, al reciclaje de los dictadores corruptos que han lacerado nuestra corta vida republicana. Podemos elegir ser súbditos o ser ciudadanos, atreverse a evaluar críticamente los proyectos y puntos de vista sociopolíticos, o someterse a los designios de nuestros gobernantes o representantes. Elegir no sólo repercute en la adopción de nuestro modo de vida, sino en el sistema entero de instituciones y leyes. Abstenerse de optar implica por sí mismo haber elegido ya. Como tantas veces en la historia, el futuro de la democracia está en las manos de sus ciudadanos y no exclusivamente sobre los hombros de la autodenominada “clase dirigente”. Nuestro reto estriba en elegir o no erigirnos en actores políticos.


(*) Gonzalo Gamio Gehri
Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y actualmente es candidato al Doctorado por la Universidad Pontificia de Comillas, donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados en filosofía. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en el ISET “Juan XXIII” y en el Instituto Juan Landázuri Ricketts. Autor de Racionalidad y conflicto ético (2007).